El sol se despidió
con un beso dorado
sobre la pradera temblorosa.
La luna,
soberana de la noche,
cerró los cielos azules
y convocó a las auroras
para tejer su manto estrellado.
Las nubes desfilaron,
mujeres ancianas
agitando sus vestidos de algodón,
dejando caer perlas blancas
sobre las pestañas del mundo.
Los pinos se abrazaron,
rezumando niebla
como ofrenda
para los montes sedientos.
El pasto enmudeció,
aprendió a soñar
bajo el edredón de nieve,
bajo las cuentas de cristal
que las nubes olvidaron.
El ciervo, sabio,
vistió su capa de escarcha,
abrigándose con los susurros
que el viento le prestó.
El oso,
rey de los sueños invernales,
se hundió en su cueva
y soñó con el verano:
con sus hijos no nacidos,
con la miel que aún no gotea
entre sus garras.
Y en el centro del bosque, el Espíritu de las Nieves teje coronas de escarcha para quienes aprenden a escuchar el silencio.
El río,
poeta líquido,
guardó sus versos
bajo una costra de hielo,
atesorando su vigor
para la primavera.
Esta luna no es cruel.
Es nodriza
que arrulla
a los que eligen acompañarla.
Y aunque el sol
sea solo un recuerdo lejano,
el invierno no es villano:
es el maestro silencioso
que nos enseña
a vivir con el frío
como compañero,
no como enemigo.
Mel Zalewsky.