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Alev May 2014
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.

Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
¡esas... no volverán!.

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.

Pero aquellas, cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
¡esas... no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.

Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido...; desengáñate,
¡así... no te querrán!

Lee todo en: Rima LIII - Poemas de Gustavo Adolfo Bécquer http://www.poemas-del-alma.com/rima-liii.htm#ixzz32XxscF4bVolverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.

Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
¡esas... no volverán!.

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.

Pero aquellas, cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
¡esas... no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.

Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido...; desengáñate,
¡así... no te querrán!*

― Gustavo Adolfo Bécquer
Santiago Nov 2015
Sigue adelante sigue
que no te importe nada
olvida el que diran pues los demas no te van a ayudar
sigue adelante sigue
que no te importe nada
olvida el que diran pues los demas no te van a ayudar

cuantas veces yo estoy afligida esperando
palabra de aliento pero es raro el momento que
encuentras alguien que tenga consuelo
es mas facil hallar desaliento y tristeza
en la boca del hombre por que hay hombres que cuyas palabras
son como golpes de espada

sigue adelante sigue
que no te importe nada
olvida el que diran pues los demas no te van a ayudar
sigue adelante sigue
que no te importe nada
olvida el que diran pues los demas no te van a ayudar

sigue adelante sigue
que no te importe nada
olvida el que diran pues los demas no te van a ayudar
sigue adelante sigue
que no te importe nada
olvida el que diran pues los demas no te van a ayudar

eso es ue ahy muchos que hablan bonito pero nunca hacenn nada
es mas facil hallar
desaliento y tristeza
en la boca del hombre por que hay hombres que cuyas palabras son
como golpes de espada

sigue adelante sigue
que no te importe nada
olvida el que diran pues los demas no te van a ayudar
sigue adelante sigue
que no te importe nada
olvida el que diran pues los demas no te van a ayudar

sigue adelante sigue
que no te importe nada
olvida el que diran pues los demas no te van a ayudar
sigue adelante sigue
que no te importe nada
olvida el que diran pues los demas no te van a ayudar
Y te di el olor
De todas mis dalias y nardos en flor.

              Y te di el tesoro,
De las ondas minas de mis sueños de oro.

              Y te di la miel,
Del panal moreno que finge mi piel.

              ¡Y todo te di!
Y como una fuente generosa y viva para tu alma fui.

              Y tú, dios de piedra
Entre cuyas manos ni la yedra medra;

              Y tú, dios de hierro,
Ante cuyas plantas velé como un perro,

Desdeñaste el oro, la miel y el olor.
¡Y ahora retornas, mendigo de amor,

A buscar las dalias, a implorar el oro,
A pedir de nuevo todo aquel tesoro!

              Oye, pordiosero:
Ahora que tú quieres es que yo no quiero.

              Si el rosal florece,
Es ya para otro que en capullos crece.

              Vete, dios de piedra,
Sin fuentes, sin dalias, sin mieles, sin yedra.

              Igual que una estatua,
A quien Dios bajara del plinto, por fatua.

              ¡Vete, dios de hierro,
Que junto a otras plantas se ha tendido el perro!
Siendo mozo Alvargonzález,
dueño de mediana hacienda,
que en otras tierras se dice
bienestar y aquí, opulencia,
en la feria de Berlanga
prendóse de una doncella,
y la tomó por mujer
al año de conocerla.Muy ricas las bodas fueron
y quien las vio las recuerda;
sonadas las tornabodas
que hizo Alvar en su aldea;
hubo gaitas, tamboriles,
flauta, bandurria y vihuela,
fuegos a la valenciana
y danza a la aragonesa.   Feliz vivió Alvargonzález
en el amor de su tierra.
Naciéronle tres varones,
que en el campo son riqueza,
y, ya crecidos, los puso,
uno a cultivar la huerta,
otro a cuidar los merinos,
y dio el menor a la Iglesia.   Mucha sangre de Caín
tiene la gente labriega,
y en el hogar campesino
armó la envidia pelea.   Casáronse los mayores;
tuvo Alvargonzález nueras,
que le trajeron cizaña,
antes que nietos le dieran.   La codicia de los campos
ve tras la muerte la herencia;
no goza de lo que tiene
por ansia de lo que espera.   El menor, que a los latines
prefería las doncellas
hermosas y no gustaba
de vestir por la cabeza,
colgó la sotana un día
y partió a lejanas tierras.La madre lloró, y el padre
diole bendición y herencia.   Alvargonzález ya tiene
la adusta frente arrugada,
por la barba le platea
la sombra azul de la cara.   Una mañana de otoño
salió solo de su casa;
no llevaba sus lebreles,
agudos canes de caza;

  iba triste y pensativo
por la alameda dorada;
anduvo largo camino
y llegó a una fuente clara.   Echóse en la tierra; puso
sobre una piedra la manta,
y a la vera de la fuente
durmió al arrullo del agua.   Y Alvargonzález veía,
como Jacob, una escala
que iba de la tierra al cielo,
y oyó una voz que le hablaba.Mas las hadas hilanderas,
entre las vedijas blancas
y vellones de oro, han puesto
un mechón de negra lana.Tres niños están jugando
a la puerta de su casa;
entre los mayores brinca
un cuervo de negras alas.La mujer vigila, cose
y, a ratos, sonríe y canta.-Hijos, ¿qué hacéis? -les pregunta.Ellos se miran y callan.-Subid al monte, hijos míos,
y antes que la noche caiga,
con un brazado de estepas
hacedme una buena llama.   Sobre el lar de Alvargonzález
está la leña apilada;
el mayor quiere encenderla,
pero no brota la llama.-Padre, la hoguera no prende,
está la estepa mojada.   Su hermano viene a ayudarle
y arroja astillas y ramas
sobre los troncos de roble;
pero el rescoldo se apaga.Acude el menor, y enciende,
bajo la negra campana
de la cocina, una hoguera
que alumbra toda la casa.   Alvargonzález levanta
en brazos al más pequeño
y en sus rodillas lo sienta;-Tus manos hacen el fuego;
aunque el último naciste
tú eres en mi amor primero.   Los dos mayores se alejan
por los rincones del sueño.
Entre los dos fugitivos
reluce un hacha de hierro.   Sobre los campos desnudos,
la luna llena manchada
de un arrebol purpurino,
enorme globo, asomaba.Los hijos de Alvargonzález
silenciosos caminaban,
y han visto al padre dormido
junto de la fuente clara.   Tiene el padre entre las cejas
un ceño que le aborrasca
el rostro, un tachón sombrío
como la huella de un hacha.Soñando está con sus hijos,
que sus hijos lo apuñalan;
y cuando despierta mira
que es cierto lo que soñaba.   A la vera de la fuente
quedó Alvargonzález muerto.Tiene cuatro puñaladas
entre el costado y el pecho,
por donde la sangre brota,
más un hachazo en el cuello.Cuenta la hazaña del campo
el agua clara corriendo,
mientras los dos asesinos
huyen hacia los hayedos.Hasta la Laguna Negra,
bajo las fuentes del Duero,
llevan el muerto, dejando
detrás un rastro sangriento,
y en la laguna sin fondo,
que guarda bien los secretos,
con una piedra amarrada
a los pies, tumba le dieron.   Se encontró junto a la fuente
la manta de Alvargonzález,
y, camino del hayedo,
se vio un reguero de sangre.Nadie de la aldea ha osado
a la laguna acercarse,
y el sondarla inútil fuera,
que es la laguna insondable.Un buhonero, que cruzaba
aquellas tierras errante,
fue en Dauria acusado, preso
y muerto en garrote infame.   Pasados algunos meses,
la madre murió de pena.Los que muerta la encontraron
dicen que las manos yertas
sobre su rostro tenía,
oculto el rostro con ellas.   Los hijos de Alvargonzález
ya tienen majada y huerta,
campos de trigo y centeno
y prados de fina hierba;
en el olmo viejo, hendido
por el rayo, la colmena,
dos yuntas para el arado,
un mastín y mil ovejas.
    Ya están las zarzas floridas
y los ciruelos blanquean;
ya las abejas doradas
liban para sus colmenas,
y en los nidos, que coronan
las torres de las iglesias,
asoman los garabatos
ganchudos de las cigüeñas.Ya los olmos del camino
y chopos de las riberas
de los arroyos, que buscan
al padre Duero, verdean.El cielo está azul, los montes
sin nieve son de violeta.La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza;
muerto está quien la ha labrado,
mas no le cubre la tierra.   La hermosa tierra de España
adusta, fina y guerrera
Castilla, de largos ríos,
tiene un puñado de sierras
entre Soria y Burgos como
reductos de fortaleza,
como yelmos crestonados,
y Urbión es una cimera.   Los hijos de Alvargonzález,
por una empinada senda,
para tomar el camino
de Salduero a Covaleda,
cabalgan en pardas mulas,
bajo el pinar de Vinuesa.Van en busca de ganado
con que volver a su aldea,
y por tierra de pinares
larga jornada comienzan.Van Duero arriba, dejando
atrás los arcos de piedra
del puente y el caserío
de la ociosa y opulenta
villa de indianos. El río
al fondo del valle, suena,
y de las cabalgaduras
los cascos baten las piedras.A la otra orilla del Duero
canta una voz lastimera:«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra.»   Llegados son a un paraje
en donde el pinar se espesa,
y el mayor, que abre la marcha,
su parda mula espolea,
diciendo: -Démonos prisa;
porque son más de dos leguas
de pinar y hay que apurarlas
antes que la noche venga.Dos hijos del campo, hechos
a quebradas y asperezas,
porque recuerdan un día
la tarde en el monte tiemblan.Allá en lo espeso del bosque
otra vez la copla suena:«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra».   Desde Salduero el camino
va al hilo de la ribera;
a ambas márgenes del río
el pinar crece y se eleva,
y las rocas se aborrascan,
al par que el valle se estrecha.Los fuertes pinos del bosque
con sus copas gigantescas
y sus desnudas raíces
amarradas a las piedras;
los de troncos plateados
cuyas frondas azulean,
pinos jóvenes; los viejos,
cubiertos de blanca lepra,
musgos y líquenes canos
que el grueso tronco rodean,
colman el valle y se pierden
rebasando ambas laderasJuan, el mayor, dice: -Hermano,
si Blas Antonio apacienta
cerca de Urbión su vacada,
largo camino nos queda.-Cuando hacia Urbión alarguemos
se puede acortar de vuelta,
tomando por el atajo,
hacia la Laguna Negra
y bajando por el puerto
de Santa Inés a Vinuesa.-Mala tierra y peor camino.
Te juro que no quisiera
verlos otra vez. Cerremos
los tratos en Covaleda;
hagamos noche y, al alba,
volvámonos a la aldea
por este valle, que, a veces,
quien piensa atajar rodea.Cerca del río cabalgan
los hermanos, y contemplan
cómo el bosque centenario,
al par que avanzan, aumenta,
y la roqueda del monte
el horizonte les cierra.El agua, que va saltando,
parece que canta o cuenta:«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra».
    Aunque la codicia tiene
redil que encierre la oveja,
trojes que guarden el trigo,
bolsas para la moneda,
y garras, no tiene manos
que sepan labrar la tierra.Así, a un año de abundancia
siguió un año de pobreza.   En los sembrados crecieron
las amapolas sangrientas;
pudrió el tizón las espigas
de trigales y de avenas;
hielos tardíos mataron
en flor la fruta en la huerta,
y una mala hechicería
hizo enfermar las ovejas.A los dos Alvargonzález
maldijo Dios en sus tierras,
y al año pobre siguieron
largos años de miseria.   Es una noche de invierno.
Cae la nieve en remolinos.
Los Alvargonzález velan
un fuego casi extinguido.El pensamiento amarrado
tienen a un recuerdo mismo,
y en las ascuas mortecinas
del hogar los ojos fijos.No tienen leña ni sueño.Larga es la noche y el frío
arrecia. Un candil humea
en el muro ennegrecido.El aire agita la llama,
que pone un  fulgor rojizo
sobre las dos pensativas 
testas de los asesinos.El mayor de Alvargonzález,
lanzando un ronco suspiro,
rompe el silencio, exclamando:-Hermano, ¡qué mal hicimos!El viento la puerta bate
hace temblar el postigo,
y suena en la chimenea
con hueco y largo bramido.Después, el silencio vuelve,
y a intervalos el pabilo
del candil chisporrotea
en el aire aterecido.El segundo dijo: -Hermano,
¡demos lo viejo al olvido!

  Es una noche de invierno.
Azota el viento las ramas
de los álamos. La nieve
ha puesto la tierra blanca.Bajo la nevada, un hombre
por el camino cabalga;
va cubierto hasta los ojos,
embozado en negra capa.Entrado en la aldea, busca
de Alvargonzález la casa,
y ante su puerta llegado,
sin echar pie a tierra, llama.   Los dos hermanos oyeron
una aldabada a la puerta,
y de una cabalgadura
los cascos sobre las piedras.Ambos los ojos alzaron
llenos de espanto y sorpresa.-¿Quién es?  Responda -gritaron.-Miguel -respondieron fuera.Era la voz del viajero
que partió a lejanas tierras.   Abierto el portón, entróse
a caballo el caballero
y echó pie a tierra. Venía
todo de nieve cubierto.En brazos de sus hermanos
lloró algún rato en silencio.Después dio el caballo al uno,
al otro, capa y sombrero,
y en la estancia campesina
buscó el arrimo del fuego.   El menor de los hermanos,
que niño y aventurero
fue más allá de los mares
y hoy torna indiano opulento,
vestía con ***** traje
de peludo terciopelo,
ajustado a la cintura
por ancho cinto de cuero.Gruesa cadena formaba
un bucle de oro en su pecho.Era un hombre alto y robusto,
con ojos grandes y negros
llenos de melancolía;
la tez de color moreno,
y sobre la frente comba
enmarañados cabellos;
el hijo que saca porte
señor de padre labriego,
a quien fortuna le debe
amor, poder y dinero.
De los tres Alvargonzález
era Miguel el más bello;
porque al mayor afeaba
el muy poblado entrecejo
bajo la frente mezquina,
y al segundo, los inquietos
ojos que mirar no saben
de frente, torvos y fieros.   Los tres hermanos contemplan
el triste hogar en silencio;
y con la noche cerrada
arrecia el frío y el viento.-Hermanos, ¿no tenéis leña?-dice Miguel.             -No tenemos
-responde el mayor.               Un hombre,
milagrosamente, ha abierto
la gruesa puerta cerrada
con doble barra de hierro.

El hombre que ha entrado tiene
el rostro del padre muerto.Un halo de luz dorada
orla sus blancos cabellos.
Lleva un haz de leña al hombro
y empuña un hacha de hierro.   De aquellos campos malditos,
Miguel a sus dos hermanos
compró una parte, que mucho
caudal de América trajo,
y aun en tierra mala, el oro
luce mejor que enterrado,
y más en mano de pobres
que oculto en orza de barro.   Diose a trabajar la tierra
con fe y tesón el indiano,
y a laborar los mayores
sus pegujales tornaron.   Ya con macizas espigas,
preñadas de rubios granos,
a los campos de Miguel
tornó el fecundo verano;
y ya de aldea en aldea
se cuenta como un milagro,
que los asesinos tienen
la maldición en sus campos.   Ya el pueblo canta una copla
que narra el crimen pasado:«A la orilla de la fuente
lo asesinaron.¡qué mala muerte le dieron
los hijos malos!En la laguna sin fondo
al padre muerto arrojaron.No duerme bajo la tierra
el que la tierra ha labrado».   Miguel, con sus dos lebreles
y armado de su escopeta,
hacia el azul de los montes,
en una tarde serena,
caminaba entre los verdes
chopos de la carretera,
y oyó una voz que cantaba:«No tiene tumba en la tierra.
Entre los pinos del valle
del Revinuesa,
al padre muerto llevaron
hasta la Laguna Negra».
    La casa de Alvargonzález
era una casona vieja,
con cuatro estrechas ventanas,
separada de la aldea
cien pasos y entre dos olmos
que, gigantes centinelas,
sombra le dan en verano,
y en el otoño hojas secas.   Es casa de labradores,
gente aunque rica plebeya,
donde el hogar humeante
con sus escaños de piedra
se ve sin entrar, si tiene
abierta al campo la puerta.   Al arrimo del rescoldo
del hogar borbollonean
dos pucherillos de barro,
que a dos familias sustentan.   A diestra mano, la cuadra
y el corral; a la siniestra,
huerto y abejar, y, al fondo,
una gastada escalera,
que va a las habitaciones
partidas en dos viviendas.   Los Alvargonzález moran
con sus mujeres en ellas.
A ambas parejas que hubieron,
sin que lograrse pudieran,
dos hijos, sobrado espacio
les da la casa paterna.   En una estancia que tiene
luz al huerto, hay una mesa
con gruesa tabla de roble,
dos sillones de vaqueta,
colgado en el muro, un *****
ábaco de enormes cuentas,
y unas espuelas mohosas
sobre un arcón de madera.   Era una estancia olvidada
donde hoy Miguel se aposenta.
Y era allí donde los padres
veían en primavera
el huerto en flor, y en el cielo
de mayo, azul, la cigüeña
-cuando las rosas se abren
y los zarzales blanquean-
que enseñaba a sus hijuelos
a usar de las alas lentas.   Y en las noches del verano,
cuando la calor desvela,
desde la ventana al dulce
ruiseñor cantar oyeran.   Fue allí donde Alvargonzález,
del orgullo de su huerta
y del amor a los suyos,
sacó sueños de grandeza.   Cuando en brazos de la madre
vio la figura risueña
del primer hijo, bruñida
de rubio sol la cabeza,
del niño que levantaba
las codiciosas, pequeñas
manos a las rojas guindas
y a las moradas ciruelas,
o aquella tarde de otoño,
dorada, plácida y buena,
él pensó que ser podría
feliz el hombre en la tierra.   Hoy canta el pueblo una copla
que va de aldea en aldea:«¡Oh casa de Alvargonzález,
qué malos días te esperan;
casa de los asesinos,
que nadie llame a tu puerta!»   Es una tarde de otoño.
En la alameda dorada
no quedan ya ruiseñores;
enmudeció la cigarra.   Las últimas golondrinas,
que no emprendieron la marcha,
morirán, y las cigüeñas
de sus nidos de retamas,
en torres y campanarios,
huyeron.           Sobre la casa
de Alvargonzález, los olmos
sus hojas que el viento arranca
van dejando. Todavía
las tres redondas acacias,
en el atrio de la iglesia,
conservan verdes sus ramas,
y las castañas de Indias
a intervalos se desgajan
cubiertas de sus erizos;
tiene el rosal rosas grana
otra vez, y en las praderas
brilla la alegre otoñada.   En laderas y en alcores,
en ribazos y en cañadas,
el verde nuevo y la hierba,
aún del estío quemada,
alternan; los serrijones
pelados, las lomas calvas,
se coronan de plomizas
nubes apelotonadas;
y bajo el pinar gigante,
entre las marchitas zarzas
y amarillentos helechos,
corren las crecidas aguas
a engrosar el padre río
por canchales y barrancas.   Abunda en la tierra un gris
de plomo y azul de plata,
con manchas de roja herrumbre,
todo envuelto en luz violada.   ¡Oh tierras de Alvargonzález,
en el corazón de España,
tierras pobres, tierras tristes,
tan tristes que tienen alma!   Páramo que cruza el lobo
aullando a la luna clara
de bosque a bosque, baldíos
llenos de peñas rodadas,
donde roída de buitres
brilla una osamenta blanca;
pobres campos solitarios
sin caminos ni posadas,¡oh pobres campos malditos,
pobres campos de mi patria!
    Una mañana de otoño,
cuando la tierra se labra,
Juan y el indiano aparejan
las dos yuntas de la casa.
Martín se quedó en el huerto
arrancando hierbas malas.   Una mañana de otoño,
cuando los campos se aran,
sobre un otero, que tiene
el cielo de la mañana
por fondo, la parda yunta
de Juan lentamente avanza.   Cardos, lampazos y abrojos,
avena loca y cizaña,
llenan la tierra maldita,
tenaz a pico y a escarda.   Del corvo arado de roble
la hundida reja trabaja
con vano esfuerzo; parece,
que al par que hiende la entraña
del campo y hace camino
se cierra otra vez la zanja.   «Cuando el asesino labre
será su labor pesada;
antes que un surco en la tierra,
tendrá una arruga en su cara».   Martín, que estaba en la huerta
cavando, sobre su azada
quedó apoyado un momento;
frío sudor le bañaba
el rostro.           Por el Oriente,
la luna llena, manchada
de un arrebol purpurino,
lucía tras de la tapia
del huerto.           Martín tenía
la sangre de horror helada.
La azada que hundió en la tierra
teñida de sangre estaba.   En la tierra en que ha nacido
supo afincar el indiano;
por mujer a una doncella
rica y hermosa ha tomado.   La hacienda de Alvargonzález
ya es suya, que sus hermanos
todo le vendieron: casa,
huerto, colmenar y campo.   Juan y Martín, los mayores
de Alvargonzález, un
Desde temprano había menudeado las llamadas de
felicitación. Para el ex torturador (todavía no se
sentía cómodo con esa partícula: ex) ya no
había peligro. La tan cuestionada ley de amnistía ahora
tenía el aval del voto popular. A las felicitaciones él
había respondido con risas, con murmullos de aprobación,
con entusiasmo, sin escrúpulos. Sin embargo no se sentía
eufórico. Desayunó a solas, como siempre. A pesar de sus
cuarenta, se mantenía soltero. Estaba Eugenia, claro, pero en
una zona siempre provisional. Recogió los diarios que
habían deslizado bajo la puerta, pero se salteó
precisamente aquellas páginas, aparatosamente tituladas, que
analizaban la ahora confirmada amnistía. Sólo se detuvo
en Internacionales y en Deportes. Luego se dedicó a regar las
plantas y el césped del fondo. La recomendación oficial
decía que, hasta nuevo aviso, era imprescindible ahorrar agua
corriente y prohibía especialmente el riego de jardines. Pero
él gozaba de amnistía. Todo le estaba permitido. Si le
habían perdonado torturas, violaciones y muertes, no lo iban a
condenar por un gasto excesivo de agua. Democracia es democracia. El
agua salía con fuerza tal que algunos tallitos, los más
débiles, se inclinaban e incluso hubo uno que se quebró.
Lo apartó con el pie. Así estuvo dos horas. Regaba y
volvía a regar, dos o tres veces las mismas plantas, que ya no
agradecían la lluvia. Cuando sintió en los pies el
frío de las zapatillas húmedas, cerró por fin la
canilla, entró en la casa y se vistió informalmente para
ir al supermercado. Una vez allí, hizo un buen surtido de
bebidas y comestibles hasta llenar prácticamente el carrito y se
puso en la cola de la Caja. Un signo de igualdad y fraternidad,
pensó: aunque estaba amnistiado, de todos modos se resignaba a
hacer la cola. De pronto sintió que una mano fuerte le tomaba el
brazo y experimentó una corriente eléctrica. ¿Como
una picana? No. Simplemente una corriente eléctrica. Se dio
vuelta con rapidez y con cierta violencia y se encontró con un
vecino de rostro amable, un poco sorprendido por la reacción que
había provocado. Disculpe, dijo el señor, sólo
quería avisarle que se le cayó la billetera. Él
sintió que las mejillas le ardían. Emitió un breve
tartamudeo de excusas y agradecimiento y recogió la billetera.
Precisamente en ese momento había llegado su turno, así
que fue colocando sus compras frente a la cajera, pagó, y
metió todo en la bolsa que había traído a esos
efectos. Cuando abandonaba el supermercado, oyó que alguien le
decía, al pasar, enhorabuena, nadie hizo comentario alguno pero
él comprobó que uno de los clientes, un bancario que
pasaba a diario frente a su casa haciendo jogging, levantaba
inequívocamente las cejas. Pensó en los perros de caza,
cuando, al detectar la proximidad de la presa, levantan las orejas.
¿Él sería la presa? Boludeces, muchacho,
boludeces. Estoy amnistiado. Un hombre sin deudas con la sociedad. Todo
lo hice por obediencia debida (con alguna yapa, como es natural), mi
conciencia y yo estamos en paz. Ya en la casa, fue vaciando la bolsa,
metió en la heladera lo que correspondía, y lo
demás en la despensita, sin mayor orden. Mañana, cuando
viniera Antonia a hacer la limpieza, sabría a qué estante
pertenecía cada cosa. Encendió la radio pero sólo
había rock, así que la apagó y se quedó un
buen rato contemplando el techo y sus crecientes manchas de humedad.
Llamar al constructor, anotó mentalmente. Después fue al
dormitorio, se desnudó, se duchó, se vistió de
nuevo pero con ropa de salir, fue al garaje, encendió el motor
del Peugeot, pensó hacer todo el camino por la Rambla pero mejor
no, siempre es más seguro por Bulevar España y Maldonado.
Qué tontería. ¿Más seguro? Vamos, vamos, si
estoy amnistiado. Y rumbeó hacia la Rambla. No había
muchos coches. A la altura del puertito del Buceo, lo pasó un
Mercedes, que de pronto frenó. El conductor le hizo señas
para que se detuviera. Él vaciló. Sólo por una
décima de segundo. El corazón le golpeaba con fuerza. La
Rambla jamás es segura. Fue sólo un instante, pero en ese
destello calculó que, si bien había suficiente distancia
como para esquivar al otro coche y huir, el motor del otro era mucho
más potente y le daría alcance sin problemas. De modo que
se resignó y frenó junto al Mercedes. El otro
asomó una cara sonriente. Lleva la valija abierta, amigo,
¿no se había dado cuenta? No, no se había dado
cuenta, así que dijo gracias, ha sido muy amable, y se
bajó para cerrar la valija. Sin embargo, la valija no estaba
abierta. Todo él se llenó de sospecha y
prevención, pero el Mercedes ya había arrancado y se
había perdido tras la curva. Miró hacia atrás,
hacia el costado, hacia adelante. No había otros coches a la
vista. ¿Podría ser que la valija se cerrara sola?
¿Por qué no? Boludeces, muchacho, boludeces. Pero cuando
volvió a empuñar el volante, dejó abierta la
gaveta donde estaba el revólver y por supuesto no siguió
por la Rambla. Cuando llegó al Centro, y a pesar de que en esa
cuadra había dos sitios libres, no se arriesgó a dejar el
coche en la calle y lo llevó a una playa de estacionamiento.
Recordó que debía comprarse una camisa. Entró en
una tienda y le dijo al vendedor que la quería blanca, de mangas
largas, para vestir. ¿Es para usted? Sí, es para
mí. ¿La quiere con el cuello flojo o más bien
apretado? ¿Cómo apretado, qué quiere decir con
eso? Oh, no lo tome a mal, me parece bien que lo quiera flojo, hoy en
día nadie usa una camisa que lo estrangule. Hoy en día.
Naturalmente. Hoy en día nadie. Estoy amnistiado. Nadie quiere
que lo estrangulen. Ya no se usa. Se llevó la camisa blanca,
para vestir, de mangas largas, y de cuello flojo (39 en vez de 38, que
era su número). Le pareció carísima, pero no
quería llamar la atención, así que pagó con
un gesto de soberbia y a la vez de despreocupación por el
dinero, y empezó a caminar por Dieciocho. Desde un auto,
detenido porque el semáforo estaba en rojo, un desconocido le
gritó: felicidades. ¿Quién será? Por las
dudas saludó con la mano y entonces el otro le mostró la
lengua. Su intención fue acercarse, pero el semáforo se
había puesto verde y el auto arrancó con estruendo, entre
las risotadas de sus ocupantes. Guarangos, sólo eso, se dijo.
Pero por qué lo de felicidades. ¿Por la amnistía?
¿O simplemente había sido una palabra amable, destinada a
servir de contraste con el gesto ofensivo que la iba a seguir? Vaya,
después de todo no era la primera lengua que veía, por
cierto había visto otras, más dramáticas que la de
ese idiota. Cosas del pasado. Abur. Por orden del presidente, la buena
gente había cerrado los ojos de la nuca. Ahora ya no iban a
escribir verdugos a la cárcel, verdad y justicia, y otras
sandeces. Ahora habían aprendido a decir: se le cayó la
billetera, enhorabuena, amigo lleva la valija abierta, felicidades.
Almorzó solo, en un restaurante donde nadie lo conocía.
Sin embargo, cuando estaba en el churrasco a la pimienta, vio que desde
otra mesa alguien lo saludaba, pero estaba tan lejos que su
miopía no le permitió distinguir quién era. Al
rato vino el mozo con una tarjetita. El nombre era del corresponsal de
una agencia internacional, y había unas líneas
recién escritas: Tengo sumo interés en hacerle una
entrevista. Sobre la amnistía, ya se lo habrá imaginado.
Le pidió al mozo que le dijera a ese señor que muchas
gracias, pero que no era posible. Ya no pudo seguir comiendo a gusto.
Al concluir no pidió café sino un té de boldo,
pero ni así. Salió rápidamente, sin mirar al
corresponsal, que se quedó en el fondo, haciendo señas en
vano. Iría a lo de Eugenia, era la hora. Ella le había
telefoneado bien temprano para decirle que lo esperaba con
champán. Un alivio. Por lo menos aquel apartamento, que
él había financiado, era tierra conocida y no devastada.
Eugenia estaba vestida poco menos que para una fiesta. Estarás
tranquilo ahora, me imagino, fue la bienvenida. Sí, bastante.
Pero no lo estaba y ella lo advirtió. No seas estúpido,
mi amor, ese asunto se acabó, ya lo dijo el presidente, ahora
hay que mirar hacia adelante. En una ocasión como ésta, y
tras el brindis de rigor (por la democracia, dijo Eugenia, y
soltó una carcajada), estaba más que cantado que
irían a la cama. Y fueron. Durante todo el trámite,
él estuvo con la cabeza en otra parte, pero así y todo
pudo cumplir como un buen soldado. En un momento, ella había
apretado su abrazo de forma exagerada y él sintió que se
asfixiaba. Por un momento tuvo pánico, casi se mareó.
¿Será el abrazo, o el anís tendría algo?
¿Será posible? ¿Nada menos que Eugenia?
Afortunadamente, todo pasó, Eugenia había aflojado el
abrazo, dijo que había estado regio, él pudo respirar
normalmente, y ella empezó a besarlo, como lo hacía
siempre en la etapa post coitum, de abajo hasta arriba. De pronto
él anunció que se iba. ¿Ya? Esta noche tengo una
reunión y quiero estar despejado, quiero dormir un poco.
¿Es por la amnistía? No, dijo él, receloso, es por
otra cosa. ¿Y dónde es? Él la miró,
desconfiado. A esta altura del partido, no iba a caer en trampa tan
ingenua. También podía suceder que, precisamente por ser
tan ingenua, no fuese trampa. Todavía no lo sé, me
avisarán esta tarde. Nublado está mi cielo, dijo ella,
sí, es mejor que te vayas, a ver si mañana estás
menos tenso. Estoy cansado, sólo eso. Bajó a la calle,
caminó unas cuadras hasta donde había dejado el auto y
antes de arrancar lo examinó con cuidado. Esta vez no
tomó por la Rambla, entre otras cosas porque soplaba un viento
que auguraba tormenta. Trató de ir esquivando (antigua
precaución) las esquinas con semáforos, que obligaban
siempre a detenerse y de hecho convertirse en blanco fijo. Cuando
llegó a casa, notó con asombro que la luz de la cocina
estaba encendida. ¿Y eso? ¿La habré encendido yo
mismo hoy temprano, y luego, cuando me fui, como era de día, no
me di cuenta? Vaya, todo estaba en orden. Quería descansar.
Abrió la cama, se quitó la ropa (siempre dormía
desnudo) y tomó un somnífero suave, suficiente para
descansar unas horas. Por supuesto, no tenía ninguna
reunión esta noche. Experimentó un cosquilleo de
satisfacción cuando advirtió que sus ojos se iban
cerrando. Sólo cuando estuvo profundamente dormido,
comenzó a recorrer un corredor en tinieblas, una suerte de
túnel interminable, cuyas paredes eran sólo ojos, miles y
miles de ojos que lo miraban, sin ningún parpadeo. Y sin perdón.
Desde el amanecer, se cambia la ropa sucia de los altares y de los santos, que huele a rancia bendición, mientras los plumeros inciensan una nube de polvo tan espesa, que las arañas apenas hallan tiempo de levantar sus redes de equilibrista, para ir a ajustarías en los barrotes de la cama del sacristán.

Con todas las características del criminal nato lombrosiano, los apóstoles se evaden de sus nichos, ante las vírgenes atónitas, que rompen a llorar... porque no viene el peluquero a ondularles las crenchas.

Enjutos, enflaquecidos de insomnio y de impaciencia, los nazarenos pruébanse el capirote cada cinco minutos, o llegan, acompañados de un amigo, a presentarle la virgen, como si fuera su querida.

Ya no queda por alquilar ni una cornisa desde la que se vea pasar la procesión.

Minuto tras minuto va cayendo sobre la ciudad una manga de ingleses con una psicología y una elegancia de langosta.

A vista de ojo, los hoteleros engordan ante la perspectiva de doblar la tarifa.

Llega un cuerpo del ejército de Marruecos, expresamente para sacar los candelabros y la custodia del tesoro.

Frente a todos los espejos de la ciudad, las mujeres ensayan su mirada "Smith Wesson"; pues, como las vírgenes, sólo salen de casa esta semana, y si no cazan nada, seguirán siéndolo...
¡Campanas!
¡Repiqueteo de campanas!
¡Campanas con café con leche!
¡Campanas que nos imponen una cadencia al
abrocharnos los botines!
¡Campanas que acompasan el paso de la gente que pasa en las aceras!
¡Campanas!
¡Repiqueteo de campanas!

En la catedral, el rito se complica tanto, que los sacerdotes necesitan apuntador.

Trece siglos de ensayos permiten armonizar las florecencias de las rejas con el contrapaso de los monaguillos y la caligrafía del misal.

Una luz de "Museo Grevin" dramatiza la mirada vidriosa de los cristos, ahonda la voz de los prelados que cantan, se interrogan y se contestan, como esos sapos con vientre de prelado, una boca predestinada a engullir hostias y las manos enfermas de reumatismo, por pasarse las noches -de cuclillas en el pantano- cantando a las estrellas.

Si al repartir las palmas no interviniera una fuerza sobrenatural, los feligreses aplaudirían los rasos con que la procesión sale a la calle, donde el obispo -con sus ochenta kilos de bordados- bate el "record" de dar media vuelta a la manzana y entra nuevamente en escena, para que continúe la función...
¡Agua!
¡Agüita fresca!
¿Quién quiere agua?

En un flujo y reflujo de espaldas y de brazos, los acorazados de los cacahueteros fondean entre la multitud, que espera la salida de los "pasos" haciendo "pan francés".

Espantada por los flagelos de papel, la codicia de los pilletes revolotea y zumba en torno a las canastas de pasteles, mientras los nazarenos sacian la sed, que sentirán, en tabernas que expenden borracheras garantizadas por toda la semana.

Sin asomar las narices a la calle, los santos realizan el milagro de que los balcones no se caigan.

¡Agua!
¡Agüita fresca!
¿Quién quiere agua?
pregonan los aguateros al servirnos una reverencia de minué.

De repente, las puertas de la iglesia se abren como las de una esclusa, y, entre una doble fila de nazarenos que canaliza la multitud, una virgen avanza hasta las candilejas de su paso, constelada de joyas, como una cupletista.

Los espectadores, contorsionados por la emoción,
arráncanse la chaquetilla y el sombrero, se acalambran en
posturas de capeador, braman piropos que los nazarenos intentan callar
como el apagador que les oculta la cabeza.

Cuando el Señor aparece en la puerta, las nubes se envuelven con un crespón, bajan hasta la altura de los techos y, al verlo cogido como un torero, todas, unánimemente, comienzan a llorar.

¡Agua!
¡Agüita fresca!
¿Quién quiere agua?Las tribunas y las sillas colocadas enfrente del Ayuntamiento progresivamente se van ennegreciendo, como un pegamoscas de cocina.

Antes que la caballería comience a desfilar, los guardias civiles despejan la calzada, por temor a que los cachetes de algún trompa estallen como una bomba de anarquista.

Los caballos -la boca enjabonada cual si se fueran a afeitar- tienen las ancas tan lustrosas, que las mujeres aprovechan para arreglarse la mantilla y averiguar, sin darse vuelta, quién unta una mirada en sus caderas.

Con la solemnidad de un ejército de pingüinos, los nazarenos escoltan a los santos, que, en temblores de debutante, representan "misterios" sobre el tablado de las andas, bajo cuyos telones se divisan los pies de los "gallegos", tal como si cambiaran una decoración.

Pasa:
El Sagrado Prendimiento de Nuestro Señor, y Nuestra Señora del Dulce Nombre.
El Santísimo Cristo de las Siete Palabras, y María Santísima de los Remedios.
El Santísimo Cristo de las Aguas, y Nuestra Señora del Mayor Dolor.
La Santísima Cena Sacramental, y Nuestra Señora del Subterráneo.
El Santísimo Cristo del Buen Fin, y Nuestra Señora de la Palma.
Nuestro Padre Jesús atado a la Columna, y Nuestra Señora de las Lágrimas.
El Sagrado Descendimiento de Nuestro Señor, y La Quinta Angustia de María Santísima.

Y entre paso y paso:
¡Manzanilla! ¡Almendras garrapiñadas! ¡Jerez!

Estrangulados por la asfixia, los "gallegos" caen de rodillas cada cincuenta metros, y se resisten a continuar regando los adoquines de sudor, si antes no se les llena el tanque de aguardiente.

Cuando los nazarenos se detienen a mirarnos con sus ojos vacíos, irremisiblemente, algún balcón gargariza una "saeta" sobre la multitud, encrespada en un ¡ole!, que estalla y se apaga sobre las cabezas, como si reventara en una playa.

Los penitentes cargados de una cruz desinflan el pecho de las mamas en un suspiro de neumático, apenas menos potente al que exhala la multitud al escaparse ese globito que siempre se le escapa a la multitud.

Todas las cofradías llevan un estandarte, donde se lee:

                      S. P. Q. R.Es el día en que reciben todas las vírgenes de la ciudad.

Con la mantilla negra y los ojos que matan, las hembras repiquetean sus tacones sobre las lápidas de las aceras, se consternan al comprobar que no se derrumba ni una casa, que no resucita ningún Lázaro, y, cual si salieran de un toril, irrumpen en los atrios, donde los hombres les banderillean un par de miraduras, a riesgo de dejarse coger el corazón.

De pie en medio de la nave -dorada como un salón-, las vírgenes expiden su duelo en un sólido llanto de rubí, que embriaga la elocuencia de prospecto medicinal con que los hermanos ponderan sus encantos, cuando no optan por alzarles las faldas y persuadir a los espectadores de que no hay en el globo unas pantorrillas semejantes.

Después de la vigésima estación, si un fémur no nos ha perforado un intestino, contemplamos veintiocho "pasos" más, y acribillados de "saetas", como un San Sebastián, los pies desmenuzados como albóndigas, apenas tenemos fuerza para llegar hasta la puerta del hotel y desplomarnos entre los brazos de la levita del portero.

El "menú" nos hace volver en sí. Leemos, nos refregamos los ojos y volvemos a leer:

"Sopa de Nazarenos."
"Lenguado a la Pío X."

-¡Camarero! Un bife con papas.
-¿Con Papas, señor?...
-¡No, hombre!, con huevos fritos.Mientras se espera la salida del Cristo del Gran Poder, se reflexiona: en la superioridad del marabú, en la influencia de Goya sobre las sombras de los balcones, en la finura chinesca con que los árboles se esfuman en el azul nocturno.

Dos campanadas apagan luego los focos de la plaza; así, las espaldas se amalgaman hasta formar un solo cuerpo que sostiene de catorce a diez y nueve mil cabezas.

Con un ritmo siniestro de Edgar Poe -¡cirios rojos ensangrientan sus manos!-, los nazarenos perforan un silencio donde tan sólo se percibe el tic-tac de las pestañas, silencio desgarrado por "saetas" que escalofrían la noche y se vierten sobre la multitud como un líquido helado.

Seguido de cuatrocientas prostitutas arrepentidas del pecado menos original, el Cristo del Gran Poder camina sobre un oleaje de cabezas, que lo alza hasta el nivel de los balcones, en cuyos barrotes las mujeres aferran las ganas de tirarse a lamerle los pies.

En el resto de la ciudad el resplandor de los "pasos" ilumina las caras con una técnica de Rembrandt. Las sombras adquieren más importancia que los cuerpos, llevan una vida más aventurera y más trágica. La cofradía del "Silencio", sobre todo, proyecta en las paredes blancas un "film" dislocado y absurdo, donde las sombras trepan a los tejados, violan los cuartos de las hembras, se sepultan en los patios dormidos.

Entre "saetas" conservadas en aguardiente pasa la "Macarena", con su escolta romana, en cuyas corazas de latón se trasuntan los espectadores, alineados a lo largo de las aceras.

¡Es la hora de los churros y del anís!

Una luz sin fuerza para llegar al suelo ribetea con tiza las molduras y las aristas de las casas, que tienen facha de haber dormido mal, y obliga a salir de entre sus sábanas a las nubes desnudas, que se envuelven en gasas amarillentas y verdosas y se ciñen, por último, una túnica blanca.

Cuando suenan las seis, las cigüeñas ensayan un vuelo matinal, y tornan al campanario de la iglesia, a reanudar sus mansas divagaciones de burócrata jubilado.

Caras y actitudes de chimpancé, los presidiarios esperan, trepados en las rejas, que las vírgenes pasen por la cárcel antes de irse a dormir, para sollozar una "saeta" de arrepentimiento y de perdón, mientras en bordejeos de fragata las cofradías que no han fondeado aún en las iglesias, encallan en todas las tabernas, abandonan sus vírgenes por la manzanilla y el jerez.

Ya en la cama, los nazarenos que nos transitan las circunvoluciones redoblan sus tambores en nuestra sien, y los churros, anidados en nuestro estómago, se enroscan y se anudan como serpientes.

Alguien nos destornilla luego la cabeza, nos desabrocha las costillas, intenta escamotearnos un riñón, al mismo tiempo que un insensato repique de campanas nos va sumergiendo en un sopor.

Después... ¿Han pasado semanas? ¿Han pasado minutos?... Una campanilla se desploma, como una sonda, en nuestro oído, nos iza a la superficie del colchón.
¡Apenas tenemos tiempo de alcanzar el entierro!...

¿Cuatrocientos setenta y ocho mil setecientos noventa y nueve "pasos" más?

¡Cristos ensangrentados como caballos de picador! ¡Cirios que nunca terminan de llorar! ¡Concejales que han alquilado un frac que enternece a las Magdalenas! ¡Cristos estirados en una lona de bombero que acaban de arrojarse de un balcón! ¡La Verónica y el Gobernador... con su escolta de arcángeles!

¡Y las centurias romanas... de Marruecos, y las Sibilas, y los Santos Varones! ¡Todos los instrumentos de la Pasión!... ¡Y el instrumento máximo, ¡la Muerte!, entronizada sobre el mundo..., que es un punto final!

¿Morir? ¡Señor! ¡Señor!
¡Libradnos, Señor!
¿Dormir? ¡Dormir! ¡Concedédnoslo,
Señor!
Miguel Serrano Dec 2015
Existe una ciudad de cuarzo exquisita
cuyas rosadas calles yo recorrí
siguiendo su sinuosidad caprichosa
en ensoñaciones o tiempos de ensueño;
contemplé su nimbada altura de sol
en un baño de anochecientes tinturas
que raro artista podrá nunca pintar.

Mis ojos velados de recuerdos hoy
reflejan las puertas cerradas, oscuras;
los muros, cercantes con custodio rol,
que se alzan, fieros y hostiles, ante mí.
Yo hago frente, y grito con voz poderosa
mas no caen los muros y voy a quedar
fuera de la ciudad de cuarzo exquisita.
I wrote this poem quite a long time ago, never uploaded it cause it was written in Spanish though; but I don´t care anymore. It was meant to be longer, but the circumstances changed and I couldn't finish it, not as it was supposed to be.
Hora de soledad y de melancolía,
en que casi es de noche y casi no es de día.

Hora para que vuelva todo lo que se fue,
hora para estar triste, sin preguntar por qué.

Todo empieza a morir cuando nace el olvido.
Y es tan dulce buscar lo que no se ha perdido.

Y es tan agria esta angustia terriblemente cierta
de un gran amor dormido que de pronto despierta.
Viendo pasar las nubes se comprende mejor
que así como ellas cambian, va cambiando el amor,

y aunque decimos: «Todo se olvida, todo pasa...»,
en las cenizas, a veces nos sorprende una brasa.

Porque es triste creer que se secó una fuente,
y que otro beba el agua que brota nuevamente;

o una estrella apagada que vuelve a ser estrella,
y ver que hay otros ojos que están fijos en ella.

Decimos: «Todo pasa, porque todo se olvida»,
y el recuerdo entristece lo mejor de la vida.
Apenas ha durado para amarte y perderte
este amor que debía durar hasta la muerte.

Fugaz como el contorno de una nube remota,
tu amor nace en la espiga muriendo en la gaviota.

Tu amor, cuando era mío, no me pertenecía.
Hoy, aunque vas con otro, quizás eres más mía.

Tu amor es como el viento que cruza de repente:
Ni se ve, ni se toca, pero existe y se siente.

Tu amor es como un árbol que renunció a su altura,
pero cuyas raíces abarcan la llanura.

Tu amor es como un viaje por el sueño de un loco, 1
porque nunca comienza ni termina tampoco. 1

Tu amor me negó siempre lo poco que pedí,
y hoy me da esta alegría de estar triste por ti.

Y, aunque creí olvidarte, pienso en ti todavía,
cuando, aún sin ser de noche, dejó de ser de día.
Frente al mar, y en la puerta de su pobre morada,
La viuda del marino con su hijo está sentada.
Se ve tristeza en ambos. Los rudos temporales
De esos días de otoño causaron tantos males,
Tanto destrozo hicieron, fue tal del mar la saña,
Cual nunca visto había la costa de Bretaña.
Por eso ante el crepúsculo se encuentran abstraídos
Y silenciosos, y ambos de luto están vestidos.

En ese lago quieto, de aguas murmuradoras,
En donde se deslizan las barcas pescadoras,
Cuyas velas se extienden bajo el oro del día,
¡Quién, al ver esa calma, reconocer podría
Aquel mar tempestuoso, que sólo en un momento,
En el pasado otoño, con ímpetu violento
Destrozó veinte barcas, y que a esa pobre madre
Dejó  trocada en viuda y a ese niño sin padre!

El agua azul sonríe; sin nubes brilla el cielo;
Y ella sigue sombría, con hondo desconsuelo
Recordando la tarde trágica de su vida,
Cuando hundió en sus abismos la mar embravecida
A su esposo. «Mas suya fue la culpa», a su hijo,
Que seguía en silencio, sollozando le dijo.
«A desgraciados náufragos que el temporal hundía,
¿Cómo sin un socorro dejárseles podría?

¡Qué tarde horrible! ¡Nadie recordaba en la aldea
Haber visto en su vida semejante marea!
¡Era tentar al cielo y era jugar la suerte
Socorrer a los náufragos... era afrontar la muerte!
Tu padre con nosotros estaba. En la bahía,
Recién entrada al puerto su barca se veía».
-«Sin duda están malditos, decíame comiendo,
Los que en el mar aguantan ese chubasco horrendo».

Como era su costumbre, después de la comida
Saliose de la casa con su pipa encendida,
Y a pesar de la lluvia, varios iban al puerto,
A ver saltar las olas sobre el muelle desierto;
Cuando de pronto observa tu padre en lontananza
Que contra los peñascos un bergantín se lanza.
Aquello fue un instante. Lo empuja el mar, y choca,
Y roto allí en pedazos quedó contra la roca.

-«Un bote», grita al punto. Yo lo miré aterrada.
Y en tanto que los otros le muestran la oleada
Que viene sobre el puerto rugiendo amenazante,
Grita otra vez: - ¡Salvémoslos! !Un bote... ¡En el instante!
Un bote al mar! ¡Un bote!... ¡Cobardes no seamos!»
Y seguían sus gritos: -«A socorrerlos vamos!
¡Mi barca! ¡Arriba! ¡Es tiempo! Mi barca no ha temido
Jamás las tempestades ni el mar embravecido,
Y por eso Adelante la bauticé»...

                                             
Salieron
Todos al mar entonces... y ¡nunca más volvieron!...

De tarde, en este invierno, y al bajar la marea,
Hasta allá, donde ves la espuma que blanquea,
Ir me has visto abatida. Mas todo ha sido en vano...
Nada de entre sus olas devuelve el océano...
¡Y ese mar que a mis plantas expira en la ribera,
De la barca no arroja ni una tabla siquiera!

Hijo: me prometiste no ser, jamás marino:
Cumplirás tu promesa. Será otro tu destino.
El cura, que te quiere, te seguirá enseñando;
Aprenderás las letras, luego a escribir. Y cuando
Grande estés, serás cura. ¡Pasará el tiempo aprisa...
Veré el día dichoso de tu primera misa!...
Yo misma pondré flores en el altar... ¡Oh, cuánta
Será mi dicha, lejos de este mar que me espanta!

Calla el niño pensando sin duda en los chicuelos
Que ve sobre chalupas y ágiles barquichuelos,
En las azules aguas, desde que el día brilla,
Caminar en la borda, bajar a la escotilla,
Mientras que él no se atreve, ni nunca se ha atrevido,
Un cable a atar siquiera. Cumple lo prometido.
Y cuando terminada la lección de lectura,
El viejo silabario cierra de tarde el cura,
Y le dice que es hora de que a jugar se vaya,
Descalzo, arremangado, se aleja por la playa,
Y así engaña sus sueños el hijo del marino;
Pero entre los cabellos el áspero y salino
Viento sentir que sopla; sentir el agua fría
Que a la rodilla sube; ver en la lejanía
Las olas que se rompen bajo azulada bruma
Y que el peñasco cubre de iridiscente espuma;
Ir conchas o mariscos buscando por la costa,
O saltar, sobre piedras, detrás de una langosta,
Eso no le bastaba; quería más; quería
La barca que se aleja bajo el fulgor del día,
Con sus palos erectos y sus velas redondas;
Quería el horizonte, los tumbos de las ondas,
Y la embriaguez del alma sobre la mar rugiente,
Cuyos acres aromas hablaban a su mente
De países lejanos... ¡Tal era su delirio!
¡Y hacía muchos meses que ese era su martirio!

Y va pasando el tiempo. Llega otro otoño horrible;
Y un día los marinos, a la luz apacible
De un cielo gris, entre ellos hablando, hacia el poniente
Sobre el mar tempestuoso, señalan de repente
Un velero que avanza contra las rocas. Brava
Marejada envolvíalo... Más y más se encrespaba...

¡En las revueltas olas aquello parecía
El estertor postrero del barco en la agonía!

-«¡Un bote al mar! ¡Un bote!», dice alguien con voz ruda,
 ¡Al mar! ¡A socorrerlos! ¡A prestarles ayuda!»

Y todos recordaban a los que al mar salieron
A salvar a unos náufragos, y nunca más volvieron;
Mas de pronto a una barca se abalanzan, y en tanto,
Todo lo ve la madre con indecible espanto;
Y a su hijo abrazando le murmura al oído:
-«¿Sabes? Me lo ofreciste... lo tienes prometido,
¡No irás!...» Con las pupilas dilatadas, la frente
Pensativa,   y el labio mordiéndose impaciente,
Nada responde, y mira con absorta mirada
Que ya los hombres tienen la barca aparejada.
De repente, una ola gigantesca y sombría,
 Que avanza rugidora por la turbia bahía.
Se estrella con fracaso, toda la playa moja, fe...
Y a las plantas del niño, tabla podrida arroja.

En la tabla estas letras leíanse: Adelante.

De su abismo esa tabla sacaba el mar de Atlante.
¡Mandato de su padre sobre las olas era!
Listos los remadores sacan de la ribera
La barca. De los brazos maternos se desprende;
Detrás de los marinos veloz carrera emprende;
Salta al bote con ellos, y al punto un remo ensaya...
 ¡Y allá van con la ola que vuelve de la playa!

¡Cómo con la mirada todos los van siguiendo!
¡Virgen Santa! ¡Las olas cuan altas y qué estruendo!
¡Parece que se hunden! ¡Jesús! ¡Naufraga el bote!
¡Mas no!... ¡Las olas pasan y ellos están a flote!
¡Y siguen!... Van llegando... ¡Ya se les ve acercarse!
¡Ya era tiempo !... ¡ Ya el barco comenzaba a inclinarse

¡Ya vuelven! ¡Los pañuelos agitan! ¡Qué arrojados!
¡El bote viene lleno!...
-«¿Cuántos?»
-« ¡Todos salvados!»
-«¡Hurra! ¡Pronto una amarra!»
Y en tanto que gozosos,
Náufragos y marinos, saltando presurosos
De piedra en piedra vienen, hacia la madre el niño
Se lanza. Ella lo abraza; lo besa; y con cariño
Él le dice al oído: «No me regañes, madre...
¡Tan contento estaría mirándome mi padre!»
Furtivo y gris en la penumbra última,
va dejando sus rastros en la margen
de este río sin nombre que ha saciado
la sed de su garganta y cuyas aguas
no repiten estrellas. Esta noche,
el lobo es una sombra que está sola
y que busca a la hembra y siente frío.
Es el último lobo de Inglaterra.
Odín y Thor lo saben. En su alta
casa de piedra un rey ha decidido
acabar con los lobos. Ya forjado
ha sido el fuerte hierro de tu muerte.
Lobo sajón, has engendrado en vano.
No basta ser cruel. Eres el último.
Mil años pasarán y un hombre viejo
te soñará en América. De nada
puede servirte ese futuro sueño.
Hoy te cercan los hombres que siguieron
por la selva los rastros que dejaste,
furtivo y gris en la penumbra última.
I dream with my hands
While my tongue fails
And my pillow only gives me sleepdust.
I make dreams without labels or names,
Whose fences have already pervaded reality
And whose power dies again each generation.
I construct bridges between words
With stones that will weather
Even the fickle storms of men.
When mouths change the shape of “pyramid”
My vast triangles will still blot out the sun.
And when new peoples forget my name
The ancient eyes of my statue will still open
So that maybe in a distant moment a scholar will say
“He was once called Ozymandias, King of Kings”
All because I will have dreamt with my hands


Yo sueño con mis manos
Cuando mi lengua falla
Y la almohada me da sólo legañas.
Hago sueños sin etiquetas o nombres,
Cuyas vallas ya han impregnado realidad
Y cuya potencia muere otra vez con cada generación.
Construyo puentes entre palabras
Con piedras que aguantarán
Aun las tormentas volubles del hombre.
Cuando bocas cambian la forma de “pirámide”
Mis vastos triángulos borrarán el sol.
Y cuando pueblos nuevos olvidan mi nombre
Los ojos antiguos de mi estatua se abrirán
Para que quizás en un momento distante un erudito diría
“Una vez, se llamaba Ozymandias, rey de reyes”
Todo porque habré soñado con mis manos.
This was actually the first poem I've ever written in Spanish, but I figured I'd translate it since this site is mostly in English. Inspired by Borges.
He vencido al ángel del sueño, el funesto alegórico:
su gestión insistía, su denso paso llega
envuelto en caracoles y cigarras,
marino, perfumado de frutos agudos.

Es el viento que agita los meses, el silbido de un tren,
el paso de la temperatura sobre el lecho,
un opaco sonido de sombra
que cae como trapo en lo interminable,
una repetición de distancias, un vino de color confundido,
un paso polvoriento de vacas bramando.

A veces su canasto ***** cae en mi pecho,
sus sacos de dominio hieren mi hombro,
su multitud de sal, su ejército entreabierto
recorren y revuelven las cosas del cielo:
él galopa en la respiración y su paso es de beso:
su salitre seguro planta en los párpados
con vigor esencial y solemne propósito:
entra en lo preparado como un dueño:
su substancia sin ruido equipa de pronto,
su alimento profético propaga tenazmente.

Reconozco a menudo sus guerreros,
sus piezas corroídas por el aire, sus dimensiones,
y su necesidad de espacio es tan violenta
que baja hasta mi corazón a buscarlo:
él es el propietario de las mesetas inaccesibles,
él baila con personajes trágicos y cotidianos:
de noche rompe mi piel su ácido aéreo
y escucho en mi interior temblar su instrumento.

Yo oigo el sueño de viejos compañeros y mujeres amadas,
sueños cuyos latidos me quebrantan:
su material de alfombra piso en silencio,
su luz de amapola muerdo con delirio.

Cadáveres dormidos que a menudo
danzan asidos al peso de mi corazón,
qué ciudades opacas recorremos!
Mi pardo corcel de sombra se agiganta,
y sobre envejecidos tahúres, sobre lenocinios de escaleras
gastadas,
sobre lechos de niñas desnudas, entre jugadores de football,
del viento ceñidos pasamos:
y entonces caen a nuestra boca esos frutos blandos del cielo,
los pájaros, las campanas conventuales, los cometas:
aquel que se nutrió de geografía pura y estremecimiento,
ése tal vez nos vio pasar centelleando.

Camaradas cuyas cabezas reposan sobre barriles,
en un desmantelado buque prófugo, lejos,
amigos míos sin lágrimas, mujeres de rostro cruel:
la medianoche ha llegado, y un gong de muerte
golpea en torno mío como el mar.
Hay en la boca el sabor, la sal del dormido.
Fiel como una condena a cada cuerpo
la palidez del distrito letárgico acude:
una sonrisa fría, sumergida,
unos ojos cubiertos como fatigados boxeadores,
una respiración que sordamente devora fantasmas.

En esa humedad de nacimiento, con esa proporción tenebrosa,
cerrada como una bodega, el aire es criminal:
las paredes tienen un triste color de cocodrilo,
una contextura de araña siniestra:
se pisa en lo blando como sobre un monstruo muerto:
las uvas negras inmensas, repletas,
cuelgan de entre las ruinas como odres:
oh Capitán, en nuestra hora de reparto
abre los mudos cerrojos y espérame:
allí debemos cenar vestidos de luto:
el enfermo de malaria guardará las puertas.

Mi corazón, es tarde y sin orillas,
el día como un pobre mantel puesto a secar
oscila rodeado de seres y extensión:
de cada ser viviente hay algo en la atmósfera:
mirando mucho el aire aparecerían mendigos,
abogados, bandidos, carteros, costureras,
y un poco de cada oficio, un resto humillado
quiere trabajar su parte en nuestro interior.
Yo busco desde antaño, yo examino sin arrogancia,
conquistado, sin duda, por lo vespertino.
Arriba azul, verde abajo,
Pleno abril, sol esplendente,
Y yo sentado en un puente
Que cabalga sobre el Tajo.
Ara el buey con gran trabajo
La lejana sementera;
Zumba la abeja doquiera;
Cada planta tiene flor;
Los cielos dicen: ¡amor!
Y los campos: ¡primavera!

Vibra en la extensión lejana,
Que el Tajo hirviente recorre,
La voz que en gótica torre
Da a los aires la campana;
Católica y musulmana,
Infundiendo asombro y miedo.
Desde el puente mirar puedo,
Entre mil tintas bermejas,
Cúpulas, torres y rejas
De la ciudad de Toledo.

¡Cómo resaltan, bañadas
Del sol por los rayos puros,
En cornisones oscuros
Almenas desportilladas!
Sobre ramblas aplomadas
Se mira en conjunto vago
El rudo y constante estrago
De los siglos, que han escrito
Su paso sobre el granito
Con ortiga y jaramago.

¡Toledo! rico tesoro
De señoriales contiendas,
De cuentos y de leyendas
Que enaltecen al rey moro:
Te envuelve en nimbos de oro
El sol que tus campos baña,
Y tienes la pompa extraña
De una majestad caída,
Que refleja, ya vencida,
Todo el esplendor de España.

De tus grandezas testigo,
El Tajo a tu voz responde:
Sirte de plata que esconde
Misterios del rey Rodrigo.
En ti buscaron abrigo
Héroes de raras historias,
Cuyos hechos y memorias
Impiden, a extrañas gentes,
Con tus desgracias presentes
Nublar tus pasadas glorias.

Toledo, soñé en mirarte,
Y al fin feliz te contemplo,
Como silencioso templo
De la tradición y el arte.
Vengan otros a estudiarte:
Nunca atizó mi ansiedad,
Ver si pueblan tu ciudad
Almas grandes o mezquinas:
Me basta ver tus rüinas,
Me encanta tu soledad.

Ya sin puente ni rastrillo,
Destrozado el minarete;
Sin lanzas en el almete
Del paredón amarillo,
Semeja el feudal castillo
Mansión de espectros sombría,
Do nunca el rayo del día
Halla, al penetrar ligero,
Ni en la sala al caballero
Ni en las torres al vigía.

Sólo la indiscreta fama
Cuenta que en tiempo pasado
Tuvo el castillo clavado
En la puerta un oriflama;
Fue prisión de hermosa dama
Cautiva en redes de amor,
Y a tanto llegó el rigor
De su infortunada suerte,
Que, por celos, le dio muerte
Con el hacha, su señor.

En angosta saetera
Su nido cuelga el vencejo,
Y crece el duro cornejo
En la inútil halconera.
Encubre la enredadera
El desgastado blasón;
Sin lengua está el esquilón;
La poterna sin cerrojos;
Hay en el glacis abrojos,
Y ortiga en el torreón.

El sillar tosco y plomizo
Llora en el musgo su duelo;
Cruza de tarde el mochuelo
El húmedo pasadizo;
Sostiene el arco macizo
Un pesado corredor,
Que en el ángulo interior
Guarda en piedra mal tallado
Un Cristo crucificado,
Que ya no inspira fervor.

Los altos muros deslava,
Retratando las almenas,
El Tajo, cuyas arenas
Pisó tímida la Cava;
Bajo su lecho de grava
Oculta el undoso río
Todo el pasado sombrío
De historias y tradiciones;
Joyas, armas y blasones
Del gótico poderío.

Con soberbia majestad,
Por la historia consagrados,
Alza sus muros calados
Coronando la ciudad,
El Alcázar que en la edad
De heroísmo sin segundo,
Vio con asombro profundo
Salir de allí, sin mancilla,
Los leones de Castilla
Para dominar el mundo.

Allí el rencor acibara
Bajo sus cotas de acero
A don Pedro el Justiciero
Y a Enrique de Trastamara.
Si cada piedra guardara,
Por mano de Dios escrito,
De la virtud y el delito
Las luchas que ha contemplado,
Lanzara el mundo espantado
Frente a cada piedra un grito.

Mas tan sólo de grandeza
Y ostentación son destello:
Siempre lo grande y lo bello
Vive en la naturaleza.
Hasta en su muda tristeza
Tienen pompa las rüinas;
Defienden secas espinas
Las tumbas de ilustres muertos,
Y en los salones desiertos
Son reinas las golondrinas.

¡Soledad! ¡silencio! ¡estrago!
El tiempo con mano ruda,
Siembra en el alma la duda,
Y en el muro el jaramago.
En vano el mentido halago
De una brillante memoria
Alza recuerdos de gloria
De polvo glacial y leve,
Que sólo levanta y mueve
El huracán de la historia.

Sigue el hombre por la tierra,
Como ayer, triste camino,
Incansable peregrino
Siempre con el mal en guerra.
¿Quién vacila? ¿quién se aterra
Ante tan rudo trabajo?
Arriba azul, verde abajo,
Pleno abril, sol esplendente,
Y al mar empujando hirviente
Sus claras ondas el Tajo.
El bosque centenario
En sus antros encierra
Ese silencio eterno que acompaña
A las salvajes pompas de la América.

En el espeso toldo
Que al sol el paso niega,
Los cenzontles que cantan en las noches,
De rama en rama sin zozobras vuelan.

Y el cardenal errante,
Y el colibrí de seda,
Al beso de las tibias alboradas,
Dando celos al iris, juguetean.

De las copas más altas,
Como argentadas hebras,
Las canas de los viejos ahuehuetes
Dan a los vientos sus robustas crenchas.

Y revistiendo el tronco
De secular corteza,
Matizando sus tronos de esmeralda,
Se abre a la luz la trepadora hiedra.

Tapiza el suelo un musgo
Que ni el verano seca,
Donde recoge el aire en las mañanas
Un sempiterno olor a flores nuevas.

El bosque centenario
En su extensión inmensa
Repercute en las tardes los acentos
Más dulces de los cánticos aztecas.

Las voces de una raza
Peregrina y guerrera
Que va dejando con su sangre hirviente
De su incesante caminar las huellas.

Y vagan esas notas
Dulcísimas y tiernas,
Enseñando a los pájaros salvajes
Tristes y melancólicas cadencias.

Las repite el cenzontle
En la noche serena,
Cuando la luna en el azul espacio
El heno de los árboles platea.

Las dice la calandria,
El clarín las remeda,
Y en las tardes de mayo los jilgueros
Trovan los himnos de su amor con ellas.

Y cuando en tristes horas
De lluvia y de tinieblas
La tempestad su carro de relámpagos
Sobre los viejos árboles pasea,

Y con ojos de llamas
La lechuza agorera
Predice la catástrofe y la muerte
Como alada Sibila de la selva,

Cuando los vientos rugen,
Cuando los troncos tiemblan
Y cual cinta de lumbre en ***** abismo
El rayo retumbando culebrea,

En el fondo del bosque,
Rasgando las tinieblas,
Se oye dulcísima y doliente
Que canta melancólicas endechas.

Son las notas de un arpa
De misteriosas cuerdas
En que surgen estrofas no aprendidas
Cuando calla el placer y hablan las penas.

Las extrañas canciones
Entre la sombra vuelan,
Mezclándose del viento a los rugidos
Y al sordo rebramar de la tormenta.

Vagan en el ramaje,
Cruzan por la maleza,
Y el paso no les corta la falange
De sabinos cual mudos centinelas.

Se extienden en los lagos
De superficie tersa
Donde crecen los juncos cimbradores
Y sus corolas abren las ninfeas.

Cruzan por los maizales
Cuyas cañas esbeltas
Sus hinchadas espigas, a las lluvias
Levantan a los cielos en ofrenda.

¿Quién canta esas canciones?
¿Quién dice esas endechas,
Que ya traspuesto el sol y quieto el mundo
Repiten los cenzontles en la selva?

¿De qué garganta brotan?
¿Quién delira con ellas
Y en la imponente majestad del bosque
En tristísimas horas las eleva?

Mirad, hay en el fondo,
Tras la enramada espesa,
Dominando los altos ahuehuetes
Una montaña de verdor cubierta.

La mano de un gigante
Amontonó sus piedras,
Sobre las cuales fabricó un palacio,
Para propio solaz, un rey azteca.

Son espesos sus muros,
Angostas son sus puertas,
Y parece, mirado desde lejos,
Vetusta cripta en la extensión desierta.

Pega el nopal al muro
Sus espinosas pencas,
Y como cenicientos obeliscos
Los órganos tristísimos lo cercan.

No tiene escudo noble
Tan rara fortaleza,
Ni levadizo puente, ni ancho foso,
Ni rastrillo, ni glacis, ni poterna.

No guarda férreos cascos,
Ni lanzas, ni rodelas,
Ni resonó jamás en sus salones
La armadura brutal de la Edad Media.

Los señores que ha visto
Esgrimen arco y flecha,
Llevan al combatir desnudo el ****
Y adornada con plumas la cabeza.

Obscuros son sus ojos,
Sus cabelleras negras,
Su cutis, siempre al sol, color de trigo,
Sencillas sus costumbres y su lengua.

En tan triste palacio
Con sus damas se hospeda
Siempre sola, llorosa y resignada,
Como un lirio con alma, una princesa.

Y vive sin que nadie
A visitarla venga,
Que por rencor y celos y venganza
Víctima del amor allí la encierran.

Amó, cual amar saben
En su raza, en su tierra,
Las mujeres que encienden sus pupilas
Con la del alma inextinguible hoguera,

Un hermano celoso
De su pasión intensa,
Mató al indio bizarro que formaba
El culto terrenal de la doncella.

Y entonces con la rabia
Que electriza a las fieras,
Cuando el artero cazador destroza
Al cachorro que esconden en la cueva,

Ella tomó en sus manos
La macana de piedra
Y castigó a su hermano con un golpe
Que bien pudo arrancarle la existencia.

El padre, como ejemplo,
Como justa sentencia,
La alejó de su lado y encerróla,
Del viejo bosque en la mansión severa.

Y allí con la alborada,
Cuando la luz despierta,
Cuando en todas las ramas hay cantares
Y alza un himno de amor toda la selva,

Cuando se abren las fibras
Y en sus corolas tiemblan
Los pintados y errantes chupamirtos
Que de sabrosas mieles se alimentan,

Se oye como desciende,
Por las abruptas peñas,
Envuelta en un mantón de blancas plumas,
Seguida de sus damas, la Princesa.

Siempre al pisar el bosque
Toma la misma senda,
Para buscar el sitio apetecido
En que el placer y la delicia encuentra.

Allá, bajo las ramas
Más verdes, más espesas,
Y donde en haces de colores vivos
El sol naciente sus fulgores quiebra,

Engastada en el musgo
Cual líquida turquesa,
Convidando a la vida y al deleite,
Espejo del follaje, está la alberca.

El manantial fecundo
Al fondo borbotea,
Sin que nadie perciba sus rumores
Ni la quietud perturbe de la selva.

Dicen que cuando alguno
Se posa en sus arenas,
Queda encantado y con extraña forma,
Y el que a buscarlo va, jamás lo encuentra.

Por eso todos temen,
Y aún los hombres recelan,
Sumergirse en las ondas cristalinas
De una agua tan azul y tan serena.

Sólo la hermosa joven,
Cuando a los bordes llega,
Fija en el manantial una mirada
Que es la viva expresión de una promesa.

Deja el manto de pluma,
Sus cabellos destrenza,
Y a las caricias púdicas del agua,
Dando tregua al dolor, feliz se entrega.

Y míranse en las ondas
Las formas hechiceras,
Deslizarse flotantes y tranquilas
Como la flor que la corriente lleva.

Si el bello busto asoma,
Sobre los senos ruedan
Las gotas trasparentes y brillantes
Como si fuesen lágrimas o perlas.

Y cuando el cuerpo airoso
Quieto flotando queda,
Parece que el cristal azul y terso,
Enamorado sus contornos besa.

Semeja blanca ondina,
Ruborosa sirena,
Que, con un beso, el sol americano
Quemó su piel y la tornó trigueña.

¿Oís? cantan muy dulce
Las aves de la selva,
Las brisas no estremecen el ramaje,
Ni el heno gris en los sabinos tiembla.

El aire está suspenso,
Ningún rumor se eleva,
Porque en el viejo bosque centenario
Juega desnuda la gentil doncella.


Salta un instante al borde
De la azulosa terma,
Y los encantos que la dio natura
Sin velo encubridor al aire muestra.

Y escúchase de pronto
Un grito de sorpresa,
Cual lo lanzara el que soñó en un cielo
Y al fin, sin esperarlo, lo contempla.

Por el vetusto bosque,
El grito aquel resuena,
Y levanta los ojos espantados
La ninfa que en las aguas se refleja.

Y sin tino, temblando,
Pálida, como muerta,
Descubre entre las ramas de un sabino
De un ser desconocido la cabeza.

Es un amante osado,
Es un guerrero azteca,
Que adora a la doncella y la persigue,
Y hoy en su virgen desnudez la acecha.

Sin conceder más tiempo
De que sus formas vea,
Herida en su pudor la altiva joven
Se sumerge en el agua con violencia.

Y al manantial desciende
Y toca sus arenas,
Y se pierde a los ojos de sus damas
Y el guerrero la busca y no la encuentra.

Cruzaron varios soles
Por la azulada esfera,
Y nadie supo el postrimer destino
De aquella humana y púdica azucena.
Que allí quedó encantada,
Refieren las leyendas,
Y que al mediar los soles y las lunas
Flota sobre la líquida turquesa.

Su nombre ignoran todos,
Nadie ignora sus penas,
Y quedan de sus gracias como espejo
Los movibles cristales de la alberca.
Cristal, oro y rosa. Alba en Palestina.
Salen los tres reyes de adorar al rey,
flor de infancia llena de una luz divina
que humaniza y dora la mula y el buey.
Baltasar medita, mirando la estrella
que guía en la altura. Gaspar sueña en
la visión sagrada. Melchor ve en aquella
visión la llegada de un mágico bien.
Las cabalgaduras sacuden los cuellos
cubiertos de sedas y metales. Frío
matinal refresca belfos de camellos
húmedos de gracia, de azul y rocío.
Las meditaciones de la barba sabia
van acompasando los plumajes flavos,
los ágiles trotes de potros de Arabia
y las risas blancas de negros esclavos.
¿De dónde vinieron a la Epifanía?
¿De Persia? ¿De Egipto? ¿De la India? Es en vano
cavilar. Vinieron de la luz, del Día,
del Amor. Inútil pensar, Tertuliano.
El fin anunciaban de un gran cautiverio
y el advenimiento de un raro tesoro.
Traían un símbolo de triple misterio,
portando el incienso, la mirra y el oro.
En las cercanías de Belén se para
el cortejo. ¿A causa? A causa de que
una dulce niña de belleza rara
surge ante los magos, todo ensueño y fe.
¡Oh, reyes! -les dice-. Yo soy una niña
que oyó a los vecinos pastores cantar,
y desde la próxima florida campiña
miró vuestro regio cortejo pasar.
Yo sé que ha nacido Jesús Nazareno,
que el mundo está lleno de gozo por El,
y que es tan rosado, tan lindo y tan bueno,
que hace al sol más sol, y a la miel más miel.
Aún no llega el día... ¿Dónde está el establo?
Prestadme la estrella para ir a Belén.
No tengáis cuidado que la apague el diablo,
con mis ojos puros la cuidaré bien.
Los magos quedaron silenciosos. Bella
de toda belleza, a Belén tornó
la estrella y la niña, llevada por ella
al establo, cuna de Jesús, entró.
Pero cuando estuvo junto a aquel infante,
en cuyas pupilas miró a Dios arder,
se quedó pasmada, pálido el semblante,
porque no tenía nada que ofrecer.
La Madre miraba a su niño lucero,
las dos bestias buenas daban su calor;
sonreía el santo viejo carpintero,
la niña estaba temblando de amor.
Allí había oro en cajas reales,
perfumes en frascos de hechura oriental,
incienso en copas de finos metales,
y quesos, y flores, y miel de panal.
Se puso rosada, rosada, rosada...
ante la mirada del niño Jesús.
(Felizmente que era su madrina un hada,
de Anatole France o el doctor Mardrús).
¡Qué dar a ese niño, qué dar sino ella!
¿Qué dar a ese tierno divino Señor?
Le hubiera ofrecido la mágica estrella,
la de Baltasar, Gaspar y Melchor...
Mas a los influjos del hada amorosa,
que supo el secreto de aquel corazón,
se fue convirtiendo poco a poco en rosa,
en rosa más bella que las de Sarón.
La metamorfosis fue santa aquel día
(la sombra lejana de Ovidio aplaudía),
pues la dulce niña ofreció al Señor,
que le agradecía y le sonreía,
en la melodía de la Epifanía,
su cuerpo hecho pétalos y su alma hecha olor.
Sacude el mar su melena
Y son las olas montañas
Que coronan refulgentes
Ricas diademas de plata.

Niega el sol su viva lumbre
Al titán que tiembla y brama,
Y el huracán, monstruo *****,
Abre sus fúnebres alas.

Todo es en el cielo sombras;
Todo es en el aire ráfagas,
La lluvia cae a torrentes,
El rayo doquier estalla;

Cada relámpago alumbra
Un cuadro que impone y pasma
De terror al que lo mira,
A Dios elevando el alma.

Sobre el abismo sin fondo
De las turbulentas aguas,
Entre las olas gigantes
Que los espacios escalan;

Bajo el manto de tinieblas
Que en las regiones más altas
Corren en alas del viento
Como legión de fantasmas;

Al rumor de las centellas
Que difunde la borrasca
Y que al reventar convierten
Las nubes en rojas ascuas;

Cual hoja que se sacude
Para abandonar la rama,
A impulsos de estos ciclones
Que a los sabinos descuajan,

En la líquida llanura
Zozobra sin esperanzas
Ligera nave que en vano
Quiso arribar a la playa.

Sus velas poco le sirven
Y el maderamen no basta
A resistir los embates
De las ondas encrespadas;

Sus mástiles se doblegan,
Como en el campo las cañas,
Y al hundirse en el abismo
Ninguna mano la salva.

Es la soledad desierta
Su aterradora amenaza;
La mar su inmenso sepulcro,
Y el mudo espacio su lápida.

Los que en la nave caminan
Sus oraciones levantan
Al Ser que todo lo puede
Y le encomiendan sus almas.

Entre tantos tripulantes,
Que sobre el abismo viajan,
Van dos jóvenes que ruegan
Al cielo con unción santa.

Pareja noble y dichosa,
Que con ternura se aman
Y que tienen por tesoro
La juventud y la gracia.

Él cumplió los veinte abriles
Ella por dos no le iguala;
Él es arrogante de porte,
Ella una beldad sin tacha.

Van a buscar a sus padres
Que residen en España,
Y antes de que la tormenta
Su embarcación agitara,

Llevaron más ilusiones
Risueñas, dulces y castas,
Que tiene estrellas el cielo
Y tiene arenas la playa.

Él, mirando los horrores
Siniestros de la borrasca,
Entre la lluvia de rayos
Que roncos tronando espantan,

Besa a su esposa la frente
Al verla derramar lágrimas,
Y señalándole el cielo
Le dice: -¡Ten esperanza!

Dios que, al extender su mano
Refrena al punto las aguas,
Y a quien sumiso obedece
Cuanto formó su palabra,

Dios que es todo y puede todo
Es el único que salva
Al que en los grandes peligros
Su misericordia aclama.

-Pídele tú que nos salve
De una muerte tan amarga,
Tan lejos de tantos seres
Que nos buscan y nos aman;

Yo me dirijo a quien logra
De Dios lo que nadie alcanza,
A la «Estrella de los Mares&lrquo;,
A la Virgen sacrosanta.

Yo, cuando fui a despedirme
De mi Virgen mejicana,
«No me abandones, mi madre&lrquo;,
Dije llorando a sus plantas.

Y ella no ha de abandonarnos,
Nos sigue con su mirada,
Arrodíllate conmigo
Y háblale con toda el alma.

Mira en el triste horizonte
Aquella nube de alza,
Figurándome en su forma
Un paisaje que me encanta,

El cerro agreste y pequeño
Entre cuyas rocas áridas
La Virgen de Guadalupe
Se apareció en forma humana.

Y la nube se ilumina,
La circunda roja franja
Y algo se mueve en el fondo
Que parece que me llama.

-Deliras, mujer, deliras.
-Pero mira, se destaca
Entre rayos refulgentes
Una visión que me encanta.

¡Es la Virgen de mi tierra!
¡Mira el ángel a sus plantas
El manto azul y estrellado
Como las noches de Anáhuac!

-Santo delirio, hija mía;
Si la Virgen nos salvara
Las velas que tiene el barco,
Y vamos que son bien anchas,

Como ofrenda de su templo
Por nosotros regalada
Para ejemplo de otros fieles
Yo las hiciera de plata.

Y cuando acabó aquel joven
De decir estas palabras,
Aplacáronse las olas
Quedando la mar en calma.

Las que fueron negras nubes
Pronto se tornaron blancas
Y asomó la luna en llena
Por las estrellas cercada.

Los marineros absortos
De maravilla tan alta
Volvieron cantos y risas,
Bendiciones y plegarias,

Lo que en los tristes momentos
De la deshecha borrasca
Fueron horribles blasfemias
Y escandalosas palabras.

La nave al fin llegó al puerto,
La gente feliz y sana
Refirió el raro portento
Confirmándolo con lágrimas.

Y los jóvenes viajeros
Avivaron más el ansia
De cumplir una promesa
Más que solemne, sagrada.

El mástil de aquella nave
Que se doblegó cual caña
Al soplo de la tormenta
Fiera y desencadenada,

Lleváronselo consigo,
Y en otras horas más gratas
Trajéronlo hasta la iglesia
De la Virgen mejicana.

Dieron al templo en limosna
Lo mismo que les costara
Fabricar cual lo ofrecieron
Rico velamen de plata.

Y aprovechando aquel mástil
Fueron con piedra labradas
Las velas que hoy nos recuerdan
El fervor de aquellas almas.

¡Cuántos ascendiendo al templo
Que el cerro en su altura guarda,
Frente al monumento humilde
De que mi romance trata,

No saben que es el emblema
De una devoción sin mancha,
De una fe que fue el tesoro
De las edades pasadas,

Y que hoy es raro encontrarse
Prestando alivio a las almas
A quienes la duda enferma
Y el escepticismo amarga!

¡Oh, tradición, tú recoges
Sobre tus ligeras alas
Lo que la historia no dice
Ni el sabio adusto relata!

¡Toca al narrador agreste
Despojarte de tus galas
Para entretejer con ellas
Sus más vistosas guirnaldas!

Al pueblo lo que es del pueblo,
Sus venturas, sus desgracias
Y todo cuanto le atañe
En su historia y en su patria.
Un año antes del día, designado era
El mancebo sin tacha, cuyo cuerpo,
Perfecto igual en proporción que en alma,
Mantenían en delicia, y aprendía
A tañer flautas, cortar cañas de humo,
Recoger flores, aspirando su aroma,
Con gracia cortesana a expresarse y moverse.

Estaba luego su jornada exenta
De otro cuidado, e iba, ocioso y libre,
Por la espalda la cabellera oscura,
Ornado de guirnaldas y metales
El cuerpo, como el de un dios ungido,
Y a su paso los otros en honor le tenían
Hasta besar la tierra que pisaba.

Veinte días antes del día, desnuda ahora
La piel de los perfumes, afeites y resinas,
El cabello cortado como aquel de un guerrero,
Las galas ya trocadas por más simple atavío,
Puro en el cuerpo como puro en la mente,
Cuatro doncellas bajo nombres de diosas
Para acceso carnal destinadas le eran.

Cinco días antes del día, las finales
Fiestas le aderezaban, en jardines
De la ciudad, el campo, la colina y el lago,
Por cuyas aguas iba la falúa entoldada,
Con él y sus mujeres, para darle consuelo
Antes de desertarle, y en la ribera opuesta
Quedaba sólo al fin, sin afectos ni bienes.

Sobre cada escalón, en la pirámide del llano,
Cada una de las flautas tañidas por el gozo,
Rotas entre sus dedos, iban cayendo,
Hasta alcanzar el templo de la cima,
A cuyo umbral estaba el sacerdote:
Como una de sus cañas, allí, rota la vida,
Quedaba en su hermosura para siempre.
Sacudimiento extraño
que agita las ideas,
como huracán que empuja
las olas en tropel.Murmullo que en el alma
se eleva y va creciendo
como volcán que sordo
anuncia que va a arder.Deformes siluetas
de seres imposibles;
paisajes que aparecen
como al través de un tul.Colores que fundiéndose
remedan en el aire
los átomos del iris
que nadan en la luz.Ideas sin palabras,
palabras sin sentido;
cadencias que no tienen
ni ritmo ni compás.Memorias y deseos
de cosas que no existen;
accesos de alegría,
impulsos de llorar.Actividad nerviosa
que no halla en qué emplearse;
sin riendas que le guíen,
caballo volador.Locura que el espíritu
exalta y desfallece,
embriaguez divina
del genio creador...
                                        Tal es la inspiración.Gigante voz que el caos
ordena en el cerebro
y entre las sombras hace
la luz aparecer.Brillante rienda de oro
que poderosa enfrena
de la exaltada mente
el volador corcel.Hilo de luz que en haces
los pensamientos ata;
sol que las nubes rompe
y toca en el zenít.Inteligente mano
que en un collar de perlas
consigue las indóciles
palabras reunir.Armonioso ritmo
que con cadencia y número
las fugitivas notas
encierra en el compás.Cincel que el bloque muerde
la estatua modelando,
y la belleza plástica
añade a la ideal.Atmósfera en que giran
con orden las ideas,
cual átomos que agrupa
recóndita atracción.Raudal en cuyas ondas
su sed la fiebre apaga,
oasis que al espíritu
devuelve su vigor...
Tal es nuestra razón.Con ambas siempre en lucha
y de ambas vencedor,
tan sólo al genio es dado
a un yugo atar las dos.
Fabio, las esperanzas cortesanas
Prisiones son do el ambicioso muere
Y donde al más astuto nacen canas.

El que no las limare o las rompiere,
Ni el nombre de varón ha merecido,
Ni subir al honor que pretendiere.

El ánimo plebeyo y abatido
Elija, en sus intentos temeroso,
Primero estar suspenso que caído;

Que el corazón entero y generoso
Al caso adverso inclinará la frente
Antes que la rodilla al poderoso.

Más triunfos, más coronas dio al prudente
Que supo retirarse, la fortuna,
Que al que esperó obstinada y locamente.

Esta invasión terrible e importuna
De contrario sucesos nos espera
Desde el primer sollozo de la cuna.

Dejémosla pasar como a la fiera
Corriente del gran Betis, cuando airado
Dilata hasta los montes su ribera.

Aquel entre los héroes es contado
Que el premio mereció, no quien le alcanza
Por vanas consecuencias del estado.

Peculio propio es ya de la privanza
Cuanto de Astrea fue, cuando regía
Con su temida espada y su balanza.

El oro, la maldad, la tiranía
Del inicuo procede y pasa al bueno.
¿Qué espera la virtud o qué confía?

Ven y reposa en el materno seno
De la antigua Romúlea, cuyo clima
Te será más humano y más sereno.

Adonde por lo menos, cuando oprima
Nuestro cuerpo la tierra, dirá alguno:
«Blanda le sea», al derramarla encima;

Donde no dejarás la mesa ayuno
Cuando te falte en ella el pece raro
O cuando su pavón nos niegue Juno.

Busca pues el sosiego dulce y caro,
Como en la obscura noche del Egeo
Busca el piloto el eminente faro;

Que si acortas y ciñes tu deseo
Dirás: «Lo que desprecio he conseguido;
Que la opinion ****** es devaneo».

Más precia el ruiseñor su pobre nido
De pluma y leves pajas, más sus quejas
En el bosque repuesto y escondido,

Que halagar lisonjero las orejas
De algun príncipe insigne; aprisionado
En el metal de las doradas rejas.

Triste de aquel que vive destinado
A esa antigua colonia de los vicios,
Augur de los semblantes del privado.

Cese el ansia y la sed de los oficios;
Que acepta el don y burla del intento
El ídolo a quien haces sacrificios.

Iguala con la vida el pensamiento,
Y no le pasarás de hoy a mañana,
Ni quizá de un momento a otro momento.

Casi no tienes ni una sombra vana
De nuestra antigua Itálica, y ¿esperas?
¡Oh error perpetuo de la suerte humana!

Las enseñas grecianas, las banderas
Del senado y romana monarquía
Murieron, y pasaron sus carreras.

¿Qué es nuestra vida más que un breve día
Do apena sale el sol cuando se pierde
En las tinieblas de la noche fría?

¿Qué más que el heno, a la mañana verde,
Seco a la tarde? ¡Oh ciego desvarío!
¿Será que de este sueño me recuerde?

¿Será que pueda ver que me desvío
De la vida viviendo, y que está unida
La cauta muerte al simple vivir mío?

Como los ríos, que en veloz corrida
Se llevan a la mar, tal soy llevado
Al último suspiro de mi vida.

De la pasada edad ¿qué me ha quedado?
O ¿qué tengo yo, a dicha, en la que espero,
Sin ninguna noticia de mi hado?

¡Oh, si acabase, viendo cómo muero,
De aprender a morir antes que llegue
Aquel forzoso término postrero;

Antes que aquesta mies inútil siegue
De la severa muerte dura mano,
Y a la común materia se la entregue!

Pasáronse las flores del verano,
El otoño pasó con sus racimos,
Pasó el invierno con sus nieves cano;

Las hojas que en las altas selvas vimos
Cayeron, ¡y nosotros a porfía
En nuestro engaño inmóviles vivimos!

Temamos al Señor que nos envía
Las espigas del año y la hartura,
Y la temprana pluvia y la tardía.

No imitemos la tierra siempre dura
A las aguas del cielo y al arado,
Ni la vid cuyo fruto no madura.

¿Piensas acaso tú que fue criado
El varón para rayo de la guerra,
Para surcar el piélago salado,

Para medir el orbe de la tierra
Y el cerco donde el sol siempre camina?
¡Oh, quien así lo entiende, cuánto yerra!

Esta nuestra porción, alta y divina,
A mayores acciones es llamada
Y en más nobles objetos se termina.

Así aquella que al hombre sólo es dada,
Sacra razón y pura, me despierta,
De esplendor y de rayos coronada;

Y en la fría región dura y desierta
De aqueste pecho enciende nueva llama,
Y la luz vuelve a arder que estaba muerta.

Quiero, Fabio, seguir a quien me llama,
Y callado pasar entre la gente,
Que no afecto los nombres ni la fama.

El soberbio tirano del Oriente
Que maciza las torres de cien codos
Del cándido metal puro y luciente

Apenas puede ya comprar los modos
Del pecar; la virtud es más barata,
Ella consigo misma ruega a todos.

¡Pobre de aquel que corre y se dilata
Por cuantos son los climas y los mares,
Perseguidor del oro y de la plata!

Un ángulo me basta entre mis lares,
Un libro y un amigo, un sueño breve,
Que no perturben deudas ni pesares.

Esto tan solamente es cuanto debe
Naturaleza al simple y al discreto,
Y algún manjar común, honesto y leve.

No, porque así te escribo, hagas conceto
Que pongo la virtud en ejercicio:
Que aun esto fue difícil a Epicteto.

Basta al que empieza aborrecer el vicio,
Y el ánimo enseñar a ser modesto;
Después le será el cielo más propicio.

Despreciar el deleite no es supuesto
De sólida virtud; que aun el vicioso
En sí propio le nota de molesto.

Mas no podrás negarme cuán forzoso
Este camino sea al alto asiento,
Morada de la paz y del reposo.

No sazona la fruta en un momento
Aquella inteligencia que mensura
La duración de todo a su talento.

Flor la vimos primero hermosa y pura,
Luego materia acerba y desabrida,
Y perfecta después, dulce y madura;

Tal la humana prudencia es bien que mida
Y dispense y comparta las acciones
Que han de ser compañeras de la vida.

No quiera Dios que imite estos varones
Que moran nuestras plazas macilentos,
De la virtud infames histriones;

Esos inmundos trágicos, atentos
Al aplauso común, cuyas entrañas
Son infaustos y oscuros monumentos.

¡Cuán callada que pasa las montañas
El aura, respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!

¡Qué muda la virtud por el prudente!
¡Qué redundante y llena de ruido
Por el vano, ambicioso y aparente!

Quiero imitar al pueblo en el vestido,
En las costumbres sólo a los mejores,
Sin presumir de roto y mal ceñido.

No resplandezca el oro y los colores
En nuestro traje, ni tampoco sea
Igual al de los dóricos cantores.

Una mediana vida yo posea,
Un estilo común y moderado,
Que no lo note nadie que lo vea.

En el plebeyo barro mal tostado
Hubo ya quien bebió tan ambicioso
Como en el vaso múrrimo preciado;

Y alguno tan ilustre y generoso
Que usó, como si fuera plata neta,
Del cristal transparente y luminoso.

Sin la templanza ¿viste tú perfeta
Alguna cosa? ¡Oh muerte! ven callada,
Como sueles venir en la saeta,

No en la tonante máquina preñada
De fuego y de rumor; que no es mi puerta
De doblados metales fabricada.

Así, Fabio, me muestra descubierta
Su esencia la verdad, y mi albedrío
Con ella se compone y se concierta.

No te burles de ver cuánto confío,
Ni al arte de decir, vana y pomposa,
El ardor atribuyas de este brío.

¿Es por ventura menos poderosa
Que el vicio la virtud? ¿Es menos fuerte?
No la arguyas de flaca y temerosa.

La codicia en las manos de la suerte
Se arroja al mar, la ira a las espadas,
Y la ambición se ríe de la muerte.

Y ¿no serán siquiera tan osadas
Las opuestas acciones, si las miro
De más ilustres genios ayudadas?

Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
De cuanto simple amé; rompí los lazos.
Ven y verás al alto fin que aspiro,
Antes que el tiempo muera en nuestros brazos.
Con una cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.

Fuego de siempre dormía en los pedernales,
y los escarabajos borrachos de anís
olvidaban el musgo de las aldeas.

Aquel viejo cubierto de setas
iba al sitio donde lloraban los negros
mientras crujía la cuchara del rey
y llegaban los tanques de agua podrida.

Las rosas huían por los filos
de las últimas curvas del aire,
y en los montones de azafrán
los niños machacaban pequeñas ardillas
con un rubor de frenesí manchado.

Es preciso cruzar los puentes
y llegar al rubor *****
para que el perfume de pulmón
nos golpee las sienes con su vestido
de caliente piña.

Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente
a todos los amigos de la manzana y de la arena,
y es necesario dar con los puños cerrados
a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas,
para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre,
para que los cocodrilos duerman en largas filas
bajo el amianto de la luna,
y para que nadie dude de la infinita belleza
de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.

¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje.

Tenía la noche una hendidura y quietas salamandras de marfil.
Las muchachas americanas
llevaban niños y monedas en el vientre
y los muchachos se desmayaban en la cruz del desperezo.
Ellos son.
Ellos son los que beben el whisky de plata junto a los volcanes
y tragan pedacitos de corazón por las heladas montañas del oso.

Aquella noche el rey de Harlem con una durísima cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.
Los negros lloraban confundidos
entre paraguas y soles de oro,
los mulatos estiraban gomas, ansiosos de llegar al torso blanco,
y el viento empañaba espejos
y quebraba las venas de los bailarines.

Negros, Negros, Negros, Negros.

La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba.
No hay rubor. Sangre furiosa por debajo de las pieles,
viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes,
bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de cáncer.

Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardo,
cielos yertos, en declive, donde las colonias de planetas
rueden por las playas con los objetos abandonados.

Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,
hecha de espartos exprimidos, néctares de subterráneos.
Sangre que oxida el alisio descuidado en una huella
y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana.

Es la sangre que viene, que vendrá
por los tejados y azoteas, por todas partes,
para quemar la clorofila de las mujeres rubias,
para gemir al pie de las camas ante el insomnio de los lavabos
y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.

Hay que huir,
huir por las esquinas y encerrarse en los últimos pisos,
porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas
para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse
y una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química.

Es por el silencio sapientísimo
cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua
las heridas de los millonarios
buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre.

Un viento sur de madera, oblicuo en el ***** fango,
escupe a las barcas rotas y se clava puntillas en los hombros;
un viento sur que lleva
colmillos, girasoles, alfabetos
y una pila de Volta con avispas ahogadas.

El olvido estaba expresado por tres gotas de tinta sobre el monóculo,
el amor por un solo rostro invisible a flor de piedra.
Médulas y corolas componían sobre las nubes
un desierto de tallos sin una sola rosa.

A la izquierda, a la derecha, por el sur y por el norte,
se levanta el muro impasible
para el topo, la aguja del agua.
No busquéis, negros, su grieta
para hallar la máscara infinita.
Buscad el gran sol del centro
hechos una piña zumbadora.

El sol que se desliza por los bosques
seguro de no encontrar una ninfa,
el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño,
el tatuado sol que baja por el río
y muge seguido de caimanes.

Negros, Negros, Negros, Negros.

Jamás sierpe, ni cebra, ni mula
palidecieron al morir.
El leñador no sabe cuándo expiran
los clamorosos árboles que corta.
Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey
a que cicutas y cardos y ortigas turben postreras azoteas.
Entonces, negros, entonces, entonces,
podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas,
poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas
y danzar al fin, sin duda, mientras las flores erizadas
asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.

¡Ay, Harlem, disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor,
me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de láminas grises
donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado
cuyas barbas llegan al mar.
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
        jugando llamarán.

  Pero aquellas que el  vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
        ¡esas... no volverán!

  Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
        sus flores se abrirán.

  Pero aquellas, cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
        ¡esas... no volverán!

  Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
        tal vez despertará.

  Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido...; desengáñate,
        ¡así... no te querrán!
Ahora me dejen tranquilo.
Ahora se acostumbren sin mí.

Yo voy a cerrar los ojos.

Y sólo quiero cinco cosas,
cinco raíces preferidas.

Una es el amor sin fin.

Lo segundo es ver el otoño.
No puedo ser sin que las hojas
vuelen y vuelvan a la tierra.

Lo tercero es el grave invierno,
la lluvia que amé, la caricia
del fuego en el frío silvestre.

En cuarto lugar el verano
redondo como una sandía.

La quinta cosa son tus ojos,
Matilde mía, bienamada,
no quiero dormir sin tus ojos,
no quiero ser sin que me mires:
yo cambio la primavera
por que tú me sigas mirando.

Amigos, eso es cuanto quiero.
Es casi nada y casi todo.

Ahora si quieren se vayan.

He vivido tanto que un día
tendrán que olvidarme por fuerza,
borrándome de la pizarra:
mi corazón fue interminable.

Pero porque pido silencio
no crean que voy a morirme:
me pasa todo lo contrario:
sucede que voy a vivirme.

Sucede que soy y que sigo.

No será, pues, sino que adentro
de mi crecerán cereales,
primero los granos que rompen
la tierra para ver la luz,
pero la madre tierra es oscura:
y dentro de mí soy oscuro:
soy como un pozo en cuyas aguas
la noche deja sus estrellas
y sigue sola por el campo.

Se trata de que tanto he vivido que
quiero vivir otro tanto.

Nunca me sentí tan sonoro,
nunca he tenido tantos besos.

Ahora, como siempre, es temprano.
Vuela la luz con sus abejas.

Déjenme solo con el día.
Pido permiso para nacer.
En la playa sonora
De auras primaverales,
De las ondas azules del Sorrento
Mueren bajo frondosos naranjales,
Junto al seto, a la vera del camino,
Hay una tosca piedra,
Que mira indiferente el peregrino.
En ella oculta el alelí frondoso
Un nombre que jamás repite el eco.
Sólo a veces, si en busca de reposo
Errante pasajero se detiene,
Al ver el epitafio entre las hojas,
Ante la luz del moribundo día,
Mientras copiosas lágrimas derrama,
-«¡Diez y seis años!», suspirando clama;
«De morir no era tiempo todavía».
Mas, ¿a qué recordar esas escenas?
Dejad que gima el viento
y que murmuren las azules olas.
Yo no quiero llorar en mi aislamiento;
Quiero soñar con mi dolor a solas.

«¡Diez y seis años! ¡Sí, diez y seis
años!»
Torna a decir el pasajero. Y nunca
En una frente más encantadora
Esa edad fulguró; ni otras pupilas
Más hermosas el brillo reflejaron
De esas playas ardientes e intranquilas.
Hoy en vano la llamo:
¡Sólo el alma responde a mi reclamo!
Pero la siento en mí, y a verla vuelvo;
La vuelvo a ver como en felices días,
De puras e inocentes alegrías,
Cuando fijos en mí los negros ojos,
Cual astros en ignota lontananza,
Me hablaba de su amor entre sonrojos,
Y yo, de mi pasión y mi esperanza.
Bien me acuerdo: ondulaban sus cabellos
Del aura al soplo acompasado y blando;
En torno el viento aromas derramaba;
Del trasparente velo se pintaba
La sombra en su mejilla,
y distintos se oían los cantares

Del pescador en la desierta orilla.
y de pronto mostrándome la luna,
Flor de la noche bruna,
y las espumas de la mar, me dijo:
-«¿Por qué llena de luz el alma siento?
Jamás el firmamento
Donde la estrella del amor nos mira;
Jamás esas arenas donde vienen
Las olas a morir; esas enhiestas
Montañas cuyas crestas
Tiemblan entre los cielos, y los bosques
En torno a la ensenada;
Las luces de la costa abandonada
y del nocturno pescador el canto
Halagaron cual hoy mi fantasía...
¡Nunca infundieron en el alma mía
Este que siento, celestial encanto!
»¿No volveré a soñar cual sueño ahora
En embriagante calma?
¿Es que en los cielos asomó la aurora
O es que una estrella se encendió en mi alma?
Hijo de la mañana, ¿son las noches
De tu país tan bellas
Como esta que a mi lado estás mirando
Tachonada de fúlgidas estrellas?»
Luego la virgen se acercó a la madre
Que la escuchaba cerca del ribazo,
Le dio un beso en la frente,
y quedose dormida en su regazo.

Mas, ¿a qué recordar esas escenas?
Dejad que gima el viento
y que murmuren las azules olas.
Yo no quiero llorar en mi aislamiento;
¡Quiero soñar con mi dolor a solas!
¡Cuánto candor en su mirada! ¡Cuánta
Inocencia en sus labios seductores!
¡Quién no hubiera creído en ese instante
Ver concentrados en su alma virgen
Del cielo de su patria los fulgores!
El bello lago de Nemí, que nunca
Un soplo arruga, es menos trasparente;
Jamás pudo ocultar sus pensamientos;
Sus ojos, de su espíritu trasunto,
Los revelaban sin quererlo al punto.
Todo jugaba en ella; y la sonrisa,
Que es con los años contracción de duelo,
Siempre brillaba en sus carmíneos labios
Como arco-iris en radiante cielo.
Ninguna sombra oscureció su rostro;
y si libre los campos recorría,
Cual suelta mariposa,
Una límpida ola parecía
Coronada de luz esplendorosa.
Corría por correr, y su armoniosa
y halagadora voz, arpegio tierno
De su alma pura, que era un canto eterno,
Alegraba hasta al aura rumorosa.

Fue la primer imagen
Que se imprimió en su corazón la mía,
Como la luz en los dormidos ojos
Que se abren con el día.
Desde que amó, fue amor el Universo;
Confundió mi existencia,
Mi existencia entre lágrimas y abrojos,
Con su vida de paz y de inocencia;
Palpitó con mi alma, y formé parte
Del mundo que flotaba ante sus ojos,
De todos sus anhelos,
De la efímera dicha de la tierra
y la eterna esperanza de los cielos.
No pensaba ni en tiempo ni en distancia,
Ni existía el pasado en su memoria,
Pues para ella la vida era el presente.
Todo su porvenir fueron las tardes
De aquellos días de celeste gloria.
Entregó a la Natura
Su corazón, sin sombra de pecado,
y a la plegaria pura
Que de su huerto con las blancas flores
Iba a esparcir en el altar amado.
y de la mano, como niño humilde,
Me conducía al templo de la aldea,
y de rodillas me decía quedo:
«¡Reza conmigo! ¡Sin tu amor, bien mío,
El cielo mismo comprender no puedo!»

¿No veis el agua azul y trasparente
Al abrigo del aura vagabunda
y del sol encendido,
En el estanque de la clara fuente?
En él un blanco cisne
Nada, de su hermosura haciendo alarde,
y oculta el cuello en el cristal bruñido
Donde tiembla la estrella de la tarde.
Pero si a nuevas fuentes alza el vuelo,
La clara linfa con el ala azota
y extinta queda la visión del cielo.
y con las plumas que dejó deshechas,
Como arrancadas por astuto buitre,
y con la arena que del fondo brota,
El estanque, antes puro,
Que las estrellas reflejaba en calma,
Queda revuelto al fin, triste y oscuro.
Así, cuando partí, todo en su alma
Lo revolvió el dolor; su luz muriente
Huyose al cielo a no volver; y cuando
Vio, sola y afligida,
Su más bella ilusión desvanecida,
Se despidió del porvenir, que goces
No le ofrecía en su abandono aciago;
No disputó su vida al sufrimiento,
Alzó la copa del dolor tranquila
y la apuró de un trago,
En tanto que en su lágrima primera
Ahogaba el corazón; y como el ave

Cuando el sol en los mares se sepulta,
Para dormir oculta
La cabeza en el ala entumecida,
Se envolvió en su tristeza abrumadora,
y se durmió también... pero en la aurora,
En la risueña aurora de su vida.
Mas,  ¿a qué recordar esas escenas?
Dejad que gima el viento
y que murmuren las azules olas,
Yo no quiero llorar en mi aislamiento,
¡Quiero soñar con mi dolor a solas!
En su lecho de tierra ya ha dormido
Muchos años, y nadie
Quizá a llorar a su sepulcro ha ido,
y tal vez en la senda
Que a su postrer asilo conducía.
Se encontrará extendido
El segundo sudario de los muertos,
El implacable olvido.
Nadie esa piedra ya medio borrada
Con una flor visita;
Nadie solloza allá, nadie medita.
Sólo mi pensamiento en esa tumba
Ruega contrito, si remonto el vuelo
De este bullicio, donde sufre el alma,
A otra región de amor, de luz y calma,
y al corazón demando esas queridas

Prendas que ya no existen, y columbro
En las sombras calladas
Sus luminosas huellas,
y lloro tantas fúlgidas estrellas
En mi nublado cielo ya apagadas.
La primera ella fue, mas el divino
y dulce resplandor que en torno vierte
Aun alumbra mi lóbrego camino,
De errante peregrino,
De errante peregrino hacia la muerte.
Un espinoso arbusto
De pálida verdura
Crece junto a su humilde sepultura;
Por el sol calcinado
y por los vientos de la mar batido,
Vive en la roca, sin prestarle sombra,
Como un pesar en corazón herido.
El polvo de la ruta
Blanqueó su follaje, y a la tierra
Baja a servir de pasto
A la cabra montés. Como de nieve
Limpio copo, al nacer la primavera,
Brota en él una flor; mas, ¡ay!, en breve,
Antes de dar al aura lisonjera
Su aroma regalado,
La arranca de su tallo el viento airado,
Cual la vida apagada por la muerte
Antes que al corazón haya halagado

Un ave solitaria el vuelo posa
Sobre una rama que se dobla, y canta
Con voz entristecida,
Cuando cae la tarde silenciosa.
¡Oh, dime, flor marchita sobre el lodo,
Flor que tan pronto marchitó la vida!,
¿No hay otra vida en que renace todo?
Volved a mi memoria,
Tristes recuerdos de esa triste historia;
Volved, recuerdos de mi amor primero,
A traer a mi espíritu la calma.
Ve, pensamiento, a donde va mi alma...
¡Mi corazón rebosa, y llorar quiero!
Blanca sois, señora mía,
más que no el rayo del sol
¿si la dormiré esta noche
desarmado y sin pavor?
que siete años había, siete,
que no me desarmo, no.
Más negras tengo mis carnes
que un tiznado carbón.
-Dormilda, señor, dormilda,
desarmado sin temor,
que el conde es ido a la caza
a los montes de León.
-Rabia le mate los perros,
y águilas el su halcón,
y del monte hasta casa
a él arrastre el morón.-
Ellos en aquesto estando
su marido que llegó:
-¿Qué hacéis, la Blanca-niña,
hija de padre traidor?
-Señor, peino mis cabellos,
peinolos con gran dolor,
que me dejéis a mi sola
y a los montes os vais vos.
-Esa palabra, la niña,
no era sino traición:
¿cuyo es aquel caballo
que allá bajo relinchó?
-Señor, era de mi padre,
y envióoslo para vos.
-¿Cuyas son aquellas armas
que están en el corredor?
-Señor, eran de mi hermano,
y hoy os las envió.
-¿ Cuya es aquella lanza,
desde aquí la veo yo?
-Tomalda, conde, tomalda,
matadme con ella vos,
que aquesta muerte, buen conde
bien os la merezco yo.
A todas partes que me vuelvo, veo
Las amenazas de la llama ardiente,
Y en cualquiera lugar tengo presente
Tormento esquivo y burlador deseo.
La vida es mi prisión, y no lo creo,
Y al son del hierro, que perpetuamente
Pesado arrastro y humedezco ausente,
Dentro en mí propio pruebo a ser Orfeo.
Hay en mi corazón furias y penas;
En él es el Amor fuego y Tirano;
Y yo padezco en mí la culpa mía.
¡Oh dueño sin piedad que tal ordenas,
Pues del castigo de enemiga mano
No es precio ni rescate l'armonía!
Cuando allá dicen unos
Que mis versos nacieron
De la separación y la nostalgia
Por la que fue mi tierra,
¿Sólo la más remota oyen entre mis voces?
Hablan en el poeta voces varias:
Escuchemos su coro concertado,
Adonde la creída dominante
Es tan sólo una voz entre las otras.

Lo que el espíritu del hombre
Ganó para el espíritu del hombre
A través de los siglos,
Es patrimonio nuestro y es herencia
De los hombres futuros.
Al tolerar que nos lo nieguen
y secuestren, el hombre entonces baja,
¿Y cuánto?, en esa dura escala
Que desde el animal llega hasta el hombre.

Así ocurre en tu tierra, la tierra de los muertos,
Adonde ahora todo nace muerto,
Vive muerto y muere muerto;
Pertinaz pesadilla: procesión ponderosa
Con restaurados restos y reliquias,
A la que dan escolta hábitos y uniformes,
En medio del silencio: todos mudos,
Desolados del desorden endémico
Que el temor, sin domarlo, así doblega.

La vida siempre obtiene
Revancha contra quienes la negaron:
La historia de mi tierra fue actuada
Por enemigos enconados de la vida.
El daño no es de ayer, ni tampoco de ahora,
Sino de siempre. Por eso es hoy.
La existencia española, llegada al paroxismo,
Estúpida y cruel como su fiesta de los toros.

Un pueblo sin razón, adoctrinado desde antiguo
En creer que la razón de soberbia adolece
y ante el cual se grita impune:
Muera la inteligencia, predestinado estaba
A acabar adorando las cadenas
y que ese culto obsceno le trajese
.Adonde hoy le vemos: en cadenas,
Sin alegría, libertad ni pensamiento.

Si yo soy español, lo soy
A la manera de aquellos que no pueden
Ser otra cosa: y entre todas las cargas
Que, al nacer yo, el destino pusiera
Sobre mí, ha sido ésa la más dura.
No he cambiado de tierra,
Porque no es posible a quien su lengua une,
Hasta la muerte, al menester de poesía.

La poesía habla en nosotros
La misma lengua con que hablaron antes,
y mucho antes de nacer nosotros,
Las gentes en que hallara raíz nuestra existencia;
No es el poeta sólo quien ahí habla,
Sino las bocas mudas de los suyos
A quienes él da voz y les libera.

¿Puede cambiarse eso? Poeta alguno
Su tradición escoge, ni su tierra,
Ni tampoco su lengua; él las sirve,
Fielmente si es posible.
Mas la fidelidad más alta
Es para su conciencia; y yo a ésa sirvo
Pues, sirviéndola, así a la poesía
Al mismo tiempo sirvo.

Soy español sin ganas
Que vive como puede bien lejos de su tierra
Sin pesar ni nostalgia. He aprendido
El oficio de hombre duramente,
Por eso en él puse mi fe. Tanto que prefiero
No volver a una tierra cuya fe, si una tiene, dejó de ser la
mía, Cuyas maneras
rara vez me fueron propias,
Cuyo recuerdo tan hostil se me ha vuelto
y de la cual ausencia y tiempo me extrañaron.

No hablo para quienes una burla del destino
Compatriotas míos hiciera, sino que hablo a solas
(Quien habla a solas espera hablar a Dios un día)
O para aquellos pocos que me escuchen
Con bien dispuesto entendimiento.
Aquellos que como yo respeten
El albedrío libre humano
Disponiendo la vida que hoy es nuestra,
Diciendo el pensamiento al que alimenta nuestra vida.

¿Qué herencia sino ésa recibimos?
¿Qué herencia sino ésa dejaremos?
En las pálidas tardes
yerran nubes tranquilas
en el azul; en las ardientes manos
se posan las cabezas pensativas.
¡Ah los suspiros! ¡Ah los dulces sueños!
¡Ah las tristezas íntimas!
¡Ah el polvo de oro que en el aire flota,
tras cuyas ondas trémulas se miran
los ojos tiernos y húmedos,
las bocas inundadas de sonrisas,
las crespas cabelleras
y los dedos de rosa que acarician!En las pálidas tardes
me cuenta un hada amiga
las historias secretas
llenas de poesía;
lo que cantan los pájaros,
lo que llevan las brisas,
lo que vaga en las nieblas,
lo que sueñan las niñas.Una vez sentí el ansia
de una sed infinita.
Dije al hada amorosa:
-Quiero en el alma mía
tener la aspiración honda, profunda,
inmensa: luz, calor, aroma, vida.
Ella me dijo: -¡Ven!- con el acento
con que hablaría un arpa. En él había
un divino idioma de esperanza.
¡Oh sed del ideal!
                                      Sobre la cima
de un monte, a medianoche,
me mostró las estrellas encendidas.
Era un jardín de oro
con pétalos de llama que titilan.
Exclamé: -Más...
                                      La aurora
vino después. La aurora sonreía,
con la luz en la frente,
como la joven tímida
que abre la reja, y la sorprenden luego
ciertas curiosas, mágicas pupilas.
Y dije: -Más...- Sonriendo
la celeste hada amiga
prorrumpió: -¡Y bien! ¡Las flores!
                                                        Y las flores
estaban frescas, lindas,
empapadas de olor: la rosa virgen,
la blanca margarita,
la azucena gentil y las volúbiles
que cuelgan de la rama estremecida.
Y dije: -Más...
                              El viento
arrastraba rumores, ecos, risas,
murmullos misteriosos, aleteos,
músicas nunca oídas.El hada entonces me llevó hasta el velo
que nos cubre las ansias infinitas,
la inspiración profunda
y el alma de las liras.
Y los rasgó. Allí todo era aurora.
En el fondo se vía
un bello rostro de mujer.
                                            ¡Oh; nunca,
Piérides, diréis las sacras dichas
que en el alma sintiera!
Con su vaga sonrisa:
-¿Más?... -dijo el hada.
                                              Y yo tenía entonces
clavadas las pupilas
en el azul; y en mis ardientes manos
se posó mi cabeza pensativa...
SonLy Apr 2018
Fueron más de tres horas durante las cuales me perdí
No pude diferenciar lo real de lo que en sueños percibí
A veces te veía a ti de nuevo, con esa sonrisa
La cual apenas recuerdo pero que me daba tanta alegría
Otras veces abría los ojos y veía allí, en lo alto
Una lámpara apagada en medio de un fondo blanco
Los colores de esta habitación son cambiantes durante el día
Se decoran gracias a las sombras por la escasa luz que se filtra
Esta ventana, con su persiana semicerrada, es mi escape
Noches de tormenta, lluvia y relámpagos, vaya paisaje
Cuán insignificantes son estos problemas ante el mundo
Somos protagonistas de misterios tan complejos como el futuro

Al estar despierto ahora, me cuesta creer que pude perdonarte
Incluso me sentía muy feliz de volver a encontrarte
Sin embargo esta vez tus ojos ni una expresión mía verían
Ahora eres un extraña que conozco más que tu familia
Las cosas han cambiado desde ese último Adiós
Día en el que tu ausencia se llevo toda la atención
En ese momento terminé de conocer todas tus facetas
Me había vuelto un símbolo de culpa aunque no lo dijeras
¿Pero por qué hablo de todo esto si comencé por lo opuesto?
Justamente, ahora que te pienso, esto es lo que recuerdo
No puedo imaginar, ni encontrar en mi cabeza el motivo
De ese perdón que no siento, el que te trae otra vez conmigo

Sé que durante todo ese confuso tiempo lo entendí
Nos veía sentados en el pórtico de tu casa el primero de abril
Éramos distintos, tú te esforzabas en todo momento por redimirte
Yo, en mi frialdad, porque mis palabras no llegaran a herirte
Hubo felicidad, sé que algo así alguna vez existió
Pero mi consciente tus recuerdos borró
Ahora son sólo fantasías de dos jóvenes que creo haber leído
O tal vez en alguno de mis viajes pude haber escrito
No hay detalles, no hay voces tuyas, no hay paisajes en los que creo
Que con un abrazo no habían límites en aquél eterno invierno
Ya no veo el brillo de tus ojos, ni siento la calidez de tu corazón
Terminaron como imágenes que se han perdido en mi interior

Trato de recordar apenas despierto, pero es eso
Creo que es parte de una alucinación en sueños
Me tiene bloqueado si quiero dibujar en mis pensamientos
Todo lo sucedido, mientras más lo intento más me alejo
Volverá a suceder y lo único que quedará después
Será la confusión y posterior reflexión de no cometer
Los errores que me llevaron a arriesgar las amistades
Que puse en juego por defender las falsas bondades
De alguien que no valía la pena tanto sacrificio
Tanto tiempo entregado y parte de la vida de uno mismo
Somos seres destinados a crecer, aún más después de perder
Para superarnos, evolucionar y entonces volver a creer

Es gracioso como a veces me hace feliz y otras me asusta
Que la pérdida de estos recuerdos no me parezca absurda
Es un gran lapso en blanco que revive en sucesos registrados
En las historias de alguien que vendió su memoria por unos tragos
De alguien que creyó en las mentiras del amor y la belleza
Consumiéndose en la miseria de un corazón roto y en pena
Ahora sus palabras se perdieron en los objetos de un desconocido
Un coleccionista de sueños y tragedias plasmados en libros
Es asombroso como me inspiran situaciones de las cuales
Estoy más que convencido de que no fueron reales
Te sorprendería leer que todo ese tiempo que compartimos
Se ha ido de mis sentidos, así como si no lo hubiera vivido
Ese tiempo ahora es un gran misterio cuyas pistas encuentro
Algunas noches, y cuando estoy a punto de resolverlo
Es ahí cuando mi voluntad de continuar en la vida
Derrota cualquier otro sentimiento y me despierta a un nuevo día
A vosotras, estrellas,
alza el vuelo mi pluma temerosa,
del piélago de luz ricas centellas;
lumbres que enciende triste y dolorosa
a las exequias del difunto día,
güérfana de su luz, la noche fría;
 ejército de oro,
que por campañas de zafir marchando,
guardáis el trono del eterno coro
con diversas escuadras militando;
Argos divino de cristal y fuego,
por cuyos ojos vela el mundo ciego;
 señas esclarecidas
que, con llama parlera y elocuente,
por el mudo silencio repartidas,
a la sombra servís de voz ardiente;
pompa que da la noche a sus vestidos,
letras de luz, misterios encendidos;
 de la tiniebla triste
preciosas joyas, y del sueño helado
galas, que en competencia del sol viste;
espías del amante recatado,
fuentes de luz para animar el suelo,
flores lucientes del jardín del cielo,
 vosotras, de la luna
familia relumbrante, ninfas claras,
cuyos pasos arrastran la Fortuna,
con cuyos movimientos muda caras,
árbitros de la paz y de la guerra,
que, en ausencia del sol, regís la tierra;
 vosotras, de la suerte
dispensadoras, luces tutelares
que dais la vida, que acercáis la muerte,
mudando de semblante, de lugares;
llamas, que habláis con doctos movimientos,
cuyos trémulos rayos son acentos;
 vosotras, que, enojadas,
a la sed de los surcos y sembrados
la bebida negáis, o ya abrasadas
dais en ceniza el pasto a los ganados,
y si miráis benignas y clementes,
el cielo es labrador para las gentes;
 vosotras, cuyas leyes
guarda observante el tiempo en toda parte,
amenazas de príncipes y reyes,
si os aborta Saturno, Jove o Marte;
ya fijas vais, o ya llevéis delante
por lúbricos caminos greña errante,
 si amasteis en la vida
y ya en el firmamento estáis clavadas,
pues la pena de amor nunca se olvida,
y aun suspiráis en signos transformadas,
con Amarilis, ninfa la más bella,
estrellas, ordenad que tenga estrella.
 Si entre vosotras una
miró sobre su parto y nacimiento
y della se encargó desde la cuna,
dispensando su acción, su movimiento,
pedidla, estrellas, a cualquier que sea,
que la incline siquiera a que me vea.
 Yo, en tanto, desatado
en humo, rico aliento de Pancaya,
haré que, peregrino y abrasado,
en busca vuestra por los aires vaya;
recataré del sol la lira mía
y empezaré a cantar muriendo el día.
 Las tenebrosas aves,
que el silencio embarazan con gemido,
volando torpes y cantando graves,
más agüeros que tonos al oído,
para adular mis ansias y mis penas,
ya mis musas serán, ya mis sirenas.
Innecesario, viéndome en los espejos,
con un gusto a semanas, a biógrafos, a papeles,
arranco de mi corazón al capitán del infierno,
establezco cláusulas indefinidamente tristes.

Vago de un punto a otro, absorbo ilusiones,
converso con los sastres en sus nidos:
ellos, a menudo, con voz fatal y fría,
cantan y hacen huir los maleficios.

Hay un país extenso en el cielo
con las supersticiosas alfombras del arco-iris
y con vegetaciones vesperales:
hacia allí me dirijo, no sin cierta fatiga,
pisando una tierra removida de sepulcros un tanto frescos,
yo sueño entre esas plantas de legumbre confusa.

Paso entre documentos disfrutados, entre orígenes,
vestido como un ser original y abatido:
amo la miel gastada del respeto,
el dulce catecismo entre cuyas hojas
duermen violetas envejecidas, desvanecidas,
y las escobas, conmovedoras de auxilio,
en su apariencia hay, sin duda, pesadumbre y certeza.
Yo destruyo la rosa que silba y la ansiedad raptora:
yo rompo extremos queridos: y aún mas,
aguardo el tiempo uniforme, sin medida:
un sabor que tengo en el alma me deprime.

Qué día ha sobrevenido! Qué espesa luz de leche,
compacta, digital, me favorece!
He oído relinchar su rojo caballo
desnudo, sin herraduras y radiante.
Atravieso con él sobre las iglesias,
galopo los cuarteles desiertos de soldados
y un ejército impuro me persigue.
Sus ojos de eucaliptus roban sombra,
su cuerpo de campana galopa y golpea.

Yo necesito un relámpago de fulgor persistente,
un deudo festival que asuma mis herencias.
En la clave del arco ruinoso
cuyas piedras el tiempo enrojeció,
obra de cincel rudo campeaba
el gótico blasón.Penacho de su yelmo de granito,
la yedra que colgaba en derredor
daba sombra al escudo en que una mano
tenía un corazón.A contemplarle en la desierta plaza
nos paramos los dos;
-Y ese -me dijo- es el cabal emblema
de mi constante amor.¡Ay! Es verdad lo que me dijo entonces;
verdad que el corazón
lo llevará en la mano..., en cualquier parte...
pero en el pecho, no.
En tanto que el hoyo cavan
a donde la cruz asienten,
en que el Cordero levanten
figurado por la sierpe,
aquella ropa inconsútil
que de Nazareth ausente
labró la hermosa María
después de su parto alegre,
de sus delicadas carnes
quitan con manos aleves
los camareros que tuvo
Cristo al tiempo de su muerte.
No bajan a desnudarle
los espíritus celestes,
sino soldados que luego
sobre su ropa echan suertes.
Quitáronle la corona,
y abriéronse tantas fuentes,
que todo el cuerpo divino
cubre la sangre que vierten.
Al despegarle la ropa
las heridas reverdecen,
pedazos de carne y sangre
salieron entre los pliegues.
Alma pegada en tus vicios,
si no puedes, o no quieres
despegarte tus costumbres,
piensa en esta ropa, y puede.
A la sangrienta cabeza
la dura corona vuelven,
que para mayor dolor
le coronaron dos veces.
Asió la soga un soldado,
tirando a Cristo, de suerte
que donde va por su gusto
quiere que por fuerza llegue.
Dio Cristo en la cruz de ojos,
arrojado de la gente,
que primero que la abrace,
quieren también que la bese.
¡Qué cama os está esperando,
mi Jesús, bien de mis bienes,
para que el cuerpo cansado
siquiera a morir se acueste!
¡Oh, qué almohada de rosas
las espinas os prometen!;
¡qué corredores dorados
los duros clavos crueles!
Dormid en ella, mi amor,
para que el hombre despierte,
aunque más dura se os haga
que en Belén entre la nieve.
Que en fin aquella tendría
abrigo de las paredes,
las tocas de vuestra Madre,
y el heno de aquellos bueyes.
¡Qué vergüenza le daría
al Cordero santo el verse,
siendo tan honesto y casto,
desnudo entre tanta gente!
¡Ay divina Madre suya!,
si agora llegáis a verle
en tan miserable estado,
¿quién ha de haber que os consuele?
Mirad, Reina de los cielos,
si el mismo Señor es éste,
cuyas carnes parecían
de azucenas y claveles.
Mas, ¡ay Madre de piedad!,
que sobre la cruz le tienden,
para tomar la medida
por donde los clavos entren.
¡Oh terrible desatino!,
medir al inmenso quieren,
pero bien cabrá en la cruz
el que cupo en el pesebre.
Ya Jesús está de espaldas,
y tantas penas padece,
que con ser la cruz tan dura,
ya por descanso la tiene.
Alma de pórfido y mármol,
mientras en tus vicios duermes,
dura cama tiene Cristo,
no te despierte la muerte.
Amo tu delicioso alejandrino
como el de Hugo, espíritu de España;
éste vale una copa de champaña
como aquél vale «un vaso de bon vino».Mas a uno y otro pájaro divino
la primitiva cárcel es extraña;
el barrote maltrata, el grillo daña,
que vuelo y libertad son su destino.Así procuro que en la luz resalte
tu antiguo verso, cuyas alas doro
y hago brillar con mi moderno esmalte;tiene la libertad con el decoro
y vuelve, como al puño el gerifalte,
trayendo del azul rimas de oro.
En estos hiperbólicos minutos
en que la vida sube por mi pecho
como una marea de tributos
onerosos, la plétora de vida
se resuelve en renuncia capital
y en miedo se liquida.
Mi sufrimiento es como un gravamen
de rencor, y mi dicha como cera
que se derrite siempre en jubileos,
y hasta mi mismo amor es como un tósigo
que en la raíz del corazón prospera.
Cobardemente clamo, desde el centro
de mis intensidades corrosivas,
a mi parroquia, el ave moderada,
a la flor quieta y a las aguas vivas.
Yo quisiera acogerme a la mesura,
a la estricta conciencia y al recato
de aquellas cosas que me hicieron bien...
Anticuados relojes del Curato
cuyas pesas de cobre
se retardaban, con intención pura,
por aplazarme indefinidamente
la primera amargura.
Obesidad de aquellas lunas que iban
rodando, dormilonas y coquetas,
por un absorto azul
sobre los árboles de las banquetas.
Fatiga incierta de un incierto piano
en que un tema llorón se decantaba,
con insomnio y desgano,
en favor del obtuso centinela
y contra la salud del hortelano.
Santos de piedra que en el atrio exponen
su casulla de piedra a la herejía
del recio temporal.
Garganta criolla de Carmen García
que mandaba su canto hasta las calles
envueltas en perfume vegetal.
Cromos bobalicones,
colgados por estímulo a la mesa,
y que muestran sandías y viandas
con exageraciones
pictóricas; exánimes gallinas,
y conejos en quienes no hizo sangre
lo comedido de los perdigones.
Canteras cuyo vértice poroso
destila el agua, con paciente escrúpulo,
en el monjil reposo
del comedor, a cada golpe neto
con que las gotas, simples y tardías,
acrecen el caudal noches y días.
Acudo a la justicia original
de todas estas cosas;
mas en mi pecho siguen germinando
las plantas venenosas,
y mi violento espíritu se halla
nostálgico de sus jaculatorias
y del pío metal de su medalla.
Hubo tantas veces que casi me ahogué cuando era niño, durante lecciones de natación, fiestas de cumpleaños. Es por eso que todavía me da miedo bañarme en las piscinas, las playas, los lagos. Pero también me da pena mostrar al mundo mis escamas dolorosas, la piel que tema a las medusas que queman con sus besos, y las heridas, debajo de cuyas cicatrices, siguen respirando, ardiendo...

Quisiera que de agua yo fuera hecho. En Manila, cuando era estudiante universitaria, y tomaba el bus que por el boulevard Roxas pasaba, podía olvidar de mis problemas, del caos, solo con una mirada a la bahía. Y siempre me preguntaba, ¿podría ser que al mar le doliera su piel de agua?

Me acuerdo de cuando en silencio sufría, contra ondas como orilla padecía: el abandono de un amigo a quien quería en secreto, padecía el rechazo de las obras que había escrito, padecía la soledad en esta cruel ciudad... en aquellos momentos pensé en caminar, con piedras pesadas en mis bolsillos y zapatos, despacio, despacio hacía el mar, hacía el fondo... para que por fin se cumpliese mi destino de morir en el agua y su abrazo...

Pero a ella, nunca he aprendido odiarla. Y he llegado hasta mares gallegos, hasta Coruña y sus cristales, donde cada mañana le escribo canciones de amor y promesas al océano atlántico. Al agua, un día regresaré, un día en ella, me habré disuelto, sí, yo a mí mismo.

Porque es mi destino, yo que llevo alma azulada, el alma de aquel pez anciano que se hizo humano. Cuando un día me pregunte, "¿de dónde vienes?" un amante gallego, le diré que tierra yo no tengo, le diré, "amor, mírame los ojos, su blancura viene de las espumas de los mares filipinos"... y la noche en que me bese los labios y luego la piel, le diré, "amor, sigue, porque las escamas ya no me duelen, ves que del agua ya estoy hecho, de los aguas quietas, ya estoy hecho..."
"en qué consiste el juego de la muerte" preguntó
sammy mccoy parado en sus dos niños
el que fue el que sería
"en qué consiste el juego de la muerte" preguntó sin embargo

antes había bebido toda la leche de la mañana
jugos del cielo o de la vaca madre según
untándola con los sueños que
se le cían de la noche anterior

sammy mccoy era odiado frecuentemente por una mujer
que no le daba hijos sino palos
en la cabeza en el costado
en la mitad del desayuno esa fiebre

de cada palo que le dieron
brotó una flor de leche o fiebre que le comía el corazón
peor todo se come el corazón
y sammy nunca se rendía sammy mccoy no se rendía defendiéndose con nada:

con la memoria del calor
con la cucharita que perdió una vez revolviendo la infancia
con todo lo que iba rezando o padeciendo
con su pelela mesmamente

así
del pecho le fue saliendo
una dragona con pañuelo y la luz
como muchacha envuelta en aire

como dos niños sobre los que niño
sammy mccoy se paraba y
"en qué consiste el juego de la muerte" preguntaba
ya cara a cara con la gran dolora

cuando murió sammy mccoy
los dos niños se le despegaron
el que fue se le pudrió y el que iba a ser también
y de todos modos fueron juntos

lo que la lluvia o sol o gran planeta o la sistema de vivir separan
la muerte lo junta otra vez
pero sammy mccoy habló todavía
"en qué consiste el juego de la muerte" preguntó

y ya más nada preguntó
de sus falanges ángeles con mudos
salían con la boca tapada
a cucharita a memoria a calor


"güeya güeya" gritaban sus dos niños
ninguna mujer salvo la sombra los juntó
qué vergüenzas animales
y las caritas les brillaban calientes

así ha de ser caritas de oro
señoras presidentas o almas cuyas acabaran
a los pieses de sammy el que camina
sammy mccoy pisó el sol y partió
De tu peso vencido,
verde honor del verano,
yaces en este llano
del tronco antiguo y noble desasido.
Dando venganza estás de ti a los vientos,
cuyas líquidas iras despreciabas,
cuando de ellos con ellas murmurabas,
imitando a mis quejas los acentos.
Humilde agora entre las yerbas suenas,
cosa que de tu altura
nunca temer pudieron las arenas;
y ofendida del tiempo tu hermosura,
ocupa en la ribera
el lugar que ocupó tu propia sombra.
Menos gastos tendrá la primavera
en vestir este valle
después que faltas a su verde alfombra.
¿Qué hará el jilguero dulce cuando halle
su patria con tus hojas en el suelo?
¿Y la parlera fuente,
que aun ignorante de prisión de yelo,
exenta de la sed del sol corría?
Sin duda llorará con su corriente
la licencia que has dado en ella al día.
Tendrá un retrato menos
Pisuerga que mostrar al caminante
en sus cristales puros.
Cualquier pájaro amante
desiertos dejará tus brazos duros,
y vengo a poner duda
si, para que te habite en llanto tierno,
a la tórtola basta el ser vïuda.
Y porque tengo miedo que el invierno
pondrá necesidad a algún villano,
tal, que se atreva con ingrata mano
a encomendarte al fuego,
yo te quiero llevar a mi cabaña,
por lo que mi cansancio, estando ciego,
a tu sombra le debe.
Descansarás el báculo de caña
con que mi vida tristes años mueve;
y ojalá que yo fuera
rey, como soy pastor de la ribera,
que, cetro antes que báculo cansado,
no canas sustentaras, sino estado.
Esta manera de esparcir su aroma
de azahar silencioso en mi tiniebla;
esta manera de envolver en luto
su marfil y su nácar; esta única
manera con que porta la golilla
de encaje; esta manera de tornar
su mutismo en venero de palabras
y su boca en ahorro...
                                              Esta manera
que es reservada y que es acogedora,
con que viene a encontrar mis panegíricos;
esta manera de decir mi nombre
con mofa y mimo, en homenaje y burla,
como que sabe que mi interno drama
es, a la vez, sentimental y cómico;
esta manera con que en la honda noche,
de sobremesa en vagos parlamentos,
se abate su sonrisa desmayada
sobre el mantel; esta feliz manera
con que niega su brazo y con que otorga
la emoción, cuando vamos de paseo
por la alameda colonial y adusta...
Por este suspitante y sobrio estilo
de amor, te reverencio, estrella fiel
que gustas de enlutarte; generoso
y escondido azahar; caritativa
madurez que presides mis treinta años
con la abnegada castidad de un búcaro
cuyas rosas adultas embalsaman
la cebecera de un convaleciente;
enfermera medrosa; cohibida
escanciadora; amiga que te turbas
con turbación de niña al repasar
nuestra común lectura; asustadizo
comensal de mi fiesta; aliada tímida;
torcaz humilde que zureas al alba,
en un tono menor, para ti sola.
¡Bien hayas, creatura pequeñita
y suprema; adueñada de la cumbre
del corazón; artista a un mismo tiempo
mínima y prócer; que en las manos llevas
mi vida como objeto de tu arte!
Estrella y azahar: que te marchites
mecida en una paz celibataria
y que agonices como un lucero
que se extinguiese en el verdor de un prado
o como flor que se transfigurase
en el ocaso azul, como en un lecho.
Leydis Oct 2017
Ya no hay miedo a Seol,
ya no hay risas con dolor.

La noche permanecerá
siendo el guarida designada
para quien su alma quiera resguardar.

Ya no hay miedo a Abadón,
ha morado en ciudades con infame destrucción.
Por ejemplo, las ciudades del olvido,
donde era su nido, una cama de serpientes,
cuyas mordidas las dejaban aturdida e indolentes.

Ya no hay miedo a Abadón
se abandonaron los pensamientos
que tomaron su ser libre y valiente de rehén.

Ya no hay lucha eterna,
solo el presagio de que cada día es una guerra
donde hay algunas fatalidades
y otras que figuran como dicha eterna.

Ella es libre como el mar.
se ha liberado de su padre,
del yugo que la condicionaba,
del amante sin confianza, y,
de la amiga que la circunscribía.

Se ha librado;
del hijo que la manipula.
de la cincha que arbitraba su mocedad,
de la madre que la prostituía por un plato más.
Del poder que de sus ojos disipaba…
cuando su mirada doblegaba.

Se ha librado de todos los prejuicios.
de todos los permisos,
del cinismo,
del sarcasmo y del bullicio,
de las noches sin lunas,
de las brumas que asustan,
de los fantasmas presentes, y
de los amantes inertes.

De su cama hoy es reina y dama.
De su vida es la dueña,
¡del mar ella es su agua,
que a veces parecen reposadas
y otras, tranquilamente inquietas!
De la lluvia es su reina,
ella sale y la espera,
ella danza derramando
en cada paso, el recelo de saber que ha llegado,
otro tiempo, otro sueño, otro amor…..
el que ha descubierto en si misma!

LeydisProse
10/3/2017
https://www.facebook.com/LeydisProse/
Hambre y sed padezco: Siempre me he negado
a satisfacerlas en los turbadores
gozos de ciudades -flores de pecado-.
Esta hambre de amores y esta sed de ensueño
que se satisfagan en el ignorado
grupo de muchachas de un lugar pequeño.
Vasos de devoción, arcas piadosas
en que el amor jamás se contamina;
jarras cuyas paredes olorosas
dan al agua frescura campesina...
Todo eso sois muchachas cortijeras
amigas del buen sol que os engalana,
que adivináis las cosas venideras
cual hacerlo pudiese una gitana.
Amo vuestros hechizos provincianos,
muchachas de los pueblos y mi vida
gusta beber del agua contenida
en el hueco que forman vuestras manos.
Pláceme en los convites campesinos,
cuando la sombra juega en los manteles,
veros dar la locura de los vinos,
pan de alegría y ramos de claveles.
En el encanto de la humilde calle
sois a un tiempo, asomadas a la reja,
el son de esquilas, la alternada queja
de las palomas, y el olor del valle.
Buenas mozas: no abrigo más empeños
que oír vuestras canciones vespertinas,
llegando a confundirme en las esquinas
entre el grupo de novios lugareños.
Mi hambre de amores y mi sed de ensueño
que se satisfagan en el ignorado
grupo de doncellas de un lugar pequeño.
Tres antiguas caras me desvelan:
una el Océano, que habló con Claudio,
otra el Norte de aceros ignorantes
y atroces en la aurora y el ocaso,
la tercera la muerte, ese otro nombre
del insaciado tiempo que nos roe.
La carga secular de los ayeres
de la historia que fue o que fue soñada
me abruma, personal como una culpa.
Pienso en la nave ufana que devuelve
a los mares el cuerpo de Scyld Sceaving
que reinó en Dinamarca bajo el cielo;
pienso en el alto lobo, cuyas riendas
eran sierpes, que dio al barco encendido
la blancura del dios hermoso y muerto;
pienso en piratas cuya carne humana
es dispersión y limo bajo el peso
de los mares errantes que ultrajaron.
Pienso en mi propia, en mi perfecta muerte,
sin la urna, la lápida y la lágrima.

— The End —