Mi amada se fue a la Muerte,
partió al Misterio mi amada;
se fue una tarde de invierno;
iba pálida, muy pálida.
Ella que, por su color,
gloriosamente rosada,
parecía un ser translúcido
iluminado por llama
interna...
¡Qué lividez
aquella, la de mi Ana,
y qué frialdad! ¡Si tenía
hasta las trenzas heladas!
¡Se fue a la Muerte, que es
nuestra Madre, nuestra Patria
y nuestra sola heredad
tras este valle de lágrimas!
Hoy hace tres meses justos
que se la llevaron trágicamente
inmóvil, y recuerdo
con qué expresión desolada
se plañía entre los árboles
el viento del Guadarrama.
¡Tres meses de viaje! ¡Nunca
fue nuestra ausencia tan larga!
Noventa días sin verla,
y sin una sola carta...
Abismo de los abismos,
distancias de las distancias,
hondura de las honduras,
muralla de las murallas,
¿donde tienes a mi muerta?
¡Dámela! ¡Dámela! ¡Dámela!
¡En vano en la noche lóbrega
suena y resuena la aldaba
con que llamo a la gran puerta
del castillo que se alza
en la cima misteriosa
de la fúnebre montaña!
Cierto, detrás de esa hostil
fortaleza, alguien se halla...
Se adivina no sé qué,
un confuso rumor de almas...
De fijo nos oyen, pero
nadie nos responde nada,
y resuena solamente,
con vibraciones metálicas,
en los ámbitos inmensos
el golpazo de la aldaba.
Hoy hace tres meses justos
que se la llevaron, tragicamente
inmóvil, y recuerdo
con qué expresión desolada
se plañía entre los arboles
el viento del Guadarrama;
y recuerdo también que
al cruzar por las barriadas
de Madrid me sollozó
una tétrica gitana:
"Señorito, una limosna
por la difunta de su arma!"