El peñón enarca
su espinazo de tigre
que espera dar un zarpazo
en el canal.
Agarradas a la única calle,
como a una amarra,
las casas hacen equilibrio
para no caerse al mar,
donde los malecones
arrullan entre sus brazos
a los buques de guerra,
que tienen epidermis y letargos de cocodrilo.
Las caras idénticas
a esas esculturas
que los presidiarios tallan
en un carozo de aceituna,
los indios venden
marfiles de tibias de mamut,
sedas auténticas de Munich,
juegos de te,
que las señoras ocultan bajo sus faldas,
con objeto de abanicar su azoramiento
al cruzar la frontera.
Hartos de tierra firme,
las marineros
se embarcan en los cafés,
hasta que el mareo los zambulle
bajo las mesas,
o tocan a rebato
con las campanas de sus pantalones
para que las niñeras
acudan a agravar
sus nostalgias, de países lejanos,
con que las pipas inciensan
las veredas de la ciudad.