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Los quince y los dieciocho,
los dieciocho y los veinte...
Me voy a cumplir los años
al fuego que me requiere,
y si resuena mi hora
antes de los doce meses,
los cumpliré bajo tierra.
Yo trato que de mí queden
una memoria de sol
y un sonido de valiente.

Si cada boca de España,
de su juventud, pusiese
estas palabras, mordiéndolas,
en lo mejor de sus dientes:
si la juventud de España,
de un impulso solo y verde,
alzara su gallardía,
sus músculos extendiese
contra los desenfrenados
que apropiarse España quieren,
sería el mar arrojando
a la arena muda siempre
varios caballos de estiércol
de sus pueblos transparentes,
con un brazo inacabable
de perpetua espuma fuerte.

Si el Cid volviera a clavar
aquellos huesos que aún hieren
el polvo y el pensamiento,
aquel cerro de su frente,
aquel trueno de su alma
y aquella espada indeleble,
sin rival, sobre su sombra
de entrelazados laureles:
al mirar lo que de España
los alemanes pretenden,
los italianos procuran,
los moros, los portugueses,
que han grabado en nuestro cielo
constelaciones crueles
de crímenes empapados
en una sangre inocente,
subiera en su airado potro
y en su cólera celeste
a derribar trimotores
como quien derriba mieses.

Bajo una zarpa de lluvia,
y un racimo de relente,
y un ejército de sol,
campan los cuerpos rebeldes
de los españoles dignos
que al yugo no se someten,
y la claridad los sigue,
y los robles los refieren.
Entre graves camilleros
hay heridos que se mueren
con el rostro rodeado
de tan diáfanos ponientes,
que son auroras sembradas
alrededor de sus sienes.
Parecen plata dormida
y oro en reposo parecen.

Llegaron a las trincheras
y dijeron firmemente:
¡Aquí echaremos
raíces
antes que nadie nos eche!
Y la muerte se sintió
orgullosa de tenerles.

Pero en los negros rincones,
en los más negros, se tienden
a llorar por los caídos
madres que les dieron leche,
hermanas que los lavaron,
novias que han sido de nieve
y que se han vuelto de luto
y que se han vuelto de fiebre;
desconcertadas viudas,
desparramadas mujeres,
cartas y fotografías
que los expresan fielmente,
donde los ojos se rompen
de tanto ver y no verles,
de tanta lágrima muda,
de tanta hermosura ausente.


Juventud solar de España:
que pase el tiempo y se quede
con un murmullo de huesos
heroicos en su corriente.
Echa tus huesos al campo,
echar las fuerzas que tienes
a las cordilleras foscas
y al olivo del aceite.
Reluce por los collados,
y apaga la mala gente,
y atrévete con el plomo,
y el hombro y la pierna extiende.

Sangre que no se desborda,
juventud que no se atreve,
ni es sangre, ni es juventud,
ni relucen, ni florecen.
Cuerpos que nacen vencidos,
vencidos y grises mueren:
vienen con la edad de un siglo,
y son viejos cuando vienen.

La juventud siempre empuja
la juventud siempre vence,
y la salvación de España
de su juventud depende.

La muerte junto al fusil,
antes que se nos destierre,
antes que se nos escupa,
antes que se nos afrente
y antes que entre las cenizas
que de nuestro pueblo queden,
arrastrados sin remedio
gritemos amargamente:
¡Ay España de mi vida,
ay España de mi muerte!
cada vez que paso por la rue des arts y abril
hay un olor a cigarrillos "fontanares"
fumados detrás del paredón
agachado debajo del cielo
con las manos como pagoda nerviosa
abrigando la brasa pálida contra la luz del día
y cada vez que paso por la rue des arts
veo a Ana en el campito detrás del paredón
con sus ojos llenos de abril
de amistades furiosas
de color avellana violeta
ojos llenos de peces
algunos arden como soles
otros llueven
esos ojos
parecían dos árboles recién talados y tibios de pajaritos
que habían dejado apenas su madera
heredera de plumas
que sostenían el aire y nunca terminaban de caer
y alrededor de esos ojos
había un lago del mismo color que las perlas de mei-lan-fan
la favorita de mis miedos
las perlas que mei-lan-fan criaba en la cabeza
para que ciertas noches haya luz
como hoy
que paso por abril
con el alma doblada debajo del sobaco como los estudiantes del alma
por la ciudad sin ojos que no ven a ana
no ve sus pechos frescos que empiezan a asomar
y tiemblen como temblaban entonces
mis siete años de edad
turbados
por tanto clarín desnudo
tanta gloria
tanta desolación
tanta triste alegría
¿qué ser?
¡esos campos de nadie que naides se atrevía a oír!
¡esas primicias como miles de legiones
arrojadas contra uno!
¡esa belleza
conmigo adentro
sin victorias!
¡los carros
las mujeres
los hijos
arrastrados de un país a otro
de tu hermosura a mi agonía!
¡a todo ayer que pasará!
¿y cuando moverás tu bondad o tu desdén para venir a la rue des arts
donde una vez fumé "fontanares"
para retrasar a la muerte?
Apenas vaho sobre el cristal
con ademanes de ceniza, con estelas de niebla,
señala el mayordomo el lugar reservado
a cada uno de los comensales,
y susurra sus nombres con sílabas de ráfaga.
Franz -todos- bebe copas, copas, copas
de un oro ajado, de un resplandor marchito,
una luz madura en otras tierras
diluidas en la memoria.
¿Dónde estarán los compañeros que no ve?
Acaso fueron arrastrados por las aguas de Heráclito
hasta donde el ocaso se remansa y languidece.
Han cesado las risas. Las palabras son ascuas.
Todo es en este instante
desolación, herrumbre, acabamiento.
Huele a manzanas y a membrillos
demasiado maduros.
A través del ojo de buey
Franz contempla los días
que se aproximan navegando.
La ciudad que lo espera le saluda
con sus brazos alzados a las nubes,
enfundados en terciopelo gris.
Paralizado, congelado, el tiempo
va adquiriendo la pátina de estar atardeciendo,
otoñándose sobre el mar,
sobre la muerte, sobre el amor, sobre la música
que se libera, misteriosamente,
de nadie sabe qué prisiones.
Esta música lleva mucha muerte dentro.
El amor lleva dentro mucha música,
mucho mar, mucha muerte.
La muerte es un amor que habla con el silencio.
El amor es una melodía hija del mar y de la muerte:
asciende, gira, enlaza el cuerpo, lo encadena
hasta asfixiarlo despiadadamente.
La nave fantasmal -pero real- navega-
sobre el amor, sobre la muerte
(también sobre el olvido),
y glisa sobre el arpa de las olas,
navega sobre el agua como el laúd sobre la música
(y es que música y mar tienen el mismo origen).
Este mar lleva dentro mucha música,
mucho amor, mucha muerte.
                        Y también mucha vida.
...Y también mucha vida.
No sólo la que testimonia
el hervor de los brazos blanquísimos de las olas
al otro lado del cristal -solar, lunar- del camarote,
sino la que agoniza en el lado de acá.
Abanicos de plumas y de oro  empiezan a girar.
Giran y giran cada vez más vertiginosamente
-acelerando, siempre acelerando-
absorbidos, cautivos, reclamados por bocas abisales,
fraques azules, grises, rumor de besos y batir de alas,
ojos ennoblecidos por las lágrimas,
labios besados hondamente, que por eso
tienen más vida que quitar,
y el giro, el giro, el vértigo del vals,
el del polaco tísico
que escuchaba en la Valldemosa invernal
golpear insistente sobre el suelo la gota de agua.
El vals futuro, felicidad florida
de la dinastía risueña de los vieneses
resucitados cada 1 de enero en los televisores,
supervivientes de un imperio feliz e injusto
que ya no puede ser.
Son absorbidos, chupados, esclavizados
por lo hondo tenebroso. En el embudo
caen y desaparecen gorjeos de las aves
de los bosques de Viena, huéspedes de las ramas
húmedas de los tilos y los abedules,
aroma de grosellas y frambuesas,
de fresas y de arándanos: todos aprisionados
en las redes de escarcha del otoño.
El implacable sumidero
devora tules, sedas, lámparas de luz azulada,
nubes que se suicidan arrojándose
al hueco que termina
en el corazón verde del mar,
en la hoguera sombría y helada de la nada,
en lo fatal, irreversiblemente mudo.
Los invisibles compañeros
contemplan aterrados y desamparados
ese derrumbamiento que acaba en el silencio.
...El silencio que surca el ataúd de caoba.
a sus desvanecidos compañeros.
Con la clarividencia del moribundo
oye su despedida, sus adioses
con voces de violines, de violas, de violonchelos.
Sonaban a diamante y penumbra.
La nave -¿o ataúd?- en que Franz llega,
irremediablemente solo, cabecea sobre las ondas,
las azota su quilla con ritmo sosegado:
-chasquido, pellizcado, pizzicatto sombrío-
entre dos nadas, entre dos nuncas.
...Entre dos nuncas. El recién llegado
contempla el cielo encajonado
entre dos muros, entre dos sombras, entre dos silencios,
entre dos nadas.
Sentado sobre su banco de cemento
saca de su bolsillo unos trozos de pan,
los desmiga. Da de comer a las palomas.
Alberto, un señor de 67 años, oriundo de la ciudad de Mendoza, exjefe de una pequeña vinoteca, vivía solo tras la pérdida de su esposa en un accidente de tránsito.

Era un hombre generalmente tranquilo, aunque muy inestable, con problemas de salud como taquicardia, sudoración y temblores. A menudo sentía un malestar innegable, algo constante que no lo dejaba estar en paz, pero luchaba por mantener la cordura.

Paseaba las calles y plazas de su ciudad repitiendo una frase de María, "Dicen que el tiempo cura, pero nadie te dice cómo se vive sin la mitad de tu alma". Siempre llevaba consigo un reloj de bolsillo, regalo de María, su difunta esposa. No lo llevaba para ver la hora, sino como un recuerdo de su mujer.

Un día fue a visitar a Miguel, un excompañero suyo. Encendió el motor de su Ford Falcon amarillo modelo '81, después de mucho tiempo sin uso y se dirigió a un pueblo a las afueras de la ciudad. La tarde había quedado atrás. La oscuridad había empezado a caer. Pocas luces. Mucha niebla. Ver a distancia era casi imposible.

Durante el viaje, llorando, recordaba a María mientras sonaba Spinetta en la radio, el que solían escuchar juntos.

"Y si acaso no brillara el sol,
y quedara yo atrapado aquí,
no vería la razón,
de seguir viviendo sin tu amor.
Y hoy enloquecido vuelvo,
buscando tu querer,
no queda más que viento".
coreaba entre lágrimas.

Revisando el maletero, buscaba algo, sin saber qué. Encontró una foto de ellos dos junto al mar, pero sus rostros se diluían, como si fueran arrastrados marea adentro. El corazón le latió fuerte. Tanto, que empezó a sentir un dolor agudo en el pecho.

En un momento, se encontró con un camión que venía perdiendo el control, giró el volante y se tiró al costado. Desconcertado y sin ver nada, terminó conduciendo derecho hacia un abismo. Pisó el freno a último momento, pero el auto se arrastró sobre el barro y quedó colgando del borde. Terminó rompiendo el parabrisas, que reflejaba algo ya extinto. Cristales por todos lados, como si hubiera dañado su espejo.

En su mano, el artefacto intacto, funcionaba mejor que nunca. Buscaba a María, atrapada en las agujas de su reloj. Uno que ya no medía el paso del tiempo, sino que repetía lo perdido en laberintos de ausencia.
Todavía marca la hora.
Los minutos.
Los segundos.

7:10 a.m.

La visión se quebró.
Dejando eternos e infinitos fragmentos.

— The End —