Tengo una caja guardada en una esquina de mi cuarto.
Nadie la ve, nadie la siente, porque es secreta y porque es sólo mía y porque tiene un hechizo. La maldición de Tutankamón.
Dentro de esa caja estoy yo en papel. Está también mi corazón y lo que esconde mi mente. Lo rige un rey indiferente, con la ley de Dios escrita en la frente. La caja es de madera pero su interior es de cerámica y de metal. Nadie puede entrar a ella porque no tiene llave.
Vivo yo ahí y ella vive en mí.
Así lo hemos decidido.
La caja es infinita como lo soy yo. Y también ahí viven los objetos que me dan peso. Que son pocos, porque tener muchos pueden asfixiar, pueden estorbar, estropearse y arruinarlo todo.
La caja es perfecta, porque es mi creación y es mía.
Ahí primero no había nada.
Las cosas vivían afuera y no adentro. Por eso era yo tan sensible. Los golpes eran reales, no metafísicos. Las pérdidas eran de verdad y no simbolismos. Y la inmortalidad inalcanzable.
Lo que primero vivió ahí fueron los actos no físicos. Los rituales. Pequeñas misas vulgares y paganas que había que repetir para que yo no saliera disparada a un no-lugar.
Había que mirar al sol de cierta manera cada mañana. Subir y mirarlo morir cada jueves.
Había que escoger la ropa con suma delicadeza. Porque había representaciones místicas y personales en cada arruga.
Había que tener el cabello corto, la nunca libre y las manos largas y sucias.
Y durante años pude existir. Autoconfirmada. Rituales inútiles. Sin ninguna finalidad religiosa o real. Sino ser piedras que sostienen. Vigas profundas. Agua que cubre. Cielo neblinoso.
La caja obtuvo su primer objeto y fue hecho por mí, no entregado. Pero lo perdió porque yo lo quemé. Y cada objeto que entraba que yo creaba tenía el mismo fin:
Morir en las llamas de la indiferencia y del olvido.
Hasta que me di cuenta de que había que hacer una conexión física con el exterior. Una mirilla. Un hilo transparente que se aferrará a algo.
Los rituales no son tangibles pero se realizan en la realidad y eso les da el peso suficiente. Sin embargo, un objeto es un objeto y nada puede cambiarle la naturaleza. Las cosas se dañan y se olvida. Deben ser confirmadas por dos parte. Debe existir un equilibrio o desaparecerán por siempre.
Así comencé a coleccionar objetos y la caja, por fin, se vio llena.
Casi todas las cosas eran pedazos de papel. Suéteres. Pulseras de tela a punto de romperse. Felpa inútil y flores muertas.
Los llamé tótems porque su función es nombrar. Me nombran a mi. Me susurran al oído que, ciertamente, existo. Que respiro y que observo. Que me duelen las cosas y que puedo brillar.
Y de acuerdo con las leyes de la física, la caja se transforma.
Adquiere y pierde cosas.
Cosas reales.
Cosas que tú puedes tocar y oler y masticar.
Existen en este mundo y existen dentro de mí. Son verdadera como la cosa más verdadera. Son hermosas como la cosa más hermosa.
Y en una caja en un esquina de mi cuarto, ahí estoy yo representada.