Alberto, un señor de 67 años, oriundo de la ciudad de Mendoza, exjefe de una pequeña vinoteca, vivía solo tras la pérdida de su esposa en un accidente de tránsito.
Era un hombre generalmente tranquilo, pero muy inestable, con problemas de salud como taquicardia, sudoración y temblores.
A menudo sentía un malestar innegable, algo constante que no lo dejaba estar en paz, pero luchaba por mantener la cordura.
Paseaba las calles y plazas de su ciudad murmurando "Dicen que el tiempo cura, pero nadie te dice cómo se vive sin la mitad de tu alma".
Siempre llevaba consigo un reloj de bolsillo, regalo de María, su difunta esposa, pero él no lo llevaba para ver la hora, sino como un recuerdo de su mujer.
Un día fue a visitar a Miguel, un excompañero suyo. Encendió el motor de su Ford Falcon amarillo modelo '81, después de mucho tiempo sin uso y se dirigió a un pueblo a las afueras de la ciudad.
La tarde había quedado atrás. La oscuridad había empezado a caer. Pocas luces. Mucha niebla. Ver a distancia era casi imposible.
Durante el viaje, llorando, recordaba a María mientras sonaba Spinetta en la radio, el que solían escuchar juntos.
Revisando el maletero, como si buscara algo que no sabía que necesitaba, encontró una foto de ellos dos.
El corazón le latió fuerte. Tanto, que empezó a sentir un dolor agudo en el pecho.
En un momento, se encontró con un camión que venía perdiendo el control, giró el volante y se tiró al costado. Desconcertado y sin ver nada, terminó conduciendo derecho hacia un abismo.
Fueron cientos de metros en caída libre.
Todo quedó destrozado. Solo el reloj sobrevivió. Todavía marca la hora.
Los minutos.
Los segundos.
7:10 am.
La visión se quebró.