Una corriente de brazos y de espaldas
nos encauza
y nos hace desembocar
bajo los abanicos,
las pipas,
los anteojos enormes
colgados en medio de la calle;
únicos testimonios de una raza
desaparecida de gigantes.
Sentados al borde de las sillas,
cual si fueran a dar un brinco
y ponerse a bailar,
los parroquianos de los cafés
aplauden la actividad del camarero,
mientras los limpiabotas les lustran los zapatos
hasta que pueda leerse
el anuncio de la corrida del domingo.
Con sus caras de mascarón de proa,
el habano hace las veces de bauprés,
los hacendados penetran
en los despachos de bebidas,
a muletear los argumentos
como si entraran a matar;
y acodados en los mostradores,
que simulan barreras,
brindan a la concurrencia
el miura disecado
que asoma la cabeza en la pared.
Ceñidos en sus capas, como toreros,
los curas entran en las peluquerías
a afeitarse en cuatrocientos espejos a la vez,
y cuando salen a la calle
ya tienen una barba de tres días.
En los invernáculos
edificados por los círculos,
la pereza se da como en ninguna parte
y los socios la ingieren
con churros o con horchata,
para encallar en los sillones
sus abulias y sus laxitudes de fantoches.
Cada doscientos cuarenta y siete hombres,
trescientos doce curas
y doscientos noventa y tres soldados,
pasa una mujer.