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Mila Berlioz Mar 2017
En éstas tardes de marzo,
Cuento para atrás para dormirme.
Nada funciona, éste frágil corazón
No aguanta más.

En estás tardes lluviosas de Marzo,
Escucho tu voz en todos lados.
Siento tu pulso en mis venas,
Siento tu calor en mi piel.

¿Por qué no estás acá?
¿Por qué perdí valor para ti?
¿Adónde te metiste?

El frío, la lluvia, todo hace sentido.
Todo apunta a que lo nuestro ha terminado. Todo apunta a que no me esperaste.

Eres mi lagaña, porque cada vez que me levanto eres lo primero que siento. Eres de esas lagañas que no se quitan tan fácilmente. Esa lagaña que se queda en tu ojo y que duele quitarla.

En éstas tardes de marzo, eres en lo único que pienso.
trigger, strong language

Soy un puñal
certero al corazón
de la construcción social

I am a ******
flaming ******
***… (repeat after me…)
fagggggg
faaaaaggggggg:
soy una fogata
I am fire and heat
I raise from the ashes
of hundreds of years
of silence, love and tears

soy joto, maricon, rarito
I am queer
poderoso, vulnerable
soy “bonito”
soy pajaro, pato, ****
I can fly, i’ve got wings tu sabes
don’t **** with me
soy astuto
soy perra
soy una fiera
mi cuerpo
cruza fronteras
como si fuera coyote
as if I was a pollera

soy de la mano caída
mi mano apunta a la tierra
por que soy fuerza divina

I am multiplicity
survivor, resister
soy grande
como mi madre, como mi abuela
I am all powerful, sublime
if I wasn’t
why would you feel so threaten
at the mere sight of my eyes…
La tigre de Bengala
con su lustrosa piel manchada a trechos,
está alegre y gentil, está de gala.
Salta de los repechos
de un ribazo, al tupido
carrizal de un bambú; luego a la roca
que se yergue a la entrada de su gruta.
Allí lanza un rugido,
se agita como loca
y eriza de placer su piel hirsuta.
La fiera virgen ama.
Es el mes del ardor. Parece el suelo
rescoldo; y en el cielo
el sol inmensa llama.
Por el ramaje oscuro
salta huyendo el kanguro.
El boa se infla, duerme, se calienta
a la tórrida lumbre;
el pájaro se sienta
a reposar sobre la verde cumbre.
Siéntense vahos de horno:
y la selva indiana
en alas del bochorno,
lanza, bajo el sereno
cielo, un soplo de sí.  La tigre ufana
respira a pulmón lleno,
y al verse hermosa, altiva, soberana,
le late el corazón, se le hincha el seno.
Contempla su gran zarpa, en ella la uña
de marfil; luego toca,
el filo de una roca,
y prueba y lo rasguña.
Mírase luego el flanco
que azota con el rabo puntiagudo
de color ***** y blanco,
y móvil y felpudo;
luego el vientre. En seguida
abre las anchas fauces, altanera
como reina que exige vasallaje;
después husmea, busca, va. La fiera
exhala algo a manera
de un suspiro salvaje.
Un rugido callado
escuchó. Con presteza
volvió la vista de uno a otro lado.
Y chispeó su ojo verde y dilatado
cuando miró de un tigre la cabeza
surgir sobre la cima de un collado.
El tigre se acercaba.
                                     
Era muy bello.
Gigantesca la talla, el pelo fino,
apretado el ijar, robusto el cuello,
era un don Juan felino
en el bosque. Anda a trancos
callados; ve a la tigre inquieta, sola,
y le muestra los blancos
dientes; y luego arbola
con donaire la cola.
Al caminar se vía
su cuerpo ondear, con garbo y bizarría.
Se miraban los músculos hinchados
debajo de la piel.  Y se diría
ser aquella alimaña
un rudo gladiador de la montaña.
Los pelos erizados
del labio relamía. Cuando andaba,
con su peso chafaba
la yerba verde y muelle,
y el ruido de su aliento semejaba
el resollar de un fuelle.
Él es, él es el rey. Cetro de oro
no, sino la ancha garra,
que se hinca recia en el testuz del toro
y las carnes desgarra.
La negra águila enorme, de pupilas
de fuego y corvo pico relumbrante,
tiene a Aquilón: las hondas y tranquilas
aguas, el gran caimán; el elefante,
la cañada y la estepa;
la víbora, los juncos por do trepa;
y su caliente nido,
del árbol suspendido,
el ave dulce y tierna
que ama la primer luz.
                                     
Él la caverna.
No envidia al león la crin, ni al potro rudo
el casco, ni al membrudo
hipopótamo el lomo corpulento,
quien bajo los ramajes de copudo
baobab, ruge al viento.
Así va el orgulloso, llega, halaga;
corresponde la tigre que le espera,
y con caricias las caricias paga,
en su salvaje ardor, la carnicera.
Después, el misterioso
tacto, las impulsivas
fuerzas que arrastran con poder pasmoso;
y, ¡oh gran Pan! el idilio monstruoso
bajo las vastas selvas primitivas.
No el de las musas de las blandas horas
suaves, expresivas,
en las rientes auroras
y las azules noches pensativas;
sino el que todo enciende, anima, exalta,
polen, savia, calor, nervio, corteza,
y en torrentes de vida brota y salta
del seno de la gran Naturaleza.
El príncipe de Gales va de caza
por bosques y por cerros,
con su gran servidumbre y con sus perros
de la más fina raza.
Acallando el  tropel  de  los  vasallos,
deteniendo traíllas  y caballos,
con la mirada inquieta,
contempla a los dos tigres, de la gruta
a la entrada. Requiere la escopeta,
y avanza, y no se inmuta.
Las fieras se acarician.  No han oído
tropel de cazadores.
A esos terribles seres,
embriagados de amores,
con cadenas de flores
se les hubiera uncido
a la nevada concha de Citeres
o al carro de Cupido.
El príncipe atrevido,
adelanta, se acerca, ya se para;
ya apunta y cierra un ojo; ya dispara;
ya del arma el estruendo
por el espeso bosque ha resonado.
El tigre sale huyendo,
y la hembra queda, el vientre desgarrado.
¡Oh, va a morir!... Pero antes, débil, yerta,
chorreando sangre por la herida abierta,
con ojo dolorido
miró a aquel cazador, lanzó un gemido
como un ¡ay! de mujer... y cayó muerta.
Aquel macho que huyó, bravo y zahareño
a los rayos ardientes
del sol, en su cubil después dormía.
Entonces tuvo un sueño:
que enterraba las garras y los dientes
en vientres sonrosados
y pechos de mujer; y que engullía
por postres delicados
de comidas y cenas,
como tigre goloso entre golosos,
unas cuantas docenas
de niño tiernos, rubios y sabrosos.
Cuando llueve y reviso mis papeles, y acabo
tirando todo al fuego: poemas incompletos,
pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,
fotografías, besos guardados en un libro,
renuncio al peso muerto de mi terco pasado,
soy fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego,
y así atizo las llamas, y salto la fogata,
y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
¿no es la felicidad lo que me exalta?

Cuando salgo a la calle silbando alegremente
-el pitillo en los labios, el alma disponible-
y les hablo a los niños o me voy con las nubes,
mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando,
las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos
desnudos y morenos, sus ojos asombrados,
y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,
salpican la alegría que así tiembla reciente,
¿no es la felicidad lo que se siente?

Cuando llega un amigo, la casa está vacía,
pero mi amada saca jamón, anchoas, queso,
aceitunas, percebes, dos botellas de blanco,
y yo asisto al milagro -sé que todo es fiado-,
y no quiero pensar si podremos pagarlo;
y cuando sin medida bebemos y charlamos,
y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos,
y lo somos quizá burlando así la muerte,
¿no es la felicidad lo que trasciende?

Cuando me he despertado, permanezco tendido
con el balcón abierto. Y amanece: las aves
trinan su algarabía pagana lindamente:
y debo levantarme pero no me levanto;
y veo, boca arriba, reflejada en el techo
la ondulación del mar y el iris de su nácar,
y sigo allí tendido, y nada importa nada,
¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
¿No es la felicidad lo que amanece?

Cuando voy al mercado, miro los abridores
y, apretando los dientes, las redondas cerezas,
los higos rezumantes, las ciruelas caídas
del árbol de la vida, con pecado sin duda
pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
regateo, consigo por fin una rebaja,
mas terminado el juego, pago el doble y es poco,
y abre la vendedora sus ojos asombrados,
¿no es la felicidad lo que allí brota?

Cuando puedo decir: el día ha terminado.
Y con el día digo su trajín, su comercio,
la busca del dinero, la lucha de los muertos.
Y cuando así cansado, manchado, llego a casa,
me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,
y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
y la música reina, vuelvo a sentirme limpio,
sencillamente limpio y pese a todo, indemne,
¿no es la felicidad lo que me envuelve?

Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,
me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:
«Estaba justamente pensando en ir a verte».
Y hablamos largamente, no de mis sinsabores,
pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme,
sino de cómo van las cosas en Jordania,
de un libro de Neruda, de su sastre, del viento,
y al marcharme me siento consolado y tranquilo,
¿no es la felicidad lo que me vence?

Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un camino que huele a madreselvas;
beber con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
mirarme en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿no es esto ser feliz pese a la muerte?
Vencido y traicionado, ver casi con cinismo
que no pueden quitarme nada más y que aún vivo,
¿no es la felicidad que no se vende?
Alto soy de mirar a las palmeras,
rudo de convivir con las montañas...
Yo me vi bajo y blando en las aceras
de una ciudad espléndida de arañas.
Difíciles barrancos de escaleras,
calladas cataratas de ascensores,
¡qué impresión de vacío!,
ocupaban el puesto de mis flores,
los aires de mis aires y mi río.

Yo vi lo más notable de lo mío
llevado del demonio, y Dios ausente.
Yo te tuve en el lejos del olvido,
aldea, huerto, fuente
en que me vi al descuido:
huerto, donde me hallé la mejor vida,
aldea, donde al aire y libremente,
en una paz meé larga y tendida.

Pero volví en seguida
mi atención a las puras existencias
de mi retiro hacia mi ausencia atento,
y todas sus ausencias
me llenaron de luz el pensamiento.

Iba mi pie sin tierra, ¡qué tormento!,
vacilando en la cera de los pisos,
con un temor continuo, un sobresalto,
que aumentaban los timbres, los avisos,
las alarmas, los hombres y el asfalto.
¡Alto!, ¡Alto!, ¡Alto!, ¡Alto!
¡Orden!, ¡Orden! ¡Qué altiva
imposición del orden una mano,
un color, un sonido!
Mi cualidad visiva,
¡ay!, perdía el sentido.

Topado por mil senos, embestido
por más de mil peligros, tentaciones,
mecánicas jaurías,
me seguían lujurias y claxones,
deseos y tranvías.

¡Cuánto labio de púrpuras teatrales,
exageradamente pecadores!
¡Cuánto vocabulario de cristales,
al frenesí llevando los colores
en una pugna, en una competencia
de originalidad y de excelencia!
¡Qué confusión! ¡Babel de las babeles!
¡Gran ciudad!: ¡gran demontre!: ¡gran puñeta!
¡el mundo sobre rieles,
y su desequilibrio en bicicleta!

Los vicios desdentados, las ancianas
echándose en las canas rosicleres,
infamia de las canas,
y aun buscando sin tuétano placeres.
Árboles, como locos, enjaulados:
Alamedas, jardines
para destuetanarse el mundo; y lados
de creación ultrajada por orines.

Huele el macho a jazmines,
y menos lo que es todo parece
la hembra oliendo a cuadra y podredumbre.

¡Ay, cómo empequeñece
andar metido en esta muchedumbre!
¡Ay!, ¿dónde está mi cumbre,
mi pureza, y el valle del sesteo
de mi ganado aquel y su pastura?

Y miro, y sólo veo
velocidad de vicio y de locura.
Todo eléctrico: todo de momento.
Nada serenidad, paz recogida.
Eléctrica la luz, la voz, el viento,
y eléctrica la vida.
Todo electricidad: todo presteza
eléctrica: la flor y la sonrisa,
el orden, la belleza,
la canción y la prisa.
Nada es por voluntad de ser, por gana,
por vocación de ser. ¿Qué hacéis las cosas
de Dios aquí: la nube, la manzana,
el borrico, las piedras y las rosas?
¡Rascacielos!: ¡qué risa!: ¡rascaleches!
¡Qué presunción los manda hasta el retiro
de Dios! ¿Cuándo será, Señor, que eches
tanta soberbia abajo de un suspiro?
¡Ascensores!: ¡qué rabia!  A ver, ¿cuál sube
a la talla de un monte y sobrepasa
el perfil de una nube,
o el cardo, que de místico se abrasa
en la serrana gracia de la altura?
¡Metro!: ¡qué noche oscura
para el suicidio del que desespera!:
¡qué subterránea y vasta gusanera,
donde se cata y zumba
la labor y el secreto de la tumba!
¡Asfalto!: ¡qué impiedad para mi planta!
¡Ay, qué de menos echa
el tacto de mi pie mundos de arcilla
cuyo contacto imanta,
paisajes de cosecha,
caricias y tropiezos de semilla!

¡Ay, no encuentro, no encuentro
la plenitud del mundo en este centro!
En los naranjos dulces de mi río,
asombros de oro en estas latitudes,
oh ciudad cojitranca, desvarío,
sólo abarca mi mano plenitudes.
No concuerdo con todas estas cosas
de escaparate y de bisutería:
entre sus variedades procelosas,
es la persona mía,
como el árbol, un triste anacronismo.
Y el triste de mí mismo,
sale por su alegría,
que se quedó en el mayo de mi huerto,
de este urbano bullicio
donde no estoy de mí seguro cierto,
y es pormayor la vida como el vicio.

He medio boquiabierto
la soledad cerrada de mi huerto.
He regado las plantas:
las de mis pies impuras y otras santas,
en la sequía breve de mi ausencia
por nadie reemplazada. Se derrama,
rogándome asistencia,
el limonero al suelo, ya cansino,
de tanto agrio picudo.
En el miembro desnudo de una rama,
se le ve al ave el trino
recóndito, desnudo.

Aquí la vida es pormenor: hormiga,
muerte, cariño, pena,
piedra, horizonte, río, luz, espiga,
vidrio, surco y arena.
Aquí está la basura
en las calles, y no en los corazones.
Aquí todo se sabe y se murmura:
No puede haber oculta la criatura
mala, y menos las malas intenciones.

Nace un niño, y entera
la madre a todo el mundo del contorno.
Hay pimentón tendido en la ladera,
hay pan dentro del horno,
y el olor llena el ámbito, rebasa
los límites del marco de las puertas,
penetra en toda la casa
y panifica el aire de las huertas.

Con una paz de aceite derramado,
enciende el río un lado y otro lado
de su imposible, por eterna, huida.
Como una miel muy lenta destilada,
por la serenidad de su caída
sube la luz a las palmeras: cada
palmera se disputa
la soledad suprema de los vientos,
la delicada gloria de la fruta
y la supremacía
de la elegancia de los movimientos
en la más venturosa geografía.

Está el agua que trina de tan fría
en la pila y la alberca
donde aprendí a nadar. Están los pavos,
la Navidad se acerca,
explotando de broma en los tapiales,
con los desplantes y los gestos bravos
y las barbas con ramos de corales.
Las venas manantiales
de mi pozo serrano
me dan, en el pozal que les envío,
pureza y lustración para la mano,
para la tierra seca amor y frío.

Haciendo el hortelano,
hoy en este solaz de regadío
de mi huerto me quedo.
No quiero más ciudad, que me reduce
su visión, y su mundo me da miedo.

¡Cómo el limón reluce
encima de mi frente y la descansa!
¡Cómo apunta en el cruce
de la luz y la tierra el lilio puro!
Se combate la pita, y se remansa
el perejil en un aparte oscuro.
Hay az'har, ¡qué osadía de la nieve!
y estamos en diciembre, que hasta enero,
a oler, lucir y porfiar se atreve
en el alrededor del limonero.

Lo que haya de venir, aquí lo espero
cultivando el romero y la pobreza.
Aquí de nuevo empieza
el orden, se reanuda
el reposo, por yerros alterado,
mi vida humilde, y por humilde, muda.
Y Dios dirá, que está siempre callado.
Baja del cielo la endiablada *****
Con que carne mortal hieres y engañas.
Untada viene de divinas mañas
y cielo y tierra su veneno junta.
La sangre de hombre que en la herida apunta
florece en selvas: sus crecidas cañas
de sombras de oro, hienden las entrañas
del cielo prieto, y su ascender pregunta.
En su vano aguardar de la respuesta
las cañas doblan la empinada testa.
Flamea el cielo sus azules gasas.
Vientos negros, detrás de los cristales
de las estrellas, mueven grandes masas
de mundos muertos, por sus arrabales.Rosas y lirios ves en el espino;
juegas a ser: te cabe en una mano,
esmeralda pequeña, el océano;
hablas sin lengua, enredas el destino.
Plantas la testa en el azul divino
y antípodas, tus pies, en el lejano
revés del mundo; y te haces soberano,
y desatas al sol de tu camino.
Miras el horizonte y tu mirada
hace nacer en noche la alborada;
sueñas y crean hueso tus ficciones.
Muda la mano que te alzaba en vuelo,
y a tus pies cae, cristal roto, el cielo,
y polvo y sombra levan sus talones.Ya te hundes, sol; mis aguas se coloran
de llamaradas por morir; ya cae
mi corazón desenhebrado, y trae,
la noche, filos que en el viento lloran.
Ya en opacas orillas se avizoran
manadas negras; ya mi lengua atrae
betún de muerte; y ya no se distrae
de mí, la espina; y sombras me devoran.
Pellejo muerto, el sol, se tumba al cabo
Como un perro girando sobre el rabo,
la tierra se echa a descansar, cansada.
Mano huesosa apaga los luceros:
Chirrían, pedregosos sus senderos,
con la pupila negra y descarnada.
Cada rosa gentil ayer nacida,
cada aurora que apunta entre sonrojos,
dejan mi alma en el éxtasis sumida...
¡Nunca se cansan de mirar mis ojos
el perpetuo milagro de la vida!
Años ha que contemplo las estrellas
en las diáfanas noches españolas
y las encuentro cada vez mas bellas.
Años ha que en el mar, conmigo a solas,
de las olas escucho las querellas,
y aun me pasma el prodigio de las olas!
Cada vez hallo la Naturaleza
más sobrenatural, más pura y santa,
Para mí, en rededor, todo es belleza;
y con la misma plenitud me encanta
la boca de la madre cuando reza
que la boca del niño cuando canta.
Quiero ser inmortal, con sed intensa,
porque es maravilloso el panorama
con que nos brinda la creación inmensa;
porque cada lucero me reclama,
diciéndome, al brillar: «Aquí se piensa,
también aquí se lucha, aquí se ama».
Con las primeras luces de la aurora
viene el lechero a la contigua casa.
Se acercan tintineando las esquilas
de un par de vacas con sus ternerillos
y un ruido seco, familiar, menudo,
hacen contra la piedra las pezuñas.
Con tanta claridad veo la escena
como si fuera de cristal mi cuarto.

Llega el lechero y su impaciente dedo
oprime el timbre repetidas veces.
De pronto siento sobre mi cabeza
en el piso de arriba caer dos pies:
Dos pies desnudos, firmes, decididos,
que al arrojarse de la cama al suelo
subir han hecho por las finas piernas
un estremecimiento delicioso.
Es Amarilis, la mayor, que tiene
nombre de hierbas, para mi alegría.
Apartando las crías, implacable,
ha empezado a ordeñar el de la boina.
El hilo blanco de la henchida ubre
a la vasija de metal apunta
y al rebotar en el estrecho fondo
levanta un eco cantarín que luego
al crecer de la espuma se ensordece.
Ya baja apresurada la escalera,
frotándose los ojos, mi vecina.
Debe estar hermosa con el pelo
todo aplastado aún de la almohada
y con las leves ropas del estío
puestas, al despertar, de cualquier forma.
No atina a abrir la complicada puerta,
tiene las manos flojas, como torpes,
de ese segundo sueño que persiste
por la mañana en los dormidos miembros.
Oigo un doble ¡buen día! Y a la jarra
que presenta Amarilis, el buen vasco
trasiega poco a poco el dulce líquido
mientras envuelve a la turbada niña
en un mirar jocundo y prolongado.
Se oye de nuevo el tintinear de plata
y el ruido de pezuñas que se aleja.
Sube Amarilis diligentemente
a hervir la leche para sus hermanos.
En esta noche mi reloj jadea
junto a la sien oscurecida, como
manzana de revólver que voltea
bajo el gatillo sin hallar el plomo.
La luna blanca, inmóvil, lagrimea,
y es un ojo que apunta... Y siento cómo
se acuña el gran Misterio en una idea
hostil y ovoidea, en un bermejo plomo.
Ah, mano que limita, que amenaza
tras de todas las puertas, y que alienta
en todos los relojes, cede y pasa!
Sobre la araña gris de tu armazón,
otra gran Mano hecha de luz sustenta
un plomo en forma azul de corazón.
Ya no está bien que mi cabeza cana
me haga más viejo
-tristemente viejo-,
o suspirando al pie de tu ventana.

No van bien las flores mustias y lozanas,
y atiende esta razón como un consejo,
pues lo que en este instante es disparate
lo irá guardando el tiempo mañana.

Digo aquí que los besos y las rosas
son cosas para siempre, pero cosas
que en los labios marchitos no van bien.

Y ahora quédate en paz y satisfecha,
pero apunta mi nombre y esta fecha
que tú, algún día, lo dirás también.

— The End —