Submit your work, meet writers and drop the ads. Become a member
"en qué consiste el juego de la muerte" preguntó
sammy mccoy parado en sus dos niños
el que fue el que sería
"en qué consiste el juego de la muerte" preguntó sin embargo

antes había bebido toda la leche de la mañana
jugos del cielo o de la vaca madre según
untándola con los sueños que
se le cían de la noche anterior

sammy mccoy era odiado frecuentemente por una mujer
que no le daba hijos sino palos
en la cabeza en el costado
en la mitad del desayuno esa fiebre

de cada palo que le dieron
brotó una flor de leche o fiebre que le comía el corazón
peor todo se come el corazón
y sammy nunca se rendía sammy mccoy no se rendía defendiéndose con nada:

con la memoria del calor
con la cucharita que perdió una vez revolviendo la infancia
con todo lo que iba rezando o padeciendo
con su pelela mesmamente

así
del pecho le fue saliendo
una dragona con pañuelo y la luz
como muchacha envuelta en aire

como dos niños sobre los que niño
sammy mccoy se paraba y
"en qué consiste el juego de la muerte" preguntaba
ya cara a cara con la gran dolora

cuando murió sammy mccoy
los dos niños se le despegaron
el que fue se le pudrió y el que iba a ser también
y de todos modos fueron juntos

lo que la lluvia o sol o gran planeta o la sistema de vivir separan
la muerte lo junta otra vez
pero sammy mccoy habló todavía
"en qué consiste el juego de la muerte" preguntó

y ya más nada preguntó
de sus falanges ángeles con mudos
salían con la boca tapada
a cucharita a memoria a calor


"güeya güeya" gritaban sus dos niños
ninguna mujer salvo la sombra los juntó
qué vergüenzas animales
y las caritas les brillaban calientes

así ha de ser caritas de oro
señoras presidentas o almas cuyas acabaran
a los pieses de sammy el que camina
sammy mccoy pisó el sol y partió
El césped. Desde la tribuna es un tapete verde. Liso, regular,
aterciopelado, estimulante. Desde la tribuna quizá crean que,
con semejante alfombra, es imposible errar un gol y mucho menos errar
un pase. Los jugadores corren como sobre patines o como figuras de
ballet. Quien es derrumbado cae seguramente sobre un colchón de
plumas, y si se toma, doliéndose, un tobillo, es porque el gesto
forma parte de una pantomima mayor. Además, cobran mucho dinero
simplemente por divertirse, por abrazarse y treparse unos sobre otros
cuando el que queda bajo ese sudoroso conglomerado hizo el gol
decisivo. O no decisivo, es lo mismo. Lo bueno es treparse unos sobre
otros mientras los rivales regresan a sus puestos, taciturnos, amargos,
cabizbajos, cada uno con su barata soledad a cuestas. Desde la tribuna
es tan disfrutable el racimo humano de los vencedores como el drama
particular de cada vencido. Por supuesto, ciertos avispados
espectadores siempre saben cómo hacer la jugada maestra y no
acaban de explicarse, y sobre todo de explicarlo a sus vecinos, por
qué este o aquel jugador no logra hacerla. Y cuando el
árbitro sanciona el penal, el espectador avispado también
intuye hacia qué lado irá el tiro, y un segundo
después, cuando el balón brinca ya en las redes, no
alcanza a comprender cómo el golero no lo supo. O acaso
sí lo supo y con toda deliberación se arrojó al
otro palo, en un alarde de masoquismo o venalidad o estupidez
congénita. Desde la tribuna es tan fácil. Se conoce la
historia y la prehistoria. O sea que se poseen elementos suficientes
como para comparar la inexpugnable eficacia de aquel zaguero
olímpico con la torpeza del patadura actual, que no acierta
nunca y es esquivado una y mil veces. Recuerdo borroso de una
época en que había un centre-half y un centre-forward,
cada uno bien plantado en su comarca propia y capaz de distribuir el
juego en serio y no jugando a jugar, como ahora, ¿no? El
espectador veterano sabe que cuando el fútbol se
convirtió en balompié y la ball en pelota y el dribbling
en finta y el centre-half en volante y el centre-forward en alma en
pena, todo se vino abajo y ésa es la explicación de que
muchos lleven al estadio sus radios a transistores, ya que al menos
quienes relatan el partido ponen un poco de emoción en las
estupendas jugadas que imaginan. Bueno, para eso les pagan,
¿verdad? Para imaginar estupendas jugadas y está bien.
Por eso, cuando alguien ha hecho un gol y después de los abrazos
y pirámides humanas el juego se reanuda, el locutor
idóneo sigue colgado de la "o" de su gooooooool, que en realidad
es una jugada suya, subjetiva, personal, y no exactamente del delantero
que se limitó a empujar con la frente un centro que, entre todas
las otras, eligió su cabeza. Y cuando el locutor idóneo
llega por fin al desenlace de la "ele" final de su gooooooool privado,
ya el árbitro ha señalado un orsai que favorece,
¿por qué no?, al locatario.

Es bueno contemplar alguna vez la cancha desde aquí, desde lo
alto. Así al menos piensa Benjamín Ferrés,
veintitrés años, digamos delantero de un Club Chico,
alguien últimamente en alza según los cronistas
deportivos más estrictos, y que hoy, después de empatarle
al Club Grande y ducharse y cambiarse, no se fue del estadio con el
resto del equipo y prefirió quedarse a mirar, desde la tribuna
ya vacía (sólo quedan los cafeteros y heladeros y
vendedores de banderitas, que recogen sus bártulos o tal vez
hacen cuentas) aquel campo en el que estuvo corriendo durante noventa
minutos e incluso convirtió uno, el segundo, de los dos goles
que le otorgan al Club Chico eso que suele llamarse un punto de oro.
Sí, desde aquí arriba el césped es una alfombra,
casi un paño verde como el del casino, con la importante
diferencia de que allá los números son fijos,
permanentes, y aquí (él, por ejemplo, es el ocho) cambian
constantemente de lugar y además se repiten. A lo mejor con el
flaco Suárez (que lleva el once prendido en la espalda)
podrían ser una de las parejas negras. O no. Porque de ambos,
sólo el Flaco es oscurito.

Ahora se levanta un viento arisco y las gradas de cemento son
recorridas por vasos de plástico, hojas de diario, talones de
entradas, almohadillas, pelotas de papel. Remolinos casi fantasmales
dan la falsa impresión de que las gradas se mueven, giran,
bailotean, se sacuden por fin el sol de la tarde. Hay papeles que suben
las escaleras y otros que se precipitan al vacío. A
Benjamín (Benja, para la hinchada) le sube una bocanada de
desconsuelo, de extraña ansiedad al enfrentarse, ¿por
primera vez?, con la quimera de cemento en estado de pureza (o de
basura, que es casi lo mismo) y se le ocurre que el estadio
vacío, desolado, es como un esqueleto de multitud, un eco
fantasmal de esa misma muchedumbre cuando ruge o aplaude o insulta o
agita banderas. Se pregunta cómo se habrá visto su gol
desde aquí, desde esta tribuna generalmente ocupada por las
huestes del adversario. Para los de abajo en la tabla, el estadio
siempre es enemigo: miles y miles de voces que los acosan, los
persiguen, los hunden, porque generalmente el que juega aquí, el
permanente locatario, es uno de los Grandes, y los de abajo sólo
van al estadio cuando les toca enfrentarlos, y en esas ocasiones apenas
si acarrean, en el mejor de los casos, algunos cientos de
fanáticos del barrio, que, aunque se desgañitan y agitan
como locos su única y gastada bandera, en realidad no cuentan,
es imposible que tapen, desde su islote de alaridos, el gran rugido de
la hinchada mayor. Desde abajo se sabe que existen, claro, y eso es
bueno, y de vez en cuando, cuando se suspende el juego por
lesión o por cambio de jugadores, los del Club Chico van con la
mirada al encuentro de aquel rinconcito de tribuna donde su bandera
hace guiños en clave, señales secretas como las del
truco. Y ésta es la mejor anfetamina, porque los llena de
saludable euforia y además no aparece en los controles
antidopping.

Hoy empataron, no está mal, se dice Benja, el número
ocho. Y está mejor porque todos sus huesos están enteros,
a pesar de la alevosa zancadilla (esquivada sólo por
intuición) que le dedicaran en el toletole previo al primer gol,
dos segundos antes de que el Colorado empujara nuevamente la globa con
el empeine y la colocara, inalcanzable, junto al poste izquierdo.
Después de todo, la playa es mía. Desde hace quince
años la vengo adquiriendo en pequeñas cuotas. Cuotas de
sol y dunas. Todos esos prójimos, prójimas y projimitos
que se ven tendidos sobre las rocas o bajo las sombrillas o corriendo
tras una pelota de engañapichanga o jugando a la paleta en una
cancha marcada en la arena con líneas que al rato se borran,
todos esos otros, están en la playa gracias a que yo les permito
estar. Porque la playa es mía. Mío el horizonte con
toninas remotas y tres barquitos a vela. Míos los peces que
extraen mis pescadores con mis redes antiguas, remendadas. El aire
salitroso y los castillos de arena y las aguas vivas y las algas que ha
traído la penúltima ola. Todo es mío.
¿Qué sería de mí, el número ocho,
sin estas mañanas en que la playa me convence de que soy libre,
de que puedo abrazar esta roca, que es mi roca mujer o tal vez mi roca
madre, y estirarme sin otros límites que mi propio límite
o hasta que siento las tenazas del cangrejo barcino sobre mi dedo
gordo? Aquí soy número ocho sin llevarlo en la espalda.
Soy número ocho sencillamente porque es mi identidad. Un cura o
un teniente o un payaso no necesitan vestir sotana o uniforme o traje
de colores para ser cura o teniente o payaso. Soy número ocho
aunque no lo lleve dibujado en el lomo y aunque ningún botija se
arrime a pedirme autógrafos, porque sólo se piden
autógrafos a los de los Clubes Grandes. Y creo que siempre
seré de Club Chico, porque me gusta amargarles la fiesta, no a
los jugadores que después de todo son como nosotros, sólo
que con más suerte y más guita, ni siquiera a la hinchada
grande por más que nos insulte cuando hacemos un fau y festeje
ruidosamente cuando el otro nos propina un hachazo en la canilla. Me
gusta arruinarles la fiesta, sobre todo a los dirigentes, esos
industriales bien instalados en su cochazo, en su piso de la Rambla y
en su mondongo, señores cuya gimnasia sabatina o dominical
consiste en sentarse muy orondos, arriba en el palco oficial, y desde
ahí ver cómo allá abajo nos reventamos, nos
odiamos, nos derretimos en sudores, y cuando sus jugadores ganan,
condescienden a llegar al vestuario y a darles una palmadita en el
hombro, disimulando apenas el asco que les provoca aquella piel
todavía sudada, y en cambio, cuando sus jugadores pierden, se
van entonces directamente a su casa, esta vez por supuesto sin ocultar
el asco. En verdad, en verdad os digo que yo ignoro si hacen eso, pero
me lo imagino. Es decir, tengo que imaginarlo así, porque una
cosa son las instrucciones del entrenador, que por supuesto trato de
cumplir si no son demasiado absurdas, y otra cosa son las instrucciones
que yo me doy, verbigracia vamo vamo número ocho hay que aguarle
la fiesta a ese presidente cogotudo, jactancioso y mezquino, que viene
al estadio con sus tres o cuatro nenes que desde ya tienen caritas de
futuros presidentes cogotudos. Bueno, no sé ni siquiera si tiene
hijos, pero tengo que imaginarlo así porque soy el número
ocho, insustituible titular de un Club Chico y, ya que cobro poco,
tengo que inventarme recompensas compensatorias y de esas recompensas
inventadas la mejor es la posibilidad de aguarle la fiesta al cogotudo
presidente del Grande, a fin de que el lunes, cuando concurra a su
Banco o a su banca, pase también su vergüenza rica, su
vergüenza suntuosa, así como nosotros, los que andamos en
la segunda mitad de la tabla, sufrimos, cuando perdemos, nuestra
vergüenza pobre. Pero, claro, no es lo mismo, porque los Grandes
siempre tienen la obligación de ganar, y los Chicos, en cambio,
sólo tenemos la obligación de perder lo menos posible. Y
cuando no ganamos y volvemos al barrio, la gente no nos mira con
menosprecio sino con tristeza solidaria, en tanto que al presidente
cogotudo, cuando vuelve el lunes a su Banco o a su banca, la gente, si
bien a veces se atreve a decirle qué barbaridad doctor porque
ustedes merecieron ganar y además por varios goles, en realidad
está pensando te jodieron doctor qué salsa les dieron
esos petizos. Por eso a mí no me importa ser número ocho
titular y que no me pidan autógrafos aquí en la playa ni
en el cine ni en Dieciocho. Los partidos no se ganan con
autógrafos. Se ganan con goles y ésos los sé
hacer. Por ahora al menos. También es un consuelo que la playa
sea mía, y como mía pueda recorrerla descalzo, casi
desnudo, sintiendo el sol en la espalda y la brisa en los ojos, o
tendiéndome en las rocas pero de cara al mar, consciente de que
atrás dejo la ciudad que me espía o me protege,
según las horas y según mi ánimo, y adelante
está esa llanura líquida, infinita, que me lame, me
salpica, a veces me da vértigo y otras veces me brinda una
insólita paz, un extraño sosiego, tan extraño que
a veces me hace olvidar que soy número ocho.
Alejandra. Lo extraño había sido que Benja conociera sus
manos antes que su rostro, o mejor aún, que se enamorara de sus
manos antes que de su rostro. Él regresaba de San Pablo en un
vuelo de Pluna. El equipo se había trasladado para jugar dos
amistosos fuera de temporada, pero Benja sólo había
participado en el primero porque en una jugada tonta había
caído mal y el desgarramiento iba a necesitar por lo menos cinco
días de cuidado, así que el preparador físico
decidió mandarlo a Montevideo para que allí lo atendieran
mejor. De modo que volvía solo. A la media hora de vuelo se
levantó para ir al baño y cuando regresaba a su sitio
tuvo la impresión de ser mirado pero él no miró.
Simplemente se sentó y reinició la lectura de Agatha
Christie, que le proponía un enigma afilado, bienhumorado y
sutil como todos los suyos.

De pronto percibió que algo singular estaba ocurriendo. En el
respaldo que estaba frente a él apareció una mano de
mujer. Era una mano delgada, de dedos largos y finos, con uñas
cuidadas pero sin color. Una mano expresiva, o quizá que
expresaba algo, pero qué. A los dos o tres minutos hizo
irrupción la otra mano, que era complementaria pero no igual.
Cada mano tenía su carácter, aunque sin duda
compartían una inquietante identidad. Benja no pudo continuar su
lectura. Adiós enigma y adiós Agatha. Las manos se
movían con sobriedad, se rozaban a veces. Él
imaginó que lo llamaban sin llamarlo, que le contaban una
historia, que le ofrecían respuestas a interrogantes que
aún no había formulado; en fin, que querían ser
asidas. Y lo más preocupante era que él también
quería asirlas, con todos los riesgos que un acto así
podía implicar, verbigracia que la dueña de aquellas
manos llamara inmediatamente a la azafata, o se levantara, enfrentada a
su descaro, y le propinara una espléndida bofetada, con toda la
vergüenza, adicional y pública, que semejante castigo
podía provocar. Hasta llegó a concebir, como un destello,
un título, a sólo dos columnas (porque era número
ocho, pero sólo de un Club Chico): conocido futbolista uruguayo
abofeteado en pleno vuelo por dama que se defiende de agresión
******.

Y sin embargo las manos hablaban. Sutiles, seductoras,
finísimas, dialogaban uña a uña, yema a yema, como
creando una espera, construyendo una expectativa. Y cuando fue ordenado
el ajuste de los cinturones de seguridad, desaparecieron para cumplir
la orden, pero de inmediato volvieron a poblar el respaldo y con ello a
convocar la ansiedad del número ocho, que por fin decidió
jugarse el todo por el todo y asumir el riesgo del ridículo, el
escándalo y el titular a dos columnas que acabaran con su
carrera deportiva. De modo que, tomada la difícil
decisión y tras ajustarse también él el
cinturón, avanzó su propia mano hacia los dedos
cautivantes, que en aquel preciso momento estaban juntos. Notó
un leve temblor, pero las manos no se replegaron. La suya
prolongó aquel extraño contacto por unos segundos, luego
se retiró. Sólo entonces las otras manos desaparecieron,
pero no pasó nada. No hubo llamada a la azafata ni bofetada.
Él respiró y quedó a la espera. Cuando el
avión comenzaba el descenso, una de las manos apareció de
nuevo y traía un papel, más bien un papelito, doblado en
dos. Benja lo recogió y lo abrió lentamente. Conteniendo
la respiración, leyó: 912437.

Se sintió eufórico, casi como cuando hacía un gol
sobre la hora y la hinchada del barrio vitoreaba su nombre y él
alzaba discretamente un brazo, nada más que para comunicar que
recibía y apreciaba aquel apoyo colectivo, aquel afecto, pero
los compañeros sabían que a él no le gustaba toda
esa parafernalia de abrazos, besos y palmaditas en el trasero, algo que
se había vuelto habitual en todas las canchas del mundo.
Así que cuando metía un gol sólo le tocaban un
brazo o le hacían desde lejos un gesto solidario. Pero ahora,
con aquel prometedor 912437 en el bolsillo, descendió del
avión como de un podio olímpico y diez minutos
después pudo mirar discretamente hacia la dueña de las
manos, que en ese instante abría su valija frente al funcionario
aduanero, y Benja comprobó que el rostro no desmerecía la
belleza y la seducción de las manos que lo habían enamorado.
Benja y Martín se encontraron como siempre en la pizzería
del sordo Bellini. Desde que ambos integraran el cuadrito juvenil de La
Estrella habían cultivado una amistad a prueba de balas y
también de codazos y zancadillas. Benja jugaba entonces de
zaguero y sin embargo había terminado en número ocho.
Martín, que en la adolescencia fuera puntero derecho, más
tarde (a raíz de una sustitución de emergencia, tras
lesiones sucesivas y en el mismo partido del golero titular y del
suplente) se había afincado y afirmado en el arco y hoy era uno
de los guardametas más cotizados y confiables de Primera A.

El sordo Bellini disfrutaba plenamente con la presencia de los dos
futbolistas. Él, que normalmente no atendía las mesas
sino que se instalaba en la caja con su gorra de capitán de
barco, cuando Martín y Benja aparecían, solos o
acompañados, de inmediato se arrimaba solícito a dejarles
el menú, a recoger los pedidos, a recomendarles tal o cual plato
y sobre todo a comentar las jugadas más notables o más
polémicas del último domingo.

Era algo así como el fan particular de Benja y Martín y
su caballito de batalla era hacerles bromas c
Jean Cocteau es un ruiseñor mecánico a quien le ha dado cuerda Ronsard.

Los únicos brazos entre los cuales nos resignaríamos a pasar la vida, son los brazos de las Venus que han perdido los brazos.

Si los pintores necesitaran, como Delacroix, asistir al degüello de 400 odaliscas para decidirse a tomar los pinceles... Si, por lo menos, sólo fuesen capaces de empuñarlos antes de asesinar a su idolatrada Mamá...

Musicalmente, el clarinete es un instrumento muchísimo más rico que el diccionario.

Aunque se alteren todas nuestras concepciones sobre la Vida y la Muerte, ha llegado el momento de denunciar la enorme superchería de las "Meninas" que -siendo las propias "Meninas" de carne y hueso- colgaron un letrerito donde se lee Velázquez, para que nadie descubra el auténtico y secular milagro de su inmortalidad.

Nadie escuchó con mayor provecho que Debussy, los arpegios que las manos traslúcidas de la lluvia improvisan contra el teclado de las persianas.

Las frases, las ideas de Proust, se desarrollan y se enroscan, como las anguilas que nadan en los acuarios; a veces deformadas por un efecto de refracción, otras anudadas en acoplamientos viscosos, siempre envueltas en esa atmósfera que tan solo se encuentra en los acuarios y en el estilo de Proust.

¡La "Olimpia" de Manet está enferma de "mal de Pott"! ¡Necesita aire de mar!... ¡Urge que Goya la examine!...

En ninguna historia se revive, como en las irisaciones de los vidrios antiguos, la fugaz y emocionante historia de setecientos mil crepúsculos y auroras.

¡Las lágrimas lo corrompen todo! Partidarios insospechables de un "régimen mejorado", ¿tenemos derecho a reclamar una "ley seca" para la poesía... para una poesía "extra dry", gusto americano?

Todo el talento del "douannier" Rousseau estribó en la convicción con que, a los sesenta años, fue capaz de prenderse a un biberón.

La disección de los ojos de Monet hubiera demostrado que Monet poseía ojos de mosca; ojos forzados por innumerables ojitos que distinguen con nitidez los más sutiles matices de un color pero que, siendo ojos autónomos, perciben esos matices independientemente, sin alcanzar una visión sintética de conjunto.

Las frases de Oscar Wilde no necesitan red. ¡Lástima que al realizar sus más arriesgadas acrobacias, nos dejen la incertidumbre de su ****!

El cúmulo de atorrantismo y de burdel, de uso y abuso de limpiabotas, de sensiblería engominada, de ojo en compota, de retobe y de tristeza sin razón -allí está la pampa... más allá el indio... la quena... el tamboril -que se espereza y canta en los acordes del tango que improvisa cualquier lunfardo.

Es necesario procurarse una vestimenta de radiógrafo (que nos proteja del contacto demasiado brusco con lo sobrenatural), antes de aproximarnos a los rayos ultravioletas que iluminan los paisajes de Patinir.

No hay crítico comparable al cajón de nuestro escritorio.

Entre otras... ¡la más irreductible disidencia ortográfica! Ellos: Padecen todavía la superstición de las Mayúsculas.

Nosotros: Hace tiempo que escribimos: cultura, arte, ciencia, moral y, sobre todo y ante todo, poesía.

Los cubistas cometieron el error de creer que una manzana era un tema menos literario y frugal que las nalgas de madame Recamier.

¡Sin pie, no hay poesía! -exclaman algunos. Como si necesitásemos de esa confidencia para reconocerlos.

Esos tinteros con un busto de Voltaire, ¿no tendrán un significado profundo? ¿No habrá sido Voltaire una especie de Papa (*****) de la tinta?

En música, al pleonasmo se le denomina: variación.

Seurat compuso los más admirables escaparates de juguetería.

La prosa de Flaubert destila un sudor tan frío que nos obliga a cambiarnos de camiseta, si no podemos recurrir a su correspondencia.

El silencio de los cuadros del Greco es un silencio ascético, maeterlinckiano, que alucina a los personajes del Greco, les desequilibra la boca, les extravía las pupilas, les diafaniza la nariz.

Los bustos romanos serían incapaces de pensar si el tiempo no les hubiera destrozado la nariz.

No hay que admirar a Wagner porque nos aburra alguna vez, sino a pesar de que nos aburra alguna vez.

Europa comienza a interesarse por nosotros. ¡Disfrazados con las plumas o el chiripá que nos atribuye, alcanzaríamos un éxito clamoroso! ¡Lástima que nuestra sinceridad nos obligue a desilusionarla... a presentarnos como somos; aunque sea incapaz de diferenciarnos... aunque estemos seguros de la rechifla!

Aunque la estilográfica tenga reminiscencias de lagrimatorio, ni los cocodrilos tienen derecho a confundir las lágrimas con la tinta.

Renán es un hombre tan bien educado que hasta cuando cree tener razón, pretende demostrarnos que no la tiene.

Las Venus griegas tienen cuarenta y siete pulsaciones. Las Vírgenes españolas, ciento tres.

¡Sepamos consolarnos! Si las mujeres de Rubens pesaran 27 kilos menos, ya no podríamos extasiarnos ante los reflejos nacarados de sus carnes desnudas.

Llega un momento en que aspiramos a escribir algo peor.

El ombligo no es un órgano tan importante como imaginan ustedes... ¡Señores poetas!

¿Estupidez? ¿Ingenuidad? ¿Política?... "Seamos argentinos", gritan algunos... sin advertir que la nacionalidad es algo tan fatal como la conformación de nuestro esqueleto.

Delatemos un onanismo más: el de izar la bandera cada cinco minutos.

Lo primero que nos enseñan las telas de Chardin es que, para llegar a la pulcritud, al reposo, a la sensatez que alcanzó Chardin, no hay más remedio que resignarnos a pasar la vida en zapatillas.

Facilísimo haber previsto la muerte de Apollinaire, dado que el cerebro de Apollinaire era una fábrica de pirotecnia que constantemente inventaba los más bellos juegos de artificio, los cohetes de más lindo color, y era fatal que al primero que se le escapara entre el fango de la trinchera, una granada le rebanara el cráneo.

Los esclavos miguelangelescos poseen un olor tan iodado, tan acre que, por menos paladar que tengamos basta gustarlo alguna vez para convencerse de que fueron esculpidos por la rompiente. (No me refiero a los del Louvre; modelados por el mar, un día de esos en que fabrica merengues sobre la arena).

¡La opinión que se tendrá de nosotros cuando sólo quede de nosotros lo que perdura de la vieja China o del viejo Egipto!

¡Impongámosnos ciertas normas para volver a experimentar la complacencia ingenua de violarlas! La rehabilitación de la infidelidad reclama de nosotros un candor semejante. ¡Ruboricémonos de no poder ruborizarnos y reinventemos las prohibiciones que nos convengan, antes de que la libertad alcance a esclavizarnos completamente!

El cemento armado nos proporciona una satisfacción semejante a la de pasarnos la mano por la cara, después de habernos afeitado.

¡Los vidrios catalanes y las estalactitas de Mallorca con que Anglada prepara su paleta!

Los cubistas salvaron a la pintura de las corrientes de aire, de los rayos de sol que amenazaban derretirla pero -al cerrar herméticamente las ventanas, que los impresionistas habían abierto en un exceso de entusiasmo- le suministraron tal cúmulo de recetas, una cantidad tan grande de ventosas que poco faltó para que la asfixiaran y la dejasen descarnada, como un esqueleto.

Hay poetas demasiado inflamables. ¿Pasan unos senos recién inaugurados? El cerebro se les incendia. ¡Comienza a salirles humo de la cabeza!

"La Maja Vestida" está más desnuda que la "maja desnuda".

Las telas de Velázquez respiran a pleno pulmón; tienen una buena tensión arterial, una temperatura normal y una reacción Wasserman negativa.

¡Quién hubiera previsto que las Venus griegas fuesen capaces de perder la cabeza!

Hay acordes, hay frases, hay entonaciones en D'Annunzio que nos obligan a perdonarle su "fiatto", su "bella voce", sus actitudes de tenor.

Azorín ve la vida en diminutivo y la expresa repitiendo lo diminutivo, hasta darnos la sensación de la eternidad.

¡El Arte es el peor enemigo del arte!... un fetiche ante el que ofician, arrodillados, quienes no son artistas.

Lo que molesta más en Cézanne es la testarudez con que, delante de un queso, se empeña en repetir: "esto es un queso".

El espesor de las nalgas de Rabelais explica su optimismo. Una visión como la suya, requiere estar muellemente sentada para impedir que el esqueleto nos proporcione un pregusto de muerte.

La arquitectura árabe consiguió proporcionarle a la luz, la dulzura y la voluptuosidad que adquiere la luz, en una boca entreabierta de mujer.

Hasta el advenimiento de Hugo, nadie sospechó el esplendor, la amplitud, el desarrollo, la suntuosidad a que alcanzaría el genio del "camelo".

Es tanta la mala educación de Pió Baroja, y es tan ingenua la voluptuosidad que siente Pío Baroja en ser mal educado, que somos capaces de perdonarle la falta de educación que significa llamarse: Pío Baroja.

No hay que confundir poesía con vaselina; vigor, con camiseta sucia.

El estilo de Barres es un estilo de onda, un estilo que acaba de salir de la peluquería.

Lo único que nos impide creer que Saint Saens haya sido un gran músico, es haber escuchado la música de Saint Sáéns.

¿Las Vírgenes de Murillo?

Como vírgenes, demasiado mujeres.

Como mujeres, demasiado vírgenes.

Todas las razones que tendríamos para querer a Velázquez, si la única razón del amor no consistiera en no tener ninguna.

Los surtidores del Alhambra conservan la versión más auténtica de "Las mil y una noches", y la murmuran con la fresca monotonía que merecen.

Si Rubén no hubiera poseído unas manos tan finas!... ¡Si no se las hubiese mirado tanto al escribir!...

La variedad de cicuta con que Sócrates se envenenó se llamaba "Conócete a ti mismo".

¡Cuidado con las nuevas recetas y con los nuevos boticarios! ¡Cuidado con las decoraciones y "la couleur lócale"! ¡Cuidado con los anacronismos que se disfrazan de aviador! ¡Cuidado con el excesivo dandysmo de la indumentaria londinense! ¡Cuidado -sobre todo- con los que gritan: "¡Cuidado!" cada cinco minutos!

Ningún aterrizaje más emocionante que el "aterrizaje" forzoso de la Victoria de Samotracia.

Goya grababa, como si "entrara a matar".

El estilo de Renán se resiente de la flaccidez y olor a sacristía de sus manos... demasiado aficionadas "a lavarse las manos".

La Gioconda es la única mujer viviente que sonríe como algunas mujeres después de muertas.

Nada puede darnos una certidumbre más sensual y un convencimiento tan palpable del origen divino de la vida, como el vientre recién fecundado de la Venus de Milo.

El problema más grave que Goya resolvió al pintar sus tapices, fue el dosaje de azúcar; un terrón más y sólo hubieran podido usarse como tapas de bomboneras.

Los rizos, las ondulaciones, los temas "imperdibles" y, sobre todo, el olor a "vera violetta" de las melodías italianas.

Así como un estiló maduro nos instruye -a través de una descripción de Jerusalén- del gesto con que el autor se anuda la corbata, no existirá un arte nacional mientras no sepamos pintar un paisaje noruego con un inconfundible sabor a carbonada.

¿Por qué no admitir que una gallina ponga un trasatlántico, si creemos en la existencia de Rimbaud, sabio, vidente y poeta a los 12 años?

¡El encarnizamiento con que hundió sus pitones, el toro aquél, que mató a todos los Cristos españoles!

Rodin confundió caricia con modelado; espasmo con inspiración; "atelier" con alcoba.

Jamás existirán caballos capaces de tirar un par de patadas que violenten, más rotundamente, las leyes de la perspectiva y posean, al mismo tiempo, un concepto más equilibrado de la composición, que el par de patadas que tiran los heroicos percherones de Paolo Uccello.

Nos aproximamos a los retratos del Greco, con el propósito de sorprender las sanguijuelas que se ocultan en los repliegues de sus golillas.

Un libro debe construirse como un reloj, y venderse como un salchichón.

Con la poesía sucede lo mismo que con las mujeres: llega un momento en que la única actitud respetuosa consiste en levantarles la pollera.

Los críticos olvidan, con demasiada frecuencia, que una cosa es cacarear, otra, poner el huevo.

Trasladar al plano de la creación la fervorosa voluptuosidad con que, durante nuestra infancia, rompimos a pedradas todos los faroles del vecindario.

¡Si buena parte de nuestros poetas se convenciera de que la tartamudez es preferible al plagio!

Tanto en arte, como en ciencia, hay que buscarle las siete patas al gato.

El barroco necesitó cruzar el Atlántico en busca del trópico y de la selva para adquirir la ingenuidad candorosa y llena de fasto que ostenta en América.

¿Cómo dejar de admirarla prodigalidad y la perfección con que la mayoría de nuestros poetas logra el prestigio de realizar el vacío absoluto?

A fuerza de gritar socorro se corre el riesgo de perder la voz.

En los mapas incunables, África es una serie de islas aisladas, pero los vientos hinchan sus cachetes en todas direcciones.

Los paréntesis de Faulkner son cárceles de negros.

Estamos tan pervertidos que la inhabilidad de lo ingenuo nos parece el "sumun" del arte.

La experiencia es la enfermedad que ofrece el menor peligro de contagio.

En vez de recurrir al whisky, Turner se emborracha de crepúsculo.

Las mujeres modernas olvidan que para desvestirse y desvestirlas se requiere un mínimo de indumentaria.

La vida es un largo embrutecimiento. La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas; poco a poco nos aprisiona la sintaxis, el diccionario; los mosquitos pueden volar tocando la corneta, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles, y cuando deseamos viajar nos dirigimos a una agencia de vapores en vez de metamorfosear una silla en un trasatlántico.

Ningún Stradivarius comparable en forma, ni en resonancia, a las caderas de ciertas colegialas.

¿Existe un llamado tan musicalmente emocionante como el de la llamarada de la enorme gasa que agita Isolda, reclamando desesperadamente la presencia de Tristán?

Aunque ellos mismos lo ignoren, ningún creador escribe para los otros, ni para sí mismo, ni mucho menos, para satisfacer un anhelo de creación, sino porque no puede dejar de escribir.

Ante la exquisitez del idioma francés, es comprensible la atracción que ejerce la palabra "merde".

El adulterio se ha generalizado tanto que urge rehabilitarlo o, por lo menos, cambiarle de nombre.

Las distancias se han acortado tanto que la ausencia y la nostalgia han perdido su sentido.

Tras todo cuadro español se presiente una danza macabra.

Lo prodigioso no es que Van Gogh se haya cortado una oreja, sino que conservara la otra.

La poesía siempre es lo otro, aquello que todos ignoran hasta que lo descubre un verdadero poeta.

Hasta Darío no existía un idioma tan rudo y maloliente como el español.

Segura de saber donde se hospeda la poesía, existe siempre una multitud impaciente y apresurada que corre en su busca pero, al llegar donde le han dicho que se aloja y preguntar por ella, invariablemente se le contesta: Se ha mudado.

Sólo después de arrojarlo todo por la borda somos capaces de ascender hacia nuestra propia nada.

La serie de sarcófagos que encerraban a las momias egipcias, son el desafío más perecedero y vano de la vida ante el poder de la muerte.

Los pintores chinos no pintan la naturaleza, la sueñan.

Hasta la aparición de Rembrandt nadie sospechó que la luz alcanzaría la dramaticidad e inagotable variedad de conflictos de las tragedias shakespearianas.

Aspiramos a ser lo que auténticamente somos, pero a medida que creemos lograrlo, nos invade el hartazgo de lo que realmente somos.

Ambicionamos no plagiarnos ni a nosotros mismos, a ser siempre distintos, a renovarnos en cada poema, pero a medida que se acumulan y forman nuestra escueta o frondosa producción, debemos reconocer que a lo largo de nuestra existencia hemos escrito un solo y único poema.
Vamos a gozar el sol
distribuyendo sus rayos
como los abrazos tiernos
de la amada
que hacen olvidar penas
o pesares de la jornada.
Disfrutemos el verano
lo mismo
que gozamos el inverno
cuando las gotas de la lluvia
ayudan a crecer los barbechos.
No nos quejemos de la pobreza
cuando creamos
que ella consiste
en a falta de dinero.
Condolámonos más bien
de la miseria
cuando está en la falta de valor
en el alma
para enfrentar cada día
penosas tareas.
Corramos más bien
a disfrutar del nacimiento
y renovación de la  mañana
cuando se llena de colores el alba,
no sea que nos suceda
como a aquel que sólo desea
atesorar riqueza:
pierde el gusto por lo elemental,
pues tiene la creencia
en que todo se consigue
con algo de metal;
se le olvida que lo esencial
es tener un poco de pan en la mesa
y, al menos, el agua viva
del fresco manantial.
Vamos a gozar el sol o el invierno
sin imprecaciones
para el uno o el otro
porque ellos siempre
igual llegan
para pobres o poderosos.
(Jorge Gómez A. Julio de 1994)
Finjamos que soy feliz,
triste pensamiento, un rato;
quizá prodréis persuadirme,
aunque yo sé lo contrario,

que pues sólo en la aprehensión
dicen que estriban los daños,
si os imagináis dichoso
no seréis tan desdichado.

Sírvame el entendimiento
alguna vez de descanso,
y no siempre esté el ingenio
con el provecho encontrado.

Todo el mundo es opiniones
de pareceres tan varios,
que lo que el uno que es *****
el otro prueba que es blanco.

A unos sirve de atractivo
lo que otro concibe enfado;
y lo que éste por alivio,
aquél tiene por trabajo.

El que está triste, censura
al alegre de liviano;
y el que esta alegre se burla
de ver al triste penando.

Los dos filósofos griegos
bien esta verdad probaron:
pues lo que en el uno risa,
causaba en el otro llanto.

Célebre su oposición
ha sido por siglos tantos,
sin que cuál acertó, esté
hasta agora averiguado.

Antes, en sus dos banderas
el mundo todo alistado,
conforme el humor le dicta,
sigue cada cual el bando.

Uno dice que de risa
sólo es digno el mundo vario;
y otro, que sus infortunios
son sólo para llorados.

Para todo se halla prueba
y razón en qué fundarlo;
y no hay razón para nada,
de haber razón para tanto.

Todos son iguales jueces;
y siendo iguales y varios,
no hay quien pueda decidir
cuál es lo más acertado.

Pues, si no hay quien lo sentencie,
¿por qué pensáis, vos, errado,
que os cometió Dios a vos
la decisión de los casos?

O ¿por qué, contra vos mismo,
severamente inhumano,
entre lo amargo y lo dulce,
queréis elegir lo amargo?

Si es mío mi entendimiento,
¿por qué siempre he de encontrarlo
tan torpe para el alivio,
tan agudo para el daño?

El discurso es un acero
que sirve para ambos cabos:
de dar muerte, por la *****,
por el pomo, de resguardo.

Si vos, sabiendo el peligro
queréis por la ***** usarlo,
¿qué culpa tiene el acero
del mal uso de la mano?

No es saber, saber hacer
discursos sutiles, vanos;
que el saber consiste sólo
en elegir lo más sano.

Especular las desdichas
y examinar los presagios,
sólo sirve de que el mal
crezca con anticiparlo.

En los trabajos futuros,
la atención, sutilizando,
más formidable que el riesgo
suele fingir el amago.

Qué feliz es la ignorancia
del que, indoctamente sabio,
halla de lo que padece,
en lo que ignora, sagrado!

 No siempre suben seguros
 vuelos del ingenio osados,
que buscan trono en el fuego
y hallan sepulcro en el llanto.

También es vicio el saber,
que si no se va atajando,
cuando menos se conoce
es más nocivo el estrago;

y si el vuelo no le abaten,
en sutilezas cebado,
por cuidar de lo curioso
olvida lo necesario.

Si culta mano no impide
crecer al árbol copado,
quita la sustancia al fruto
la locura de los ramos.

Si andar a nave ligera
no estorba lastre pesado,
sirve el vuelo de que sea
el precipicio más alto.

En amenidad inútil,
¿qué importa al florido campo,
si no halla fruto el otoño,
que ostente flores el mayo?

¿De qué sirve al ingenio
el producir muchos partos,
si a la multitud se sigue
el malogro de abortarlos?

Y a esta desdicha por fuerza
ha de seguirse el fracaso
de quedar el que produce,
si no muerto, lastimado.

El ingenio es como el fuego,
que, con la materia ingrato,
tanto la consume más
cuando él se ostenta más claro.

Es de su propio Señor
tan rebelado vasallo,
que convierte en sus ofensas
las armas de su resguardo.

Este pésimo ejercicio,
este duro afán pesado,
a los ojos de los hombres
dio Dios para ejercitarlos.

¿Qué loca ambición nos lleva
de nosotros olvidados?
Si es para vivir tan poco,
¿de qué sirve saber tanto?

¡Oh, si como hay de saber,
hubiera algún seminario
o escuela donde a ignorar
se enseñaran los trabajos!

¡Qué felizmente viviera
el que, flojamente cauto,
burlara las amenazas
del influjo de los astros!

Aprendamos a ignorar,
pensamiento, pues hallamos
que cuanto añado al discurso,
tanto le usurpo a los años.
Simplement, comme on verse un parfum sur une flamme

Et comme un soldat répand son sang pour la patrie,

Je voudrais pouvoir mettre mon cœur avec mon âme

Dans un beau cantique à la sainte Vierge Marie.


Mais je suis, hélas ! un pauvre pécheur trop indigne,

Ma voix hurlerait parmi le chœur des voix des justes :

Ivre encor du vin amer de la terrestre vigne,

Elle pourrait offenser des oreilles augustes.


Il faut un cœur pur comme l'eau qui jaillit des roches,

Il faut qu'un enfant vêtu de lin soit notre emblème,

Qu'un agneau bêlant n'éveille en nous aucuns reproches,

Que l'innocence nous ceigne un brûlant diadème,


Il faut tout cela pour oser dire vos louanges,

Ô vous Vierge Mère, ô vous Marie Immaculée,

Vous blanche à travers les battements d'ailes des anges,

Qui posez vos pieds sur notre terre consolée.


Du moins je ferai savoir à qui voudra l'entendre

Comment il advint qu'une âme des plus égarées,

Grâce à ces regards cléments de votre gloire tendre,

Revint au bercail des Innocences ignorées.


Innocence, ô belle après l'Ignorance inouïe,

Eau claire du cœur après le feu vierge de l'âme,

Paupière de grâce sur la prunelle éblouie,

Désaltèrement du cerf rompu d'amour qui brame !


Ce fut un amant dans toute la force du terme :

Il avait connu toute la chair, infâme ou vierge,

Et la profondeur monstrueuse d'un épiderme,

Et le sang d'un cœur, cire vermeille pour son cierge !


Ce fut un athée, et qui poussait **** sa logique

Tout en méprisant les fadaises qu'elle autorise,

Et comme un forçat qui remâche une vieille chique

Il aimait le jus flasque de la mécréantise.


Ce fut un brutal, ce fut un ivrogne des rues,

Ce fut un mari comme on en rencontre aux barrières ;

Bon que les amours premières fussent disparues,

Mais cela n'excuse en rien l'excès de ses manières.


Ce fut, et quel préjudice ! un Parisien fade,

Vous savez, de ces provinciaux cent fois plus pires

Qui prennent au sérieux la plus sotte cascade,

Sans s'apercevoir, ô leur âme, que tu respires ;


Race de théâtre et de boutique dont les vices

Eux-mêmes, avec leur odeur rance et renfermée,

Lèveraient le cœur à des sauvages leurs complices,

Race de trottoir, race d'égout et de fumée !


Enfin un sot, un infatué de ce temps bête

(Dont l'esprit au fond consiste à boire de la bière)

Et par-dessus tout une folle tête inquiète,

Un cœur à tous vents, vraiment mais vilement sincère.


Mais sans doute, et moi j'inclinerais fort à le croire,

Dans quelque coin bien discret et sûr de ce cœur même,

Il avait gardé comme qui dirait la mémoire

D'avoir été ces petits enfants que Jésus aime.


Avait-il, - et c'est vraiment plus vrai que vraisemblable,

Conservé dans le sanctuaire de sa cervelle

Votre nom, Marie, et votre titre vénérable,

Comme un mauvais prêtre ornerait encor sa chapelle ?


Ou tout bonnement peut-être qu'il était encore,

Malgré tout son vice et tout son crime et tout le reste,

Cet homme très simple qu'au moins sa candeur décore

En comparaison d'un monde autour que Dieu déteste.


Toujours est-il que ce grand pécheur eut des conduites

Folles à ce point d'en devenir trop maladroites

Si bien que les tribunaux s'en mirent, - et les suites !

Et le voyez-vous dans la plus étroite des boîtes ?


Cellules ! Prisons humanitaires ! Il faut taire

Votre horreur fadasse et ce progrès d'hypocrisie...

Puis il s'attendrit, il réfléchit. Par quel mystère,

Ô Marie, ô vous, de toute éternité choisie ?


Puis il se tourna vers votre Fils et vers Sa Mère,

Ô qu'il fut heureux, mais, là, promptement, tout de suite !

Que de larmes, quelle joie, ô Mère ! et pour vous plaire,

Tout de suite aussi le voilà qui bien vite quitte


Tout cet appareil d'orgueil et de pauvres malices,

Ce qu'on nomme esprit et ce qu'on nomme la Science,

Et les rires et les sourires où tu te plisses,

Lèvre des petits exégètes de l'incroyance !


Et le voilà qui s'agenouille et, bien humble, égrène

Entre ses doigts fiers les grains enflammés du Rosaire,

Implorant de Vous, la Mère, et la Sainte, et la Reine,

L'affranchissement d'être ce charnel, ô misère !


Ô qu'il voudrait bien ne plus savoir plus rien du monde

Q'adorer obscurément la mystique sagesse,

Qu'aimer le cœur de Jésus dans l'extase profonde

De penser à vous en même temps pendant la Messe.


Ô faites cela, faites cette grâce à cette âme,

Ô vous, Vierge Mère, ô vous, Marie Immaculée,

Toute en argent parmi l'argent de l'épithalame,

Qui posez vos pieds sur notre terre consolée.
cuando raf salinger se enamoró o quiso de verdad
salió de sí como de un calabozo
brilló con propia luz
no tuvo tacha ni defecto ni mengua

como caballos como vacas al fin de la jornada
raf salinger vertía sus aguas en plena soledad
fulguró afuera como sol
no pálido de cárcel no en guerra

"cuidado que me lastimás" decía raf salinger
a los hombres de manos ásperas
que como niños están cubiertos de miel
pero le quitan la victoria el vencedor

"oh ángel que te inclinas en la primera mitad"
decía raf salinger furioso cavando
el viento que le envolvía la trasluz
o el revés de los días malos que le comían la verdad

"si el coraje consiste en ser prudente" decía raf salinger
"si los vestidos significan desnudez y miseria
dicha el llanto cadáver curación, te arde amor el odio" decía
con gran perdones finalmente

todas las ventanitas se cerraron
cuando raf salinger murió
un calor le creció entre amor y afuera
juntándole los dos al solito

"ah tiempos no distancias que hay entre mí
entre mi calor y mi sol" decía raf salinger
casi disuelto ya bajo la sombra
que le apagaba el hubo que vivir

sobre su gente subió el frecuente olvido
peor raf salinger viajaba abrigado
por un cuerpo desnudo
encontrado o joven
À Stéphane Mallarmé


Il parle italien avec un accent russe.

Il dit : « Chère, il serait précieux que je fusse

Riche, et seul, tout demain et tout après-demain.

Mais riche à paver d'or monnayé le chemin

De l'Enfer, et si seul qu'il vous va falloir prendre

Sur vous de m'oublier jusqu'à ne plus entendre

Parler de moi sans vous dire de bonne foi :

Qu'est-ce que ce monsieur Félice ? Il vend de quoi ? »


Cela s'adresse à la plus blanche des comtesses.


Hélas ! toute grandeurs, toutes délicatesses,

Cœur d'or, comme l'on dit, âme de diamant,

Riche, belle, un mari magnifique et charmant

Qui lui réalisait toute chose rêvée,

Adorée, adorable, une Heureuse, la Fée,

La Reine, aussi la Sainte, elle était tout cela,

Elle avait tout cela.

Cet homme vint, vola

Son cœur, son âme, en fit sa maîtresse et sa chose

Et ce que la voilà dans ce doux peignoir rose

Avec ses cheveux d'or épars comme du feu,

Assise, et ses grands yeux d'azur tristes un peu.


Ce fut une banale et terrible aventure

Elle quitta de nuit l'hôtel. Une voiture

Attendait. Lui dedans. Ils restèrent six mois

Sans que personne sût où ni comment. Parfois

On les disait partis à toujours. Le scandale

Fut affreux. Cette allure était par trop brutale

Aussi pour que le monde ainsi mis au défi

N'eût pas frémi d'une ire énorme et poursuivi

De ses langues les plus agiles l'insensée.

Elle, que lui faisait ? Toute à cette pensée,

Lui, rien que lui, longtemps avant qu'elle s'enfuît,

Ayant réalisé son avoir (sept ou huit

Millions en billets de mille qu'on liasse

Ne pèsent pas beaucoup et tiennent peu de place.)

Elle avait tassé tout dans un coffret mignon

Et le jour du départ, lorsque son compagnon

Dont du rhum bu de trop rendait la voix plus tendre

L'interrogea sur ce colis qu'il voyait pendre

À son bras qui se lasse, elle répondit : « Ça

C'est notre bourse. »

Ô tout ce qui se dépensa !

Il n'avait rien que sa beauté problématique

(D'autant pire) et que cet esprit dont il se pique

Et dont nous parlerons, comme de sa beauté,

Quand il faudra... Mais quel bourreau d'argent ! Prêté,

Gagné, volé ! Car il volait à sa manière,

Excessive, partant respectable en dernière

Analyse, et d'ailleurs respectée, et c'était

Prodigieux la vie énorme qu'il menait

Quand au bout de six mois ils revinrent.


Le coffre

Aux millions (dont plus que quatre) est là qui s'offre

À sa main. Et pourtant cette fois - une fois

N'est pas coutume - il a gargarisé sa voix

Et remplacé son geste ordinaire de prendre

Sans demander, par ce que nous venons d'entendre.

Elle s'étonne avec douceur et dit : « Prends tout

Si tu veux. »

Il prend tout et sort.


Un mauvais goût

Qui n'avait de pareil que sa désinvolture

Semblait pétrir le fond même de sa nature,

Et dans ses moindres mots, dans ses moindres clins d'yeux,

Faisait luire et vibrer comme un charme odieux.

Ses cheveux noirs étaient trop bouclés pour un homme,

Ses yeux très grands, tout verts, luisaient comme à Sodome.

Dans sa voix claire et lente un serpent s'avançait,

Et sa tenue était de celles que l'on sait :

Du vernis, du velours, trop de linge, et des bagues.

D'antécédents, il en avait de vraiment vagues

Ou pour mieux dire, pas. Il parut un beau soir,

L'autre hiver, à Paris, sans qu'aucun pût savoir

D'où venait ce petit monsieur, fort bien du reste

Dans son genre et dans son outrecuidance leste.

Il fit rage, eut des duels célèbres et causa

Des morts de femmes par amour dont on causa.

Comment il vint à bout de la chère comtesse,

Par quel philtre ce gnome insuffisant qui laisse

Une odeur de cheval et de femme après lui

A-t-il fait d'elle cette fille d'aujourd'hui ?

Ah, ça, c'est le secret perpétuel que berce

Le sang des dames dans son plus joli commerce,

À moins que ce ne soit celui du Diable aussi.

Toujours est-il que quand le tour eut réussi

Ce fut du propre !


Absent souvent trois jours sur quatre,

Il rentrait ivre, assez lâche et vil pour la battre,

Et quand il voulait bien rester près d'elle un peu,

Il la martyrisait, en manière de jeu,

Par l'étalage de doctrines impossibles.


· · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·


Mia, je ne suis pas d'entre les irascibles,

Je suis le doux par excellence, mais, tenez,

Ça m'exaspère, et je le dis à votre nez,

Quand je vous vois l'œil blanc et la lèvre pincée,

Avec je ne sais quoi d'étroit dans la pensée

Parce que je reviens un peu soûl quelquefois.

Vraiment, en seriez-vous à croire que je bois

Pour boire, pour licher, comme vous autres chattes,

Avec vos vins sucrés dans vos verres à pattes

Et que l'Ivrogne est une forme du Gourmand ?

Alors l'instinct qui vous dit ça ment plaisamment

Et d'y prêter l'oreille un instant, quel dommage !

Dites, dans un bon Dieu de bois est-ce l'image

Que vous voyez et vers qui vos vœux vont monter ?

L'Eucharistie est-elle un pain à cacheter

Pur et simple, et l'amant d'une femme, si j'ose

Parler ainsi consiste-t-il en cette chose

Unique d'un monsieur qui n'est pas son mari

Et se voit de ce chef tout spécial chéri ?

Ah, si je bois c'est pour me soûler, non pour boire.

Être soûl, vous ne savez pas quelle victoire

C'est qu'on remporte sur la vie, et quel don c'est !

On oublie, on revoit, on ignore et l'on sait ;

C'est des mystères pleins d'aperçus, c'est du rêve

Qui n'a jamais eu de naissance et ne s'achève

Pas, et ne se meut pas dans l'essence d'ici ;

C'est une espèce d'autre vie en raccourci,

Un espoir actuel, un regret qui « rapplique »,

Que sais-je encore ? Et quant à la rumeur publique,

Au préjugé qui hue un homme dans ce cas,

C'est hideux, parce que bête, et je ne plains pas

Ceux ou celles qu'il bat à travers son extase,

Ô que nenni !


· · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·


« Voyons, l'amour, c'est une phrase

Sous un mot, - avouez, un écoute-s'il-pleut,

Un calembour dont un chacun prend ce qu'il veut,

Un peu de plaisir fin, beaucoup de grosse joie

Selon le plus ou moins de moyens qu'il emploie,

Ou pour mieux dire, au gré de son tempérament,

Mais, entre nous, le temps qu'on y perd ! Et comment !

Vrai, c'est honteux que des personnes sérieuses

Comme nous deux, avec ces vertus précieuses

Que nous avons, du cœur, de l'esprit, - de l'argent,

Dans un siècle que l'on peut dire intelligent

Aillent !... »


· · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·


Ainsi de suite, et sa fade ironie

N'épargnait rien de rien dans sa blague infinie.

Elle écoutait le tout avec les yeux baissés

Des cœurs aimants à qui tous torts sont effacés,

Hélas !

L'après-demain et le demain se passent.

Il rentre et dit : « Altro ! Que voulez-vous que fassent

Quatre pauvres petits millions contre un sort ?

Ruinés, ruinés, je vous dis ! C'est la mort

Dans l'âme que je vous le dis. »

Elle frissonne

Un peu, mais sait que c'est arrivé.

- « Ça, personne,

« Même vous, diletta, ne me croit assez sot

Pour demeurer ici dedans le temps d'un saut

De puce. »

Elle pâlit très fort et frémit presque,

Et dit : « Va, je sais tout. » - « Alors c'est trop grotesque

Et vous jouez là sans atouts avec le feu.

- « Qui dit non ? » - « Mais je suis spécial à ce jeu. »

- « Mais si je veux, exclame-t-elle, être damnée ? »

- « C'est différent, arrange ainsi ta destinée,

« Moi, je sors. » « Avec moi ! » - « Je ne puis aujourd'hui. »

Il a disparu sans autre trace de lui

Qu'une odeur de soufre et qu'un aigre éclat de rire.


Elle tire un petit couteau.

Le temps de luire

Et la lame est entrée à deux lignes du cœur.

Le temps de dire, en renfonçant l'acier vainqueur :

« À toi, je t'aime ! » et la justice la recense.


Elle ne savait pas que l'Enfer c'est l'absence.
Certain monarque un jour déplorait sa misère,
Et se lamentait d'être roi :
Quel pénible métier ! disait-il : sur la terre
Est-il un seul mortel contredit comme moi ?
Je voudrais vivre en paix, on me force à la guerre ;
Je chéris mes sujets, et je mets des impôts ;
J'aime la vérité, l'on me trompe sans cesse ;
Mon peuple est accablé de maux,
Je suis consumé de tristesse :
Partout je cherche des avis,
Je prends tous les moyens, inutile est ma peine ;
Plus j'en fais, moins je réussis.
Notre monarque alors aperçoit dans la plaine
Un troupeau de moutons maigres, de près tondus,
Des brebis sans agneaux, des agneaux sans leurs mères,
Dispersés, bêlants, éperdus,
Et des béliers sans force errant dans les bruyères.
Leur conducteur Guillot allait, venait, courait,
Tantôt à ce mouton qui gagne la forêt,
Tantôt à cet agneau qui demeure derrière,
Puis à sa brebis la plus chère ;
Et, tandis qu'il est d'un côté,
Un loup prend un mouton qu'il emporte bien vite ;
Le berger court, l'agneau qu'il quitte
Par une louve est emporté.
Guillot tout haletant s'arrête,
S'arrache les cheveux, ne sait plus où courir ;
Et, de son poing frappant sa tête,
Il demande au ciel de mourir.
Voilà bien ma fidèle image !
S'écria le monarque ; et les pauvres bergers,
Comme nous autres rois, entourés de dangers,
N'ont pas un plus doux esclavage :
Cela console un peu. Comme il disait ces mots,
Il découvre en un pré le plus beau des troupeaux,
Des moutons gras, nombreux, pouvant marcher à peine,
Tant leur riche toison les gêne,
Des béliers grands et fiers, tous en ordre paissants,
Des brebis fléchissant sous le poids de la laine,
Et de qui la mamelle pleine
Fait accourir de **** les agneaux bondissants.
Leur berger, mollement étendu sous un hêtre,
Faisait des vers pour son Iris,
Les chantait doucement aux échos attendris,
Et puis répétait l'air sur son hautbois champêtre.
Le roi tout étonné disait : Ce beau troupeau
Sera bientôt détruit ; les loups ne craignent guère
Les pasteurs amoureux qui chantent leur bergère ;
On les écarte mal avec un chalumeau.
Ah ! comme je rirais !... Dans l'instant le loup passe,
Comme pour lui faire plaisir ;
Mais à peine il paraît, que, prompt à le saisir,
Un chien s'élance et le terrasse.
Au bruit qu'ils font en combattant,
Deux moutons effrayés s'écartent dans la plaine :
Un autre chien part, les ramène,
Et pour rétablir l'ordre il suffit d'un instant.
Le berger voyait tout, couché dessus l'herbette,
Et ne quittait pas sa musette.
Alors le roi presque en courroux
Lui dit : Comment fais-tu ? Les bois sont pleins de loups,
Tes moutons gras et beaux sont au nombre de mille,
Et, sans en être moins tranquille,
Dans cet heureux état toi seul tu les maintiens !
Sire, dit le berger, la chose est fort facile ;
Tout mon secret consiste à choisir de bons chiens.
¡Oh, Siddharta Gautama!, tú tenías razón:
las angustias nos vienen del deseo; el edén
consiste en no anhelar, en la renunciación
completa, irrevocable, de toda posesión;
quien no desea nada, dondequiera está bien.

El deseo es un vaso de infinita amargura,
un pulpo de tentáculos insaciables, que al par
que se cortan, renacen para nuestra tortura.
El deseo es el padre del esplín, de la hartura,
¡y hay en él más perfidias que en las olas del mar!

Quien bebe como el Cínico el agua con la mano,
quien de volver la espalda al dinero es capaz,
quien ama sobre todas las cosas al Arcano,
¡ése es el victorioso, el fuerte, el soberano...
y no hay paz comparable con su perenne paz!
Sonnet.

Ainsi, mon cher ami, vous allez donc partir !
Adieu ; laissez les sots blâmer votre folie.
Quel que soit le chemin, quel que soit l'avenir,
Le seul guide en ce monde est la main d'une amie.

Vous me laissez pourtant bien seul, moi qui m'ennuie.
Mais qu'importe ? L'espoir de vous voir revenir
Me donnera, malgré les dégoûts de la vie,
Ce courage d'enfant qui consiste à vieillir.

Quelquefois seulement, près de votre maîtresse,
Souvenez-vous d'un coeur qui prouva sa noblesse
Mieux que l'épervier d'or dont mon casque est armé ;

Qui vous a tout de suite et librement aimé,
Dans la force et la fleur de la belle jeunesse,
Et qui dort maintenant à tout jamais fermé.
Sonnet.


Quand les heures pour vous prolongeant la sieste,
Toutes, d'un vol égal et d'un front différent,
Sur vos yeux demi-clos qu'elles vont effleurant,
Bercent de leurs pieds frais l'oisiveté céleste,

Elles marchent pour nous, et leur bande au pied leste,
Dans le premier repos, dès l'aube, nous surprend,
Pousse du pied les vieux et les jeunes du geste,
Sur les coureurs tombés passe comme un torrent ;

Esclaves surmenés des heures trop rapides,
Nous mourrons n'ayant fait que nous donner des rides,
Car le beau sous nos fronts demeure inexprimé.

Mais vous, votre art consiste à vous laisser éclore,
Vous qui même en dormant accomplissez encore
Votre beauté, chef-d'œuvre ignorant, mais aimé.
Niki Apr 2020
Le monde réel et mythique ensemble
sont entrelacés en harmonie totale
La danse invisible et, sans doute, séduisante
qui consiste à un mystère vraiment formidable !
First french poem. Hope I didn't butch the language!

— The End —