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Diana R Jan 2016
Yo lo aceptaba a él. Con sus defectos, con sus virtudes que me envolvían por amor. Con sus locuras que las convertíamos en nuestras aventuras. Lo aceptaba con su mal genio de a ratos. Con su nostalgia incomprensible. Con su manera tan sutil de tranquilizarme. Con esos ratos de enojo. Con lo que según él, arruinaba la relación. Que no era nada, porque para mí, todo era magnífico. Aceptaba su carrera, su distracción y su carácter. Aceptaba lo que hacía y amaba ver que lo hiciera. Su fascinación a verlo hacer eso que ama. Aceptaba todo de él. Porque lo amaba. Porque él me amaba. Porque él me aceptaba a mí. Con todo mi mal humor, con toda mi negatividad. Él me tomaba de la mano, me miraba y me decía que todo estaría bien. Que nada en la vida cambiaría para mal, al contrario, porque estábamos juntos. Juntos ante cualquier adversidad. Juntos para superar todo lo que se nos presentara. Estábamos juntos, aceptándonos y sobre todo amándonos. Porque al final, eso es el amor. El acto de sacrificio en bien de la persona amada...
Cristo dijo que allí donde nos reuniésemos en su nombre, estaría Él en medio de nosotros. No es, pues, extraño que aquella noche misteriosa en que hablábamos de Él con unción cordial, de su inmensa alma diáfana, de su ternura grande como el universo, de su espíritu de sacrificio incomparable, del sabor místico de su caridad, que nos penetra y nos envuelve, Él se presentara de pronto, suavemente, en el corro.

Lejos de sorprendernos, su aparición divina nos pareció natural. Quizá no se trataba propiamente de una aparición; más bien le sentíamos dentro de nosotros; pero la realidad de su presencia era absoluta, imponente, superior a toda convicción.

En vez de turbarnos, experimentamos todos un bienestar infinito.

Cristo nos bendijo y, sonriéndonos, con aquella indecible sonrisa, nos preguntó:

-¿Qué deseáis que os dé antes de volver al padre?

-Señor -dijo Rafael-, deseo que me perdones mis pecados.

-Perdonados están -respondió Jesús, siempre sonriendo.

-Yo, Señor -dijo Gabriel-, ansío estar contigo...

-Pronto estarás -replicó Cristo amorosamente-. Y tú -me preguntó-, ¿qué quieres, hijo?

Iba a decirte algo de mi muerta; pero no sé por qué, al ver la expresión divina de su rostro, comprendí que no era preciso decirle nada; que los muertos estaban en paz en su seno, junto a su corazón, y que todas las cosas que sucedían eran paternalmente dispuestas o reparadas.

-Qué anhelas, hijo? -repitió Jesús, y yo
respondí:

-Señor, ¿qué puedo anhelar, si todo está bien? Yo sólo deseo que se haga en mí tu voluntad...

Cristo me miró con ternura (¡qué mirada de éxtasis!); pasó su mano translúcida por mis cabellos...

Después se alejó sonriendo, como había venido.

— The End —