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El césped. Desde la tribuna es un tapete verde. Liso, regular,
aterciopelado, estimulante. Desde la tribuna quizá crean que,
con semejante alfombra, es imposible errar un gol y mucho menos errar
un pase. Los jugadores corren como sobre patines o como figuras de
ballet. Quien es derrumbado cae seguramente sobre un colchón de
plumas, y si se toma, doliéndose, un tobillo, es porque el gesto
forma parte de una pantomima mayor. Además, cobran mucho dinero
simplemente por divertirse, por abrazarse y treparse unos sobre otros
cuando el que queda bajo ese sudoroso conglomerado hizo el gol
decisivo. O no decisivo, es lo mismo. Lo bueno es treparse unos sobre
otros mientras los rivales regresan a sus puestos, taciturnos, amargos,
cabizbajos, cada uno con su barata soledad a cuestas. Desde la tribuna
es tan disfrutable el racimo humano de los vencedores como el drama
particular de cada vencido. Por supuesto, ciertos avispados
espectadores siempre saben cómo hacer la jugada maestra y no
acaban de explicarse, y sobre todo de explicarlo a sus vecinos, por
qué este o aquel jugador no logra hacerla. Y cuando el
árbitro sanciona el penal, el espectador avispado también
intuye hacia qué lado irá el tiro, y un segundo
después, cuando el balón brinca ya en las redes, no
alcanza a comprender cómo el golero no lo supo. O acaso
sí lo supo y con toda deliberación se arrojó al
otro palo, en un alarde de masoquismo o venalidad o estupidez
congénita. Desde la tribuna es tan fácil. Se conoce la
historia y la prehistoria. O sea que se poseen elementos suficientes
como para comparar la inexpugnable eficacia de aquel zaguero
olímpico con la torpeza del patadura actual, que no acierta
nunca y es esquivado una y mil veces. Recuerdo borroso de una
época en que había un centre-half y un centre-forward,
cada uno bien plantado en su comarca propia y capaz de distribuir el
juego en serio y no jugando a jugar, como ahora, ¿no? El
espectador veterano sabe que cuando el fútbol se
convirtió en balompié y la ball en pelota y el dribbling
en finta y el centre-half en volante y el centre-forward en alma en
pena, todo se vino abajo y ésa es la explicación de que
muchos lleven al estadio sus radios a transistores, ya que al menos
quienes relatan el partido ponen un poco de emoción en las
estupendas jugadas que imaginan. Bueno, para eso les pagan,
¿verdad? Para imaginar estupendas jugadas y está bien.
Por eso, cuando alguien ha hecho un gol y después de los abrazos
y pirámides humanas el juego se reanuda, el locutor
idóneo sigue colgado de la "o" de su gooooooool, que en realidad
es una jugada suya, subjetiva, personal, y no exactamente del delantero
que se limitó a empujar con la frente un centro que, entre todas
las otras, eligió su cabeza. Y cuando el locutor idóneo
llega por fin al desenlace de la "ele" final de su gooooooool privado,
ya el árbitro ha señalado un orsai que favorece,
¿por qué no?, al locatario.

Es bueno contemplar alguna vez la cancha desde aquí, desde lo
alto. Así al menos piensa Benjamín Ferrés,
veintitrés años, digamos delantero de un Club Chico,
alguien últimamente en alza según los cronistas
deportivos más estrictos, y que hoy, después de empatarle
al Club Grande y ducharse y cambiarse, no se fue del estadio con el
resto del equipo y prefirió quedarse a mirar, desde la tribuna
ya vacía (sólo quedan los cafeteros y heladeros y
vendedores de banderitas, que recogen sus bártulos o tal vez
hacen cuentas) aquel campo en el que estuvo corriendo durante noventa
minutos e incluso convirtió uno, el segundo, de los dos goles
que le otorgan al Club Chico eso que suele llamarse un punto de oro.
Sí, desde aquí arriba el césped es una alfombra,
casi un paño verde como el del casino, con la importante
diferencia de que allá los números son fijos,
permanentes, y aquí (él, por ejemplo, es el ocho) cambian
constantemente de lugar y además se repiten. A lo mejor con el
flaco Suárez (que lleva el once prendido en la espalda)
podrían ser una de las parejas negras. O no. Porque de ambos,
sólo el Flaco es oscurito.

Ahora se levanta un viento arisco y las gradas de cemento son
recorridas por vasos de plástico, hojas de diario, talones de
entradas, almohadillas, pelotas de papel. Remolinos casi fantasmales
dan la falsa impresión de que las gradas se mueven, giran,
bailotean, se sacuden por fin el sol de la tarde. Hay papeles que suben
las escaleras y otros que se precipitan al vacío. A
Benjamín (Benja, para la hinchada) le sube una bocanada de
desconsuelo, de extraña ansiedad al enfrentarse, ¿por
primera vez?, con la quimera de cemento en estado de pureza (o de
basura, que es casi lo mismo) y se le ocurre que el estadio
vacío, desolado, es como un esqueleto de multitud, un eco
fantasmal de esa misma muchedumbre cuando ruge o aplaude o insulta o
agita banderas. Se pregunta cómo se habrá visto su gol
desde aquí, desde esta tribuna generalmente ocupada por las
huestes del adversario. Para los de abajo en la tabla, el estadio
siempre es enemigo: miles y miles de voces que los acosan, los
persiguen, los hunden, porque generalmente el que juega aquí, el
permanente locatario, es uno de los Grandes, y los de abajo sólo
van al estadio cuando les toca enfrentarlos, y en esas ocasiones apenas
si acarrean, en el mejor de los casos, algunos cientos de
fanáticos del barrio, que, aunque se desgañitan y agitan
como locos su única y gastada bandera, en realidad no cuentan,
es imposible que tapen, desde su islote de alaridos, el gran rugido de
la hinchada mayor. Desde abajo se sabe que existen, claro, y eso es
bueno, y de vez en cuando, cuando se suspende el juego por
lesión o por cambio de jugadores, los del Club Chico van con la
mirada al encuentro de aquel rinconcito de tribuna donde su bandera
hace guiños en clave, señales secretas como las del
truco. Y ésta es la mejor anfetamina, porque los llena de
saludable euforia y además no aparece en los controles
antidopping.

Hoy empataron, no está mal, se dice Benja, el número
ocho. Y está mejor porque todos sus huesos están enteros,
a pesar de la alevosa zancadilla (esquivada sólo por
intuición) que le dedicaran en el toletole previo al primer gol,
dos segundos antes de que el Colorado empujara nuevamente la globa con
el empeine y la colocara, inalcanzable, junto al poste izquierdo.
Después de todo, la playa es mía. Desde hace quince
años la vengo adquiriendo en pequeñas cuotas. Cuotas de
sol y dunas. Todos esos prójimos, prójimas y projimitos
que se ven tendidos sobre las rocas o bajo las sombrillas o corriendo
tras una pelota de engañapichanga o jugando a la paleta en una
cancha marcada en la arena con líneas que al rato se borran,
todos esos otros, están en la playa gracias a que yo les permito
estar. Porque la playa es mía. Mío el horizonte con
toninas remotas y tres barquitos a vela. Míos los peces que
extraen mis pescadores con mis redes antiguas, remendadas. El aire
salitroso y los castillos de arena y las aguas vivas y las algas que ha
traído la penúltima ola. Todo es mío.
¿Qué sería de mí, el número ocho,
sin estas mañanas en que la playa me convence de que soy libre,
de que puedo abrazar esta roca, que es mi roca mujer o tal vez mi roca
madre, y estirarme sin otros límites que mi propio límite
o hasta que siento las tenazas del cangrejo barcino sobre mi dedo
gordo? Aquí soy número ocho sin llevarlo en la espalda.
Soy número ocho sencillamente porque es mi identidad. Un cura o
un teniente o un payaso no necesitan vestir sotana o uniforme o traje
de colores para ser cura o teniente o payaso. Soy número ocho
aunque no lo lleve dibujado en el lomo y aunque ningún botija se
arrime a pedirme autógrafos, porque sólo se piden
autógrafos a los de los Clubes Grandes. Y creo que siempre
seré de Club Chico, porque me gusta amargarles la fiesta, no a
los jugadores que después de todo son como nosotros, sólo
que con más suerte y más guita, ni siquiera a la hinchada
grande por más que nos insulte cuando hacemos un fau y festeje
ruidosamente cuando el otro nos propina un hachazo en la canilla. Me
gusta arruinarles la fiesta, sobre todo a los dirigentes, esos
industriales bien instalados en su cochazo, en su piso de la Rambla y
en su mondongo, señores cuya gimnasia sabatina o dominical
consiste en sentarse muy orondos, arriba en el palco oficial, y desde
ahí ver cómo allá abajo nos reventamos, nos
odiamos, nos derretimos en sudores, y cuando sus jugadores ganan,
condescienden a llegar al vestuario y a darles una palmadita en el
hombro, disimulando apenas el asco que les provoca aquella piel
todavía sudada, y en cambio, cuando sus jugadores pierden, se
van entonces directamente a su casa, esta vez por supuesto sin ocultar
el asco. En verdad, en verdad os digo que yo ignoro si hacen eso, pero
me lo imagino. Es decir, tengo que imaginarlo así, porque una
cosa son las instrucciones del entrenador, que por supuesto trato de
cumplir si no son demasiado absurdas, y otra cosa son las instrucciones
que yo me doy, verbigracia vamo vamo número ocho hay que aguarle
la fiesta a ese presidente cogotudo, jactancioso y mezquino, que viene
al estadio con sus tres o cuatro nenes que desde ya tienen caritas de
futuros presidentes cogotudos. Bueno, no sé ni siquiera si tiene
hijos, pero tengo que imaginarlo así porque soy el número
ocho, insustituible titular de un Club Chico y, ya que cobro poco,
tengo que inventarme recompensas compensatorias y de esas recompensas
inventadas la mejor es la posibilidad de aguarle la fiesta al cogotudo
presidente del Grande, a fin de que el lunes, cuando concurra a su
Banco o a su banca, pase también su vergüenza rica, su
vergüenza suntuosa, así como nosotros, los que andamos en
la segunda mitad de la tabla, sufrimos, cuando perdemos, nuestra
vergüenza pobre. Pero, claro, no es lo mismo, porque los Grandes
siempre tienen la obligación de ganar, y los Chicos, en cambio,
sólo tenemos la obligación de perder lo menos posible. Y
cuando no ganamos y volvemos al barrio, la gente no nos mira con
menosprecio sino con tristeza solidaria, en tanto que al presidente
cogotudo, cuando vuelve el lunes a su Banco o a su banca, la gente, si
bien a veces se atreve a decirle qué barbaridad doctor porque
ustedes merecieron ganar y además por varios goles, en realidad
está pensando te jodieron doctor qué salsa les dieron
esos petizos. Por eso a mí no me importa ser número ocho
titular y que no me pidan autógrafos aquí en la playa ni
en el cine ni en Dieciocho. Los partidos no se ganan con
autógrafos. Se ganan con goles y ésos los sé
hacer. Por ahora al menos. También es un consuelo que la playa
sea mía, y como mía pueda recorrerla descalzo, casi
desnudo, sintiendo el sol en la espalda y la brisa en los ojos, o
tendiéndome en las rocas pero de cara al mar, consciente de que
atrás dejo la ciudad que me espía o me protege,
según las horas y según mi ánimo, y adelante
está esa llanura líquida, infinita, que me lame, me
salpica, a veces me da vértigo y otras veces me brinda una
insólita paz, un extraño sosiego, tan extraño que
a veces me hace olvidar que soy número ocho.
Alejandra. Lo extraño había sido que Benja conociera sus
manos antes que su rostro, o mejor aún, que se enamorara de sus
manos antes que de su rostro. Él regresaba de San Pablo en un
vuelo de Pluna. El equipo se había trasladado para jugar dos
amistosos fuera de temporada, pero Benja sólo había
participado en el primero porque en una jugada tonta había
caído mal y el desgarramiento iba a necesitar por lo menos cinco
días de cuidado, así que el preparador físico
decidió mandarlo a Montevideo para que allí lo atendieran
mejor. De modo que volvía solo. A la media hora de vuelo se
levantó para ir al baño y cuando regresaba a su sitio
tuvo la impresión de ser mirado pero él no miró.
Simplemente se sentó y reinició la lectura de Agatha
Christie, que le proponía un enigma afilado, bienhumorado y
sutil como todos los suyos.

De pronto percibió que algo singular estaba ocurriendo. En el
respaldo que estaba frente a él apareció una mano de
mujer. Era una mano delgada, de dedos largos y finos, con uñas
cuidadas pero sin color. Una mano expresiva, o quizá que
expresaba algo, pero qué. A los dos o tres minutos hizo
irrupción la otra mano, que era complementaria pero no igual.
Cada mano tenía su carácter, aunque sin duda
compartían una inquietante identidad. Benja no pudo continuar su
lectura. Adiós enigma y adiós Agatha. Las manos se
movían con sobriedad, se rozaban a veces. Él
imaginó que lo llamaban sin llamarlo, que le contaban una
historia, que le ofrecían respuestas a interrogantes que
aún no había formulado; en fin, que querían ser
asidas. Y lo más preocupante era que él también
quería asirlas, con todos los riesgos que un acto así
podía implicar, verbigracia que la dueña de aquellas
manos llamara inmediatamente a la azafata, o se levantara, enfrentada a
su descaro, y le propinara una espléndida bofetada, con toda la
vergüenza, adicional y pública, que semejante castigo
podía provocar. Hasta llegó a concebir, como un destello,
un título, a sólo dos columnas (porque era número
ocho, pero sólo de un Club Chico): conocido futbolista uruguayo
abofeteado en pleno vuelo por dama que se defiende de agresión
******.

Y sin embargo las manos hablaban. Sutiles, seductoras,
finísimas, dialogaban uña a uña, yema a yema, como
creando una espera, construyendo una expectativa. Y cuando fue ordenado
el ajuste de los cinturones de seguridad, desaparecieron para cumplir
la orden, pero de inmediato volvieron a poblar el respaldo y con ello a
convocar la ansiedad del número ocho, que por fin decidió
jugarse el todo por el todo y asumir el riesgo del ridículo, el
escándalo y el titular a dos columnas que acabaran con su
carrera deportiva. De modo que, tomada la difícil
decisión y tras ajustarse también él el
cinturón, avanzó su propia mano hacia los dedos
cautivantes, que en aquel preciso momento estaban juntos. Notó
un leve temblor, pero las manos no se replegaron. La suya
prolongó aquel extraño contacto por unos segundos, luego
se retiró. Sólo entonces las otras manos desaparecieron,
pero no pasó nada. No hubo llamada a la azafata ni bofetada.
Él respiró y quedó a la espera. Cuando el
avión comenzaba el descenso, una de las manos apareció de
nuevo y traía un papel, más bien un papelito, doblado en
dos. Benja lo recogió y lo abrió lentamente. Conteniendo
la respiración, leyó: 912437.

Se sintió eufórico, casi como cuando hacía un gol
sobre la hora y la hinchada del barrio vitoreaba su nombre y él
alzaba discretamente un brazo, nada más que para comunicar que
recibía y apreciaba aquel apoyo colectivo, aquel afecto, pero
los compañeros sabían que a él no le gustaba toda
esa parafernalia de abrazos, besos y palmaditas en el trasero, algo que
se había vuelto habitual en todas las canchas del mundo.
Así que cuando metía un gol sólo le tocaban un
brazo o le hacían desde lejos un gesto solidario. Pero ahora,
con aquel prometedor 912437 en el bolsillo, descendió del
avión como de un podio olímpico y diez minutos
después pudo mirar discretamente hacia la dueña de las
manos, que en ese instante abría su valija frente al funcionario
aduanero, y Benja comprobó que el rostro no desmerecía la
belleza y la seducción de las manos que lo habían enamorado.
Benja y Martín se encontraron como siempre en la pizzería
del sordo Bellini. Desde que ambos integraran el cuadrito juvenil de La
Estrella habían cultivado una amistad a prueba de balas y
también de codazos y zancadillas. Benja jugaba entonces de
zaguero y sin embargo había terminado en número ocho.
Martín, que en la adolescencia fuera puntero derecho, más
tarde (a raíz de una sustitución de emergencia, tras
lesiones sucesivas y en el mismo partido del golero titular y del
suplente) se había afincado y afirmado en el arco y hoy era uno
de los guardametas más cotizados y confiables de Primera A.

El sordo Bellini disfrutaba plenamente con la presencia de los dos
futbolistas. Él, que normalmente no atendía las mesas
sino que se instalaba en la caja con su gorra de capitán de
barco, cuando Martín y Benja aparecían, solos o
acompañados, de inmediato se arrimaba solícito a dejarles
el menú, a recoger los pedidos, a recomendarles tal o cual plato
y sobre todo a comentar las jugadas más notables o más
polémicas del último domingo.

Era algo así como el fan particular de Benja y Martín y
su caballito de batalla era hacerles bromas c
Tras la bondad del Cielo que socorre,
Con el toque final de la campana
La gente a misa por entrar se afana;
Luego al mercado de la plaza corre.

Se ve después al Cura que recorre
Las ventas bajo ardiente resolana:
Una limosna con unción cristiana
Pidiendo va para acabar la torre.

Trigueñas aldeanas por la calle
Luciendo pasan, con esbelto talle,
Trajes ligeros y bordadas golas;

Y en el billar, ante la grey sumisa,
El Alcalde reviéntase de risa
Después de hacer catorce carambolas.
Geografia (2)**

Havia a lua a conquistar: magno evento.
Mas a vida corria normal em solo firme
Ah, e os sustos: o estômago puro vento
Eu silente, exausto, adormecia inerme.
Entanto, no cerrado havia muitas frutinhas.
E havia a revolução, e reuniões de oração.
Quando dormia no meio do Pai-Nosso.
Uma centena de orantes à espera de um milagre.
Então Seu Roque viajava para o Interior –
Com seu carrossel de slides e nossas fotos
Não havia quem não doasse alguma coisa:
- Um capado, um saco de arroz, bananas
Em cachos; voltava no fordinho velho
Mas bem fornido; tão feliz, e barbado.
& The United Brothers enviavam cartas.
Dentro dessas meu primeiro bookmark
E o desejo de conhecer o estrangeiro...
Na escola dominical, aprendi os 10 Mandamentos.
Ficava triste nas tardes de domingo; ainda agora.
Um gosto de mangaba e o dedão do pé doendo
Como quando chutava lobeiras em lugar de bolas.

O abrigo era o melho lugar do mundo limpo
O quintal; o milharal capinado; havia o Careta
Nosso cavalo; o Thinka – latindo para o Leão.
Éramos tão felizes quando banhados à espera
De vovó Cecília e seus doces de buritis...
Jesus, como era o teu nome chamado.
Até que o Filemon teve convulsão e tudo desabou
Sobre nossas cabeças como o Apocalipse de S. João.
Fim.
./.
Poesia, BetoQueiroz, Memorias
Northwest of Athens, once lost in the polis of religiosity and pagan worship, Lochnith followed the shoulder to find her on the cliffs of the Acropolis, where they had lost each other, after two thousand years since Theodosius would repeal by decree the Eleusinian rituals. Of rejection and unprecedented glimpse, Aerse was reclusive in her excessive desire to eliminate herself, being for both an unreality because he had possessed her by the neck devoid of the omphalos, causing the avalanche of their bodies and souls towards where they would supposedly perch on him. divine and Dionysian eschatological path leading to the Diokitís of Vernarth, supposedly going to the derivation of a catastrophe in existential decline but immortal Vernarthian, being a rhythmic hemlock with his Aquenio, who carried him from his right chest, for any pretense of being triggered to the encounter of Persephone, without her or he knowing why Eleusinus festering with Lochnith and Aerse as a single concentric whole in quantum beings of the dodecahedron and octagonal by straight or transversal line, which slipped away in the hypotenuse where the serpents were implicitly conceived, leading to relapses when they went to Aerse and wound up in his Hypomorphic spelling and Magna Mater conclave Mistérica, under the organizational power of his ministerial redemptive slogan and bordering on the intricacies that arose in sub-genres of himself procreating exultation in Vernarth's analogues, which were prolonged in eschatological purges and disagreements of the cult objective that must twist from the gender womb, but in magnetism of positive polarization and in a plethora of tendency that would eternalize after the cessation of assets decreed by Theodosius.

Aerse eminently half-dead with Vernarth, was after the compromise of repolarizing what was semi-human splendid into semi-gods from a bi-gender, which coalesced in a retrograde regenerative cult, to achieve reflorals in all the springs of the world, where they could be seen with Persephone in a Finnis that distanced himself from the ultra-earthly towards a dowry of profusion and disproportionate wealth, but not categorized as a mystery, rather as an unknown of a super method when poking the lanterns where no luminescent reflection of Aerse could be found by Lochnith, after getting lost in the polychrome figures of the acrotera, lying in the watery nitrosities of their rift and steepness of the acro cliff.

Biotics will influence Systematic Eleusis, of supernaturalness for all hydrogenated active elements, as prebiotics of the unknown remnants of the great sepulcher of humanity, where the true hecatomb of July has to be raised and a hundred oxen arranged in the new beings of the transitional oasis. The meager will of the annals will multiply in millennia of obscurantism, leading Lochnith towards a late, but exciting management of harassing in the search for Aerse, in a clear exo-mystery, already in the jaws of a night shouted by the reefs of Demeter for those who know about Persephone...?, even though it is an inventive fallacy of the addicted spirit in the correlation of rite and lineage. Every night that he convalesces, he will look insomniac in the servile promise of divinity in a visage that is undressed in his winepress and the festival of Boedromion, towards the born corporal position of a hierophant who dies from this mold and in which he does not renew Boedromion himself.

The iconography of Aerse was reflected in majolica transfused in the Eleusinian streams when Aerse was seen walking from afar floating in the meadows of the knoll, where he set himself up as cryptography of the lost cycle of the cliff when he separated from Lochnith, being able to expose his treachery mythologically and truly transcending epic, relating to the treaty between Zeus, Hades, and Demeter, for the rescue of Persephone, and after being dented on the beginning of the arcane that arose from that amorphous symptomatology. Aerse carried the stripped-down serpents still on her body as if a divine wind had to seek her out so that they would come out by themselves and unguarded, through lost eyes and secret testimonies resting from anarchy from where there is and will not be an Archon or governor, who in rapt trouble improvise a second after the third parties that cause amazement to see you in a process that could not have it of cursed detection.

Aerse, beginning as a Canephore intruder, came to meet her Adonis Lochnith, after the excesses of the self-inferred hypotheses by following him at the command of the gnosis consciousness in her detailing the Kikeon that made her psychotropic ally pale, from the closure of mineral light that was devoured by the numinous portent of the Mashiach, in the presence of herself on dominical or relative to the numen manifesting in eternal powers, before the numinous presence in the hieratic, from a man who looked at her fatherly or in the crass profile of Damien Hessiano, plotting in colossal and fascinating stealth. Here she surrounds him but does not come close and falls out of love, as a dilemma and granting herself an initiation towards a portal of twelve lunar months in Eleusis, for cyclical years and births where they bounce back to meet in the childhood of pre-pubescent that made them known as Aerse and Lochnitt. Here in the greatest trance of life in both beginning, it surpassed all the twists of the gestated penumbra that separated them by shaking of pain and confusion, still being divergent remains of leftover and uncooked serpents of the escarpment of the acropolis, until a meeting of the astonishing divine fire, and libertarian in two martyrs' tenderness that is purely re-propelling them back towards a new end, and muddy shine in a found paradise where the sea unfolds by masculine conscience, and pious is ratified in each flash of a striate, and of rediscovered calculometry in pairs of loves divided by the pendulum of the one who will only unmask the one who drives him away in his dominant ******, and in the misguided space of hieratic seducing in molecules of celestial structures, and urban public and private lawsuits that have never been crude, nor in ablution of simile sacraments of pagan gods, nor everywhere or whatever their dismembered remains parading I know through the creeks of Cefiso.
Lochnith Gleam II
Jeffrey Schmitz Dec 2019
From the outset I was cynical
perceiving he feigned dominical.
Deceiving, he reigned as principal
of the high school- ordained invincible.
Father Tully, tall with a big belly
flocked to the jocks
“hungry for their *****”
we potheads did mock
Evading his attention, we outfoxed.
He openly patted their *****
boys from all the classes.

I at sixteen once again in trouble
was sent to his office on the double
- his sacrosanct bubble
just for me and him - an unlikely couple.
He pretended kindness bluffing pardon
but intended vengeance stuffing a hard-on.
His simulating a comforting smile
was just guile churning his bile.
His arm around me in a faux embrace
peering up to his face seeking his grace
I realized this wasn’t my place.
His hand lewdly moved to my buttocks
his countenance drowned to a treacherous frown
his tongue slivering - a lecherous clown.
With his mouth agape
thinking an easy ****
but oddly lulled
that I was expelled.

Jeffrey Schmitz
True life anecdote as a poem.

— The End —