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Mel Zalewsky Jun 19
No temo a la soledad del desierto,  
ese vasto espejo donde el eco  
se devuelve intacto,  
sin máscaras.  

No temo al amor ausente,  
a ese fantasma  
que otros persiguen  
con redes de palabras huecas.  

Mis ojos no retroceden  
ante sonrisas apagadas,  
esas que fueron faros  
y ahora son luciérnagas muertas  
en frascos de nostalgia.  

Las supernovas no me asustan.  
Yo mismo fui polvo de estrellas,  
resto de un Big Bang  
que aún resuena  
en mis costillas.  

Nunca regalé piropos  
como monedas falsas.  
Respeté los jardines ajenos,  
aún cuando mis manos  
se secaban  
por falta de rocío.  

Así aprendí a caminar:  
mirando primero la tierra,  
luego las siluetas,  
por si acaso  
alguna sombra  
quisiera ser mi dueña.  

Los ojos azules no me cazaron,  
ni el cabello café  
que huele a promesas,  
ni esas manos  
—suaves jaulas—  
que solo buscaban  
aprisionar  
lo que el viento  
se llevaría.  

Sigo esperando el barco  
que no tema anclar  
cuando las nubes  
se vuelvan puñales.  
La que prefiera mis olas,  
aun las más bravas,  
a los mares tranquilos  
donde solo flotan  
corazones de plástico.  

Mientras, navego  
en aguas prestadas,  
náufrago de mí mismo,  
mordiendo sal  
y escupiendo versos.  

Las estrellas,  
esas cobardes hermosas,  
huyen del amanecer.  
Yo no.  
Me quedo  
a ver cómo la luz  
me desnuda  
sin piedad.  

Mel Zalewsky.
Mel Zalewsky Jun 16
Abrí el refrigerador  
y escogí dos naranjas,  
redondas y doradas  
como pequeños soles maduros.  

Te miré a los ojos  
—espejos de un alma que aún no conocía—  
y te ofrecí una,  
gesto simple de amor:  
compartir la dulzura  
en aquella mañana tranquila  
donde hasta el silencio  
sabía a paz.  

Te entregué el cortador de frutas,  
esa herramienta delicada  
que desnuda sin herir,  
que libera los gajos  
como quien abre un tesoro  
sin romper el cofre.  

Pero tú,  
con manos impacientes,  
lo rechazaste.  
Pediste un cuchillo  
—filo frío y rápido—  
y partiste la fruta en dos,  
sin ceremonias,  
como si el jugo que brotó  
no fuera también sangre.  

Yo,  
el chico que aprende  
a ver milagros en lo invisible,  
retiré mi cáscara lentamente,  
desvistiendo el albedo blanco  
como quien quita  
el velo de una novia.  
Mis dedos rescataron  
cada gajo intacto,  
pequeñas lunas de miel  
que brillaban  
entre mis manos callosas.  

Y ahí lo vi:  
tu alma no conoce la delicadeza.  
Para ti,  
lo bello es solo  
lo que puede romperse.  
Las aves vuelan  
y tú ni siquiera  
les ves las alas.  
Las estrellas caen  
y tú no extiendes  
las palmas  
para atrapar sus últimos  
suspiros de luz.  

Mel Zalewsky.
Mel Zalewsky Jun 6
I.
Para los que ahora son tierra,  
para los que un día  
abrieron los ojos bajo el mismo sol que nosotros,  
pero los cerraron  
bajo cielos de alambre de púas.  

Para los que en su último suspiro  
no vieron banderas,  
sino el reflejo de sus hijos  
riendo en el lago de la infancia,  
ese que nunca más se atreverá  
a congelarse en invierno.  

II.
Este poema es para los del Este y el Oeste,  
para los que empuñaron armas  
sin entender los mapas  
que otros trazaron con reglas de oro.  


III.
Para los que los árboles abrazaron  
como a hijos perdidos,  
para los que la nieve
convirtió en estatuas de recuerdo  
—soldados de escarcha  
que nunca desertaron—.  

Para los que ya no dependen  
del trigo o la miel,  
sí del plomo que silba,  
del acero que muerde,  
de la pólvora que florece  
en jardines de horror.  

IV.
Para los que cada noche  
le piden a la luna:  
"Cúbrenos con tu falda de plata,  
que el enemigo no vea  
nuestros fantasmas  
recogiendo los dientes  
que se les cayeron  
al gritar el nombre de sus hijos.

V.
Para los retoños  
que soñaron ser robles,  
pero fueron arrancados  
verdes aún,  
y arrojados al fuego  
como leña maldita.  

Para los padres  
que enterraron  
pedazos de su alma  
en uniformes  
demasiado grandes  
para cuerpos  
demasiado pequeños.  

VI.
Para los que respiran  
pólvora y nostalgia  
en trincheras  
que son tumbas  
con vista al cielo.  

Para los que fuman  
su último cigarrillo  
—ritual de humo y resignación—  
sabiendo que jamás verán  
a su hija bailar en su boda,  
a su hijo aprender  
a atarse los zapatos.  

VII.
Para los que buscan  
entre los escombros carnes amadas:  
una mano que aún sostenga  
la foto de una esposa,  
un corazón que siga latiendo  
aunque el uniforme  
esté pintado de rojo.  

VIII.
Para los que creyeron  
que su sangre regaría  
huertos de girasoles,  
no líneas imaginarias  
en la tierra de nadie.  

IX.
Pero no es para ustedes,  
señores de corbata y discursos,  
que beben champán  
mientras firman órdenes  
con plumas de oro.  

No es para los que duermen  
entre sábanas de seda  
y sueñan con medallas  
que nunca mancharán  
sus pechos impecables.  

Ustedes, que juegan ajedrez  
con nuestras vidas,  
que muelen soldados  
como si fueran granos de café  
para un simple desayuno.

X.
Esto es para los mutilados,  
los que perdieron  
no solo piernas o brazos,  
sí la capacidad  
de creer en el rojo de las amapolas  
sin ver la sangre.  


XI.
Para ellos,  
las semillas enterradas  
que algún día  
—cuando la guerra sea  
solo un verso maldito  
en los libros de historia—  
brotarán como flores  
a través de los cascos oxidados,  
como un último acto de amor  
de la tierra  
que nunca quiso beber de su sangre.  

Ucranianos y Rusos, Rusos y Ucranianos.

Mel Zalewsky.
"Este poema es un homenaje a todas las almas que han sido y son víctimas del conflicto, en cualquier lugar del mundo. Es un grito por el costo humano de la guerra, más allá de cualquier bandera o bando. Este poema es una reflexión poética sobre la devastadora realidad de la guerra y el inmenso sufrimiento que acarrea para quienes la viven en carne propia. Dedicado a la memoria de todas las vidas afectadas por el conflicto".
Mel Zalewsky Jun 6
Subí a tu cielo,  
engañado por palabras,  
por ráfagas de amor  
que solo fueron  
torbellinos disfrazados.  

Llegué tan alto  
que las nubes  
—blancas por arriba—  
ocultaban el gris plomizo  
de tu alma.  

Tú, estrella mentirosa,  
me hiciste creer  
que era el reino de los pájaros,  
que tus brazos  
eran ramas  
donde anidar.  

Pero tu amor  
estaba a años luz,  
y yo, simple mortal,  
¿cómo alcanzar  
un sol que solo quema?  
¿Cómo satisfacer  
a una diosa  
que solo sabía  
pedir sacrificios?  

El cielo que pintaste  
fue mi muro.  
Me estrellé contra tu azul,  
contra ese lienzo frío  
donde ni las auroras  
se atrevían a entrar.  

Y llegaron los truenos.  
Tus manos,  
hechas de tormenta,  
arrancaron mis alas  
pluma por pluma,  
mientras gritaba  
entre relámpagos  
de desesperación.  

Ni siquiera tus nubes  
—esos falsos besos—  
quisieron amortiguar  
mi caída.  

No digas que me amaste.  
No digas más mi nombre, que hasta mis alas me hicieron perder el suelo y hasta el mismo cielo.
fuiste tú
quien cortó los hilos  
que me sostenían.  


Caí.  
Sin red,  
sin colchón de estrellas,  
sin más compañía  
que los trozos de alas  
que aún sangran  
tu nombre.  

Ahora escribo.  
Mi cuerpo es el pergamino,  
mi sangre, la tinta.  
Los recuerdos,  
versos tallados  
con las plumas
que me arrancaste.

Mel Zalewsky.
Mel Zalewsky Jun 4
El sol se despidió  
con un beso dorado  
sobre la pradera temblorosa.  

La luna,  
soberana de la noche,  
cerró los cielos azules  
y convocó a las auroras  
para tejer su manto estrellado.  

Las nubes desfilaron,  
mujeres ancianas  
agitando sus vestidos de algodón,  
dejando caer perlas blancas  
sobre las pestañas del mundo.  

Los pinos se abrazaron,  
rezumando niebla  
como ofrenda  
para los montes sedientos.  

El pasto enmudeció,  
aprendió a soñar  
bajo el edredón de nieve,  
bajo las cuentas de cristal  
que las nubes olvidaron.  

El ciervo, sabio,  
vistió su capa de escarcha,  
abrigándose con los susurros  
que el viento le prestó.  

El oso,  
rey de los sueños invernales,  
se hundió en su cueva  
y soñó con el verano:  
con sus hijos no nacidos,  
con la miel que aún no gotea  
entre sus garras.  

Y en el centro del bosque, el Espíritu de las Nieves teje coronas de escarcha para quienes aprenden a escuchar el silencio.

El río,  
poeta líquido,  
guardó sus versos  
bajo una costra de hielo,  
atesorando su vigor  
para la primavera.  

Esta luna no es cruel.  
Es nodriza  
que arrulla  
a los que eligen acompañarla.  

Y aunque el sol  
sea solo un recuerdo lejano,  
el invierno no es villano:  
es el maestro silencioso  
que nos enseña  
a vivir con el frío  
como compañero,  
no como enemigo.  

Mel Zalewsky.
Mel Zalewsky Jun 4
Somos cabañas  
que el bosque esconde  
tras cortinas de niebla  
y siglos de silencio.  

Cuando caminamos en sombras,  
nuestros pasos son versos,  
y cada estrofa  
una lámpara de aceite  
que nunca se apaga.  

No escuchamos las mentiras  
de las almas sin lucidez.  
Somos ecos  
de lo que el mundo  
quiso enterrar.  

Somos laberintos de tinta,  
canciones que solo resuenan  
en pechos vacíos,  
en habitaciones  
donde el polvo  
tiene más memoria  
que los vivos.  

Somos papel.  
Nuestro pasado,  
la pluma que escribe  
con tinta de cicatrices.  

Somos ojos para los ciegos,  
cuerpo para los fantasmas,  
refugio para los que olvidaron  
cómo sentir.  

Somos el frío  
que solo reconoce  
el pasto quemado,  
la escarcha última  
sobre las flores  
que no llegaron a marzo.  

Escogimos la soledad,  
no por miedo,  
sino porque la paz  
es un idioma  
que solo se habla  
a media voz.  

Somos luciérnagas,  
sí,  
pero pocos se atreven  
a encender su luz  
cuando la noche  
es más negra  
que la tinta  
de nuestros poemas.  

Vivimos donde el sol  
no llega.  
Donde su luz  
es solo un rumor,  
una promesa  
que nunca cumplió.  

Y sin embargo…  
aquí seguimos,  
iluminando la niebla  
con nuestras letras pálidas,  
alimentando a las sombras  
con carbón de poesía.

Mel Zalewsky.
Mel Zalewsky Jun 3
Entre mis dedos reposaba
la manzana perfecta,
su piel carmesí pulida
por mil besos de sol.

A su alrededor,
las verdes hermanas
susurraban su envidia,
mendigando trozos
de su rojo vestido
para cubrir su inmadura desnudez.

Y ella, generosa hasta el delirio,
les regaló su piel,
su dulzura,
arrancó su última hoja
para enjugar lágrimas
que nunca fueron suyas.

Ahora la luz la quema,
su carne se oscurece
como noches sin luna,
como pensamientos
que se pudren en silencio.

Cayó.
No al suelo fértil,
sino sobre páginas blancas,
donde sus jugos
se transformaron en tinta.

En su agonía escribió,
cada letra
una porción de su ser,
cada palabra
un pedazo de piel
donándose al papel.

Las hojas secas,
como mortajas,
cubrieron sus ojos,
robándole el último azul
del cielo.

El tiempo, juez cruel,
la envejeció entre libros,
sin decirle que su dolor
era tierra fértil,
que su alma fragmentada
germinaría como semilla
para todos los sedientos
que buscan belleza
en el bosque de las palabras.
Mel Zalewsky.
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