Magdalena, conozco que te amo en que la más trivial de tus acciones es pasto para mí, como la miga es la felicidad de los gorriones. Tu palabra más fútil es combustible de mi fantasía, y pasa por mi espíritu feudal como un rayo de sol por una umbría. Una mañana (en que la misma prosa del vivir se tornaba melodiosa) te daban un periódico en el tren y rehusaste, diciendo con voz cálida: «¿Para qué me das esto?» Y estas cinco breves palabras de tu boca pálida fueron como un joyel que todo el día en mi capilla estuvo manifiesto: y en la noche, sonaba tu pregunta: «¿Para qué me das esto?» Y la tarde fugaz que en el teatro repasaban tus dedos, Magdalena, la dorada melena de un chiquillo... Y el prócer ademán con que diste limosna a aquel anciano... Y tus dientes que van en sonrisa ondulante, cual resúmenes del sol, encandilando la insegura pupila de los viejos y los párvulos... Tus dientes, en que están la travesura y el relámpago de un pueril espejo que aprisiona del sol una saeta y clava el rayo férvido en los ojos del infante embobado que en su cuna vegeta... También yo, Magdalena, me deslumbro en tu sonrisa férvida; y mis horas van a tu zaga, hambrientas y canoras, como va tras el ama, por la holgura de un patio regional, el cortesano séquito de palomas que codicia la gota de agua azul y el rubio grano.