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En la playa sonora
De auras primaverales,
De las ondas azules del Sorrento
Mueren bajo frondosos naranjales,
Junto al seto, a la vera del camino,
Hay una tosca piedra,
Que mira indiferente el peregrino.
En ella oculta el alelí frondoso
Un nombre que jamás repite el eco.
Sólo a veces, si en busca de reposo
Errante pasajero se detiene,
Al ver el epitafio entre las hojas,
Ante la luz del moribundo día,
Mientras copiosas lágrimas derrama,
-«¡Diez y seis años!», suspirando clama;
«De morir no era tiempo todavía».
Mas, ¿a qué recordar esas escenas?
Dejad que gima el viento
y que murmuren las azules olas.
Yo no quiero llorar en mi aislamiento;
Quiero soñar con mi dolor a solas.

«¡Diez y seis años! ¡Sí, diez y seis
años!»
Torna a decir el pasajero. Y nunca
En una frente más encantadora
Esa edad fulguró; ni otras pupilas
Más hermosas el brillo reflejaron
De esas playas ardientes e intranquilas.
Hoy en vano la llamo:
¡Sólo el alma responde a mi reclamo!
Pero la siento en mí, y a verla vuelvo;
La vuelvo a ver como en felices días,
De puras e inocentes alegrías,
Cuando fijos en mí los negros ojos,
Cual astros en ignota lontananza,
Me hablaba de su amor entre sonrojos,
Y yo, de mi pasión y mi esperanza.
Bien me acuerdo: ondulaban sus cabellos
Del aura al soplo acompasado y blando;
En torno el viento aromas derramaba;
Del trasparente velo se pintaba
La sombra en su mejilla,
y distintos se oían los cantares

Del pescador en la desierta orilla.
y de pronto mostrándome la luna,
Flor de la noche bruna,
y las espumas de la mar, me dijo:
-«¿Por qué llena de luz el alma siento?
Jamás el firmamento
Donde la estrella del amor nos mira;
Jamás esas arenas donde vienen
Las olas a morir; esas enhiestas
Montañas cuyas crestas
Tiemblan entre los cielos, y los bosques
En torno a la ensenada;
Las luces de la costa abandonada
y del nocturno pescador el canto
Halagaron cual hoy mi fantasía...
¡Nunca infundieron en el alma mía
Este que siento, celestial encanto!
»¿No volveré a soñar cual sueño ahora
En embriagante calma?
¿Es que en los cielos asomó la aurora
O es que una estrella se encendió en mi alma?
Hijo de la mañana, ¿son las noches
De tu país tan bellas
Como esta que a mi lado estás mirando
Tachonada de fúlgidas estrellas?»
Luego la virgen se acercó a la madre
Que la escuchaba cerca del ribazo,
Le dio un beso en la frente,
y quedose dormida en su regazo.

Mas, ¿a qué recordar esas escenas?
Dejad que gima el viento
y que murmuren las azules olas.
Yo no quiero llorar en mi aislamiento;
¡Quiero soñar con mi dolor a solas!
¡Cuánto candor en su mirada! ¡Cuánta
Inocencia en sus labios seductores!
¡Quién no hubiera creído en ese instante
Ver concentrados en su alma virgen
Del cielo de su patria los fulgores!
El bello lago de Nemí, que nunca
Un soplo arruga, es menos trasparente;
Jamás pudo ocultar sus pensamientos;
Sus ojos, de su espíritu trasunto,
Los revelaban sin quererlo al punto.
Todo jugaba en ella; y la sonrisa,
Que es con los años contracción de duelo,
Siempre brillaba en sus carmíneos labios
Como arco-iris en radiante cielo.
Ninguna sombra oscureció su rostro;
y si libre los campos recorría,
Cual suelta mariposa,
Una límpida ola parecía
Coronada de luz esplendorosa.
Corría por correr, y su armoniosa
y halagadora voz, arpegio tierno
De su alma pura, que era un canto eterno,
Alegraba hasta al aura rumorosa.

Fue la primer imagen
Que se imprimió en su corazón la mía,
Como la luz en los dormidos ojos
Que se abren con el día.
Desde que amó, fue amor el Universo;
Confundió mi existencia,
Mi existencia entre lágrimas y abrojos,
Con su vida de paz y de inocencia;
Palpitó con mi alma, y formé parte
Del mundo que flotaba ante sus ojos,
De todos sus anhelos,
De la efímera dicha de la tierra
y la eterna esperanza de los cielos.
No pensaba ni en tiempo ni en distancia,
Ni existía el pasado en su memoria,
Pues para ella la vida era el presente.
Todo su porvenir fueron las tardes
De aquellos días de celeste gloria.
Entregó a la Natura
Su corazón, sin sombra de pecado,
y a la plegaria pura
Que de su huerto con las blancas flores
Iba a esparcir en el altar amado.
y de la mano, como niño humilde,
Me conducía al templo de la aldea,
y de rodillas me decía quedo:
«¡Reza conmigo! ¡Sin tu amor, bien mío,
El cielo mismo comprender no puedo!»

¿No veis el agua azul y trasparente
Al abrigo del aura vagabunda
y del sol encendido,
En el estanque de la clara fuente?
En él un blanco cisne
Nada, de su hermosura haciendo alarde,
y oculta el cuello en el cristal bruñido
Donde tiembla la estrella de la tarde.
Pero si a nuevas fuentes alza el vuelo,
La clara linfa con el ala azota
y extinta queda la visión del cielo.
y con las plumas que dejó deshechas,
Como arrancadas por astuto buitre,
y con la arena que del fondo brota,
El estanque, antes puro,
Que las estrellas reflejaba en calma,
Queda revuelto al fin, triste y oscuro.
Así, cuando partí, todo en su alma
Lo revolvió el dolor; su luz muriente
Huyose al cielo a no volver; y cuando
Vio, sola y afligida,
Su más bella ilusión desvanecida,
Se despidió del porvenir, que goces
No le ofrecía en su abandono aciago;
No disputó su vida al sufrimiento,
Alzó la copa del dolor tranquila
y la apuró de un trago,
En tanto que en su lágrima primera
Ahogaba el corazón; y como el ave

Cuando el sol en los mares se sepulta,
Para dormir oculta
La cabeza en el ala entumecida,
Se envolvió en su tristeza abrumadora,
y se durmió también... pero en la aurora,
En la risueña aurora de su vida.
Mas,  ¿a qué recordar esas escenas?
Dejad que gima el viento
y que murmuren las azules olas,
Yo no quiero llorar en mi aislamiento,
¡Quiero soñar con mi dolor a solas!
En su lecho de tierra ya ha dormido
Muchos años, y nadie
Quizá a llorar a su sepulcro ha ido,
y tal vez en la senda
Que a su postrer asilo conducía.
Se encontrará extendido
El segundo sudario de los muertos,
El implacable olvido.
Nadie esa piedra ya medio borrada
Con una flor visita;
Nadie solloza allá, nadie medita.
Sólo mi pensamiento en esa tumba
Ruega contrito, si remonto el vuelo
De este bullicio, donde sufre el alma,
A otra región de amor, de luz y calma,
y al corazón demando esas queridas

Prendas que ya no existen, y columbro
En las sombras calladas
Sus luminosas huellas,
y lloro tantas fúlgidas estrellas
En mi nublado cielo ya apagadas.
La primera ella fue, mas el divino
y dulce resplandor que en torno vierte
Aun alumbra mi lóbrego camino,
De errante peregrino,
De errante peregrino hacia la muerte.
Un espinoso arbusto
De pálida verdura
Crece junto a su humilde sepultura;
Por el sol calcinado
y por los vientos de la mar batido,
Vive en la roca, sin prestarle sombra,
Como un pesar en corazón herido.
El polvo de la ruta
Blanqueó su follaje, y a la tierra
Baja a servir de pasto
A la cabra montés. Como de nieve
Limpio copo, al nacer la primavera,
Brota en él una flor; mas, ¡ay!, en breve,
Antes de dar al aura lisonjera
Su aroma regalado,
La arranca de su tallo el viento airado,
Cual la vida apagada por la muerte
Antes que al corazón haya halagado

Un ave solitaria el vuelo posa
Sobre una rama que se dobla, y canta
Con voz entristecida,
Cuando cae la tarde silenciosa.
¡Oh, dime, flor marchita sobre el lodo,
Flor que tan pronto marchitó la vida!,
¿No hay otra vida en que renace todo?
Volved a mi memoria,
Tristes recuerdos de esa triste historia;
Volved, recuerdos de mi amor primero,
A traer a mi espíritu la calma.
Ve, pensamiento, a donde va mi alma...
¡Mi corazón rebosa, y llorar quiero!
Michael Farrel ardía con un ardor puro como la luz.
Sus manos enseñaban a amar los lirios
y sus sienes a desear el oro de las estrellas.
En sus ojos bullían trémulas luces oceánicas.
Sus formas eran el himno de castidad de la arcilla,
suave y fragante y musical.
Bajo sus bucles rubios, undosos y profusos,
parecían temblar las alas de un ángel.

Emiliano Atehortúa era muy sencillo
y traía una infantilidad inagotable.
Su adolescencia láctea, meliflua y floreal,
fluía por las escarpas de mi madurez
como fluye por el cielo la leche del alba.
Cuando le vi en el vano ejercicio de la vida
me pareció que me envolvía el rumor de una selva
y me inundó el corazón la virtud musical de las aguas.
Hay almas tan melódicas como si fueran ríos
o bosques en las orillas de los ríos!

Guillermo Valderrama era indolente y apasionado.
Como un licor de bajo precio,
la vida le produjo una embriaguez innoble.
Sus formas pregonaban el triunfo de una estirpe.
Había en su voz un glú-glú redentor
y su amante le llamó una vez
"el Príncipe de las hablas de agua".

Leonel Robledo era muy tímido
bajo una apariencia llena de majestad.
En el recóndito espejo de su ternura
se le reflejaba la imagen de una mujer.
Toda su fuerza era para el ensueño y la evocación.
Le vi llorar una vez por males de ausencia
y me dije: hay una tempestad en una gota de rocío,
y, sin embargo, no se conmueven los luceros...

Stello Ialadaki era armonioso, rosáceo, azulino,
como los mares de Grecia, como las islas que ellos ciñen.
Efundía del mundo algo irreal, risueño, fantástico.
Se le veía como marchando de las playas de ensueño
que rozaron las quillas de Simbad el Marino,
hacia las vagas latitudes
por donde erró Sir John de Mandeville.
Cuando le conocí tuve antojo de releer la Odisea,
y por la noche soñé en el misterio de las espigas.
¡Evanaam! ¡Evanaam!

Juan Rafael Agudelo era fuerte. Su fuerza trascendía
como los roncos ecos del monte a los pinos.
Alma laboriosa, la soledad era su ambiente necesario.
Sus ilusiones fructificaban como una floresta
oculta por los tules del "todavía-no".
Sus palabras revelaban la fuerza de la realidad,
y sus actos tenían la sencillez de un gajo de roble.
Leydis Jun 2017
No me veía
era todo oscuro en mi vida.
La vida de mi se reía
era tan sombría mi aura,
que la misma muerte, me dio la espalda.

No me veía,
la noche de mí…el *****, quería que le regresara.
La misma tristeza,
reflejaba más regocijo, que mis pupilas quemadas.

No me recordaba,
fragmentos de pensamientos de una vida lejana a veces tenia.
Mas no figuraba, si esa vida fue mía,
o lo había leído en algún cuentos de hadas.

Me desvanecía,
como desvanece el sol en el crepúsculo,
como desvanece la pureza de una señorita,
como desvanece la juventud día tras día.

Un día, me canse de que la noche me reclamara,
y su color ***** le devolví con rabia.
Tome prestado el gris de un día nublado,
y así, por mucho tiempo viví en mi cuarto!
Me toco devolverle el gris a las nubes,
ya no sabía qué color pedir prestado
y
transluciente como el aire,
invisible para el mundo,
para mí,
por un tiempo viví.

No me veía,
la vida de mi se reía.
No había color en el universo que se reflejara a mí.

Más un día cualquier y común,
vi un color que quería parecerse a mí,
asomarse en las orillas de mis enlutecidos ojos.
Despolve mis dentro con aguas saladas,
use una hoja color carmín que en el piso estaba,
había un olor extraño en mi llanto
más en ese aroma me perdí.

El polvo comenzó a esparcirse en el aire,
mis pies en mucho tiempo.....los vi,
todavía estaba el resto del cuerpo trasluciente,
mas vi un color que se parecía a mí.

No era la vida que imaginaba
pero poquito a poquito,
sane mis adentros,
y
   ¡por fin me vi!

Ahora soy yo………………….. quien se ríe  de la vida.

LeydisProse
6/16/2017
https://www.facebook.com/LeydisProse/about/
Alberto, un señor de 67 años, oriundo de la ciudad de Mendoza, exjefe de una pequeña vinoteca, vivía solo tras la pérdida de su esposa en un accidente de tránsito.

Era un hombre generalmente tranquilo, aunque muy inestable, con problemas de salud como taquicardia, sudoración y temblores. A menudo sentía un malestar innegable, algo constante que no lo dejaba estar en paz, pero luchaba por mantener la cordura.

Paseaba las calles y plazas de su ciudad murmurando "Dicen que el tiempo cura, pero nadie te dice cómo se vive sin la mitad de tu alma". Siempre llevaba consigo un reloj de bolsillo, regalo de María, su difunta esposa. No lo llevaba para ver la hora, sino como un recuerdo de su mujer.

Un día fue a visitar a Miguel, un excompañero suyo. Encendió el motor de su Ford Falcon amarillo modelo '81, después de mucho tiempo sin uso y se dirigió a un pueblo a las afueras de la ciudad. La tarde había quedado atrás. La oscuridad había empezado a caer. Pocas luces. Mucha niebla. Ver a distancia era casi imposible.

Durante el viaje, llorando, recordaba a María mientras sonaba Spinetta en la radio, el que solían escuchar juntos.

"Y si acaso no brillara el sol,
y quedara yo atrapado aquí,
no vería la razón,
de seguir viviendo sin tu amor.
Y hoy enloquecido vuelvo,
buscando tu querer,
no queda más que viento".
coreaba entre lágrimas.

Revisando el maletero, buscaba algo, sin saber qué. Encontró una foto de ellos dos junto al mar, pero sus rostros se diluían, como si fueran arrastrados marea adentro. El corazón le latió fuerte. Tanto, que empezó a sentir un dolor agudo en el pecho.

En un momento, se encontró con un camión que venía perdiendo el control, giró el volante y se tiró al costado. Desconcertado y sin ver nada, terminó conduciendo derecho hacia un abismo. Pisó el freno a último momento, pero el auto se arrastró sobre el barro y quedó colgando del borde. Terminó rompiendo el parabrisas, que reflejaba algo ya extinto. Cristales por todos lados, como si hubiera dañado su espejo.

En su mano, el artefacto intacto, funcionaba mejor que nunca. Buscaba a María, atrapada en las agujas de su reloj. Uno que ya no medía el paso del tiempo, sino que repetía lo perdido en laberintos de ausencia.
Todavía marca la hora.
Los minutos.
Los segundos.

7:10 a.m.

La visión se quebró.
Dejando eternos e infinitos fragmentos.
Alberto no murió físicamente. Murió por dentro. La pérdida lo dejó atrapado en un bucle emocional que gira una y otra vez en torno a las 7:10 a.m. Hora en la que su alma se quebró. El reloj, es símbolo de ese instante eterno. Aunque el mundo siga, él quedó detenido en el tiempo del dolor.

— The End —