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VS May 2016
perfura-me os olhos
perpétuo motor da sombra

há tempo o que move esta senda
é o regurgitar do vômito
por obsessiva garganta
de um estômago de Cronos

entremeia com violência o claro e escuro
invalida pupilas uma vez ágeis
até que Sacra Dualidade seja conjunto vazio

e nega dadas respostas e insiste
que são impossíveis questões
num antigo e ébrio laço

encerra o deísmo em ti mesmo
macromania moral macerada em fermento
que tem por Sol os teus olhos

perfura-o pois
e encerra, agora,
suserano da perspectiva
Cantaba.

Cantaba. Y nadie oía
los sónes que cantaba.

Metido por la noche
los hilos teje de su cántiga:
hilos de bronce que son los hilos ásperos de su tedio;
hilos de sangre de su corazón,
hilos de laboriosa araña
-hilos de seda- que es el ensueño que se arrebuja
bajo su melena flava.
Metido por la noche que le rodea
con mallas de silencio, -muelles
sillones de velludo-, mallas
caniciosas como manos queridas
sobre la sien afiebrada:

Cantaba.

Cantaba. Y nadie oía
los sónes que cantaba.

Su voz es como el eco de inauditas
músicas, ni en los sueños sospechadas.

¿Tañer de amorosas guzlas
moriscas? ¿De sacabuches y de flautas
pastorales, y de violas de amor?
O el jadear ciclópeo del órgano
que tientan los dedos o las zarpas
de Bach y Haendel y de Franck? ¿O el prodigio
insólito que logra de la nada
el milagro de la sinfonía
donde no se funden y todas las voces cantan?
Su voz es como el eco de inauditas
músicas ni en los sueños sospechadas:
o de músicas mútilas
urdidas en la propia fábrica
loca, de su cabeza:
porque se mata lo que se ama,
decía -mordicante- el Réprobo:
música supliciada!

Cantaba.

Cantaba. Y nadie oía
los sónes que cantaba.

Ni la selva, ni la noche le oía,
ni tú, ni nadie, ni nada!

¿Le oía el hosco cerco
de la selva cerrada,
cerrada como los oídos
y los caletres de la gente tonta y chata?
Le oyera la selva, le oyera
si a gritos cantara
-tal el viento y al modo de la tormenta:
pero canta muy paso: si -a veces-
su canción es callada,
muda, como los ojos abiertos,
húmedos... que no dicen palabra.
¿Le oyera la noche, de tibias
estrellas colmadas las sienes,
de tibias estrellas estigmatizada?
¿Vestida de ***** suntuoso
le oyera la noche trágica
cuando el vocerío del trueno
y el zig-zaguear de los relámpagos?
¿Le oyera la noche tácita
cuando con paso desfalleciente
cruza sus sendas la luna alunada?
¿Le oyeras tú, la mujer ilusoria
de ojos sombríos y boca macerada?

Ni la noche, ni la selva le oía,
ni tú, ni nadie, ni nada!

Cantaba.

El mismo no se oía
la canción que cantaba.
cúbrete el rostro
y llora.
Vomita.
¡Sí!
Vomita,
largos trozos de vidrio,
amargos alfileres,
turbios gritos de espanto,
vocablos carcomidos;
sobre este purulento desborde de inocencia,
ante esta nauseabunda iniquidad sin cauce,
y esta castrada y fétida sumisión cultivada
en flatulentos caldos de terror y de ayuno.

Cúbrete el rostro
y llora...
pero no te contengas.
Vomita.
¡Sí!
Vomita,
ante esta paranoica estupidez macabra,
sobre este delirante cretinismo estentóreo
y esta senil orgía de egoísmo prostático:
lacios coágulos de asco,
macerada impotencia,
rancios jugos de hastío,
trozos de amarga espera...
horas entrecortadas por relinchos de angustia.
-Estábamos en el paraíso. En el paraíso no ocurre nunca nada. No nos conocíamos. Eva, levántate.

-Tengo amor, sueño, hambre. ¿Amaneció?.

-Es de día, pero aún hay estrellas. El sol viene de lejos hacia nosotros y empiezan a galopar los árboles. Escucha.

-Yo quiero morder tu quijada. Ven. Estoy desnuda, macerada, y huelo a ti.

Adán fue hacia ella y la tomó. Y parecía que los dos se habían metido en un río muy ancho, y que jugaban con el agua hasta el cuello, y reían, mientras pequeños peces equivocados les mordían las piernas.
Me encontraste en la orilla de la vida,
menta oscura y balsámica,
sumisa, malherida golondrina.

Venías de la luz, broncíneo arcángel
que trae la miel, el óleo, el sueño puro,
el laúd ovidado por mi ángel.

No alcé mi grito ni el perfume triste
de las hojas, gavilla macerada,
pero, Destino, con la mirada del amor me viste.

Sabes la claridad que me ofrecías,
la llama que brotaba de tu mano,
el mensaje celeste que traías.

Luego, en punzante trenza de alaridos,
nos rodearon los vientos enconados
y el arcángel y yo fuimos heridos.

Como eres fuerte, ni el dolor te arredra,
soy amorosa y dócil. En ti sigo,
menta, desesperadamente hiedra.

— The End —