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Diana R Jan 2016
Yo lo aceptaba a él. Con sus defectos, con sus virtudes que me envolvían por amor. Con sus locuras que las convertíamos en nuestras aventuras. Lo aceptaba con su mal genio de a ratos. Con su nostalgia incomprensible. Con su manera tan sutil de tranquilizarme. Con esos ratos de enojo. Con lo que según él, arruinaba la relación. Que no era nada, porque para mí, todo era magnífico. Aceptaba su carrera, su distracción y su carácter. Aceptaba lo que hacía y amaba ver que lo hiciera. Su fascinación a verlo hacer eso que ama. Aceptaba todo de él. Porque lo amaba. Porque él me amaba. Porque él me aceptaba a mí. Con todo mi mal humor, con toda mi negatividad. Él me tomaba de la mano, me miraba y me decía que todo estaría bien. Que nada en la vida cambiaría para mal, al contrario, porque estábamos juntos. Juntos ante cualquier adversidad. Juntos para superar todo lo que se nos presentara. Estábamos juntos, aceptándonos y sobre todo amándonos. Porque al final, eso es el amor. El acto de sacrificio en bien de la persona amada...
Alguna vez hubo una dicha. El hombre
aceptaba el amor y la batalla
con igual regocijo. La canalla
sentimental no había usurpado el nombre

del pueblo. En esa aurora, hoy ultrajada,
vivió Ascasubi y se batió, cantando
entre los gauchos de la patria cuando
los llamó una divisa a la patriada.

Fue muchos hombres. Fue el cantor y el coro;
por el río del tiempo fue Proteo.
Fue soldado en la azul Montevideo

y en California, buscador de oro.
Fue suya la alegría de una espada
en la mañana. Hoy somos noche y nada.

— The End —