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¿te molesta que roa tu techo,
tu silencio?

Pero dime
-si puedes-
¿qué haces,
allí,
sentado,
entre seres ficticios
que en vez de carne y hueso
tienen letras,
acentos,
consonantes,
vocales?

¿Te halaga,
te divierte
que te miren,
se acerquen,
Y den vueltas y vueltas
antes de permitirles
echarse,
como un perro,
en tus páginas yertas?

Podrá tu pasatiempo ser harto inofensivo;
pero alguien que posee los dientes más prolijos,
más agrios que los míos,
al elegir la víscera que ha de roerte un día
-si es que ya no se aloja en una de tus venas-,
torna estéril y absurdo
ese fútil designio de escamotear la vida.

Allí están las ventanas
que te dan un pretexto
para abrir bien los brazos.

Asómate al marítimo
bullicio de las calles.

¿No oyes una sirena que llama desde el puerto?...
Sebastian Daneri Jul 2017
Tengo un vacío enorme en el pecho,
hambriento como buzón de sugerencias.
Y no quiero hacer nada.
Echarse a morir es terapéutico.
Buitres en la azotea, niños hurgando en basureros.
La última vez que hablé con alguien
ninguno de los dos estaba prestando atención.
A veces no quiero ser nada.
Para ti, vocecita de lector (que suena como tú
y habla como yo), son estas letras vagas
llenas de la sabiduría que otorga el sufrir
y el amar profundamente:
si te digo que la vida pesa lo mismo que pesa
un elefante de Dalí,
¿creerías en mí?
Sería la poesía un asunto académico
si vivir no fuera de dominio público.
Pero yo no quiero hacer nada.
Como disculpándose me abraza
la primera derrota del día
y al salir se le olvida
cerrar la puerta.
Hasta luego, poeta.
Hoy no quiero ser nada.
Si te despiertas a las dos, ahogándote con tu propia saliva, y das un brinco en la angustia y jalas aire desesperadamente, mortalmente, y vuelves a la vida, no al sueño, porque ya
no puedes dormir, y te quedas pensando como una hoja que piensa en el viento, y te acuerdas de Poe, que dicen que murió de su propio vómito en una borrachera, en una madrugada, en una calle, solo,
ahogándose, el pobre de Edgar Alían Tremens, agarrándose el cuello, crispándose todito, dando el zapotazo con la cabeza sobre el pavimento; te levantas, te sientas a la orilla de la cama, sientes frío,
te cierras bien el suéter, te vas a la cocina, haces café, estás agradecido.

Sobre el refrigerador la pecera vacía ya no tiene al príncipe encantado, o la princesa, que dormía con los ojos abiertos en el agua. Recuerdas cómo abría su boca para pedirte alimento
o para contarte su silenciosa historia. Amaneció flotando un día, como un pez de colores, y fue depositado bajo las yerbas del jardín para que lenta, verde agua, se evaporara.

Sólo «Pujitos» y las moscas, el perrito lanudo mueve la cola, se despereza, se aproxima, te pide su salida a la calle, pero comprende que es de noche y vuelve a echarse.
El gato no molesta y sigue durmiendo con sus tres niños de pecho que la semana pasada,
de pronto lo hicieron gata.

Se asoman las mujeres que perdiste, las que te engañaron, aquella que te dijo «yo soy tu harén».

Habías visto en la oscuridad los dos féretros en la misma tumba, el rostro quebrado de tu hijo, y ahora, la reciente, ¿cómo se estará cocinando en su cajón la dulce, la pensativa Rosario?

Las elecciones, la televisión, los poetas, los macheteros de la fábrica, la operación de Julio, habrá tiempo para dormir, las palabras, las imágenes.

Un coche escandaliza, pasa, ladran, dejan limpio el silencio. ¡Al abordaje, pues: las sábanas!
Tendido sobre el lecho veo allá lejos, mis pies.
Si, yo soy este largo animal fatigado que reposa.
Yo soy yo hasta esos dedos retorcidos e inútiles de allá abajo.
Este es mi cuerpo. Este es mi animal.

Yo le busco el manjar preferido, cuando tiene hambre.
Cuando tiene sueño, le permito echarse a dormir.
Ah, sí, lo nutro, lo abrigo, lo defiendo celosamente,
porque es mi animal.

Y aunque a veces trata de imponerme extraños caprichos,
y se releva contra mí si le cierro la puerta,
yo amo pacientemente este largo animal saludable,
este gran macho que suda y ronca mientras yo sueño.
¡Mañanitas de octubre,
después de haber llovido!

Ganas de desnudarse

en mitad del camino
y de echarse a volar
sobre los verdes trigos...

— The End —