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Soy el tigre.
Te acecho entre las hojas
anchas como lingotes
de mineral mojado.
El río blanco crece
bajo la niebla. Llegas.
Desnuda te sumerges.
Espero.
Entonces en un salto
de fuego, sangre, dientes,
de un zarpazo derribo
tu pecho, tus caderas.
Bebo tu sangre, rompo
tus miembros uno a uno.
Y me quedo velando
por años en la selva
tus huesos, tu ceniza,
inmóvil, lejos
del odio y de la cólera,
desarmado en tu muerte,
cruzado por las lianas,
inmóvil en la lluvia,
centinela implacable
de mi amor asesino.
El peñón enarca
su espinazo de tigre
que espera dar un zarpazo
en el canal.

Agarradas a la única calle,
como a una amarra,
las casas hacen equilibrio
para no caerse al mar,
donde los malecones
arrullan entre sus brazos
a los buques de guerra,
que tienen epidermis y letargos de cocodrilo.

Las caras idénticas
a esas esculturas
que los presidiarios tallan
en un carozo de aceituna,
los indios venden
marfiles de tibias de mamut,
sedas auténticas de Munich,
juegos de te,
que las señoras ocultan bajo sus faldas,
con objeto de abanicar su azoramiento
al cruzar la frontera.

Hartos de tierra firme,
las marineros
se embarcan en los cafés,
hasta que el mareo los zambulle
bajo las mesas,
o tocan a rebato
con las campanas de sus pantalones
para que las niñeras
acudan a agravar
sus nostalgias, de países lejanos,
con que las pipas inciensan
las veredas de la ciudad.
lxapa May 2016
Llévate, frío,
de un zarpazo mi dolor.
Llévate las lágrimas,
los gritos,
los insultos
y las dudas.

Dile a tus ángeles
que vengan por esto
que fue mío.

Pistola,
pastilla,
cuchilla
o ventana,
cualquiera cumple
su objetivo.

Pero queda después
muy poco de lo que fui.
Las risas,
los recuerdos,
mis amigos,
los abrazos
y los besos.

¿Todo eso
quién se lo lleva?

Manda a tus demonios.
Que todo se lo roben,
que lo escupan
y que lo violen,
porque no fueron más
que regalos de Dios
a su Adán ateo
que después del destierro
se creyó serpiente.
Como ella era cristiana; como la nívea frente
Negose ante los Ídolos a inclinar reverente;
Como olvidar no quiso sus creencias primeras,
El Pretor dio la orden de entregarla a las fieras.
y como ante los ojos impuros del Pretor
Sus mejillas de virgen tiñéronse en rubor,
Para hacer la sentencia más inhumana y ruda,
Ordenó que al suplicio la llevaran desnuda.
Desnuda, y con la blonda cabellera cubriendo
El seno, baja al circo.
De su cubil, rugiendo,
Un león salta rápido, y avanza por la arena
Hacia la casta virgen, blanca como azucena...
y ve el pueblo con júbilo temblar como una hoja.

Toda aquella blancura junto a la jeta roja.
Aprieta sobre el seno la blonda cabellera,
y tranquila, el zarpazo que ha de matarla espera.
El circo estremecerse de gozo parecía,
y en tanto que la fiera la enorme boca abría.
«León», dijo la virgen.
Entonces, suavemente,
Se le vio que en el polvo doblegaba la frente,
Mientras ella, temblando, se postraba de hinojos...
y al mirarla desnuda cerró el león los ojos.

— The End —