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Sputnik Andrade Jul 2013
Tal vez soy un pedazo de madera.

Un tronco que antaño fue encina, y ahora es nada más un pedazo del todo que me componía. Las agujas del pino que sigue en pie me caen en la cara, se sienten como arañas, pero son agujas que el pino deja caer sin mala intención. Las bellotas y las piñas de mis hermanos gigantes rebotan en medio de la noche. Caen miserables como yo yazgo miserable. Se cubren de tierra como yo me cubro de tierra. Y guardan silencio.

Tal vez soy una avenida en silencio.

Pavimento apaciguado y asfalto abandonado. Las pezuñas tranquilas de un venado pródigo me acarician por un momento, un brevísimo momento, el momento en que cruza de un campo a otro, de una arboleda a la otra, de ese mundo a mi izquierda y de ese otro a mi derecha. El frío cala hasta los huesos, las piernas se mueven ligeras mientras huyen de la luz; me extiendo ancha y larga como una carretera. Izquierda y derecha.

Tal vez, y esto es más factible, soy una decisión.

Me desdoblo en múltiples ramificaciones, opciones, alternativas, dilemas; me encuentro en una encrucijada para después encontrarme frente a otra encrucijada. Mi elección, en el primer segundo de que es pensada, me desarma y me vuelve a armar. Las piezas parecen estar en el mismo lugar pero no lo están. Mi pie, el primero en adelantarse, ya no me pertenece; mi mano se entrega a ese nuevo mundo sin miedo, y mis codos, mis rodillas, la nuca helada. La casi-luna ampara mi marcha.

Pero más seguramente soy solamente el cielo nocturno.

Aparentes pequeños puntos rutilantes, aparentes nubes quietas, aparente Luna Llena; un lienzo de apariencias, de tonalidades difuminadas, nunca de colores concretos, un manto oscurecido por las mentiras, por las verdades calladas, que se dicen en susurros a un centímetro de la oreja pero que se confunden con el sonido del viento, con las hojas de las árboles que bailan, con las nubes que corren febriles. Soy un sólo ojo atento. Siempre muy abierto. Soy el testigo del tronco de encina que abre los ojos y me mira, de la avenida aplastada por el mutismo, de las decisiones que se formulan detrás de los pulmones y no en la boca.

Y hablan todos: “Y la única sensación era el peso del cielo en mi frente. Te preguntaba que era todo aquello y me respondías con una quieta mirada.”

“No siento,” decían, “pero me muerdo los labios”.
¿Qué o quién me guiaba? No buscaba a nadie, buscaba todo y a todos:
    vegetación de cúpulas azules y campanarios blancos, muros color de sangre seca, arquitecturas:
    festín de formas, danza petrificada bajo las nubes que se hacen y se deshacen y no acaban de hacerse, siempre en tránsito hacia su forma venidera,
    piedras ocres tatuadas por un astro colérico, piedras lavadas por el agua de la luna;
    los parques y las plazuelas, las graves poblaciones de álamos cantantes y lacónicos olmos, niños y gorriones y cenzontles,
    los corros de ancianos, ahuehuetes cuchicheantes, y los otros, apeñuscados en los bancos, costales de huesos, tiritando bajo el gran sol del altiplano, patena incandescente;
    calles que no se acaban nunca, calles caminadas como se lee un libro o se recorre un cuerpo;
    patios mínimos, con madreselvas y geranios generosos colgando de los barandales, ropa tendida, fantasma inocuo que el viento echa a volar entre las verdes interjecciones del loro de ojo sulfúreo y, de pronto, un delgado chorro de luz: el canto del canario;
    los figones celeste y las cantinas solferino, el olor del aserrín sobre el piso de ladrillo, el mostrador espejeante, equívoco altar en donde los genios de insidiosos poderes duermen encerrados en botellas multicolores;
    la carpa, el ventrílocuo y sus muñecos procaces, la bailarina anémica, la tiple jamona, el galán carrasposo;
    la feria y los puestos de fritangas donde hierofantas de ojos canela celebran, entre brasas y sahumerios, las nupcias de las substancias y la transfiguración de los olores y los sabores mientras destazan carnes, espolvorean sal y queso cándido sobre nopales verdeantes, asperjan lechugas donadoras del sueño sosegado, muelen maíz solar, bendicen manojos de chiles tornasoles;
    las frutas y los dulces, montones dorados de mandarinas y tejocotes, plátanos áureos, tunas sangrientas, ocres colinas de nueces y cacahuetes, volcanes de azúcar, torreones de alegrías, pirámides transparentes de biznagas, cocadas, diminuta orografía de las dulzuras terrestres, el campamento militar de las cañas, las jícamas blancas arrebujadas en túnicas color de tierra, las limas y los limonones: frescura súbita de risas de mujeres que se bañan en un río verde;
    las guirnaldas de papel y las banderitas tricolores, arcoiris de juguetería, las estampas de la Guadalupe y las de los santos, los mártires, los héroes, los campeones, las estrellas;
    el enorme cartel del próximo estreno y la ancha sonrisa, bahía extática, de la actriz en cueros y redonda como la luna que rueda por las azoteas, se desliza entre las sábanas y enciende las visiones rijosas;
    las tropillas y vacadas de adolescentes, palomas y cuervos, las tribus dominicales, los náufragos solitarios y los viejos y viejas, ramas desgajadas del árbol del siglo;
    la musiquita rechinante de los cabellitos, la musiquita que da vueltas y vueltas en el cráneo como un verso incompleto en busca de una rima;
    y al cruzar la calle, sin razón, porque sí, como un golpe de mar o el ondear súbito de un campo de maíz, como el sol que rompe entre nubarrones: la alegría, el surtidor de la dicha instantánea, ¡ah, estar vivo, desgranar la granada de esta hora y comerla grano a grano!!;
    el atardecer como una barca que se aleja y no acaba de perderse en el horizonte indeciso;
    la luz anclada en el atrio del templo y el lento oleaje de la hora vencida puliendo cada piedra, cada arista, cada pensamiento hasta que todo no es sino una transparencia insensiblemente disipada;
    la vieja cicatriz que, sin aviso, se abre, la gota que taladra, el surco quemado que deja el tiempo en la memoria, el tiempo sin cara: presentimiento de vómito y caída, el tiempo que ha ido y regresa, el tiempo que nunca se ha ido y está aquí desde el principio, el par de ojos agazapados en un rincón del ser: la seña de nacimiento;
    el rápido desplome de la noche que borra las caras y las casas, la tinta negra de donde salen las trompas y los colmillos, el tentáculo y el dardo, la ventosa y la naceta, el rosario de las cacofonías;
    la noche poblada cuchicheos y allá lejos un rumor de voces de mujeres, vagos follajes movidos por el viento;
    la luz brusca de los faros del auto sobre la pared afrentada, la luz navajazo, la luz escupitajo, la reliquia escupida;
    el rostro terrible de la vieja al cerrar la ventana santiguándose, el ladrido del alma en pena del perro en el callejón como una herida que se encona;
    las parejas en las bancas de los parques o de pie en los repliegues de los quicios, los cuatro brazos anudados, árboles incandescentes sobre los que reposa la noche,
    las parejas, bosques de febriles columnas envueltas por la resiración del animal deseante de mil ojos y mil manos y una sola imagen clavad en la frente,
    las quietas parejas que avanzan sin moverse con los ojos cerrados y caen interminablemente en sí mismas;
    el vértigo inmóvil del adolescente desenterrado que rompe por mi frente mientras escribo
    y camina de nuevo, multisolo en su soledumbre, por calles y plazas desmoronadas apenas las digo
    y se pierde de nuevo en busca de todo y de todos, de nada y de nadie
Era de madrugada.
Después de retirada la piedra con trabajo,
porque no la materia sino el tiempo
pesaba sobre ella,
oyeron una voz tranquila
llamándome, como un amigo llama
cuando atrás queda alguno
fatigado de la jornada y cae la sombra.
Hubo un silencio largo.
Así lo cuentan ellos que lo vieron.

Yo no recuerdo sino el frío
Extraño que brotaba
Desde la tierra honda, con angustia
De entresueño, y lento iba
A despertar el pecho,
Donde insistió con unos golpes leves,
Avido de tornarse sangre tibia.
En mi cuerpo dolía
Un dolor vivo o un dolor soñado.

Era otra vez la vida.
Cuando abrí los ojos
fue el alba pálida quien dijo
la verdad. Porque aquellos
rostros ávidos, sobre mí estaban mudos,
mordiendo un sueño vago inferior al milagro,
como rebaño hosco
que no a la voz sino a la piedra atiende,
y el sudor de sus frentes
oí caer pesado entre la hierba.

Alguien dijo palabras
de nuevo nacimiento.
Mas no hubo allí sangre materna
ni vientre fecundado
que crea con dolor nueva vida doliente.
Sólo anchas vendas, lienzos amarillos
con olor denso, desnudaban
la carne gris y fláccida como fruto pasado;
no el terso cuerpo oscuro, rosa de los deseos,
sino el cuerpo de un hijo de la muerte...


El cielo rojo abría hacia lo lejos
Tras de olivos y alcores;
El aire estaba en calma.
Mas tremblaban los cuerpos,
Como las ramas cuando el viento sopla,
Brotando de la noche con los brazos tendidos
Para ofrecerme su propio afán estéril.
La luz me remordía
Y hundí la frente sobre el polvo
Al sentir la pereza de la muerte.


Quise cerrar los ojos,
buscar la vasta sombra,
la tiniebla primaria
que su venero esconde bajo el mundo
lavando de vergüenzas la memoria.
Cuando un alma doliente en mis entrañas
gritó, por las oscuras galerías
del cuerpo, agria, desencajada,
hasta chocar contra el muro de los huesos
y levantar mareas febriles por la sangre.

Aquel que con su mano sostenía
la lámpara testigo del milagro,
mató brusco la llama,
porque ya el día estaba con nosotros.
Una rápida sombra sobrevino.
Entonces, hondos bajo una frente, vi unos ojos
llenos de compasión, y hallé temblando un alma
donde mi alma se copiaba inmensa,
por el amor dueña del mundo.

Vi unos pies que marcaban la linde de la vida,
el borde de una túnica incolora
plegada, resbalando
hasta rozar la fosa, como un ala
cuando a subir tras de la luz incita.
Sentí de nuevo el sueño, la locura
y el error de estar vivo,
siendo carne doliente día a día.
Pero él me había llamado
y en mí no estaba ya sino seguirle...

Por eso, puesto en pie, anduve silencioso,
Aunque todo para mí fuera extraño y vano,
Mientras pensaba: así débieron ellos,
Muerto yo, caminar llevádome a tierra.
La casa estaba lejos;
Otra vez vi sus muros blancos
Y el ciprés del huerto.
Sobre el terrado había una estrella pálida.
Dentro no hallamos lumbre
En el hogar cubierto de ceniza.

Todos le rodearon en la mesa.
Encontré el pan amargo, sin sabor las frutas,
el agua sin frescor, los cuerpos sin deseo;
la palabra hermandad sonaba falsa,
y de la imagen del amor quedaban
sólo recuerdos vagos bajo el viento.
Él conocía que todo estaba muerto
en mí, que yo era un muerto
andando entre los muertos.

Sentado a su derecha me veía
como aquel que festejan al retorno.
La mano suya descansaba cerca
y recliné le frente sobre ella
con asco de mi cuerpo y de mi alma.
Así pedí en silencio, como se pide
a Dios, porque su nombre,
más vasto que los templos, los mares, las estrellas,
cabe en el desconsuelo del hombre que está solo,
fuerza para llevar la vida nuevamente.

Así rogué, con lágrimas,
fuerza de soportar mi ignorancia resignado,
trabajando, no por mi vida ni mi espíritu,
mas por una verdad en aquellos ojos entrevista
ahora. La hermosura es paciencia.
Sé que el lirio del campo,
tras de su humilde oscuridad en tantas noches
con larga espera bajo tierra,
del tallo verde erguido a la corola alba
irrumpe un día en gloria triunfante.
Me quedas tú, y me donas la alegría
con el dolor, y tu miel deleitable
con el acerbo aloe.

Me quedas tú, y la luz que tu alma cría
dentro la tenebrura inenarrable
de mi yo solitario:

Siempre loe
tu don ilusionario.

Me quedas tú, y el claro sortilegio
de tus ojos rientes: con su hechizo
mi soledad se puebla.

Me quedas tú, y tu risa, cuyo arpegio
me embriaga, y tu tesoro de oro obrizo
solaz del alma sola:

La gris niebla
tu regalo aureola.

Me quedas tú, y el filtro que tu ardida
boca frutal, sombreada, en mis febriles
resecos labios vierte.

Me quedas tú, la ingenua enardecida,
me quedas tú, la experta, de sutiles
tácticas retrecheras:

Vida. Muerte.
Lo que quieras.
La muerte
entra y sale
de la taberna.
Pasan caballos negros
y gente siniestra
por los hondos caminos
de la guitarra.
Y hay un olor a sal
y a sangre de hembra,
en los nardos febriles
de la marina.
La muerte
entra y sale,
y sale y entra
la muerte
de la taberna.
Como horribles batracios a la atmósfera,
suben visajes lúgubres al labio.
Por el Sahara azul de la Substancia
camina un verso gris, un dromedario.
Fosforece un mohín de sueños crueles.
Y el ciego que murió lleno de voces
de nieve. Y madrugar, poeta, nómada,
al crudísimo día de ser hombre.
Las.Horas van febriles, y en los ángulos
abortan rubios siglos de ventura.
Quién tira tanto el hilo; quién descuelga
sin piedad nuestros nervios,
cordeles ya gastados, a la tumba?
Amor! Y tú también. Pedradas negras
se engendran en tu máscara y la rompen.
La tumba es todavía
un **** de mujer que atrae al hombre!
Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre:
ojos inusitados de sulfato de cobre.
Llamábase María; vivía en un suburbio,
y no hubo entre nosotros ni sombra ni disturbio.
Acabamos de golpe: su domicilio estaba
contiguo a la estación de los ferrocarriles,
y ¿qué noviazgo puede ser duradero entre
campanadas centrífugas y silbatos febriles?
El reloj de su sala desgajaba las ocho;
era diciembre, y yo departía con ella
bajo la limpidez glacial de cada estrella.
El gendarme, remiso a mi intriga inocente,
hubo de ser, al fin, forzoso confidente.
María se mostraba incrédula y tristona:
yo no tenía traza de una buena persona.
¿Olvidarás acaso, corazón forastero,
el acierto nativo de aquella señorita
que oía y desoía tu pregón embustero?
Su desconfiar ingénito era ratificado
por los perros noctívagos, en cuya algarabía
reforzábase el duro presagio de María.
¡Perdón, María! Novia triste, no me condenes;
cuando oscile el quinqué y se abatan las ocho,
cuando el sillón te mezca, cuando ululen los trenes,
cuando trabes los dedos por detrás de tu nuca,
no me juzgues más pérfido que uno de los silbatos
que turban tu faena y tus recatos.
Distinta tú serías a todas las mujeres,
Si hacerte y rehacerte, cada vez que lo quieres,
El alma no supieras. Lo haces con una nada;
Y tu arte es tal, que cada
Ocasión que te veo,
Me subyugas, y que eres otra mujer yo creo.

Tú sabes que en lo vida todo se va gastando,
Que nuestro amor es viejo, y es siempre entonces cuando
Engaño e ingenio luces, que en ti son inherentes,
Y ante mí te presentas con ojos diferentes.
El brillo de tu rostro se ve más bello y vivo
Entre capa de pieles; con mayor atractivo
Renaces de la seda, de un bien cortado traje
y de rondas de encaje;
Y después... los sombreros. Algo más llamativo
En ti siempre descubro. Y eso es, precisamente,
Por los grandes sombreros, lo que hace que los ojos
Aparezcan más negros, pues ocultan la frente.
Porque muy bien comprendes, con tu sabiduría
E ingenio despejado,
Que debes, cuando observas mi amor ya fatigado,
Confeccionarte un alma, que no te conocía.
Al verte en ese instante,
Los labios te saqueo con mis besos nerviosos,
Y tomo tu semblante.
En mis manos febriles, y agito tus undosos
Cabellos, y me río... más feliz, más amante.
Pero cuando los rizos te deshago, y encuentro
Tus verdaderos ojos, y el alma reconcentro,
Veo que son los mismos. Y cuando febrilmente
Agito con los dedos tu rubia cabellera
Y asoma tu cabeza revuelta de repente,
Reveo con profundo desencanto tu frente,
La de la vez primera.
¡Eres tú, la de siempre, pues no has cambiado nada!
Y aquella tu alma efímera con mis ósculos trato
De reanimar. Mas huye mi ilusión disipada,
Y entonces me pareces de tu madre el retrato.
Carne, carne maldita que me apartas del cielo;
carne tibia y rosada que me impeles al vicio;
ya rasgué mis espaldas con cilicio y flagelo
por vencer tus impulsos, y es en vano, ¡te anhelo
a pesar del flagelo y a pesar del cilicio!

Crucifico mi cuerpo con sagrados enojos,
y se abraza a mis plantas Afrodita la impura;
me sumerjo en la nieve, mas la templan sus ojos;
me revuelco en un tálamo de punzantes abrojos,
y sus labios lo truecan en deleite y ventura.

Y no encuentro esperanza, ni refugio ni asilo,
y en mis noches, pobladas de febriles quimeras,
me persigue la imagen de la Venus de Milo,
con sus lácteos muñones, con su rostro tranquilo
y las combas triunfales de sus amplias caderas.
¡Oh Señor Jesucristo, guíame por los rectos
derroteros del justo; ya no turben con locas
avideces la calma de mis puros afectos
ni el caliente alabastro de los senos erectos,
ni el marfil de los hombros, ni el coral de las bocas!
Rococo Apr 2023
En la penumbra de mi cuarto, preso de mi pensamiento me veo naufragar en la marea de mis sábanas.

En la tempestad ¡grito! pero me contesta solo el silencio, que retumba profundo y distante, por las paredes de mi cráneo y los laberintos de mi córtex.

Me encuentro varado, el incesante insomnio arremete los costados de mi navío, arrullándome al son de una hipnagógica sonata.

Me acompañan ahora mis temores, mis escenarios ilusorios y conversaciones febriles, quienes juntos y como si de un sacrificio se tratase, me atan al mástil de mí Yo que naufraga.

Ascienden las olas, desciende el crepúsculo, y las estrellas, únicas testigos de la triste escena, ven su luz opacada por el destello lejano de un faro perenne.

Al menguar la tormenta diviso a la distancia, allí donde la fábrica del cielo converge con el horizonte, una isla de apacible calma en medio de tanta inmensidad.

El oleaje pilota los vestigios de mi barco hacia la orilla, donde me recibe una sábana de piedras diminutas que recubren el suelo.

El lugar exhala una armonía apacible, inherente a los cementerios y bibliotecas.

Un lugar donde el tiempo se postra a descansar, asilo para todos los expatriados de la realidad que buscan refugio de los flagelos de la vida.

He atracado sin lugar a duda en el mundo de los sueños, y por un momento me olvido del naufragio, me olvido del insomnio y de aquella prístina obscuridad de mi estancia que cada noche, con recelo me envuelve.
Valeria Chauvel Jul 2020
El amor ha muerto.
Lo mataron.
Yo soy testigo.
Fue encerrado en la más profunda y vil
mazmorra que esconden estos pasillos,
cuya puerta cuida Cancerbero.

Cloaca es el mundo en el que nacemos
y mi alma no ha dejado de sentirse sombra,
porque no ha habido tiempo que diste esperanza
ni heraldo con el brillo que amenace el cielo cruel.

Sobre estos suelos olvidados
las voces son lápidas pálidas
en un desesperado atardecer.

¿Se podrá algún día ver la luz
que opacan los febriles ojos?
Sin que cueste sangre y mil calvarios,
sin que la madrugada socave más a fondo
las entrañas de una flor que se marchita.

¿Qué es la vida sin la búsqueda por el sol?
Nada más que una estatua ciega,
un sueño mal pagado en la bruma,
la escoria de piezas burdas,
que alejan afable lumbre.

Es costumbre mirar el suelo.
Aquí todos son extraños.

— The End —