Aún estaba conmovido
El bajo pueblo de Anáhuac
Recordando el fin postrero
De los dos hermanos Ávila;
Aún al cruzar por las noches
La anchurosa y triste plaza,
Al mirar en pie las horcas
Las gentes se santiguaban;
Y aún en algunos conventos
Rezábanse las plegarias
A fin de que los difuntos
Lograsen salvar sus almas;
Cuando un pregón le decía
A la curiosa canalla
Que por atroces delitos,
Que por pudor se callaban,
Iba a ser ajusticiado
Por voluntad del monarca
Un ***** recién venido
Con un noble a Nueva España.
Como se anunció la fecha
La gente acudió a la plaza,
En tal número y desorden
Que un turbión asemejaba,
Porque en los terribles casos
En que la justicia mata
La humanidad se desvive
Por mostrar que no es humana.
Desde que lució la aurora
Acudió la gente en masa
Y muchos allí durmieron
Esperando la mañana.
Mirábanse a los verdugos
Que el cadalso custodiaban
Ya con los rostros cubiertos
Con una insultante máscara.
El sol estaba muy alto,
La gente con vivas ansias,
Los verdugos en acecho
Y los soldados en guardia;
Y ninguno suponía
Que el acto aquel se frustrara
Cuando de mirar al reo
Perdieron las esperanzas.
De pronto, a galope llega
Un dragón junto a las tablas
Del cadalso, y con alguno
De los centinelas habla.
Los verdugos, para oírlo
Descienden la escalinata,
Y corre un rumor que anuncia
Que la ejecución se aplaza.
El toque de los clarines
Pronto anuncia retirada,
Y en diversas direcciones
Plebe y soldados marchan.
Hay disgusto en los semblantes
De mozuelas y beatas,
Pues como a ninguno ahorcaron
Han perdido la mañana.
Y se resienten de verse
Por el Pregón engañadas,
Y viendo solo el cadalso,
Rezan, murmuran y charlan.
Los curiosos insistentes
Que averiguan la causa
Del retardo, al fin descubren
Lo que nadie se explicaba.
Cuentan que trayendo al *****
De San Lázaro a la plaza,
Cuando apenas por oriente
Se vislumbró la mañana,
Cercado por alguaciles
Y por mucha gente armada,
Bebiéndose de amargura
Sus propias, ardientes lágrimas,
Con voz fúnebre pidiendo
Que hicieran bien por su alma,
Un sacerdote entregado
A cumplir siempre estas mandas;
Mirando a todas las gentes
En balcones y ventanas
Darle el adiós postrimero
Entre llantos y plegarias.
El ***** que parecía
De susto no tener alma,
Cruzó por una calleja
Tan angosta como larga,
Donde entre humildes jacales
Surgía como un alcázar
Un caserón de tezontle
Con paredes almenadas,
Con toscas rejas de hierro
En forma de antiguas lanzas,
Con canales cual cañones
Que el alto muro artillaban,
Y bajo el vetusto escudo
De ininteligible heráldica
Un ancho portón forrado
De gruesas y obscuras láminas;
Teniendo como atributo
Que las gentes veneraban,
Una cadena de acero burda,
Negra, tosca y larga.
Con sus ojos que vertían
Raudales de vivas llamas,
Mira el ***** de soslayo
Aquella ostentosa casa,
Y sin que evitarlo puedan
Los cien que lo custodiaban
Tan ligero como un rayo
Del centro se les escapa,
Gana de un salto la acera,
Se arrodilla en la portada
Y cogiendo la cadena
En las dos manos, con ansia
Grita con voz que parece
Un rugido: «¡Pido gracia!
¡Pido gracia a la nobleza
De nuestro amado monarca!»
Y corchetes y alguaciles
Y arcabuceros y guardias
Se quedaron asombrados
Y sin responder palabra.
Porque sabido de todos era
Que en aquella casa vivía
Un señor de abolengo
Entre los grandes de España,
Que por fuero de linaje
En sus títulos estaba
Tener cadena en su puerta
Y pendón en la fachada.
El reo que esa cadena,
Por su fortuna tocara
Al marchar para el cadalso,
De la muerte se libraba.
Y el *****, que esto sabía,
Tuvo la fortuna extraña
De alcanzar tal privilegio
Que otro ninguno lograra.
Mirando lo sucedido,
Nobles, corchetes y guardias,
Con gran susto de la escena
No siguieron a la plaza,
Pues tornaron al presidio
La víctima afortunada;
Al Virrey le dieron parte
Y todo quedóse en calma.
Hoy sólo existen los muros
De la mansión legendaria,
Sin huellas de las almenas
Ni escudo de la portada.
Y dicen los que lo saben,
Doctos en antiguas causas,
Que la angosta callejuela
De «La Cadena» hoy se llama.