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Venus Apr 2015
Recordaba la luz resplandeciente de sus ojos cada vez que me acostaba. Recordaba su mirada dulce, llena de vida y amor. Recordaba sus fuertes y suaves manos. Recordaba su forma tonta de caminar y como solía reírme. Recordaba cuando lo conocí por primera vez. Estaba tan segura de que no era como los demás. Recordaba su rareza. Recordaba que era lo más que me gustaba de él. Recordaba sus besos. Recordaba que calentaban los míos. Recordaba su abrazo y como lo extrañaba tanto. Luego recordé como sus mentiras me convirtieron en alguien que no era. Recordé como las drogas y el alcohol era mi única escapatoria de no pensar en el. Recordé que él era más intoxicante que la droga y el alcohol, porque de otra manera no entendía porque era en lo único que pensaba. Recordé como lloraba enfrente de mi madre porque el primer chico que le entregué mi corazón me decepcionó de una manera terrible. Recordé como lo defendía porque aún  pensaba que era el chico que me decía los buenos días. Recordé que me tomaba  pastillas para poder dormir. Recordé como mi llanto era lo único que se escuchaba en mi habitación. Recordé como me dolía el corazón y como el dolor no parecía acabarse. Recordé que cuando mencionaban su nombre no había otra cosa que me importase. Recordé que su nombre estaba constantemente en mi cabeza como una canción maldita. Recordé como arranque las páginas de mi poemario porque él no merecía mis sentimientos. Recordé como nunca había escrito sobre alguien. Recordé el miedo que me daba cada vez que alguien me decía que me tenían que decir algo. Recordé como les mentía a todos diciendo que estaba bien. Recordé como decía que estaba mejor cuando me hundía en mi propio mar de lágrimas. Recordé las veces que esperaba un simple mensaje o una palabra. Recordé que aún con todo el daño que causo aún lo esperaba con los brazos abiertos. Recordé que nunca lo tuve y que nunca lo perdí.
Josias Barrios Jul 2014
Noventa dias desde que te conocí, y realizé que no había escuchado el tono de tu voz, que no había visto tu bello rostro de cerca, tu piel resplandeciente como un amanecer sobre el mar, tus ojos negros brillaban cada vez mas que tus labios rojos mostraban esa sonrisa que ha cambiado mi universo desde tan lejos. No podia parar de admirar lo hermosa que eres, comprendí la razón por la que llamaste mi atención la noche que nuestros caminos se cruzaron. Tu voz me hechizo y quiero seguir escuchando dulces palabras, conversaciones de cosas que podemos compartir, nuestras vidas.
Mataron a mis hermanos, a mis hijos, a mis tíos. A la orilla del
lago Texcoco me eché a llorar. Del Peñon subían
remolinos de salitre. Me cogieron suavemente y me depositaron en el
atrio de la Catedral. Me hice tan pequeña y tan gris que muchos
me confundieron con un montoncito de polvo. Sí, yo misma, la
madre del pedernal y de la estrella, yo, encinta del rayo, soy ahora la
pluma azul que abandona el pájaro en la zarza. Bailaba, los
pechos en alto y girando, girando, girando hasta quedarme quieta;
entonces empezaba a echar hojas, flores, frutos. En mi vientre
latía el águila. Yo era la montaña que engendra
cuando sueña, la casa del fuego, la olla primordial donde el
hombre se cuece y se hace hombre. En la noche de las palabras
degolladas mis hermanas y yo, cogidas de la mano, saltamos y cantamos
alrededor de la I, única torre en pie del alfabeto arrasado.
Aún recuerdo mis canciones:


                                        Canta en la verde espesura
                                        la luz de garganta dorada,
                                        la luz, la luz decapitada.

Nos dijeron: la vereda derecha nunca conduce al invierno. Y ahora las
manos me tiemblan, las palabras me cuelgan de la boca. Dame una sillita
y un poco de sol.

En otros tiempos cada hora nacía de vaho de mi aliento, bailaba
un instante sobre la ***** de mi puñal y desaparecía por
la puerta resplandeciente de mi espejito. Y yo era el mediodía
tatuado y la noche desnuda, el pequeño insecto de jade que canta
entre las yerbas del amanecer y el zenzontle de barro que convoca a los
muertos. Me bañaba en la cascada solar, me bañaba en
mí misma, anegada en mi propio resplandor. Yo era el pedernal
que rasga la cerrazón nocturna y abre las puertas del chubasco.
En el cielo del Sur planté jardines de fuego, jardines de
sangre. Sus ramas de coral todavía rozan la frente de los
enamorados. Allá el amor es el encuentro en mitad del espacio de
dos aerolitos y no esa obstinación de piedras frotándose
para arrancarse un beso que chisporrea.

Cada noche es un párpado que no acaban de atravesar las espinas.
Y el día no acaba nunca, no acaba nunca de contarse a si mismo,
roto de monedas de cobre. Estoy cansada de tantas cuentas de piedra
desparramadas en el polvo. Estoy cansada de este solitario tronco.
Dichoso el alacrán madre, que devora a sus hijos. Dichosa la
araña. Dichosa la serpiente, que muda de camisa. Dichosa el agua
que se bebe a sí misma. ¿Cuándo acabarán de
devorarme estas imágenes? ¿Cuándo acabaré
de caer en esos ojos desiertos?

Estoy sola y caída, grano de maíz desprendido de la
mazorca del tiempo. Siémbrame entre los fusilados. Naceré
del ojo del capitán. Lluéveme, asoléame. Mi cuerpo
arado por el tuyo ha de volverse un campo donde se siembra uno y se
cosechan ciento. Espérame al otro lado del año: me
encontrarás como un relámpago tendido a la orilla del
otoño. Toca mis pechos de yerba. Besa mi vientre, piedra de
sacrificios. En mi ombligo el remolino se aquieta: yo soy el centro
fijo que mueve la danza. Arde, cae en mí: soy la fosa de cal
viva que cura los huesos de su pesadumbre. Muere en mis labios. Nace en
mis ojos. De mi cuerpo brotan imágenes: bebe en esas aguas y
recuerda lo que olvidaste al nacer. Soy la herida que no cicatriza, la
pequeña piedra solar: si me rozas, el mundo se incendia.
Toma mi collar de lágrimas. Te espero en ese lado del tiempo en
donde la luz inaugura un reinado dichoso: el pacto de los gemelos
enemigos, del agua que escapa entre los dedos de hielo, petrificado
como un rey en su orgullo. Allí abrirás mi cuerpo en dos,
para leer las letras de tu destino.
Josias Barrios Feb 2014
Ésa fría noche de enero, el viento soplaba y justo cuando el reloj marcaba las nueve y treinta, no sabia que encontraría lo que mas había anhelado en mi vida.
Tu sonrisa, mas brillante que la luna en el firmamento y tus ojos, dos luceros que como estrellas fugazes me guiaron hacia ti.
El instante que vi tu rostro inocente y resplandeciente calmo todas las angustias que cargaba dentro de mi corazón, llenándolo de una intensa satisfacción y un inmenso deseo de besar tus labios rojos con una gran pasión.
En mi gran soledad florece el canto.
Girasol de una luz recién creada,
porque teniendo rota la mirada,
fluía sólo la fuente de mi llanto.

Pero venciendo al ogro del espanto
llegaste tú, tan tierno en la jornada,
que un girasol de luz recién creada
me convirtió la sombra en amaranto.

¡Ah!, secreta dulzura de este verso
en que yo puedo darte el universo
como se da una flor, un pez de oro,

una fugaz centella, un sicomoro,
una lágrima azul, o un esplendente
ruiseñor de cristal resplandeciente.
Yo hago la noche del soldado, el tiempo del hombre sin melancolía ni exterminio, del tipo tirado lejos por el
océano y una ola, y que no sabe que el agua amarga lo ha separado y que envejece, paulatinamente y sin miedo, dedicado a lo
normal de la vida, sin cataclismos, sin ausencias, viviendo dentro de su piel y de su traje, sinceramente oscuro. Así, pues, me veo
con camaradas estúpidos y alegres, que fuman y escupen y horrendamente beben, y que de repente caen, enfermos de muerte. Porque
dónde están la tía, la novia, la suegra, la cuñada del soldado? Tal vez de ostracismo o de malaria mueren,
se ponen fríos, amarillos y emigran a un astro de hielo, a un planeta fresco, a descansar, al fin, entre muchachas y frutas
glaciales, y sus cadáveres, sus pobres cadáveres de fuego, irán custodiados por ángeles alabastrinos a dormir
lejos de la llama y la ceniza.
Por cada día que cae, con su obligación vesperal de sucumbir, paseo, haciendo una guardia innecesaria, y paso entre
mercaderes mahometanos, entre gentes que adoran la vaca y la cobra, paso yo, inadorable y común de rostro. Los meses no son
inalterables, y a veces llueve: cae del calor del cielo una impregnación callada como el sudor, y sobre los grandes
vegetales, sobre el lomo de las bestias feroces, a lo largo de cierto silencio, estas plumas húmedas se entretejen y alargan. Aguas de
la noche, lágrimas del viento monzón, saliva salada caída como la espuma del caballo, y lenta de aumento, pobre de
salpicadura, atónita de vuelo.
Ahora, dónde está esa curiosidad profesional, esa ternura abatida qué sólo con su reposo abría brecha, esa
conciencia resplandeciente cuyo destello me vestía de ultra azul? Voy respirando como hijo hasta el corazón de un
método obligatorio, de una tenaz paciencia física, resultado de alimentos y edad acumulados cada día, despojado de
mi vestuario de venganza y de mi piel de oro. Horas de una sola estación ruedan a mis pies, y un día de formas diurnas y
nocturnas está casi siempre detenido sobre mí.
Entonces, de cuando en cuando, visito muchachas de ojos y caderas jóvenes, seres en cuyo peinado brilla una flor amarilla como el
relámpago. Ellas llevan anillos en cada dedo del pie, y brazaletes, y ajorcas en los tobillos, y además collares de color, collares
que retiro y examino, porque yo quiero sorprenderme ante un cuerpo ininterrumpido y compacto, y no mitigar mi beso. Yo peso con mis brazos
cada nueva estatua, y bebo su remedio vivo con sed masculina y en silencio. Tendido, mirando desde abajo la fugitiva criatura, trepando
por su ser desnudo hasta su sonrisa: gigantesca y triangular hacia arriba, levantada en el aire por dos senos globales, fijos ante mis
ojos como dos lámparas con luz de aceite blanco y dulces energías. Yo me encomiendo a su estrella morena, a su calidez de
piel, e inmóvil bajo mi pecho como un adversario desgraciado, de miembros demasiado espesos y débiles, de ondulación
indefensa: o bien girando sobre sí misma como una rueda pálida, dividida de aspas y dedos, rápida, profunda,
circular, como una estrella en desorden.
Ay, de cada noche que sucede, hay algo de brasa abandonada que se gasta sola, y cae envuelta en ruinas, en medio de cosas funerales. Yo asisto
comúnmente a esos términos, cubierto de armas inútiles, lleno de objeciones destruidas. Guardo la ropa y los
huesos levemente impregnados de esa materia seminocturna: es un polvo temporal que se me va uniendo, y el dios de la substitución vela
a veces a mi lado, respirando tenazmente, levantando la espada.
Hoy te he visto amanecer
tan serenamente espejo,
tan liso de bienestar,
tan acorde con tu techo,
como si estuvieses ya
en tu sumo, en lo perfecto.
A tal azul alcanzaste
que te llenan de aleteos
ángeles equivocados.
Y el cielo,
el que te han puesto los siglos
desde el día que naciste
por cotidiano maestro,
y te da lección de auroras,
de primaveras, de inviernos,
de pájaros -con las sombras
que te presta de sus vuelos-,
al verte tan celestial
es feliz: otra vez sois
inseparables iguales,
como erais a lo primero.

Pero tú nunca te quedas
arrobado en lo que has hecho;
apenas lo hiciste y ya
te vuelves a lo hacedero.
¿No es esta mañana, henchida
de su hermosura, el extremo
de ti mismo, la plenaria
realización de tu sueño?

No. Subido en esta cima
ves otro primor, más lejos:
te llama una mejoría
desde tu posible inmenso.
El más que en el alma tienes
nunca te deja estar quieto,
y te mueves
como la tabla del pecho
hay algo que te lo pide
desde adentro.
Por la piel azul te corren
undosos presentimientos,
las finas plumas del aire
ya te cubren de diseños,
en las puntas de las olas
se te alumbran los intentos.
Ocurrencias son fugaces
las chispas, los cabrilleos.
Curvas, más curvas, se inician,
dibujantes de tu anhelo.
La luz, unidad del alba,
se multiplica en destellos,
lo que fue calma es fervor
de innúmeros espejeos
que sobre la faz del agua
anuncian tu encendimiento.
Una agitación creciente,
un festivo clamoreo
de relumbres, de fulgores
proclaman que estás queriendo;
no era aquella paz la última,
en su regazo algo nuevo
has pensado, más hermoso
y ante la orilla del hombre
ya te preparas a hacerlo.
De una perfección te escapas
alegremente a un proyecto
de más perfección. Las olas
-más, más, más, más,- van diciendo
en la arena, monosílabas,
tu propósito al silencio.

Ya te pones a la obra,
convocas a tus obreros:
acuden desde tu hondura,
descienden del firmamento
-los horizontes los mandan-
a servirte los deseos.
Luces, sombras, son; celajes,
brisas, vientos;
el cristal es, es la espuma
surtidora
por el aire de arabescos,
son fugitivas centellas
rebotando en sus reflejos.
Todo lo que mundo tiene
el día lo va trayendo
y te acarrean las horas
materiales sin estreno.
De las hojas de la orilla
vienen verdes abrileños
y en el seno de las olas
todavía son más tiernos.
Llegan tibias por los ríos
las nieves de los roquedos.
Y hasta detrás de la luz,
voladamente secretos
aguardan, por si los quieres,
escuadrones de luceros.
En el gran taller del gozo
a los espacios abierto,
feliz, de idea en idea,
de cresta en cresta corriendo,
tan blanco como la espuma
trabaja tu pensamiento.
Con estrías de luz haces
maravillosos bosquejos,
deslumbradores rutilan
por el agua tus inventos.
Cada vez tu obra se acerca
ola a ola,
más y más a sus modelos.
¡Qué gozoso es tu quehacer,
qué apariencias de festejo!
Resplandeciente el afán,
alegrísimo el esfuerzo,
la lucha no se te nota.
Velando está en puro juego
ese ardoroso buscar
la plenitud del acierto.
¡El acierto! ¿Vendrá? ¡Sí!
La fe te lo está trayendo
con que tú lo buscas. Sí.
Vendrá cuando al universo
se le aclare la razón
final de tu movimiento:
no moverse, mediodía
sin tarde, la luz en paz,
renuncia del tiempo al tiempo.
La plena consumación
-al amor, igual, igual-
de tanto ardor en sosiego.
Pompas del mármol, negra anatomía
que ultrajan los gusanos sepulcrales,
del triunfo de la muerte los glaciales
símbolos congregó. No los temía.

Temía la otra sombra, la amorosa,
las comunes venturas de la gente;
no lo cegó el metal resplandeciente
ni el mármol sepulcral sino la rosa.

Como del otro lado del espejo
se entregó solitario a su complejo
destino de inventor de pesadillas.

Quizá, del otro lado de la muerte,
siga erigiendo solitario y fuerte
espléndidas y atroces maravillas.
Ariadna Parrales Nov 2017
Aquel día
a la media luz de una habitación
con el sol ocultándose detrás de las cortinas;
con mi espalda contra la cama,
tus manos en mis muñecas,
mis piernas rodeando tu cintura.
Tu cuerpo en el mío.

Aquel día, en aquella cama
entre algarabías de besos y almohadas
encontré tus ojos puestos en los míos
y una historia me contaban
sobre un hombre perdido
por gusto y con gusto,
que no sabía en qué se había metido;
que añoraba algo que no podía tener
e igual lo hizo suyo casi sin querer
y ahora está entre las piernas de esa mujer,
con su expresión desarmada
y el alma transparente
y tan resplandeciente...
En tu mirada me vi reflejada.

Fue entonces cuando noté
de siete billones de personas
vos eras a quien yo deseaba.
De siete billones de personas
vos eras a quien yo anhelaba
y en tu mirada y risa me perdía.
De siete billones de personas
vos eras a quien yo quería.
Y tal vez
no sos el amor de mi vida.
Pero eso no importa,
sos el amor de mi ahora.
21/10/17. It's been forever since I wrote poetry at all, let alone poetry in Spanish, but I loved how this turned out and it means so much to me. To the person who inspired this: I love you, more than you'll ever know. I might try to translate this to English to get more attention to it, but for now, I'm happy this is my comeback :)
En breve cárcel traigo aprisionado,
Con toda su familia de oro ardiente,
El cerco de la luz resplandeciente,
Y grande imperio del Amor cerrado.
Traigo el campo que pacen estrellado
Las Fieras altas de la piel luciente;
Y a escondidas del Cielo y del Oriente,
Día de luz y parto mejorado.
Traigo todas las Indias en mi mano,
Perlas que en un diamante por rubíes,
Pronuncian con desdén sonoro hielo,
Y razonan tal vez fuego tirano
Relámpagos de risa carmesíes,
Auroras, gala y presunción del Cielo.
Por la sierra, una tarde, pasaba el Campeador.
El sol despertaba su flamígera flor,
y bruñía la púrpura de su esplendor postrero
en la resplandeciente coraza del guerrero.

El oro lo cubría de la frente a los pies:
su escarcela era de oro, y era de oro su arnés,
y un rubí granadino de adorno en la visera,
resplancedía menos que su mirada fiera.
Soberbiamente erguido con marcial bizarría,
no encontrando adversarios ¡con el Sol se batía!

Los pastores en lo alto de las altas montañas,
al ver pasar al héroe de las rudas hazañas
envuelto en su leyenda de osadía y estrago,
entre sí murmuraban: "Es el Cid, o es Santiago".
Pues con el fanatismo que infunde la victoria
unían los dos nombres en una misma gloria.

Así, lento, magnífico, arrogante y severo,
iba por los caminos el radiante viajero,
cuando oyó que del fondo de un barranco surgía
la ronca y débil súplica de una voz de agonía.
Y allí, tendido en tierra, vio un monstruo repugnante
de agarrotadas manos y roído semblante:
Un leproso.
                  De súbito, el corcel de Rodrigo
se encabritó: Tan sórdido y horrible era el mendigo,
que temió el noble bruto contaminar sus cascos
con rozar solamente aquel montón de ascos.

Con un gesto magnánino, el guerrero español,
inclinado su bélico penacho tornasol,
le ofrece al miserable todo lo que le queda:
una moneda de oro y un ademán de seda.

Y entonces, al llameante resplandor del ocaso,
con incrédulos ojos y vacilante paso,
aquella gusanera viviente se incorpora,
y cae de rodillas pesadamente, y llora....

Allí, en aquel oscuro recodo del camino,
lo maldijo una anciana, lo apedreó un campesino,
le fue negada el agua, le fue negado el pan,
y soportó en silencio la injuria y el desmán;
y ahora un caballero de luciente armadura
caritativamente consuela su amargura
sin temer el contagio de su inmunda dolencia,
y le ofrece a sus llagas una flor de clemencia.
Y el monstruo, en un impulso brutalmente sincero,
posa sus labios pútridos sobre el guante de acero.

El paladín lo mira sin desdén, sin temor,
sin cólera: ¡Por algo es el Cid Campeador!

Inmóvil y benigno en su dádiva inmensa,
el gran Rodrigo Díaz de Vivar algo piensa:
¿Qué sentimientos laten bajo su coraza?

De repente, con suave firmeza, lo rechaza;
contempla largamente aquel escombro humano,
se arranca el guantelete... ¡y le tiende la mano!
La tribu de Guatavita,
En homenaje a las aguas
Se apresta el rito sagrado
A celebrar.
Ya sus danzas
Las bellas hijas de nobles
Van ensayando con planta
Ligera, al són de cantares,
De chirimías y flautas.

Limpia tiende la laguna
Su cristal. En la comarca
Todo se anima en espera
Del gran día. Flores cándidas,
Rojas y amarillas, abren
Sus corolas en las ramas;
Y de los campos vecinos
Van trayendo leves auras
El rumor de los maizales,
Donde aves pían y cantan.
Parece que en Guatavita
Al júbilo de las almas
La alegría esplendorosa
Del verano se juntara.

Desde distantes bohíos
Van llegando alborozadas
Tribus amigas.
De polvo
De oro cubierto, en mañana
Resplandeciente, el cacique
De Guatavita, y en andas,
Por caciques conducido,
Se hundirá en las ondas claras
De la laguna, en el día
De la fiesta de las aguas.

Mensajeros han llegado
De Muequetá, y hay alarma:
Entre el gozo de las tribus
Vienen con la nueva infausta
De que guerreros extraños
Que rayos del sol disparan
Pusieron al Zipa en fuga
Y por la llanura avanzan.

¿De dónde vienen? -«Del cielo»,
Unos aterrados narran;
Otros que del Río Grande,
Desde remotas comarcas;
Que son monstruos nunca vistos,
Que rayos de muerte lanzan,
Que los «cercados» derriban
Con desconocidas armas;
Que cerrados pelotones
Con flechas no los atajan;
Que delante de ellos huyen
Los muiscas en desbandada;
Y que «Sué» como castigo
Por viejas culpas los manda.
No son flechas las que traen,
Vienen cubiertos de láminas,
Y cuando quieren el Cielo
Truena, y desde lejos matan,
Como el resplandor que alumbra
De repente en las borrascas.


Sobre prados y colinas,
Azul brilla la mañana.
Y el desfile, al són de música
Hacia la laguna marcha.
Al frente se ven los nobles;
Después las vírgenes danzan,
Y en silla de oro el Cacique,
Entre la turba postrada
Que le va lanzando flores
Los ojos en alto, pasa.
Su cuerpo de oro cubierto
Y todo desnudo, es ascua
Ante la luz de la aurora,
Blanca, azul y roja y gualda.

Todos llegan a la orilla.
El agua fulgura mansa.
El himno sagrado suena;
Y al momento en que se alza
El sol, en diáfano cielo,
El cacique en pie, en las andas,
Y la tribu en gran silencio,
A las claras ondas salta...
¡Y es remolino de oro
Y de fulgores el agua!

Otra vez gritos y músicas
Se oyen. Y oro y esmeraldas.

A las aguas van cayendo
Entre ruidosa algazara,
Y entre rumores de frondas,
Cantos y batir de alas!...

Todo es júbilo. De pronto
En la colina cercana
Son estridente resuena;
Espadas brillan y lanzas,
Y relinchos de los monstruos
Vienen desde la distancia.
Los guerreros más se acercan...
Ya de los collados bajan...
Un estampido de truenos
Hace vibrar la montaña...
¡Y la raza guatavita
Es de españoles vasalla!


De un ídolo todo de oro
Que se lanzaba a las aguas
Corre pronto la leyenda
Aquí y en tierras extrañas;
Y «El Dorado» desde entonces
Fue ilusión radiosa y mágica.
Mas después ya no era ídolo,
En remota lontananza...
Era campo inmenso de oro,
Visión de todas las almas.
Y tras ella los hispanos
Cruzaron selvas, montañas,
Ríos, desiertos, llanuras
Y mortíferas comarcas;
Y así fueron ensanchando
El poderío de España,
Y un nuevo mundo en la tierra
Abriendo a la raza humana.
Alta en el alba se alza la severa
faz de metal y melancolía.
Un perro se desliza por la acera.
Ya no es de noche y no es aún de día.

Suárez mira su pueblo y la llanura
ulterior, las estancias, los potreros,
los rumbos que fatigan los reseros,
el paciente planeta que perdura.

Detrás del simulacro te adivino,
oh joven capitán que fuiste el dueño
de esa batalla que torció el destino:

Junín, resplandeciente como un sueño.
En un confín del vasto Sur persiste
esa alta cosa, vagamente triste.
Ben Adhem (que su tribu florezca eternamente!)
Dormía, cuando un hálido vino a rozar su frente,
y despertó.

Su alcoba brillaba con un rayo
de la luna; brisa de la noche de Mayo
traía de los valles el olor de las flores,
y un ángel vio, las sienes ceñidas de fulgores,
que en un libro escribía.

Ben Adhem, con rudeza,
dijo el ángel: «¿Qué escribes?».
Levantó la cabeza
la visión, y en acento de indecible dulzura
que llegó a sus oídos como voz de la altura,
«Los nombres de los que aman al Señor», le responde.

Y con acento trémulo, que la ansiedad esconde,
Velado por las lágrimas, al ángel preguntó:
«¿Has escrito mi nombre?»
Y el ángel dijo: «¡No!»
Ben Adhem habló entonces con voces suplicantes:
«Pon mi nombre como uno que ama a sus semejantes».
Un nombre escribió el ángel.

                                      A la noche siguiente
volvió a la alcoba, en medio de luz resplandeciente,
y le mostró las páginas en donde están escritos
los escogidos nombres, por el Señor benditos.

Ben Adhem, de rodillas, cayó ante el mensajero,
porque vio que su nombre llenaba el libro entero.
Jason Cheney Apr 2021
Cuando se me va el sueño
Busco sabiduría del cielo
Para mostrarme el camino
Hacia este mundo venidero

Está vida no es fácil
Hay tanta prueba bien difícil
La alegría constante es muy frágil
Y la armonía en el alma no se puede ver con el cristal

La vida se pinta según la mano del pintor
Un papel puesto sobre el caballete
Hay momentos de resplandor
Hay momentos de no encontrar soledad ni paz resplandeciente

Hay tanta tristeza en mi corazón,
Que siempre abunda, sin ningún querer
Porque no encuentro mi verdadera razón
Busco y busco por la mano del Señor
Para que me ayuda a pintar
Esta escena que a veces está borrosa para discernir

Hay tanta falta de paz y alegría
Pero cuando la encuentro, mi semblante y alma sonríe
Tal vez sí he encontrado la solución de mi soledad
Porque está solución se encuentra en la comunidad

La sonrisa de una amiga o de un amigo,
Un chiste o simplemente un buen comentario
Me hace sentir más tranquilo
Mi paz y felicidad es eterno
Al fin quebranta mi alma en alabanzas al Señor sempiterno

¡Que tan grande eres!
¡Que tan grande eres!

Sí, encontré mi razón para estar aquí en este mundo
No ando completamente solo!
Mi razón al caminar en este mundo
Sí, mi propósito y mayor requisito
Es de tenerte siempre, mi querido(a) amigo(a), sí tú, aquí a mi lado.

Escrito por Jason Cheney en Febrero 2020
Enorme y sólida
                                pero oscilante,
golpeada por el viento
                                          pero encadenada,
rumor de un millón de hojas
contra mi ventana.
                                    Motín de árboles,
oleaje de sonidos verdinegros.
                                                       
La arboleda,
quieta de pronto,
                                es un tejido de ramas y frondas.
Hay claros llameantes.
                                        Caída en esas redes
se revuelve,
           
          respira
una materia violenta y resplandeciente,
un animal iracundo y rápido,
cuerpo de lumbre entre las hojas:
                                                          el día.
A la izquierda del macizo,
                                                más idea que color,
poco cielo y muchas nubes,
                                                  el azuleo de una cuenca
rodeada de peñones en demolición,
                                                              arena precipitada
en el embudo de la arboleda.
                                                    En la región central
gruesas gotas de tinta
                                      esparcidas
sobre un papel que el poniente inflama,
***** casi enteramente allá,
                                                en el extremo sudeste,
donde se derrumba el horizonte.
                                                          La enramada,
vuelta cobre, relumbra.
                                          Tres mirlos
atraviesan la hoguera y reaparecen
                                                           
ilesos,
en una zona vacía: ni luz ni sombra.
                                                          Nubes
en marcha hacia su disolución.

Encienden luces en las casas.
El cielo se acumula en la ventana.
                                                          El patio,
encerrado en sus cuatro muros,
                                                  se aísla más y
más.
Así perfecciona su realidad.
                                              El bote de basura,
la maceta sin planta,
                                  ya no son,
sobre el opaco cemento,
                                        sino sacos de sombras.
Sobre sí mismo
                                el espacio
se cierra
          Poco a poco se petrifican los nombres.
Cuerpo de claridad que nada empaña.

Todo es materia de cristal radiante,
a través de ese sol que te acompaña,
que te lleva por dentro hacia adelante.

Carne de limpidez enardecida,
hueso más transparente si más hondo,
piel hacia el sur del fuego dirigida.

Sangre resplandeciente desde el fondo.

Cuerpo diurno, día sobrehumano,
fruto del cegador acoplamiento,
de una áurea madrugada del verano
con el más inflamado firmamento.

Ígnea ascensión, sangrienta hacia los montes,
agua sólida y ágil hacia el día,
diáfano barro lleno de horizontes,
coronación astral de la alegría.

Cuerpo como un solsticio de arcos plenos,
bóveda plena, plenas llamaradas.

Todos los cuerpos fulgen más morenos
bajo el cenit de todas tus miradas.

Cuerpo de polen férvido y dorado,
flexible y rumoroso, tuyo y mío.

De la noche final me has enlutado,
del amor, del cabello más sombrío.

Ilumina el abismo donde lloro
por la consumación de las espumas.

Fúndete con la sombra que atesoro
hasta que en la transparencia te consumas.
Tuvo unas barbas húmedas, marinas,
y pálida y desnuda era la frente.
Adorador del fuego del poniente
entre las piedras de las propias ruinas...

Viajero en alas de las golondrinas
se desnudó a la luz resplandeciente.
Desnudo -nuevamente adolescente-
con el dolor jugó a las cuatro esquinas.

La carne está en su ocaso. Queda el gesto.
Es la luz su mejor libro de texto
y reza, rosa a rosa, su rosario.

Ama las horas porque borran huellas
en la serenidad, y en las estrellas
estudia su futuro itinerario.
Yo me lancé a la vida,
audaz, desnudo,
apretada una rosa
en cada puño.
Y no he hecho nada,
aquí estoy sentadito
a la ventana.

He sido siempre el hombre
de última hora,
el que pierde ocasiones
y el que llora.
Soy el que corre
por andenes vacíos
el postrer coche.

Yo era como una hoguera
resplandeciente,
danza de llamas blancas,
rojas y verdes.
Ahora soy humo,
una antorcha caída
al pie de un muro.

— The End —