En la penumbra de mi cuarto, preso de mi pensamiento me veo naufragar en la marea de mis sábanas.
En la tempestad ¡grito! pero me contesta solo el silencio, que retumba profundo y distante, por las paredes de mi cráneo y los laberintos de mi córtex.
Me encuentro varado, el incesante insomnio arremete los costados de mi navío, arrullándome al son de una hipnagógica sonata.
Me acompañan ahora mis temores, mis escenarios ilusorios y conversaciones febriles, quienes juntos y como si de un sacrificio se tratase, me atan al mástil de mí Yo que naufraga.
Ascienden las olas, desciende el crepúsculo, y las estrellas, únicas testigos de la triste escena, ven su luz opacada por el destello lejano de un faro perenne.
Al menguar la tormenta diviso a la distancia, allí donde la fábrica del cielo converge con el horizonte, una isla de apacible calma en medio de tanta inmensidad.
El oleaje pilota los vestigios de mi barco hacia la orilla, donde me recibe una sábana de piedras diminutas que recubren el suelo.
El lugar exhala una armonía apacible, inherente a los cementerios y bibliotecas.
Un lugar donde el tiempo se postra a descansar, asilo para todos los expatriados de la realidad que buscan refugio de los flagelos de la vida.
He atracado sin lugar a duda en el mundo de los sueños, y por un momento me olvido del naufragio, me olvido del insomnio y de aquella prístina obscuridad de mi estancia que cada noche, con recelo me envuelve.