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Será en azul mañana. Lejos, habrá una estrella,
Muy lejos, entre nubes rosadas, al oriente.
Después vendrá la Pálida. «¡No!» le diré, mas ella,
Furtiva y en silencio, me besará en la frente.

En la aldea y el campo comenzará la vida.
A la escuela los niños pasarán. De la calle
Vendrán llegando voces de gente conocida,
Y al són de las esquilas irá el rebaño al valle.

Azul, azul el cielo. Por la ventana abierta,
Las ruedas de los carros se oirán por los caminos;
Y se verá en el llano, que ante la luz despierta,
Alzarse lento el humo de techos campesinos.

Será entonces el tránsito. Cadencia, incienso, nube,
Ascensión hacia mundos de luz y eternas galas.
Será entonces el tránsito, con todo lo que sube,
Trino, y alma de flores y palpitar de alas.
Que vuestros vivos astros, desde el cielo sereno,
Oh Dióscuros, protejan de riesgos al divino
poeta que va a Grecia, desde el sonar latino,
a ver brotar las Cíclades en el azul heleno.

Que soplo bonacible, de suave aroma lleno,
infle, y el leve Yápigo, por seguro camino,
la vela de la nave sobre el mar cristalino,
y la empujen a playa de hospitalario seno.

Por entre el archipiélago do el delfín al sol brilla,
conducid del mantuano cantor la frágil quilla;
hijo del cisne, préstale luz en su ruta nueva.

La mitad de mi alma va en la nave que zarpa,
y por el mar sagrado, do Arión cantó en su arpa,
al suelo de los Dioses al gran Virgilio lleva.
Para mi canto quiero verso alado,
Verso como un aroma que se exhala
Cual de flor irreal, en un callado
Jardín de otoño, y con temblor de ala.

Verso con suavidad de terciopelo,
Ritmo que me conoce entre la sombra,
Que ondula en calma, en armonioso vuelo,
Y que cantando en el azul me nombra.

Un verso como arrullo en confidencia,
Luz muy lejana que vivaz no arde,
Dulce canto en la noche de la ausencia,
Gris del alba y tristeza de la tarde.

¡Pero imposible y vanidoso anhelo
Del alma del poeta soñadora!....
¡Desde la tierra, resplandor de cielo
La Musa mira, y en silencio llora!
Cómo gozo en recordar
-Y las recuerdo mil veces-
Aquellas tus timideces
Que al fin te enseñé a olvidar.

Cuando contigo me uní
Era al par de nuestro amor
Un encanto tu pudor...
¡Y ya perdido! ¡Ay de mí!

Ahora tu cuerpo todo
Desnudo, cambias camisa,
Y a mí te enlazas aprisa...
Antes era de otro modo;

Porque tímida mujer,
La luz miedo te infundía,
Y, casta, no te podía
Toda entera poseer.

Y te decía anhelante,
Mi cuerpo una llama viva:
«No serías tan esquiva
Si tú me amaras bastante».

Y tu beso pudoroso
Buscaba con ansia rara,
Para que le contestara
Al beso mío goloso.

Antes, entre riña y riña,
Adorable y seductora,
Cedías al fin. Ahora
Cómo echo menos la niña

Que de su pudor esclava,
Y encendida de sonrojos
¡Noches aquellas! los ojos
Con el brazo se tapaba.
La galana primavera
Por los campos regará
Rosas, lirios y caléndulas...
          Pasaré; tú sonreirás.

El estío, cielo y tierra
De fulgores cubrirá;
En la selva se oirán cánticos…
          Sonreiré: tú me amarás .

El otoño a nuestras almas
Su tristeza llevará;
Rodarán las hojas pálidas...
          Te amaré; tú sonreirás.

Con sus noches sin estrellas
El invierno al fin vendrá.
Soplarán heladas ráfagas...
          Yo me iré; tú llorarás.
Un día Juan, el soñador de Patmos,
el creador de las visiones hórridas,
que en el sombrío muro del abismo
leyó palabras que al mortal asombran,

Dijo a su Águila: «Elévame en tus alas,
Que quiero ver de Jehová la gloria».
Y cruzó los espacios. Y los cielos
al fin se abrieron a su vista absorta.

Y se asomó al abismo en que golpean
de la insondable Eternidad las olas,
y nada columbró... Todo era noche...
¡La grandeza de Dios formaba sombra!
De mi corpiño, una noche,
Robó una rosa fragante,
y de rubor al instante
Mi semblante se cubrió.
Fingiendo enojo le dije:
«Es robar acción odiosa»;
Mas si me pide la rosa
Le habría dicho que no.

Después, atrevido siempre
-No he vuelto aún de mi asombro-
La mano puso en mi hombro
y en la boca me besó.
Tras riña de enamorados
Sonreí, pero confieso
Que si me pide ese beso
Le habría dicho que no.

En amor es tontería
El pedir, porque es sabido
Que es mejor que lo pedido
Lo que el amado tomó.
«No pedir»; eso es lo cuerdo;
«Tornar»; eso es lo sensato,
y así se evita el mal rato
De estar diciendo que no.

Pero digo tonterías,
Que en lenguaje claro y breve,
Algo hay que pedirse debe,
y que no he de callar yo.
Si como esposa me pide
Aquel que mi pecho adora,
Debe saber desde ahora
Que no le diré que no.
Limpio luce el corredor
De la casa en el camino.
En cada jaula hay un trino
Y en cada taza una flor.

En festones, del alar
Cuelga verde enredadera.
Aquí todo es primavera,
Todo invita a reposar.

En el cielo, leves tules;
Rosa y oro la mañana.
¡Qué bellas en la ventana
Las campanillas azules!

Una dorada ilusión
Se fue volando, volando...
¡Corazón que estás llorando,
Descansa aquí, corazón!
Francisco encaminábase a Perusa
y así le hablaba al compañero:

                                              «Hermano
León, oveja del Señor: si el fraile
Más humilde, los nombres de los astros
Todos supiera; y la virtud oculta
Lograra descubrir, con don arcano,
De las piedras, los árboles y el agua;
y entendiera el idioma de los pájaros,
Lo que hablan los insectos y las fieras
y las greyes que pastan en los prados,
Sabe que en eso no hay completa dicha».

y prosiguió después:
                                      «Óyeme, Hermano
León, oveja del Señor: si el fraile
Más humilde, las lenguas que se hablaron
y se hablan en el mundo comprendiera;
Si la ciencia que guardan los Sagrados
Libros su mente atesorar lograra,
y pudiera leer lo que los Santos
y los ángeles piensan en el Cielo,
y pudiera leer todo lo arcano,
Sabe que en eso no hay completa dicha».

y prosiguió después:
                                      «Óyeme, Hermano
León, oveja del Señor: si el fraile
Más humilde, pudiera al solo tacto
De las manos curar a los leprosos;
y sanara a los cojos y los mancos,
y a los ciegos la vista les volviera;
y si, la Ley Divina predicando,
Ablandara los duros corazones
Que viven en la sombra del pecado,
y a los infieles convirtiera a Cristo,
Que a todos abre los amantes brazos,
Sabe que en eso no hay dicha completa».

y prosiguió después:
                                      «Óyeme, Hermano
León, oveja del Señor: si turba
Hostil surgiera y nos cerrara el paso
Cuando a Perusa entremos, y de pronto
Hiciera de nosotros vil escarnio;
Luego nos arrancara las capuchas,
A los sayales nos lanzara fango,
Y después, bajo piedras y garrotes
En el arroyo exánimes quedáramos,
Tan sólo en eso habrá completa dicha».

Así decía, y se detuvo el Santo
En mitad de la cumbre. Desde el Catria
El sol iluminaba el hondo espacio.
El rumor del torrente no se oía,
Ni de las aves en el bosque el canto.

Y para Fray León aquel silencio
Fue una pregunta en la quietud del campo;
y tranquilo y humilde, hacia el Maestro
Alzó los ojos y le dijo: «¡Vamos!»
Su vuelo el Caballero para en la bullidora
espuma, ya vencidos el monstruo y la Medusa;
manando baba y sangre, entre mezcla difusa,
lleva asida a la virgen, rubia como la aurora.

Sobre el corcel divino, que entre la mar sonora
piafa, salta y relincha, y proseguir rehúsa,
a la Amada coloca, que en sus brazos, confusa,
a su vez le sonríe, y se lamenta y llora.

La abraza. El agua inquieta, bajo la luz radiante,
los envuelve. Ella, en tanto, en la grupa guarece
sus bellos pies, que huyendo besa una ola errante.

Más Pegaso, al azote de una onda, irritado,
se alza al oír el grito del Héroe, y estremece,
de un salto, con sus alas, el cielo deslumbrado.
Una canción con tres notas
He compuesto para ti.
Con sólo un dedo la toco;
Óyela,  cerca de mí,
y si la encuentras muy tonta,
Me lo dirás. Hela aquí:

Amo a una niña, bella, muy bella.
«¿Por qué, pregunta, celoso estás?
Soy fiel, lo sabes. Y a ti te amo,
                              A ti no más.

»¿No amarte? Pero... ¡si es imposible!
porque yo creo que no hay mortal
cual tú más fino, suave, ingenioso...
a ti en la vida no hay nadie igual.

»No tengas miedo. Te amo a ti solo;
a ti tan sólo yo puedo amar.
Hacerse el tonto ¡cómo es de feo,
y por celoso verte rabiar!»

ES cierto, es cierto. La creo mía.
no ha sido débil su corazón
ni es atrevido. y es fiel, sincera ...
mas muchas veces en mi aflicción

Me he dicho: Existe sin duda otro hombre
Que, más perfecto que yo, vendrá
Hacia nosotros, y estaré triste,
Cuando él, risueño, feliz será;

El gusto de ella lo tienen pocas;
Ciega, por eso, va mi razón,
y estoy celoso, y honda amargura
siento en el fondo del corazón.

En ardiente frenesí,
en amante desvarío,
esta es la canción, bien mío,
que he compuesto para ti.
Por los campos silenciosos del Ensueño,
Tapizados de albas rosas y albos lirios,
Por praderas de albos lirios y albas rosas
Va flotando vaporoso el sueño mío.

Es un sueño que se aleja... que se pierde
En las vagas claridades del camino,
Y de nuevo se presenta ante mis ojos
Con fulgores de ignorados paraísos.

Es mi sueño, la visión radiosa y pura,
La que canta dulces cantos a mi oído,
Y parece blanco lirio o blanca rosa,
Confundida con las rosas y los lirios.
Me escribiste ayer tarde dos hojas solamente.
¿Estarás tan contenta que me olvides así?
Sin duda te fatigas y ves a mucha gente;
Repósate. Y escríbeme. Y piensa siempre en mí.

Y tu vestido nuevo no te lo pongas tanto;
Que bien te va. Celoso no soy, y nunca fui.
Puede el aire dañártelo. ¿Para qué nuevo encanto
A tu belleza? Guárdalo para ti y para mí.
He bebido tu carta con febril impaciencia.
Y tú, cuando estas líneas recibas, estarás
en un grupo dichoso. Y entre la concurrencia,
«Léela pronto», un amigo junto a ti te dirá.

Y en tanto, abanicándote con mi carta cerrada,
y viendo el sobre apenas, distraída tal vez,
dirás, no interrumpiendo tu charla comenzada:
«No es nada, sí... no es nada. La leeré después».
Dices que mucho reíste
En el baile en que estuviste;
Que reíste hasta el exceso,
Y supones que por eso
Ahora me encuentro triste.

La pena que me contrista
Dejar quisiera al momento;
Es verdad que pena siento...
Dices que soy egoísta
Y que lo hiciste de intento.

Mi dolor has acechado
En mis ojos, anhelante.
Si contento hubiera estado
No te habría yo observado
Tan dichosa en este instante.
Quizá una vez en tu balcón sentada,
De las estrellas a la luz dudosa,
Lejos, entre la noche silenciosa,
Un grito oirás cual queja desolada.

Si en tu jardín vagando, dulce amada,
Sobre una fresca y encendida rosa,
Una lágrima miras temblorosa,
En tus cabellos pon la flor preciada.

Pensarás que esa gota es de rocío,
y es lágrima de oculto sufrimiento,
Es gota del raudal del llanto mío;

y aquel grito no fue rumor del viento,
Soy yo... que muero, y al morir te envío
Mi último beso y mi último lamento.
De viaje, cuántas veces de un tren en la fatiga,
Sin que oigamos al lado ninguna voz amiga,

O cuando despertamos al alba, de repente
Un remoto recuerdo destella en nuestra mente,

-Recuerdo que dormía desde tiempo lejano;-
Y cerramos los ojos, con la frente en la mano,

Y del pasado entonces, al dulce sortilegio, Pensamos:
«Fue en un baile, y en años de colegio»;

Después, versos o cartas; y después la partida...
¡Y nunca, desde entonces, la vimos en la vida!

O en un tren de provincia: primero, indiferente
Nos respondía, y luego, jovial y sonriente;

Y al separarnos, mientras el tren se iba alejando,
Recordábamos que ella nos preguntó: «¿Hasta cuándo?»

Y no volvimos nunca...
Quizá fue junto a un río
Cuando en campestre jira,
y en tarde azul de estío

Nos dijo: «¡Siempre... siempre!» Fue un despertar de gloria...
Mas sólo su sonrisa nos queda en la memoria.
Triste adiós de un pañuelo. Suave presión de mano
Como una ardiente y muda promesa junto a un piano;

Virgen de los primeros amores, fugitiva
Visión, que no sabemos si estará muerta o viva;

Reja donde una novia, por entre madreselvas,
Nos decía una noche llorando: «Cuando vuelvas»...

Amada que en los tiempos de pubertad divina
Vestías un sencillo traje de muselina,

Y que a una margarita, sin sospechar engaños,
Pedías el secreto de tu amor de quince años;

Flores que con sus lágrimas de adiós humedecidas
Nos dio, diciendo: «¡Guárdalas, pero si no me olvidas!»

Beso de boca amada que duerme ya en la sombra,
Y al través del recuerdo parece que nos nombra;

Carta ya amarillenta que encontramos un día,
Donde cada palabra sollozo parecía;

Perfume que era el suyo, retrato desteñido...
¡Oh Pasado! ¡Oh recuerdos... «Lo que pudo haber
sido»!
Su veste era de tul con albas rosas,
y eran sus labios como rosas pálidas,
y eran sus labios Fríos,
Eran fríos y azules como el agua
que sueña en el silencio de los bosques.

El mar Tirreno, con cadencias lánguidas,
Arrullaba su vida,
que se esparcía en pétalos al aura.

Moría dulcemente,
Los blancos pies en cruz... Cuando cantaba
El cristal de su voz sangrar hacía
El corazón, al evocar la patria.

Un férreo brazalete, con su nombre.
Que era blancura y suavidad, llevaba
Siempre en el grácil puño, y parecía
La argolla del destierro en dura playa.

Moría en un perfume de heliotropo,
Fijos los ojos en las velas blancas
Que se alejaban lentamente, sobre
El agua azul de la dormida rada.

Moría en el otoño... con las hojas...
y era como una música lejana,
Como doliente música
Que en armonías trémulas se apaga.
Annia regilla yace bajo esta blanca losa.
De la rubia Afrodita con sangre fue formada
esta hija de Eneas por Herodes amada.
Compadécela. Ha muerto feliz, joven y hermosa.

La sombra cuyo cuerpo divino aquí reposa,
en la mansión del Príncipe de la Isla Fortunada,
piensa en el tiempo en que ella se encuentra separada
del amor de los suyos por la Parca celosa.

Con el recuerdo vivo de quien fue su tesoro,
el Esposo angustiado solloza, y atormenta
la púrpura sin sueño de su lecho de oro.

Mas no llega, y el alma de la adorada, en tanto,
esperándolo , sigue volando, y se lamenta
en torno al ***** cetro que empuña Radamanto.
De pintor ignorado, tal vez santafereño
Discípulo de Vásquez, borrosa, amarillenta,
Se ve la tela antigua, de artístico diseño.
En el marco, una cifra: 1680.

Es retrato de dama. Negros ojos, risueño
El labio, nariz fina. Veinte años aparenta.
Abstraída parece como en lejano ensueño,
En un lejano ensueño que luz de luna argenta.

¿De un Oidor fue la hija? ¿Fue de un Oidor amada?
Las noches coloniales, todo el pasado, un mundo
De leyendas desfila, como en visión soñada;

Y una canción se escucha, cadente y dolorida,
Mientras se riega, pálida, desde el azul profundo,
La luz de las estrellas en Santa Fe dormida.
Cuando caigan las hojas y vayas
Al camposanto mi cruz a buscar,
En medio de flores
y en humilde rincón la hallarás.

Para que adornes tus rubios cabellos
y formen diadema de amor,
Coge, bien mío, las flores,
Las flores nacidas de mi corazón.

Esas flores son todos los versos
Que pensé a tu lado, pero no escribí;
Las palabras de amor y ternura
Que nunca mi labio te pudo decir.
Si vienes algún día a mi tristeza,
Ya que mi corazón te espero en vano,
Deja que en tu hombro incline la cabeza
Y suavemente estréchame la mano.
Sueños de entonces? Pétalos caídos
¡Plumas que ya volaron de los nidos!

La gris melancolía de la tarde,
Del cielo al campo a descender empieza.
Una pálida estrella lejos arde...
¡Así el recuerdo tuyo en mi tristeza!

Y aunque la noche va borrando el día,
Algo dice en el alma: «¡Todavía!»

De los naranjos a la grata sombra
Se oían de un violín gemir las cuerdas:..
La misma voz lejana que hoy te nombra,
Y parece decirte: «¿No te acuerdas?»

Voz que cantaste en cármenes risueños:
¡Haz revivir los olvidados sueños!

¿Soñar?... Soñemos arabos. Al mirarte
Se encienden en tu faz vivos sonrojos,
Como cuando en los labios al besarte,
Cerrabas, toda trémula, los ojos.

Ojos, de mi ilusión casto embeleso,
¡Siempre cerrados al sentir mi beso!

Me contarás mientras la noche avanza
Lo que un tiempo feliz «pudo haber sido».
Tal vez sonría entonces la esperanza,
Y el antiguo dolor quede dormido.

«¿Pudo haber sido?»... ¡Lo que fue, no existe!
¡Fue! ¡Lo más doloroso y lo más triste!

Si vienes... Sí vendrás. Tu leve paso
Franca hallará la conocida puerta.
Aún hay néctar para tií en el vaso,
Y el alma que durmió, ya está despierta.

Y al evocar nuestros felices días,
Los ojos cerrarás como solías.

Y sin que haya en los labios un reproche,
Mientras la luna es halo de las palmas,
En el silencio habrá, bajo la noche,
La conjunción celeste de dos almas.


Almas errantes, bajo torvo ceño...
¡Juntas al fin en el azul de un sueño!

En rama que no alegra ya un retoño
Sus flores abre al sol la enredadera,
Y es más hermosa la ilusión de otoño
Cuando le dice al corazón: «¡Espera!»

Puede haber una estrella en las neblinas,
Y alguna rosa en el jardín en ruinas.
Entre el zarzal y la caverna
El Cura marcha a paso lento,
Conduce el Santo Sacramento
Al enfermo de la taberna.

De profunda y negra cisterna,
Como bostezo, sale el viento.
Entre el zarzal y la caverna
El Cura marcha a paso lento.

Como quieto en su marcha eterna
Refulge un astro macilento
En el oscuro firmamento,
y presta oficio de linterna
Entre el zarzal y la caverna.
Pálida, soñadora, y el aire misterioso,
A la luz de la luna que el canal ilumina,
La rubia Dogaresa, junto a su viejo esposo,.
La flor de sus veinte años sobre el balcón reclina.

Piensa en aquel apuesto doncel de la Embajada
De Pisa, siempre airoso con su luciente manto,
Que, de tarde, en San Marcos, espera su llegada,
y el corazón le turba con un secreto encanto.

Más digna de su raza, para el orgullo alienta;
y no dejará nunca que el deshonor deslustre
Los timbres de su escudo, que sin mancilla ostenta
El gonfalón glorioso de la ciudad lacustre.

La luna vierte pálido fulgor, y a la distancia
Se oyen de gondoleros las notas argentinas,
Mientras que pasa el viento regando, con fragancia,
Sobre la azul laguna rumor de mandolinas.
De pobres techos pajizos
Ya Santa Fe no es aldea.
Ya las primeras mujeres
Llegaron de hispana tierra,
Con ellas el trigo.
                                    Elvira
Gutiérrez! Tus manos bellas
Que en Sevilla antes bordaban
Lienzos para las iglesias,
Aquí el primer pan hicieron
Que lució en humildes mesas
De bravos cuyo descanso
Era vigilar y guerra.

Todo ha cambiado. Campiñas
Cercanas ya son dehesas.
El trigo en espigas blondas
Al lado del Funza ondea.

Toros, vacas y caballos
Pastan con cabras y ovejas,
Y en torno de los bohíos
Los indios en vez de flechas
La esteva de los arados
Tras de tardos bueyes llevan.
Vegas que el río inundaba
Ya son verdes sementeras,
Y conduciendo rediles
El cuerno en las tardes suena,
Mientras que toque de esquila,
Lentamente entre la niebla,
Se oye en «El Humilladero»
Sobre inclinadas cabezas.

En vez de chozas se alzan,
Con piedras llenando grietas,
Junto a espadañas humildes
Casas de tapia y de teja;
Y ojos negros y radiantes
Asoman detrás de rejas
-Con monogramas de hierro,
Muy altas y sin vidrieras-
Esperando la sonrisa
Y la gentil reverencia
De segundones hispanos
Que a esta altiplanicie llegan
Con blasón y con espada
Y con sonantes espuelas,
Y con la bolsa vacía
Pero con el alma llena
De esperanzas en los cofres
De ricas encomenderas.

Aquiminzaque ya ha muerto
En carnicería horrenda
De caciques.
                            En la plaza
Sus brazos la horca eleva;
Por las calles, entre júbilo,
El Sello Real la Audiencia
Condujo en caballo blanco
Sobre gualdrapa de seda,
Los oidores yendo en torno
En el brazo la rodela,
Y acero en alto. En regiones
Apartadas sangre riega
La codicia. Tiende en brazos,
Que sayal de tosca tela
Encubren, el crucifijo
Pidiendo amor y clemencia,
Pero en vano: todo cae
Cual muros ante piquetas.
En la casa del Marqués
De San Jorge gran sarao.

Ya en salones y retretes
Se encuentran los convidados,
Mientras el Marqués aguarda,
Gentil y apuesto vasallo.
Abajo de la escalera,
De «La Jerezana» al lado
Al Virrey, que precedido
Por lucientes candelabros
Va subiendo. De los muros,
Entre telas de Damasco,
Cuelgan cuadros del insigne
Gregorio Vásquez Ceballos;
De Oidores y bellas damas
Amarillentos retratos;
En marcos de plata, espejos
Que opacan lentos los años;
Y panoplias, que recuerdan,
Entre brumas del pasado,
La gesta de la Conquista
En cumbres, selvas y llanos.
Con casacas de anchas faldas,
Largos chalecos bordados,
Blanco calzón, blanca media,
Y áurea hebilla en el zapato,
Departían con las damas
En los lucientes estrados,
Nariño, Torres, Vergara,
Zea, Acebedo, Camacho,
Salazar, Ulloa, Prieto,
Gutiérrez, Ayala... cuantos
Prez fueron de la Colonia
Por sus virtudes y rango,
Y que después muchos de ellos,
Desde ensangrentados bancos
Dejaron eternos nombres
En nuestros anales patrios.

Cuando esa noche Nariño
Salía para el sarao,
Corno envío misterioso
Recibió un libro. Al acaso
Leyó párrafos y líneas,
Y más líneas y más párrafos;
Y al avanzar la lectura,
Sentía alborozo extraño
Hasta que llegó al capítulo
En la margen señalado:
«De los Derechos del Hombre»...
Lo leyó con ojos ávidos;
Y después, meditabundo,
Y en gruesa capa embozado
Al sarao fue. La niebla
Más ***** hacía el espacio.
Sombra y niebla... Niebla y sombra
En las tinieblas ni un astro....
Y entre esa noche cerrada,
Nariño va cabizbajo.
«El hombre es libre, decía,
No ha nacido para esclavo».
Y en medio de aquella sombra
En que sonaban sus pasos.
El desenlace fue así:
Venía la madrugada
Cuando triste y desolada
Los ojos volvió hacia mí...
Venía la madrugada.

En las ansias de la muerte
Debatíase angustiada.
Quedó al fin su brazo inerte...
Venía la madrugada.

Anochecía en sus ojos,
y con voz entrecortada
La llamé en vano de hinojos...
Venía la madrugada.

Lejos se oía un cantar,
Melancólica tonada
De marinos sobre el mar...
Venía la madrugada.

Como nívea flor tronchada
La cabeza doblegó.
Venía la madrugada...
y fue así como murió.
Segábamos dichosos. Tus quince años
eran primavera quince rosas.
De hojas se despojaban los castaños.
Cielo azul, clara fuente, y mariposas.

Segábamos. Tu boca, a los fulgores
del sol, era más bella y escarlata.
Reían, al pasar, los segadores
viento tu siega , con tu hoz de plata.

«¡Mira! ¡Cuántas gavillas ha segado!»
Me decías. Tu voz era dulzura.
Feliz te miraba, en el rosado
y azul atardecer en la llanura.

Y seguimos segando. Sonreía,
alegre y bella, era un encanto verte...
...yo sigo entre la siega de la vida,
y tú... segando yaces por la muerte.
¡Alta selva, morada de la sombra!
Cual se solaza el alma en tu frescura,
Sobre tu muelle alfombra,
Bajo tu dombo inmenso de verdura.

En ti el génesis late, en ti se agita
La savia creadora;
Eres arpa salvaje, vibradora,
Donde la vida universal palpita.

Los árboles, pilastra de tu arcada,
Se retuercen leprosos,
En la inmensa hondonada;
Y muestran vigorosos
Sus blancas barbas, que remece el viento,
Cual guerreros pendones
De gigantes en ancho campamento.

Y el río entre los antros pavorosos
Donde ruedan las aguas turbulentas,
Al chocar en los altos pedrejones
Salta en recios turbiones,
Y ruge cual si fuera las Tormentas
Cabalgando en los negros Aquilones.

En la orilla, debajo de las frondas,
Se ve el plumaje de las garzas blancas
Y allá, del pasto entre las verdes ondas,
Los toros muestran sus lucientes ancas.

En la cálida hora del bochorno;
Abrasa el sol y enerva;
Se inclina mustia la naciente yerba,
Y arroja el suelo un hábito de horno.

Se ven del tigre en el fangal las marcas;
Y en la vaga penumbra, entre las quiebras,
Junto a las negras charcas
Yacen aletargadas las culebras.

Trasciende el aura a  vírgenes efluvios;
El humo de la roza, azul y blanco
Sube de la montaña por el flanco,
Y alzan las cañas sus airones rubios,
Del sol de los fulgores,

Como penachos de indios vencedores;
Y traen a la vega, bulliciosos,
Los vientos tropicales,
El ruido de los plátanos hojosos
Y el lejano rumor de los maizales.

Y en la playa desierta,
Sobre la seca arena, perezosos,
Cual negros troncos, con la jeta abierta,
Descansan los caimanes escamosos.

En la cercana loma,
En un recodo del camino, asoma
Feliz pareja de labriegos.
                                                     
Ella,
Núbil, fornida y bella,
De ojos negros y ardientes, y de roja
Boca virgínea, y de apretado seno
Que forma curva en la camisa floja;
Y él, atlético y lleno
De juventud y vida, musculoso,
Con muñecas de recia contextura,
Hechas como muñecas de coloso
De alguna raza extraña,
Para domar el potro en la llanura,
Para tumbar el roble en la montaña.

Y la feliz pareja al fin se pierde,
Entre la selva enmarañada y verde.

Pan jadea, de lúbricos ardores
Henchido el pecho, bajo el cielo urente
Y pasa un soplo sensual, ardiente,
Fecundando los nidos y las flores.
Estrellas de la noche de verano,
Claras estrellas que brilláis fulgentes:
En el profundo azul del hondo cielo
Ocultad vuestra luz... ¡Mi amada duerme!

Oh luna de la noche de verano,
Oh clara luna que las hojas verdes
Haces que brillen con tu luz de plata:
Húndete en el azul... ¡Mi amada duerme!

Oh brisa de la noche de verano:
Donde la oscura madreselva tiende,
Como brazos amantes sus festones,
Vuestras alas plegad... ¿Mi amada duerme?

Oh ensueños de la noche de verano:
Como un beso de amor rozad su frente,
y al oído decidle mis pesares,
y que yo velo mientras ella duerme.
¿Qué fue lo que dijiste
                                            Cuando adiós me dijiste?
¿Que ya no nos amábamos?... Pero, sí, nos amamos.
¿Lloraste? ¿Serás siempre la que yo he conocido
Desde que en nuestra vida los dos nos encontramos?

Y sé perfectamente que bien me has comprendido.
Sé más franca. Las cosas siempre estás complicando,
Y por ese motivo nos vemos disputando;
Di, pues, que en nuestra época siempre es afectación,
Y que siempre resulta ridículo y ******,
Cuando de amantes finos muchos la quieren dar,
Escribir con mayúsculas Amor y Corazón;
Palabras que de nada nos sirven empleamos
Y que son fastidiosas,
                                      Y, además, peligrosas,
E importancia con ellas en la vida nos damos.
Mi corazón, repiten. Tu corazón también,
Y nuestros corazones. Es costumbre corriente.
Y podría jurarte que de todo eso, bien
Prescindir se podría, sin gran inconveniente,
Y arreglarse al momento las cosas fácilmente.

¿Nuestros dos corazones? Hay tan sólo «tú y yo».
«Tú y yo»  no más: de raro no hemos tenido nada,
Pero con las palabras siempre nos embriagamos,
Y aquí, desde la tierra, dándonos cuenta vamos
Que lo real no llega nunca a la altura soñada.
Te suplico, es prudente, que los dos prescindamos
De hablar de Corazones, y que tú y yo seamos
Lo que nosotros somos. Cuando los dos nos vemos
No nos turbamos mucho, pues bien nos conocemos;
Ya todo no es como antes, en días de ventura;
Cuando nos encontramos, no veo en ti locura;
Me pasa a mí lo mismo... lo mismo... ¡Bien! ¿Y qué?
Es esto que aquí ocurre, tragedia no se ve.

¿Nos sentimos calmados?... Esto es muy natural,
Es la costumbre. Estamos
Ya con ella habituados, ha tiempo, bien o mal;
Y cuando ambos creemos que ya no nos amamos,
Cada uno se fastidia si el otro se halla ausente.
No hallamos gusto en nada. Todo es triste en redor.
Nos vemos desdichados, con aire displicente.
Pero ¿un bien no es esto ya? Pues bueno: así es mejor.
¡De qué poco depende la suerte de un partido!...
Era Pradilla el jefe de la plaza ese día;
Ordóñez el Congreso Nacional presidía,
Y entre ambos el siguiente pacto fue convenido:

«Entrarás con la tropa si un pañuelo escondido
Saco y te hago una seña».
                                        El tumulto crecía,
Y Pradilla esperaba. La señal no veía.
Arreciaba el desorden. Y López fue elegido.

Después cuando Mosquera, con música en la plaza,
Da «vivas», a caballo, y a todo el mundo abraza,
-Alegría de unos y de otro hondo duelo-

Pradilla a Ordóñez díjole, con voz adolorida:
«Esperé por tres horas la señal convenida».
Y Ordóñez le repuso: «Se me olvidó el pañuelo».
No tengo nombre. De la choza oscura
Soy la hija doliente;
De la plebe nací, pero fulgura
Clara, indómita luz sobre mi frente.

Siguen mis pasos un maligno enano
Y un ángel suplicante;
Mi pensamiento va por monte y llano
Como Mazzepa en su corcel errante.

Soy enigma de odio y de dulzura,
De fuerza y de cariño;
Me atrae del abismo la negrura,
Y me conmueve el ósculo de un niño.

Río cuando el dolor a mi morada
Viene, grave y sombrío;
Y río cuando caigo anonadada,
Y aun sin consuelo ni esperanza, río.

Mas para el infeliz, a los humanos
Piedad y pan imploro;
Y lloro por los niños, los ancianos,
Por todo oculto sufrimiento lloro.

Y cuando la amargura me sofoca,
En el ardiente canto:
Que me tiembla en el pecho y en la boca,
Lanzo mi alma y mi copioso llanto.

Que lo oigan, no me importa. Y si la Envidia
Su saeta me lanza,
Altiva paso en mi terrena lidia,
Y el venenoso dardo no me alcanza.
Nací do el cielo azul ríe sereno,
en la isla hermosa, de la mar pupila,
donde se mezclan en turquino seno,
de las mañanas a la luz tranquila,
la onda del Jonio y la onda del Tirreno.

Brillan al sol plantíos y cabañas
en la ardiente quietud del horizonte;
y cubiertos de polvo, entre espadañas,
duermen los higos de India sobre el monte,
ante enorme cadena de montañas.

En sus golfos que cúrvanse encantados
ciudades se reflejan y fanales,
y de baños mariscos y raudales
se oye el rumor en huertos aromados,
a la sombra de verdes naranjales.

Tú, más blanca que espuma y luz febea,
nos espera la barca; riega aromas
la blanda brisa que la playa orea,
Triscan rebaños en las verdes lomas,
y el Etna inmenso en el azul humea.
Fresco el aire. La tarde brilla en cielos rosados.
Ya el tábano al tranquilo rebaño no amedrenta.
Sobre el Othrys, la sombra se va alargando lenta.
Quédate, mensajero de los Dioses amados.

Mientras que bebes leche, tus ojos extasiados
verán, desde mi choza, con la mirada atenta,
del Tinfresta al Olimpo, la Tesalia opulenta,
y en el azul distante sus gloriosos collados.

Ve el mar y ve la Eubea, y rojo en el Poniente
el Calidromo oscuro y el Eta, donde ardiente
hizo Hércules su hoguera y su altar bajo el cielo.

Y lejos, entre gasa luminosa, el Parnaso,
donde rendido para, ya de noche, su vuelo,
y otra vez, a la aurora, se remonta Pegaso.
Esta reliquia exhala perfume de elegía,
Porque la reina Estuardo, de labio purpurino,
Que a Ronsard recitaba y el misal, un divino
Hálito aquí ha dejado de magia y poesía.

La hermosa reina rubia, con frágil energía,
Firmó María abajo del viejo pergamino.
Aquí posó la mano, lirio adorado y fino,
Que azulaba una sangre fiera y pronta a la orgía.

Fijáronse aquí dedos de mujer, impregnados
En olor de cabellos, por ella acariciados
En el real orgullo de un sangriento adulterio.

y aspiro la fragancia, y veo los rosados
Tintes de aquellos dedos, hoy mudos, y trocados
Quizá en pálidas flores de triste cementerio.
La luna del trópico,
¡Qué blanca! ¡Qué grande!
Ya se alza entre nubes de armiño...
De plata es el valle.

Una triste tonada
Viene al través de los árboles,
Y otro canto responde a lo lejos
Mientras mueve la brisa el boscaje.

Los naranjos del patio
¡Cómo aroman el aire!
Son copos de nieve,
-Nieve en el trópico- los níveos azahares.

Tristeza de noches de luna,
Tristeza inefable....
¡Qué triste es la luna en el campo
Cuando cerca no hay nadie!...
Sonreía en sus ojos, esmeraldas oscuras,
-Ondas verdes y trémulas bajo ***** follaje
- El ensueño de un alma que persigue un miraje,
Un miraje en que flotan cosas blancas y puras.

Y de pronto a su vista se extendieron llanuras
Dilatadas y yermas. Y en el frío paisaje
-Mar sin olas-vio un ave de albo y terso plumaje,
Que moría mirando las etéreas alturas.

Y soñaba...  Y sus ojos de esmeralda, a lo lejos,
A la luz de una estrella, de murientes reflejos,
Una barca veían por el viento impulsada.

Y siguió pensativa, la cabeza en las manos,
Con el alma errabunda por los mares lejanos,
Con los ojos hundidos en la sombra callada.
Y fue la noche última. De cera
Parecía su tez, antes radiosa:
Lirio cortado y lívido en la era,
Bajo el pie del labriego, ajada rosa.

Flores sobre ella... ¡Si era flor! El alba
Empezó a clarear entre la lluvia,
Y algo cual tinte pálida de malva,
Daba más luz a su cabeza rubia.

Y más flores después... Era de raso,
De raso blanco su ataúd. El cielo
Brillaba azul, con oro en el ocaso...
Lejos se oía cual rumor de vuelo.

Agonizaba el sol. En ese instante
Brotaba en el crepúsculo una estrella;
Y regresé con paso vacilante...
¡Y allá quedó mi corazón con ella!
Fatigada ya, su mano
Sobre las teclas vagó,
Y soñolienta arrancó
El último acorde al piano.

Y como aroma que exhala
Una flor, y al viento flota,
Aquella postrera nota
Queda vagando en la sala.

Y va la niña a su alcoba,
Y se alzan visiones puras
De las blancas colgaduras
De su lecho de caoba.

Por el alto mirador
Entran a la tibia estancia
El rumor y la fragancia
De los naranjos en flor.

Se ve al través del boscaje
Un astro que parpadea,
Y la brisa cuchichea
En las cortinas de encaje.

Y de un amor ideal,
Memorias quizá adoradas,
Hay flores secas, regadas
En las mesas de nogal.

Entre esos ramos dispersos,
De festines olvidados,
Muestra sus cortes dorados
Abierto un libro de versos.

Al fulgor azul y escaso
Que la lámpara derrama
Brillan cerca de la cama
Sus zapatillas de raso.

Y finge la luz visiones,
Visiones que sonrientes
Se reclinan indolentes
En los tallados sillones.

Y en la penumbra se ve,
Bañado en tenue fulgor,
Afuera del cobertor
Su breve y rosado pie.

Todo yace en calma. Hermosa
La luna su lumbre riega,
Y a besar el lecho llega
Donde la virgen reposa.

¡Cómo su pecho se ensancha
Ante esa luz de consuelo!
Es la bendición del cielo
Sobre esa frente sin mancha.
«¿Hacia dónde?» dicen todos,
«Otra vez a España?»
                                -«Al centro,
A conquistar nuevas tierras,
Listo el brazo y firme el pecho.
Río arriba, que hay un río
Que vendrá desde muy lejos.
Habrá en sus orillas oro;
Riquezas habrá en su extremo.
Ese río es el camino,
Ante nosotros abierto,
Para la fortuna. ¡Vamos,
Los que no sepáis de miedo!»

«¿Miedo? Nadie lo conoce».
Todos a una dijeron.

Y en ir y venir constante
Es grande alborozo el puerto
De Santa Marta ese día
De Abril de mil y quinientos
Treinta y seis de nuestra Era.
El Licenciado en Derecho
Don Gonzalo de Jiménez
De Quesada, airoso, erecto,
En el casco blancas plumas
Que agita el marino viento;
Con la luciente coraza
Guarnecido el noble pecho,
Y el pendón de Carlos Quinto
En la diestra mano irguiendo,
Ve ante él desfilar su tropa:
Sus hombres son ochocientos;
Y ochenta y cinco jinetes,
Y aborígenes flecheros.

Fray Domingo de Las Casas,
En el aire mañanero
Alza la mano y bendice,
Pidiendo el favor del Cielo.

Todos inclinan la frente,
Y en fila siguen al puerto.
Las lonas y cabrestantes
Aprestan los marineros,
Y cabecean los barcos
En el mar, diáfano espejo.

En carabelas van unos
Y en bergantines ligeros;
Otros partirán por tierra:
Todos de ánimo resuelto.

-«¡Adiós!» -
«¡Adiós!»...
                                    Tras fatigas
Unos, contra el mar violento
Luchando, y sus bergantines
Por ciclones, rotos viendo;
Y los otros, que en el bosque
Van despejando sendero,
En Malambo, sobre el río,
Se unen al fin. Desaliento
Profundo embarga sus almas,
Y en airada voz dijeron:

-«¿Avanzar? ¡Es imposible!
Para el mar nos volveremos».

Don Gonzalo pensativo,
Ante ese gran desconsuelo,
Le dice al Padre Las Casas,
Ante el peligro, sereno:
«Como voz terrena falla,
Habladles con voz de cielo».

En el arenal del río
Que desciende amarillento
Sobre tabla que se apoya
En recién cortados leños,
Un crucifijo se yergue,
Un cáliz y un Evangelio;
Y terminada la misa
Entre alboroto del viento
Y entre el rumor de la selva,
Dice el fraile:

                      «Llegó el tiempo
De que a los reinos de Cristo
Unamos un nuevo reino»

Y se vio trocado en gozo
Entonces el desaliento


¡Río arriba!... Unos por agua,
Otros por tierra. Al estrépito
De las voces de «¡¡Adelante!!»
Se unió el rimbombo del trueno.
Fúlgidos rayos cruzaron
El espacio ceniciento.
Borrose el sol. De las fieras,
Por entre el follaje espeso,
Llegaban roncos rugidos;
Y torrencial aguacero
Cayó de pronto. La oril la
Fue entonces pantano inmenso.
Unos subían el río;
Otros, bajo árboles, quietos;
Y la tormenta seguía
Los árboles sacudiendo.
Eran torrentes los caños,
Y entre ese fragor siniestro
Sobre las carnes de todos
Caían nubes de insectos,
Arañas, negras avispas,
Jején y tábanos fieros,
Que en encendidas ampollas
Les convertían el cuerpo.

Amarrados a los troncos
Se columbraban muy lejos
Los barcos. Y los infantes
De los raudales huyendo,
Sobre horcones cavilaban,
Mirando inundado el suelo,
Cómo esa noche podrían
El cuerpo entregar al sueño.
Charco enorme era la tierra;
Seguía el río creciendo
Y en los gajos de los árboles
Eran los aventureros
De ese día -y que muy pronto
De un mundo serían dueños-
Pájaros que disputaban
A los pájaros sus lechos.

De vez en cuando caía,
Con rudo golpe, uno al suelo:
De los audaces «chimilas»
Bajo el venablo certero.

«¿Hacia donde?» -preguntaban,
Y Quesada, duro el ceño,
A caballo respondía:
«Río arriba, que esto es nuéstro»

Y el pendón de Carlos Quinto
Erguía entre el aguacero.

Cerca un tigre. De otro tigre
El rugir se oía lejos.

Un alto al fin. En «Barranca
Bermeja»... Entre el desaliento
Estalla el tumulto, y todos
Piden hacia el mar regreso.
-«¿Para qué bellos pasajes
En desamparo y enfermos?»
Así decían. Quesada
Sin vacilar en su empeño.

Por el Opón, dos canoas
Envía Quesada. El cielo
Es viva paleta. El ánimo
Volver parece a sus pechos.
Se alza la luna. Vihuelas
Y voces forman concento:
La primera serenata
Bajo centenarios cedros
A la orilla del gran río
Que desciende soñoliento,
Llevando en sus aguas, troncos
Vivos: los saurios; y muertos
Troncos, que arrancó en la playa
La corriente con estrépito.

En tanto, Quesada sueña;
Soñando está, mas despierto.
Piensa en rejas andaluzas
Y en algunos ojos negros;
Y como es poeta, entonces
Fulge en su memoria un verso,
-¿Quién un verso no recuerda
En sus noches de desvelo,
Un verso que muchas veces
Es lágrima de otro tiempo?-
Y evocando a Santillana
Ya su «Vaqueira», un ensueño
Radioso se alza en su mente,
Visión de gloria: otro reino
Para España, que en el mundo
Habrá de extender su imperio.
«España y amor», murmura,
Y a sus ojos baja el sueño.

Y regresan las canoas:
Traen sal y  traen lienzos;
Y todos alborazados,
Delante de un mundo nuevo
Surcan del Opón las aguas,
De la gloria aventureros;
Y a las serranías suben:
Sementeras, chozas, huertos,
Cielo distinto, otros campos,
Vegas  y valles y cerros,
En donde sopla en el día
Y en las noches aire fresco
Y después, la gran llanura
Que se abre a sus ojos, lejos:
Nuevo día. Bella aurora;
Azul y radiante el cielo,
Y entre silbido de flechas,
Al frente los macheteros.
Troncos iban derribando
Que tendían en deshechos
Raudales, cual recios puentes
De infantes y caballeros,
Mientras serpientes enormes
Entre el matorral espeso
Deslizábanse, y arteras
Dejaban mortal veneno
En las carnes de esos bravos
Postrados por hambre y sueño.
Unos caían. Los otros
Marchaban, camino abriendo
Entre trabas de bejucos
Y árboles corpulentos.

Para comida, raices,
Y hojas y barro, por lecho.
Saltaba un tigre de pronto
Entre la noche, uno menos.

Otro día. Azul y gualda
Y rojo. Horizonte espléndido.
Cada rama era una libre
Jaula a las aves del cielo.
Brilla la esperanza. Entonces
Temblando de fiebre, regios
Palacios, veían, oro
Y más oro entre sus sueños
De sobresalto en la selva;
Pero de repente el trueno
Retumbaba en el espacio
Y y volvía el desaliento...
Y luego... a buscar raíces,
Entre tupidos helechos ,
Donde arañas y serpientes
Acechaban en silencio

Tarde radiante del trópico...
Rojos celajes. En vuelo
Perezoso van las garzas
Por los dormidos esteros;
En la orilla esperan otras
A los peces, vivo argento
Las escamas, que en los picos
Un instante brillan luego,
En tanto que albas corolas
Mueve el aura sobre el cieno.
En la playa, centenares
De saurios se mueven lentos
Grandes bandadas de pájaros,
Azules, verdes y negros
Pasan ¡La tarde del trópico!
El sol es un rojo incendio...
«El valle de los alcázares»,
Como en un deslumbramiento.

Tan sólo ciento sesenta
Han llegado. Setecientos
Marcaron con sus cadáveres
El recorrido sendero.

Y aquellos desconocidos,
Terrones de gleba; aquellos
Que de humildes heredades
A heroica aventura fueron,
No pensaron quizá entonces,
De sólo harapos cubiertos,
Pordioseros de la gloria,
Mientras Quesada su acero
Alzaba en tierras del Zipa,
Que el suelo hollado por ellos
Iba, cual florón de España,
A ensanchar el universo.
Corrido el cortinaje,
desde el balcón de enfrente vi su cuarto,
el cuarto de la virgen, que mi sueño
arrulla en las mañanas con su canto.

Jarrones de Sajonia descansaban
sobre consola de bruñido mármol;
y del sol que moría
los postrimeros rayos
hacían resaltar en la penumbra
las doradas molduras de los cuadros,
las lámparas de bronce
los ricos muebles de nogal tallado,
las cortinas del lecho, y en el muro
los brillantes espejos venecianos.

Y en un rojo sillón, que parecía
a su dueña esperar medio borrado
por la naciente sombra,
se veía un corsé de blanco raso.

Y pensé entonces en las frentes pálidas,
y en los risueños labios,
en los azules ojos
y en los cabellos áureos,
en las cinturas breves
y en los ebúrneos brazos;
en el velo flotante de las novias
y de las niñas en los sueños castos,
y de las vírgenes carnes sonrosadas
y en los púdicos senos de alabastro.

¡Quién fuera su corsé! -me dije entonces-,
quién fuera su corsé de blanco raso,
para saber si late aún su corazón ingrato.
Como un enorme tajo corta el monte la zanja
Que de la serranía lleva el agua al molino,
Y entre las altas rocas y el cielo vespertino
Destella de arreboles una encendida franja.

Dora un fulgor intenso de color de naranja
El trigal; hay aromas de huerto campesino;
Y como roja mancha, lejos, junto al camino,
Asoma entre eucaliptos el techo de una granja.

El trabajo del día terminado en la siega,
Van, lentos, y seguidos del gañán, por la vega,
Ya sin yugo los bueyes al conocido pozo;

Y a la luz de la tarde, repleto de gavillas
De trigo, avanza un carro; y el carro es alborozo
De cantares y música bajo rojas sombrillas.
El choque fue sangriento bajo la luz del día.
Tribunos, centuriones, al frente los primeros,
Juntaron las cohortes de indómitos guerreros,
Y acre olor de matanza del campo ya subía.

Contando los cadáveres con mirada sombría,
Veían los soldados, en el empuje fieros,
Girando en torbellino, cual hojas, los arqueros,
Y el sudor por los rostros morenos les corría.

Entonces surgió, todo de flechas erizado,
Con flujo de las venas que sus heridas marca,
Bajo flotante púrpura y acero laminado,

Al son de los clarines que atruenan la comarca,
Soberbio, en su nervioso corcel que el cuello enarca
Y sobre el cielo en llamas, el Héroe ensangrentado.
¿Me amas? ¿Qué estás haciendo? Ni una palabra dices.
                      Aproxímate a mí.
Deja por un momento lo que te ocupa ahora.
                      Ven a sentarte aquí.
Tendré mucho cuidado. Trataré que tu falda
                      no se vaya a arrugar.
Quitemos los cojines, si acaso te incomodan,
                      y vente aquí a sentar.
Picaroncita. Dame las manos. Que tus ojos
                      se fijen bien en mí.
¡Si a comprender llegaras cuánto es lo que te quiero!...
                      Mírame más... Así...
Debes ver en mis ojos que te entregué a ti sola
                      entero el corazón.
¿No lo estás comprendiendo? Tan grande es esta noche,
                      ¡tan grande es mi pasión!
Pero no lo comprendes, no puedes comprenderlo...
                      ¿Cómo que dices «sí»?
¡Qué corazón tan bueno! ¡Qué amable! Y qué ternura
                      siento ahora por ti.
Sólo es para que puedas ahora darte cuenta...
                      Pero ¿oyéndome estás?
Sólo es para que sepas... En fin... De que te quiero
                      bien te convencerás.
Vuelve hacia mí los ojos. Mírame enternecida
                      porque llorando estoy.
Nada como tus ojos y tu frente... ¡Qué dicha,
                      pues de ellos dueño soy!
Inclina la cabeza del lado de la lámpara...
                      así te quiero ver.
¡Y déjame las manos, como si banda fueran,
                      en tu frente poner!
Gran ternura condensan tus ojos y tu frente
                      en mi triste vivir.
¿Dices que es cierto... es cierto? Te adoro, y bien quisiera
                      hoy hacerte sufrir.
Tus cuatro sílabas suenan,
«Teusaquillo, Teusaquillo»,
Como un cantar armonioso
Que va en la noche perdido.

«¡Teusaquillo!» De los Zipas
Plácido y buscado asilo,
Cuando en época de lluvias
En el llano el turbio río
Formaba grandes pantanos
Y borraba los caminos!...

De los empinados cerros,
Bajo ramajes tupidos
En las quiebras, murmurando
Dos arroyos cristalinos
Descienden. Cercados pozos
Aquí, al soplo de los riscos,
Tienden sus fríos cristales,
En que peces fugitivos
Nadan, en límpidas aguas,
Donde el serrallo escogido
Del Zipa, su carne bruna
Hunde en mañanas de estío.
Aquí jarrones de Ráquira
Se ven con dibujos finos;
En pilares, cornamentas
De ciervos, conchas, colmillos
De leopardos; en colgantes
Jaulas, bajo cobertizos
De tupida cañabrava,
Son deleite del oído,
De aves de variadas plumas
Dulces cantos no aprendidos
En los maizales de Tenza
O en las selvas del Gran Río;
Labor de orfebres quimbayas
En los muros se ven ídolos,
Y sobre tapiz de esparto
Que se extiende a todo el piso
Pieles y telas vistosas
Teñidas de rojo vivo,
El mismo que en grandes piedras
Perdura en los jeroglíficos.

El Licenciado su gloria
Manchó con nuevo delito.

No pudo entregarle el Zipa
Los tesoros repartidos
A los nobles del Zipazgo,
Y murió en tormento inicuo.
Pero los tres responsables
Sufrieron duro castigo,
No castigo de los hombres
Más sí del poder divino:
Uno, muerto por un rayo,
En día de cielo limpio,
Otro en un juego de cañas,
Y otro, de lepra raído.

Por el incendio de Bosa,
Ya sin techos como abrigo,
Para el Reino conquistado
Capital Quesada quiso,
Y todos, asiento de ella
Fijaron a «Teusaquillo»
Y cuando llegó Quesada
Al lugar que fue escogido
El recuerdo de la vega
De Granada al punto vino
A su mente, vega hermosa
En donde jugó de niño.
La Serrezuela de Suba,
Bajo un azul opalino,
Fingió que era «Sierra Elvira»;
Las colinas de «El Suspiro
Del Moro» le recordaban
Las de Soacha a su espíritu
Y los dos cerros cercanos,
En claro fulgor ceñidos,
Trajéronle a su memoria,
Entre fantástico brillo,
Los collados de Granada
Con un misterioso hechizo.

Y por eso «Nuevo Reino
De Granada», al punto dijo,
«Será el nombre de esta tierra
Del Rey de España y de Cristo».
La aurora del seis de Agosto
Llegó espléndida. Bullicio
En el campamento. Alegre
Son de cornetas. Relinchos
De corceles apastados,
Y terror en los bohíos.

De todos los que lloraban,
Ante sus ocultos ídolos,
La muerte vil de su Zipa,
En lento y cruel suplicio,
Con los huesos destrozados,
En una tabla tendido.

Ya recogidas las toldas
Avanzan a «Teusaquillo».

Se apea de su caballo
Quesada -los ojos fijos
De todos en él- arranca
Puñado de hierba; altivo
Se yergue; lo agita y dice:
«De estos remotos dominios
Tomo posesión perpetua
En nombre de Carlos Quinto».
Vuelve a montar. Y prosigue,
Con fuerte voz: «Desafío
A todo aquel que se oponga
A esta fundación... ¡Oídlo!»
Desnudo brilla el acero,
En su puño fuerte erguido,
Y vuelve a envainarlo.
Nadie
Sus palabras contradijo.

Y al punto ordenó que doce
Casas de techo pajizo
Se alzaran, de los Apóstoles
En recuerdo.
Fray Domingo
De Las Casas por mandato
De Quesada, en ese mismo
Instante empezó una ermita
Con españoles e indios,
Y en tela de burdo lienzo
Incólume ante los siglos,
Un crucifijo pintado
Se alzó en el altar.
¡Y Cristo
Abrió los brazos pidiendo
Piedad para los vencidos!

Y desde aquella mañana,
Cuando cambió «Teusaquillo»
Su nombre por Santa Fe
De Bogotá y Carlos Quinto
Iba con un nuevo reino
A ensanchar su poderío,
El sol ya no se ponía
En españoles dominios.
Suetonio en este campo, risueño y florecido,
vivió. Vecina a Tíbar, su quinta sólo un muro
conserva aún, en medio de las viñas, y oscuro
y cubierto de pámpanos un arco derruido.

Aquí, lejos de Roma, de sus pompas y ruido,
cada otoño, del cielo al último azul puro,
a vendimiar venía su viñedo maduro.
Monótona, tranquila, su vida aquí ha corrido.

Fueron en esta calma, de pastoril encanto,
Nerón, Claudio y Calígula obsesión de su mente,
y errando Mesalina bajo purpúreo manto;

y aquí, con férrea ***** que la pasión caldea,
en la cera implacable arañando paciente,
grabó los negros ocios del viejo de Caprea.
¡Tu pasado!... bien mío,
Ser de mí ser amado,
Porque un pasado tienes también, un gran pasado,
Lleno de venturanza, de afanes y de hastío…

¡Y pensar que esta bella cabecita adorada
Está llena de goces antiguos, de aprensiones,
De sombras, tal vez grandes o leves, y visiones
Y ensueños, en que nunca figuré para nada!

Dime otra vez las cosas que cien veces te he oído;
De los recuerdos tuyos tengo idea borrosa…
¡Ah! detrás de tus ojos aquella noche hermosa,
¡Aquel hondo misterio por mí desconocido!...
Y esos tiempos lejanos, esos remotos días,
Cuando niña jugabas corriendo en la pradera,
Suelta sobre los hombros la blonda cabellera,
Como te veo en estas vagas fotografías…
Cuéntame: ¿es cierto que este retrato deslucido
Es tuyo? Hoy al mirarlo ¡quién hubiera creído
Que a ser bonita, al paso del tiempo, llegarías!
Y, dime: ¿en qué pensabas entonces? ¿Qué decías?

¿Existía de veras ese jardín que veo?
¿De qué lado quedaba de la verja la entrada?
¿Y es tu fotografía, casi ahora borrada,
La de esta muchachita de semblante tan feo?
Y, dime: ¿este sombrero, de una moda pasada,
Fue tuyo? ¿Y estas gentes de mirada severa
Te conocieron antes que yo te conociera?
¿A esas gentes le debes aquel viaje que hiciste
Siendo niña, y la noche primera que pasaste
En un tren, la primera selva que contemplaste
Y la primera playa que en tu existencia viste?
¿Ellas la mano suya solícita te han dado
Y en lugares difíciles te llevaron al hombro,
Y en ocasiones, viendo tu temor y tu asombro,
Amables te dijeron: «¿Niña, tenga cuidado?»
¿Por qué en aquellos días no me encontré a tu lado?

Llevarte lejos, sola, mi encanto habría sido,
Y para que gozaras con rostro sonreído,
Itinerarios bellos yo te habría inventado.
Las noches, los estíos te habría revelado
-Mi espíritu en tus ojos radiantes abstraído-,
Y el deleite recóndito que el alma absorta siente
En los caminos solos, al venir el poniente;
Y los nombres de aldeas habrías aprendido…
No te habría ocultado sus encantos la tierra,
Y todos los tesoros que entre su seno encierra.
De horizontes espléndidos, llenos de poesía;
De países lejanos y ciudades que un día
Tus miradas en éxtasis hubieran contemplado.
Gloria hubiera surgido para tu amante guía.
¡No saben esas gentes cuánto me han usurpado!...

Más ¡todo irreparable! Que es la suerte voltaria,
Y aire esas gentes tienen de ser gente ordinaria.
Y debo confesarte que si de vez en cuando
Vemos ambos las cosas de modo diferente,
-¿Y para qué ocultarlo?- la culpa es de esa gente
Que de unas vacaciones el placer pretextando,
Al azar te llevaron, sin darse cuenta de ello,
Y antes que yo en tu vida te pusieron su sello.

Mas ¿para qué pensamos en cosas de otros días?...
Vuelve a poner en orden esas fotografías.
Lejos de ti, si escucho, por ventura
Tu nombre, que una voz indiferente
Entre otros nombres de mujer murmura,
Sube el llanto a mis ojos de repente.

Cual llora quien, callado, la tortura
Devora del destierro, y tristemente
De la patria la lengua, suave y pura,
Escucha hablada por extraña gente.

Es para mí tu nombre, que bendigo,
El de una patria ausente, siempre amada,
Cuyo eterno recuerdo va conmigo.

y oírlo es ver la eterna primavera
y el cielo de la tierra idolatrada
Do, entre flores y luz, tu amor me espera.
En la hornacina del Monasterio
                La candileja.
Calma profunda y hondo misterio...
El viento aúlla por la calleja.

Rayo de luna pálido y turbio
                Las sombras cruza.
Un perro ladra, y en el suburbio
Se oye el graznido de una lechuza.

¡Que hacia el pasado mi fantasía
                Su vuelo emprenda!
¡Santa Fe! ¡Noches de poesía
Con el encanto de la leyenda!

En la callada plazuela oscura
                Son de guitarra.
¿Qué solitario su desventura
A las estrellas cantando narra?

Sigo soñando. Del caño el cauce
                Se ve sombrío;
Y entre barrancos, añoso sauce
Parece, al viento, temblar de frío.

En alta celda, luz tamizada
                Vierte tristeza,
¡Alguna monja que desvelada
Prendió su lámpara y a Cristo reza!

Es media noche. Por años idos
                Sigo errabundo.
Es hora triste de aparecidos...
Santa Fe duerme sueño profundo.

Ya parpadea la luz escasa
                De la hornacina.
Un embozado rápido pasa,
Otro embozado llega a la esquina.

Riega la luna por la calleja
                Su luz de plata.
Chocar de aceros frente a una reja,
Y lejos, canto de serenata.
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