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La noche se abre
Granada desgranada
Hay estrellas arriba y abajo
Unas son peces dormidos en el río
Otras cantan en un extremo del cielo
Altas fogatas en los repliegues del monte
Resplandores partidos
Hay estrellas falaces que engañan a los viajeros
La Estrella Polar ardió pura y fría en las noches de mi
infancia
La Estrella del Nacimiento nos llama a la vida
Es una invitación a renacer porque cada minuto podemos nacer a
la nueva vida
Pero todos preferimos la muerte
Hay las estrellas del Hemisferio Austral que no conozco
La Cruz del Sur que aquella muchacha argentina llevaba en su alhajero
Nunca olvidaré la estrella verde en la noche de Yucatán
Pero entre todas hay una
Luz recogida Estrella como una almendra
Grano de sal
No brilla en los cuellos de moda
Ni en el pecho del General
Va y viene sin ruido por mis recuerdos
Su ausencia es una forma sutil de estar presente
Su presencia no pesa
Su luz no hiere
Va y viene sin ruido por mis pensamientos
En el recodo de una conversación brilla como una mirada que no
insiste
Arde en la cima de un silencio imprevisto
Aparece en un paseo solitario como un sabor olvidado
Modera con una sonrisa la marea de la vida
Silenciosa como la arena se extiende
Como la yedra fantasma sobre una torre abandonada
Pasan los días pasan los años y su presencia invisible me
acompaña
Pausa de luz entre un año y otro año
Parpadeo
Batir de dos alas en un cuarto olvidado
Su luz como un aceite brilla esta noche en que estoy solo
Ha de brillar también la última noche


  Aislada en su esplendor
  La mujer brilla como una alhaja
  Como un arma dormida y temible
  Reposa la mujer en la noche
  Como agua fresca con los ojos cerrados
  A la sombra del árbol
  Como una cascada detenida en mitad de su salto
  Como el río de rápida cintura helado de pronto
  Al pie de la gran roca sin facciones
  Al pie de la montaña
  Como el agua del estanque en verano reposa
  En su fondo se enlazan álamos y eucaliptos
  Astros o peces brillan entre sus piernas
  La sombra de los pájaros apenas oscurece su ****
  Sus pechos son dos aldeas dormidas
  Como una piedra blanca reposa la mujer
  Como el agua lunar en un cráter extinto
  Nada se oye en la noche de musgo y arena
  Sólo el lento brotar de estas palabras
  A la orilla del agua a la orilla de un cuerpo
  Pausado manantial
  Oh transparente monumento
  Donde el instante brilla y se repite
  Y se abisma en sí mismo y nunca se consume


  Llorabas y reías
  Palabras locas peces vivaces frutos rápidos
  Abría la noche sus valles submarinos
  En lo más alto de la hora brillaba el lecho con luz fija
  En la más alta cresta de la noche brillabas

  Atada a tu blancura
  Como la ola antes que se derrame
  Como la dicha al extender las alas
  Reías y llorabas
  Encallamos en arenas sin nadie
  Muros inmensos como un No
  Puertas condenadas mundo sin rostro
  Todo cerrado impenetrable
  Todo daba la espalda
  Salían de sus cuevas los objetos horribles
  La mesa volvía a ser irremediable para siempre mesa
  Sillas las sillas
  Máscara el mundo máscara sin nadie atrás
  Árido lecho a la deriva
  La noche se alejaba sin volverse siquiera
  Llorabas y reías
  La cama era un mar pacífico
  Reverdecía el cuarto
  Nacían árboles nacía el agua
  Había ramos y sonrisas entre las sábanas
  Había anillos a la medida de la dicha
  Pájaros imprevistos entre tus pechos
  Plumas relampagueantes en tus ojos
  Como el oro dormido era tu cuerpo
  Como el oro y su réplica ardiente cuando la luz lo toca
  Como el cable eléctrico que al rozarlo fulmina
  Reías y llorabas
  Dejamos nuestros nombres a la orilla
  Dejamos nuestra forma
  Con los ojos cerrados cuerpo adentro
  Bajo los arcos dobles de tus labios
  No había luz no había sombra
  Cada vez más hacia el fondo
  En el ***** velero embarcados
Una noche invernal, de las más bellas
Con que engalana enero sus rigores
Y en que asoman la luna y las estrellas
Calmando penas e inspirando amores;
Noche en que están galanes y doncellas
Olvidados de amargos sinsabores,
Al casto fuego de pasión secreta
Parodiando a Romeo y a Julieta.

En una de esas noches sosegadas,
En que ni el viento a susurrar se atreve,
Ni al cruzar por las tristes enramadas
Las mustias hojas de los fresnos mueve
En que se ven las cimas argentadas
Que natura vistió de eterna nieve,
Y en la distancia se dibujan vagos
Copiando el cielo azul los quietos lagos;

Llegó al pie de una angosta celosía,
Embozado y discreto un caballero,
Cuya mirada hipócrita escondía
Con la anchurosa falda del sombrero.
Señal de previsión o de hidalguía
Dejaba ver la ***** de su acero
Y en pie quedó junto a vetusta puerta,
Como quien va a una cita y está alerta.

En gran silencio la ciudad dormida,
Tan sólo turba su quietud serena,
Del Santo Oficio como voz temida
Débil campana que distante suena,
O de amor juvenil nota perdida
Alguna apasionada cantilena
O el rumor que entre pálidos reflejos
Suelen alzar las rondas a lo lejos.

De pronto, aquel galán desconocido
Levanta el rostro en actitud violenta
Y cual del alto cielo desprendido
Un ángel a su vista se presenta
-¡Oh Manrique! ¿Eres tú? ¡Tarde has venido!
-¿Tarde dices, Leonor? Las horas cuenta.
Y el tiempo que contesta a tal reproche
Daba el reloj las doce de la noche.

Y dijo la doncella: -«Debo hablarte
Con todo el corazón; yo necesito
La causa de mis celos explicarte.
Mi amor, lo sabes bien, es infinito,
Tal vez ni muerta dejaré de amarte
Pero este amor lo juzgan un delito
Porque no lo unirán sagrados lazos,
Puesto que vives en ajenos brazos.

»Mi padre, ayer, mirándome enfadada
-Me preguntó, con duda, si era cierto
Que me llegaste a hablar enamorado,
Y al ver mi confusión, él tan experto,
Sin preguntarme más, agregó airado:
Prefiero verlo por mi mano muerto
A dejar que con torpe alevosía
Mancille el limpio honor de la hija mía.

»Y alguien que estaba allí dijo imprudente:
¡Ah! yo a Manrique conocí en Sevilla,
Es guapo, decidor, inteligente,
Donde quiera que está resalta y brilla,
Mas conozco también a una inocente
Mujer de alta familia de Castilla,
En cuyo hogar, cual áspid, se introdujo
Y la mintió pasión y la sedujo.

Entonces yo celosa y consternada
Le pregunté con rabia y amargura,
Sintiendo en mi cerebro desbordada
La fiebre del dolor y la locura:
-¿Esa inocente víctima inmolada
Hoy llora en el olvido su ternura?
Y el delator me respondió con saña:
-¡No! La trajo Manrique a Nueva España.

»Si es la mujer por condición curiosa
Y en inquirir concentra sus anhelos,
es más cuando ofendida y rencorosa
siente en su pecho el dardo de los celos
Y yo, sin contenerme, loca, ansiosa,
Sin demandar alivios ni consuelos,
Le pregunté por víctima tan bella
Y en calma respondió: -Vive con ella.

»Después de tal respuesta que ha dejado
Dudando entre lo efímero y lo cierto
A un corazón que siempre te ha adorado
Y sólo para ti late despierto,
Tal como deja un filtro envenenado
Al que lo apura, sin color y yerto:
No te sorprenda que a tu cita acuda
Para que tú me aclares esta duda».

Pasó un gran rato de silencio y luego
Manrique dijo con la voz serena
-«Desde que yo te vi te adoro ciego
Por ti tengo de amor el alma llena;
No sé si esta pasión ni si este fuego
Me ennoblece, me salva o me condena,
Pero escucha, Leonor idolatrada,
A nadie temo ni me importa nada.

»Muy joven era yo y en cierto día
Libre de desengaños y dolores,
Llegué de capitán a Andalucía,
La tierra de la gracia y los amores.
Ni la maldad ni el mundo conocía,
Vagaba como tantos soñadores
Que en pos de algún amor dulce y profundo
Ven como eterno carnaval el mundo.

»Encontré a una mujer joven y pura,
Y no sé qué la dije de improviso,
La aseguré quererla con ternura
Y no puedo negártelo: me quiso.
Bien pronto, tomó creces la aventura;
Soñé tener con ella un paraíso
Porque ya en mis abuelos era fama:
Antes Dios, luego el Rey, después mi dama.

»Y la llevé conmigo; fue su anhelo
Seguirme y fue mi voluntad entera;
Surgió un rival y le maté en un duelo,
Y después de tal lance, aunque quisiera
Pintar no puedo el ansia y el desvelo
Que de aquella Sevilla, dentro y fuera,
Me dio el amor como tenaz castigo
Del rapto que me pesa y que maldigo.

»A noticias llegó del Soberano
Esta amorosa y juvenil hazaña
Y por salvarme me tendió su mano,
Y para hacerme diestro en la campaña
Me mandó con un jefe veterano
A esta bella región de Nueva España...
¿Abandonaba a la mujer aquella?
Soy hidalgo, Leonor, ¡vine con ella!

»Te conocí y te amé, nada te importe
La causa del amor que me devora;
La brújula, mi bien, siempre va al norte;
La alondra siempre cantará a la aurora.
¿No me amas ya? pues deja que soporte
A solas mi dolor hora tras hora;
No demando tu amor como un tesoro,
¡Bástame con saber que yo te adoro!

»No adoro a esa mujer; jamás acudo
A mentirle pasión, pero tú piensa
Que soy su amparo, su constante escudo,
De tanto sacrificio en recompensa.
Tú, azucena gentil, yo cardo rudo,
Si ofrecerte mi mano es una ofensa
Nada exijo de ti, nada reclamo,
Me puedes despreciar, pero te amo».

Después de tal relato, que en franqueza
Ninguno le excedió, calló el amante,
Inclinó tristemente la cabeza;
Cerró los ojos mudo y anhelante
Ira, celos, dolor, miedo y tristeza
Hiriendo a la doncella en tal instante
Parecían decirle con voz ruda:
La verdad es más negra que la duda.

Quiere alejarse y su medrosa planta
De aquel sitio querido no se mueve,
Quiere encontrar disculpa, mas le espanta
De su adorado la conducta aleve;
Quiere hablar y se anuda su garganta,
Y helada en interior como la nieve
Mira con rabia a quien rendida adora
Y calla, gime, se estremece y llora.

¡Es el humano corazón un cielo!
Cuando el sol de la dicha lo ilumina
Parece azul y vaporoso velo
Que en todo cuanto flota nos fascina:
Si lo ennegrece con su sombra el duelo,
Noche eterna el que sufre lo imagina,
Y si en nubes lo envuelve el desencanto
Ruge la tempestad y llueve el llanto.

¡Ah! cuán triste es mirar marchita y rota
La flor de la esperanza y la ventura,
Cuando sobre sus restos solo flota
El ***** manto de la noche obscura;
Cuando vierte en el alma gota a gota
Su ponzoñosa esencia la amargura
Y que ya para siempre en nuestra vida
La primera ilusión está perdida.

Leonor oyendo la ****** historia
Del hombre que encontrara en su camino,
Miró eclipsarse la brillante gloria
De su primer amor, casto y divino;
Su más dulce esperanza fue ilusoria,
Culpaba, no a Manrique, a su destino
Y al fin le dijo a su galán callado:
-«Bien; después de lo dicho, ¿qué has pensado?

»Tanta pasión por ti mi pecho encierra
Que el dolor que me causas lo bendigo;
Voy a vivir sin alma y no me aterra,
Pues mi culpa merece tal castigo.
Como a nadie amaré sobre la tierra
Llorando y de rodillas te lo digo,
Haz en mi nombre a esa mujer dichosa,
Porque yo quiero ser de Dios esposa.

Calló la dama y el galán, temblando,
Dijo con tenue y apagado acento:
-«Haré lo que me pidas; te estoy dando
Pruebas de mi lealtad, y ya presiento
Que lo mismo que yo te siga amando
Me amarás tú también en el Convento;
Y si es verdad, Leonor, que me has querido
Dame una última prueba que te pido.

»No tu limpia pureza escandalices
con este testimonio de ternura
No hay errores, ni culpas, ni deslice
Entre un hombre de honor y un alma pura;
Si vamos a ser ambos infelices
Y si eterna ha de ser nuestra amargura,
Que mi postrer adiós que tu alma invoca
Lo selles con un beso de mi boca».

Con rabia, ciega, airada y ofendida,
-«No me hables más,- repuso la doncella
Sólo pretendes verme envilecida
Y mancillarme tanto como a aquélla.
Te adoro con el alma y con la vida
Y maldigo este amor, pese a mi estrella,
Si hidalgo no eres ya ni caballero
Ni debo amarte, ni escucharte quiero».

Manrique, entonces la cabeza inclina,
Siente que se estremece aquel recinto,
Y sacando una daga florentina,
Que llevaba escondida bajo el cinto
Como un tributo a la beldad divina
Que amó con un amor jamás extinto,
Altivo, fiero y de dolor deshecho
Diciendo: -«Adiós, Leonor», la hundió en su pecho.

La dama, al contemplar el cuerpo inerte
En el dintel de su mansión caído,
Maldiciendo lo ***** de la suerte,
Pretende dar el beso apetecido.
Llora, solloza, grita ante la muerte
Del hombre por su pecho tan querido,
Y antes de que bajara hasta la puerta
La gente amedrentada se despierta.

Leonor, a todos sollozando invoca
Y les pide la lleven al convento
Junto a Manrique, en cuya helada boca
Un beso puede renovar su aliento.
Todos claman oyéndola: «¡Está loca!»
Y ella, fija en un solo pensamiento
Convulsa, inquieta, lívida y turbada
Cae, al ver a su padre, desmayada.

Y no cuentan las crónicas añejas
De aquesta triste y amorosa hazaña,
Si halló asilo Leonor tras de las rejas
De algún convento de la Nueva España.
Tan fútil como todas las consejas,
Si ésta que narro a mi le lector extraña,
Sepa que a la mansión de tal suceso,
Llama la gente: «El Callejón del Beso».
Yo soy el coraquenque ciego
que mira por la lente de una llaga,
y que atado está al Globo,
como a un huaco estupendo que girara.
Yo soy el llama, a quien tan sólo alcanza
la necedad hostil a trasquilar
volutas de clarín,
volutas de clarín brillantes de asco
y bronceadas de un viejo yaraví.
Soy el pichón de cóndor desplumado
por latino arcabuz;
y a flor de humanidad floto en los Andes,
como un perenne Lázaro de luz.
Yo soy la gracia incaica que se roe
en áureos coricanchas bautizados
de fosfatos de error y de cicuta.
A veces en mis piedras se encabritan
los nervios rotos de un extinto puma.
Un fermento de Sol;
levadura de sombra y corazón!
Le pedí un sublime canto que endulzara
mi rudo, monótono y áspero vivir.
El me dio una alondra de rima encantada...
¡Yo quería mil!
Le pedí un ejemplo del ritmo seguro
con que yo pudiera gobernar mi afán.
Me dio un arroyuelo, murmurio nocturno...
¡Yo quería un mar!
Le pedí una hoguera de ardor nunca extinto,
para que a mis sueños prestase calor.
Me dio una luciérnaga de menguado brillo...
¡Yo quería un sol!
Qué vana es la vida, qué inútil mi impulso,
y el verdor edénico, y el azul Abril...
¡Oh sórdido guía del viaje nocturno:
¡Yo quiero morir!
Hexaedros de madera y de vidrio
apenas más grandes que una caja de zapatos.
En ellos caben la noche y sus lámparas.

Monumentos a cada momento
hechos con los desechos de cada momento:
jaulas de infinito.

Canicas, botones, dedales, dados,
alfileres, timbres, cuentas de vidrio:
cuentos del tiempo.

Memoria teje y destejo los ecos:
en las cuatro esquinas de la caja
juegan al aleleví damas sin sombra.

El fuego enterrado en el espejo,
el agua dormida en el ágata:
solos de Jenny Lind y Jenny Colon.

"Hay que hacer un cuadro", dijo Degas,
"como se comete un crimen". Pero tú construiste
cajas donde las cosas se aligeran de sus nombres.

Slot machine de visiones,
vaso de encuentro de las reminiscencias,
hotel de grillos y de constelaciones.

Fragmentos mínimos, incoherentes:
al revés de la Historia, creadora de ruinas,
tú hiciste con tus ruinas creaciones.

Teatro de los espíritus:
los objetos juegan al aro
con las leyes de la identidad.

Grand Hotel Couronne: en una redoma
el tres de tréboles y, toda ojos,
Almendrita en los jardines de un reflejo.

Un peine es un harpa
pulsada por la mirada de una niña
muda de nacimiento.

El reflector del ojo mental
disipa et espectáculo:
dios solitario sobre un mundo extinto.

Las apariciones son patentes.
Sus cuerpos pesan menos que la luz.
Duran lo que dura esta frase.

Joseph Cornell: en et interior de tus cajas
mis palabras se volvieron visibles un instante.
La palabra se levanta
de la página escrita.
La palabra,
labrada estalactita,
grabada columna,
una a una letra a letra.
El eco se congela
en la página pétrea.

Ánima,
blanca como la página,
se levanta la palabra.
Anda
sobre un hilo tendido
del silencio al grito,
sobre el filo
del decir estricto.
El oído: nido
o laberinto del sonido.

Lo que dice no dice
lo que dice: ¿cómo se dice
lo que no dice?
                          Di
tal vez es ******* la vestal.

Un grito
en un cráter extinto:
en otra galaxia
¿cómo se dice ataraxia?
Lo que se dice se dice
al derecho y al revés.
Lamenta la mente
de menta demente:
cementerio es sementero,
simiente no miente.

Laberinto del oído,
lo que dices se desdice
del silencio al grito
desoído.

Inocencia y no ciencia:
para hablar aprende a callar.
Yo trabajo de noche, rodeado de ciudad,
de pescadores, de alfareros, de difuntos quemados
con azafrán y frutas, envueltos en muselina escarlata:
bajo mi balcón esos muertos terribles
pasan sonando cadenas y flautas de cobre,
estridentes y finas y lúgubres silban
entre el color de las pesadas flores envenenadas
y el grito de los cenicientos danzarines
y el creciente monótono de los tam-tam
y el humo de las maderas que arden y huelen.

Porque una vez doblado el camino, junto al turbio río,
sus corazones, detenidos o iniciando un mayor movimiento,
rodarán quemados, con la pierna y el pie hechos fuego,
y la trémula ceniza caerá sobre el agua,
flotará como ramo de flores calcinadas
o como extinto fuego dejado por tan poderosos viajeros
que hicieron arder algo sobre las negras aguas, y devoraron
un alimento desaparecido y un licor extremo.
Alberto, un señor de 67 años, oriundo de la ciudad de Mendoza, exjefe de una pequeña vinoteca, vivía solo tras la pérdida de su esposa en un accidente de tránsito.

Era un hombre generalmente tranquilo, aunque muy inestable, con problemas de salud como taquicardia, sudoración y temblores. A menudo sentía un malestar innegable, algo constante que no lo dejaba estar en paz, pero luchaba por mantener la cordura.

Paseaba las calles y plazas de su ciudad murmurando "Dicen que el tiempo cura, pero nadie te dice cómo se vive sin la mitad de tu alma". Siempre llevaba consigo un reloj de bolsillo, regalo de María, su difunta esposa. No lo llevaba para ver la hora, sino como un recuerdo de su mujer.

Un día fue a visitar a Miguel, un excompañero suyo. Encendió el motor de su Ford Falcon amarillo modelo '81, después de mucho tiempo sin uso y se dirigió a un pueblo a las afueras de la ciudad. La tarde había quedado atrás. La oscuridad había empezado a caer. Pocas luces. Mucha niebla. Ver a distancia era casi imposible.

Durante el viaje, llorando, recordaba a María mientras sonaba Spinetta en la radio, el que solían escuchar juntos.

"Y si acaso no brillara el sol,
y quedara yo atrapado aquí,
no vería la razón,
de seguir viviendo sin tu amor.
Y hoy enloquecido vuelvo,
buscando tu querer,
no queda más que viento".
coreaba entre lágrimas.

Revisando el maletero, buscaba algo, sin saber qué. Encontró una foto de ellos dos junto al mar, pero sus rostros se diluían, como si fueran arrastrados marea adentro. El corazón le latió fuerte. Tanto, que empezó a sentir un dolor agudo en el pecho.

En un momento, se encontró con un camión que venía perdiendo el control, giró el volante y se tiró al costado. Desconcertado y sin ver nada, terminó conduciendo derecho hacia un abismo. Pisó el freno a último momento, pero el auto se arrastró sobre el barro y quedó colgando del borde. Terminó rompiendo el parabrisas, que reflejaba algo ya extinto. Cristales por todos lados, como si hubiera dañado su espejo.

En su mano, el artefacto intacto, funcionaba mejor que nunca. Buscaba a María, atrapada en las agujas de su reloj. Uno que ya no medía el paso del tiempo, sino que repetía lo perdido en laberintos de ausencia.
Todavía marca la hora.
Los minutos.
Los segundos.

7:10 a.m.

La visión se quebró.
Dejando eternos e infinitos fragmentos.
Alberto no murió físicamente. Murió por dentro. La pérdida lo dejó atrapado en un bucle emocional que gira una y otra vez en torno a las 7:10 a.m. Hora en la que su alma se quebró. El reloj, es símbolo de ese instante eterno. Aunque el mundo siga, él quedó detenido en el tiempo del dolor.

— The End —