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Piramidal, funesta de la tierra
nacida sombra, al cielo encaminaba
de vanos obeliscos ***** altiva,
escalar pretendiendo las estrellas;
si bien sus luces bellas
esemptas siempre, siempre rutilantes,
la tenebrosa guerra
que con negros vapores le intimaba
la vaporosa sombra fugitiva
burlaban tan distantes,
que su atezado ceño
al superior convexo aún no llegaba
del orbe de la diosa
que tres veces hermosa
con tres hermosos rostros ser ostenta;
quedando sólo dueño
del aire que empañaba
con el aliento denso que exhalaba.
Y en la quietud contenta
de impero silencioso,
sumisas sólo voces consentía
de las nocturnas aves
tan oscuras tan graves,
que aún el silencio no se interrumpía.
Con tardo vuelo, y canto, de él oído
mal, y aún peor del ánimo admitido,
la avergonzada Nictímene acecha
de las sagradas puertas los resquicios
o de las claraboyas eminentes
los huecos más propicios,
que capaz a su intento le abren la brecha,
y sacrílega llega a los lucientes
faroles sacros de perenne llama,
que extingue, sino inflama
en licor claro la materia crasa
consumiendo; que el árbol de Minerva
de su fruto, de prensas agravado,
congojoso sudó y rindió forzado.
Y aquellas que su casa
campo vieron volver, sus telas yerba,
a la deidad de Baco inobedientes
ya no historias contando diferentes,
en forma si afrentosa transformadas
segunda forman niebla,
ser vistas, aun temiendo en la tiniebla,
aves sin pluma aladas:
aquellas tres oficiosas, digo,
atrevidas hermanas,
que el tremendo castigo
de desnudas les dio pardas membranas
alas, tan mal dispuestas
que escarnio son aun de las más funestas:
éstas con el parlero
ministro de Plutón un tiempo, ahora
supersticioso indicio agorero,
solos la no canora
componían capilla pavorosa,
máximas negras, longas entonando
y pausas, más que voces, esperando
a la torpe mensura perezosa
de mayor proporción tal vez que el viento
con flemático echaba movimiento
de tan tardo compás, tan detenido,
que en medio se quedó tal vez dormido.
Este. pues, triste son intercadente
de la asombrosa turba temerosa,
menos a la atención solicitaba
que al suelo persuadía;
antes si, lentamente,
si su obtusa consonancia espaciosa
al sosiego inducía
y al reposo los miembros convidaba,
el silencio intimando a los vivientes,
uno y otro sellando labio obscuro
con indicante dedo, Harpócrates la noche silenciosa;
a cuyo, aunque no duro, si bien imperioso
precepto, todos fueron obedientes.
El viento sosegado, el can dormido:
éste yace, aquél quedo,
los átomos no mueve
con el susurro hacer temiendo leve,
aunque poco sacrílego ruido,
violador del silencio sosegado.
El mar, no ya alterado,
ni aún la instable mecía
cerúlea cuna donde el sol dormía;
y los dormidos siempre mudos peces,
en los lechos 1amosos
de sus obscuros senos cavernosos,
mudos eran dos veces.
Y entre ellos la engañosa encantadora
Almone, a los que antes
en peces transformó simples amantes,
transformada también vengaba ahora.
En los del monte senos escondidos
cóncavos de peñascos mal formados,
de su esperanza menos defendidos
que de su obscuridad asegurados,
cuya mansión sombría
ser puede noche en la mitad del día,
incógnita aún al cierto
montaraz pie del cazador experto,
depuesta la fiereza
de unos, y de otros el temor depuesto,
yacía el vulgo bruto,
a la naturaleza
el de su potestad vagando impuesto,
universal tributo.
Y el rey -que vigilancias afectaba-
aun con abiertos ojos no velaba.
El de sus mismos perros acosado,
monarca en otro tiempo esclarecido,
tímido ya venado,
con vigilante oído,
del sosegado ambiente,
al menor perceptible movimiento
que los átomos muda,
la oreja alterna aguda
y el leve rumor siente
que aun le altera dormido.
Y en 1a quietud del nido,
que de brozas y lodo instable hamaca
formó en la más opaca
parte del árbol, duerme recogida
la leve turba, descansando el viento
del que le corta alado movimiento.
De Júpiter el ave generosa
(como el fin reina) por no darse entera
al descanso, que vicio considera
si de preciso pasa, cuidadosa
de no incurrir de omisa en el exceso,
a un sólo pie librada fía el peso
y en otro guarda el cálculo pequeño,
despertador reloj del leve sueño,
porque si necesario fue admitido
no pueda dilatarse continuado,
antes interrumpido
del regio sea pastoral cuidado.
¡Oh de la majestad pensión gravosa,
que aun el menor descuido no perdona!
Causa quizá que ha hecho misteriosa,
circular denotando la corona
en círculo dorado,
que el afán es no menos continuado.
El sueño todo, en fin, lo poseía:
todo. en fin, el silencio lo ocupaba.
Aun el ladrón dormía:
aun el amante no se desvelaba:
el conticinio casi ya pasando
iba y la sombra dimidiaba, cuando
de las diurnas tareas fatigados
y no sólo oprimidos
del afán ponderosos
del corporal trabajo, más cansados
del deleite también; que también cansa
objeto continuado a 1os sentidos
aún siendo deleitoso;
que la naturaleza siempre alterna
ya una, ya otra balanza,
distribuyendo varios ejercicios,
ya al ocio, ya al trabajo destinados,
en el fiel infiel con que gobierna
la aparatosa máquina del mundo.
Así pues, del profundo
sueño dulce los miembros ocupados,
quedaron los sentidos
del que ejercicio tiene ordinario
trabajo, en fin, pero trabajo amado
-si hay amable trabajo-
si privados no, al menos suspendidos.
Y cediendo al retrato del contrario
de la vida que lentamente armado
cobarde embiste y vence perezoso
con armas soñolientas,
desde el cayado humilde al cetro altivo
sin que haya distintivo
que el sayal de la púrpura discierna;
pues su nivel, en todo poderoso,
gradúa por esemptas
a ningunas personas,
desde la de a quien tres forman coronas
soberana tiara
hasta la que pajiza vive choza;
desde la que el Danubio undoso dora,
a la que junco humilde, humilde mora;
y con siempre igual vara
(como, en efecto, imagen poderosa
de la muerte) Morfeo
el sayal mide igual con el brocado.
El alma, pues, suspensa
del exterior gobierno en que ocupada
en material empleo,
o bien o mal da el día por gastado,
solamente dispensa,
remota, si del todo separada
no, a los de muerte temporal opresos,
lánguidos miembros, sosegados huesos,
los gajes del calor vegetativo,
el cuerpo siendo, en sosegada calma,
un cadáver con alma,
muerto a la vida y a la muerte vivo,
de lo segundo dando tardas señas
el de reloj humano
vital volante que, sino con mano,
con arterial concierto, unas pequeñas
muestras, pulsando, manifiesta lento
de su bien regulado movimiento.
Este, pues, miembro rey y centro vivo
de espíritus vitales,
con su asociado respirante fuelle
pulmón, que imán del viento es atractivo,
que en movimientos nunca desiguales
o comprimiendo yo o ya dilatando
el musculoso, claro, arcaduz blando,
hace que en él resuelle
el que le circunscribe fresco ambiente
que impele ya caliente
y él venga su expulsión haciendo activo
pequeños robos al calor nativo,
algún tiempo llorados,
nunca recuperados,
si ahora no sentidos de su dueño,
que repetido no hay robo pequeño.
Estos, pues, de mayor, como ya digo,
excepción, uno y otro fiel testigo,
la vida aseguraban,
mientras con mudas voces impugnaban
la información, callados los sentidos
con no replicar sólo defendidos;
y la lengua, torpe, enmudecía,
con no poder hablar los desmentía;
y aquella del calor más competente
científica oficina
próvida de los miembros despensera,
que avara nunca v siempre diligente,
ni a la parte prefiere más vecina
ni olvida a la remota,
y, en ajustado natural cuadrante,
las cuantidades nota
que a cada cual tocarle considera,
del que alambicó quilo el incesante
calor en el manjar que medianero
piadoso entre él y el húmedo interpuso
su inocente substancia,
pagando por entero
la que ya piedad sea o ya arrogancia,
al contrario voraz necio la expuso
merecido castigo, aunque se excuse
al que en pendencia ajena se introduce.
Esta, pues, si no fragua de Vulcano,
templada hoguera del calor humano,
al cerebro enviaba
húmedos, mas tan claros los vapores
de los atemperados cuatro humores,
que con ellos no sólo empañaba
los simulacros que la estimativa
dio a la imaginativa,
y aquesta por custodia más segura
en forma ya más pura
entregó a la memoria que, oficiosa,
gravó tenaz y guarda cuidadosa
sino que daban a la fantasía
lugar de que formase
imágenes diversas y del modo
que en tersa superficie, que de faro
cristalino portento, asilo raro
fue en distancia longísima se veían,
(sin que ésta le estorbase)
del reino casi de Neptuno todo,
las que distantes le surcaban naves.
Viéndose claramente,
en su azogada luna,
el número, el tamaño y la fortuna
que en la instable campaña transparente
arriesgadas tenían,
mientras aguas y vientos dividían
sus velas leves y sus quillas graves,
así ella, sosegada, iba copiando
las imágenes todas de las cosas
y el pincel invisible iba formando
de mentales, sin luz, siempre vistosas
colores. las figuras,
no sólo ya de todas las criaturas
sublunares, mas aun también de aquellas
que intelectuales claras son estrellas
y en el modo posible
que concebirse puede lo invisible,
en sí mañosa las representaba
y al alma las mostraba.
La cual, en tanto, toda convertida
a su inmaterial ser y esencia bella,
aquella contemplaba,
participada de alto ser centella,
que con similitud en sí gozaba.
I juzgándose casi dividida
de aquella que impedida
siempre la tiene, corporal cadena
que grosera embaraza y torpe impide
el vuelo intelectual con que ya mide
la cuantidad inmensa de la esfera,
ya el curso considera
regular con que giran desiguales
los cuerpos celestiales;
culpa si grave, merecida pena,
torcedor del sosiego riguroso
de estudio vanamente juicioso;
puesta a su parecer, en la eminente
cumbre de un monte a quien el mismo Atlante
que preside gigante
a los demás, enano obedecía,
y Olimpo, cuya sosegada frente,
nunca de aura agitada
consintió ser violada,
aun falda suya ser no merecía,
pues las nubes que opaca son corona
de la más elevada corpulencia
del volcán más soberbio que en la tierra
gigante erguido intima al cielo guerra,
apenas densa zona
de su altiva eminencia
o a su vasta cintura
cíngulo tosco son, que mal ceñido
o el viento lo desata sacudido
o vecino el calor del sol, lo apura
a la región primera de su altura,
ínfima parte, digo, dividiendo
en tres su continuado cuerpo horrendo,
el rápido no pudo, el veloz vuelo
del águila -que puntas hace al cielo
y el sol bebe los rayos pretendiendo
entre sus luces colocar su nido-
llegar; bien que esforzando
mas que nunca el impulso, ya batiendo
las dos plumadas velas, ya peinando
con las garras el aire, ha pretendido
tejiendo de los átomos escalas
que su inmunidad rompan sus dos alas.
Las pirámides dos -ostentaciones
de Menfis vano y de la arquitectura
último esmero- si ya no pendones
fijos, no tremolantes, cuya altura
coronada de bárbaros trofeos,
tumba y bandera fue a los Ptolomeos,
que al viento, que a las nubes publicaba,
si ya también el cielo no decía
de su grande su siempre vencedora
ciudad -ya Cairo ahora-
las que, porque a su copia enmudecía
la fama no contaba
gitanas glorias, menéficas proezas,
aun en el viento, aun en el cielo impresas.
Estas que en nivelada simetría
su estatura crecía
con tal disminución, con arte tanto,
que cuánto más al cielo caminaba
a la vista que lince la miraba,
entre los vientos se desaparecía
sin permitir mirar la sutil *****
que al primer orbe finge que se junta
hasta que fatigada del espanto,
no descendida sino despeñada
se hallaba al pie de la espaciosa basa.
Tarde o mal recobrada
del desvanecimiento,
que pena fue no escasa
del visual alado atrevimiento,
cuyos cuerpos opacos
no al sol opuestos, antes avenidos
con sus luces, si no confederados
con él, como en efecto confiantes,
tan del todo bañados
de un resplandor eran, que lucidos,
nunca de calurosos caminantes
al fatigado aliento, a los pies flacos
ofrecieron alfombra,
aun de pequeña, aun de señal de sombra.
Estas que glorias ya sean de gitanas
o elaciones profanas,
bárbaros hieroglíficos de ciego
error, según el griego,
ciego también dulcísimo poeta,
si ya por las que escribe
aquileyas proezas
o marciales, de Ulises, sutilezas,
la unión no le recibe
de los historiadores o le acepta
cuando entre su catálogo le cuente,
que gloría más que número le aumente,
de cuya dulce serie numerosa
fuera más fácil cosa
al temido Jonante
el rayo fulminante
quitar o la pescada
a Alcídes clava herrada,
que un hemistiquio solo
-de los que le: dictó propicio Apolo-
según de Homero digo, la sentencia.
Las pirámides fueron materiales
tipos solos, señales exteriores
de las que dimensiones interiores
especies son del alma intencionales
que como sube en piramidal *****
al cielo la ambiciosa llama ardiente,
así la humana mente
su figura trasunta
y a la causa primera siempre aspira,
céntrico punto donde recta tira
la línea, si ya no circunferencia
que contiene infinita toda esencia.
Estos pues, montes dos artificiales,
bien maravillas, bien milagros sean,
y aun aquella blasfema altiva torre,
de quien hoy dolorosas son señales
no en piedras, sino en lenguas desiguales
porque voraz el tiempo no ]as borre,
los idiomas diversos que escasean
el sociable trato de las gentes
haciendo que parezcan diferentes
los que unos hizo la naturaleza,
de la lengua por solo la extrañeza; .
si fueran comparados
a la mental pirámide elevada,
donde, sin saber como colocada
el alma se miró, tan atrasados
se hallaran que cualquiera
graduara su cima por esfera,
pues su ambicioso anhelo,
haciendo cumbre de su propio vuelo,
en lo más eminente
la encumbró parte de su propia mente,
de sí tan remontada que creía
que a otra nueva región de sí salía.
En cuya casi elevación inmensa,
gozosa, mas suspensa,
suspensa, pero ufana
y atónita, aunque ufana la suprema
de lo sublunar reina soberana,
la vista perspicaz libre de antojos
de sus intelectuales y bellos ojos,
sin que distancia tema
ni de obstáculo opaco se recele,
de que interpuesto algún objeto cele,
libre tendió por todo lo criado,
cuyo inmenso agregado
cúmulo incomprehensible
aunque a la vista quiso manifiesto
dar señas de posible,
a la comprehensión no, que entorpecida
con la sobra de objetos y excedida
de la grandeza de ellos su potencia,
retrocedió cobarde,
tanto no del osado presupuesto
revocó la intención arrepentida,
la vista que intentó descomedida
en vano hacer alarde
contra objeto que excede en excelencia
las líneas visuales,
contra el sol, digo, cuerpo luminoso,
cuyos rayos castigo son fogoso,
de fuerzas desiguales
despreciando, castigan rayo a rayo
el confiado antes atrevido
y ya llorado ensayo,
necia experiencia que costosa tanto
fue que Icaro ya su propio llanto
lo anegó enternecido
como el entendimiento aquí vencido,
no menos de la inmensa muchedumbre
de tanta maquinosa pesadumbre
de diversas especies conglobado
esférico compuesto,
que de las cualidades
de cada cual cedió tan asombrado
que, entre la copia puesto,
pobre con ella en las neutralidades
de un mar de asombros, la elección confusa
equívoco las ondas zozobraba.
Y por mirarlo todo; nada veía,
ni discernir podía,
bota la facultad intelectiva
en tanta, tan difusa
incomprensible especie que miraba
desde el un eje en que librada estriba
la máquina voluble de la esfera,
el contrapuesto polo,
las partes ya no sólo,
que al universo todo considera
serle perfeccionantes
a su ornato no más pertenecientes;
mas ni aun las que ignorantes;
miembros son de su cuerpo dilatado,
proporcionadamente competentes.
Mas como al que ha usurpado
diuturna obscuridad de los objetos
visibles los colores
si súbitos le asaltan resplandores,
con la sombra de luz queda más ciego:
que el exceso contrarios hace efectos
en la torpe potencia, que la lumbre
del sol admitir luego
no puede por la falta de costumbre;
y a la tiniebla misma que antes era
tenebroso a la vista impedimento,
de los agravios de la luz apela
y una vez y otra con la mano cela
de los débiles ojos deslumbrados
los rayos vacilantes,
sirviendo va piadosa medianera
la sombra de instrumento
para que recobrados
por grados se habiliten,
porque después constantes
su operación más firme ejerciten.
Recurso natural, innata ciencia
que confirmada ya de la experiencia,
maestro quizá mudo,
retórico ejemplar inducir pudo
a uno y otro galeno
para que del mortífero veneno,
en bien proporcionadas cantidades,
escrupulosamente regulando
las ocultas nocivas cualidades,
ya por sobrado exceso
de cálidas o frías,
o ya por ignoradas simpatías
o antipatías con que van obrando
las causas naturales su progreso,
a la admiración dando, suspendida,
efecto cierto en causa no sabida,
con prolijo desvelo y remirada,
empírica
Sacude el mar su melena
Y son las olas montañas
Que coronan refulgentes
Ricas diademas de plata.

Niega el sol su viva lumbre
Al titán que tiembla y brama,
Y el huracán, monstruo *****,
Abre sus fúnebres alas.

Todo es en el cielo sombras;
Todo es en el aire ráfagas,
La lluvia cae a torrentes,
El rayo doquier estalla;

Cada relámpago alumbra
Un cuadro que impone y pasma
De terror al que lo mira,
A Dios elevando el alma.

Sobre el abismo sin fondo
De las turbulentas aguas,
Entre las olas gigantes
Que los espacios escalan;

Bajo el manto de tinieblas
Que en las regiones más altas
Corren en alas del viento
Como legión de fantasmas;

Al rumor de las centellas
Que difunde la borrasca
Y que al reventar convierten
Las nubes en rojas ascuas;

Cual hoja que se sacude
Para abandonar la rama,
A impulsos de estos ciclones
Que a los sabinos descuajan,

En la líquida llanura
Zozobra sin esperanzas
Ligera nave que en vano
Quiso arribar a la playa.

Sus velas poco le sirven
Y el maderamen no basta
A resistir los embates
De las ondas encrespadas;

Sus mástiles se doblegan,
Como en el campo las cañas,
Y al hundirse en el abismo
Ninguna mano la salva.

Es la soledad desierta
Su aterradora amenaza;
La mar su inmenso sepulcro,
Y el mudo espacio su lápida.

Los que en la nave caminan
Sus oraciones levantan
Al Ser que todo lo puede
Y le encomiendan sus almas.

Entre tantos tripulantes,
Que sobre el abismo viajan,
Van dos jóvenes que ruegan
Al cielo con unción santa.

Pareja noble y dichosa,
Que con ternura se aman
Y que tienen por tesoro
La juventud y la gracia.

Él cumplió los veinte abriles
Ella por dos no le iguala;
Él es arrogante de porte,
Ella una beldad sin tacha.

Van a buscar a sus padres
Que residen en España,
Y antes de que la tormenta
Su embarcación agitara,

Llevaron más ilusiones
Risueñas, dulces y castas,
Que tiene estrellas el cielo
Y tiene arenas la playa.

Él, mirando los horrores
Siniestros de la borrasca,
Entre la lluvia de rayos
Que roncos tronando espantan,

Besa a su esposa la frente
Al verla derramar lágrimas,
Y señalándole el cielo
Le dice: -¡Ten esperanza!

Dios que, al extender su mano
Refrena al punto las aguas,
Y a quien sumiso obedece
Cuanto formó su palabra,

Dios que es todo y puede todo
Es el único que salva
Al que en los grandes peligros
Su misericordia aclama.

-Pídele tú que nos salve
De una muerte tan amarga,
Tan lejos de tantos seres
Que nos buscan y nos aman;

Yo me dirijo a quien logra
De Dios lo que nadie alcanza,
A la «Estrella de los Mares&lrquo;,
A la Virgen sacrosanta.

Yo, cuando fui a despedirme
De mi Virgen mejicana,
«No me abandones, mi madre&lrquo;,
Dije llorando a sus plantas.

Y ella no ha de abandonarnos,
Nos sigue con su mirada,
Arrodíllate conmigo
Y háblale con toda el alma.

Mira en el triste horizonte
Aquella nube de alza,
Figurándome en su forma
Un paisaje que me encanta,

El cerro agreste y pequeño
Entre cuyas rocas áridas
La Virgen de Guadalupe
Se apareció en forma humana.

Y la nube se ilumina,
La circunda roja franja
Y algo se mueve en el fondo
Que parece que me llama.

-Deliras, mujer, deliras.
-Pero mira, se destaca
Entre rayos refulgentes
Una visión que me encanta.

¡Es la Virgen de mi tierra!
¡Mira el ángel a sus plantas
El manto azul y estrellado
Como las noches de Anáhuac!

-Santo delirio, hija mía;
Si la Virgen nos salvara
Las velas que tiene el barco,
Y vamos que son bien anchas,

Como ofrenda de su templo
Por nosotros regalada
Para ejemplo de otros fieles
Yo las hiciera de plata.

Y cuando acabó aquel joven
De decir estas palabras,
Aplacáronse las olas
Quedando la mar en calma.

Las que fueron negras nubes
Pronto se tornaron blancas
Y asomó la luna en llena
Por las estrellas cercada.

Los marineros absortos
De maravilla tan alta
Volvieron cantos y risas,
Bendiciones y plegarias,

Lo que en los tristes momentos
De la deshecha borrasca
Fueron horribles blasfemias
Y escandalosas palabras.

La nave al fin llegó al puerto,
La gente feliz y sana
Refirió el raro portento
Confirmándolo con lágrimas.

Y los jóvenes viajeros
Avivaron más el ansia
De cumplir una promesa
Más que solemne, sagrada.

El mástil de aquella nave
Que se doblegó cual caña
Al soplo de la tormenta
Fiera y desencadenada,

Lleváronselo consigo,
Y en otras horas más gratas
Trajéronlo hasta la iglesia
De la Virgen mejicana.

Dieron al templo en limosna
Lo mismo que les costara
Fabricar cual lo ofrecieron
Rico velamen de plata.

Y aprovechando aquel mástil
Fueron con piedra labradas
Las velas que hoy nos recuerdan
El fervor de aquellas almas.

¡Cuántos ascendiendo al templo
Que el cerro en su altura guarda,
Frente al monumento humilde
De que mi romance trata,

No saben que es el emblema
De una devoción sin mancha,
De una fe que fue el tesoro
De las edades pasadas,

Y que hoy es raro encontrarse
Prestando alivio a las almas
A quienes la duda enferma
Y el escepticismo amarga!

¡Oh, tradición, tú recoges
Sobre tus ligeras alas
Lo que la historia no dice
Ni el sabio adusto relata!

¡Toca al narrador agreste
Despojarte de tus galas
Para entretejer con ellas
Sus más vistosas guirnaldas!

Al pueblo lo que es del pueblo,
Sus venturas, sus desgracias
Y todo cuanto le atañe
En su historia y en su patria.
Frente al mar, y en la puerta de su pobre morada,
La viuda del marino con su hijo está sentada.
Se ve tristeza en ambos. Los rudos temporales
De esos días de otoño causaron tantos males,
Tanto destrozo hicieron, fue tal del mar la saña,
Cual nunca visto había la costa de Bretaña.
Por eso ante el crepúsculo se encuentran abstraídos
Y silenciosos, y ambos de luto están vestidos.

En ese lago quieto, de aguas murmuradoras,
En donde se deslizan las barcas pescadoras,
Cuyas velas se extienden bajo el oro del día,
¡Quién, al ver esa calma, reconocer podría
Aquel mar tempestuoso, que sólo en un momento,
En el pasado otoño, con ímpetu violento
Destrozó veinte barcas, y que a esa pobre madre
Dejó  trocada en viuda y a ese niño sin padre!

El agua azul sonríe; sin nubes brilla el cielo;
Y ella sigue sombría, con hondo desconsuelo
Recordando la tarde trágica de su vida,
Cuando hundió en sus abismos la mar embravecida
A su esposo. «Mas suya fue la culpa», a su hijo,
Que seguía en silencio, sollozando le dijo.
«A desgraciados náufragos que el temporal hundía,
¿Cómo sin un socorro dejárseles podría?

¡Qué tarde horrible! ¡Nadie recordaba en la aldea
Haber visto en su vida semejante marea!
¡Era tentar al cielo y era jugar la suerte
Socorrer a los náufragos... era afrontar la muerte!
Tu padre con nosotros estaba. En la bahía,
Recién entrada al puerto su barca se veía».
-«Sin duda están malditos, decíame comiendo,
Los que en el mar aguantan ese chubasco horrendo».

Como era su costumbre, después de la comida
Saliose de la casa con su pipa encendida,
Y a pesar de la lluvia, varios iban al puerto,
A ver saltar las olas sobre el muelle desierto;
Cuando de pronto observa tu padre en lontananza
Que contra los peñascos un bergantín se lanza.
Aquello fue un instante. Lo empuja el mar, y choca,
Y roto allí en pedazos quedó contra la roca.

-«Un bote», grita al punto. Yo lo miré aterrada.
Y en tanto que los otros le muestran la oleada
Que viene sobre el puerto rugiendo amenazante,
Grita otra vez: - ¡Salvémoslos! !Un bote... ¡En el instante!
Un bote al mar! ¡Un bote!... ¡Cobardes no seamos!»
Y seguían sus gritos: -«A socorrerlos vamos!
¡Mi barca! ¡Arriba! ¡Es tiempo! Mi barca no ha temido
Jamás las tempestades ni el mar embravecido,
Y por eso Adelante la bauticé»...

                                             
Salieron
Todos al mar entonces... y ¡nunca más volvieron!...

De tarde, en este invierno, y al bajar la marea,
Hasta allá, donde ves la espuma que blanquea,
Ir me has visto abatida. Mas todo ha sido en vano...
Nada de entre sus olas devuelve el océano...
¡Y ese mar que a mis plantas expira en la ribera,
De la barca no arroja ni una tabla siquiera!

Hijo: me prometiste no ser, jamás marino:
Cumplirás tu promesa. Será otro tu destino.
El cura, que te quiere, te seguirá enseñando;
Aprenderás las letras, luego a escribir. Y cuando
Grande estés, serás cura. ¡Pasará el tiempo aprisa...
Veré el día dichoso de tu primera misa!...
Yo misma pondré flores en el altar... ¡Oh, cuánta
Será mi dicha, lejos de este mar que me espanta!

Calla el niño pensando sin duda en los chicuelos
Que ve sobre chalupas y ágiles barquichuelos,
En las azules aguas, desde que el día brilla,
Caminar en la borda, bajar a la escotilla,
Mientras que él no se atreve, ni nunca se ha atrevido,
Un cable a atar siquiera. Cumple lo prometido.
Y cuando terminada la lección de lectura,
El viejo silabario cierra de tarde el cura,
Y le dice que es hora de que a jugar se vaya,
Descalzo, arremangado, se aleja por la playa,
Y así engaña sus sueños el hijo del marino;
Pero entre los cabellos el áspero y salino
Viento sentir que sopla; sentir el agua fría
Que a la rodilla sube; ver en la lejanía
Las olas que se rompen bajo azulada bruma
Y que el peñasco cubre de iridiscente espuma;
Ir conchas o mariscos buscando por la costa,
O saltar, sobre piedras, detrás de una langosta,
Eso no le bastaba; quería más; quería
La barca que se aleja bajo el fulgor del día,
Con sus palos erectos y sus velas redondas;
Quería el horizonte, los tumbos de las ondas,
Y la embriaguez del alma sobre la mar rugiente,
Cuyos acres aromas hablaban a su mente
De países lejanos... ¡Tal era su delirio!
¡Y hacía muchos meses que ese era su martirio!

Y va pasando el tiempo. Llega otro otoño horrible;
Y un día los marinos, a la luz apacible
De un cielo gris, entre ellos hablando, hacia el poniente
Sobre el mar tempestuoso, señalan de repente
Un velero que avanza contra las rocas. Brava
Marejada envolvíalo... Más y más se encrespaba...

¡En las revueltas olas aquello parecía
El estertor postrero del barco en la agonía!

-«¡Un bote al mar! ¡Un bote!», dice alguien con voz ruda,
 ¡Al mar! ¡A socorrerlos! ¡A prestarles ayuda!»

Y todos recordaban a los que al mar salieron
A salvar a unos náufragos, y nunca más volvieron;
Mas de pronto a una barca se abalanzan, y en tanto,
Todo lo ve la madre con indecible espanto;
Y a su hijo abrazando le murmura al oído:
-«¿Sabes? Me lo ofreciste... lo tienes prometido,
¡No irás!...» Con las pupilas dilatadas, la frente
Pensativa,   y el labio mordiéndose impaciente,
Nada responde, y mira con absorta mirada
Que ya los hombres tienen la barca aparejada.
De repente, una ola gigantesca y sombría,
 Que avanza rugidora por la turbia bahía.
Se estrella con fracaso, toda la playa moja, fe...
Y a las plantas del niño, tabla podrida arroja.

En la tabla estas letras leíanse: Adelante.

De su abismo esa tabla sacaba el mar de Atlante.
¡Mandato de su padre sobre las olas era!
Listos los remadores sacan de la ribera
La barca. De los brazos maternos se desprende;
Detrás de los marinos veloz carrera emprende;
Salta al bote con ellos, y al punto un remo ensaya...
 ¡Y allá van con la ola que vuelve de la playa!

¡Cómo con la mirada todos los van siguiendo!
¡Virgen Santa! ¡Las olas cuan altas y qué estruendo!
¡Parece que se hunden! ¡Jesús! ¡Naufraga el bote!
¡Mas no!... ¡Las olas pasan y ellos están a flote!
¡Y siguen!... Van llegando... ¡Ya se les ve acercarse!
¡Ya era tiempo !... ¡ Ya el barco comenzaba a inclinarse

¡Ya vuelven! ¡Los pañuelos agitan! ¡Qué arrojados!
¡El bote viene lleno!...
-«¿Cuántos?»
-« ¡Todos salvados!»
-«¡Hurra! ¡Pronto una amarra!»
Y en tanto que gozosos,
Náufragos y marinos, saltando presurosos
De piedra en piedra vienen, hacia la madre el niño
Se lanza. Ella lo abraza; lo besa; y con cariño
Él le dice al oído: «No me regañes, madre...
¡Tan contento estaría mirándome mi padre!»
Otra canción
he de cantar,
ingenua.

Otra canción (desnuda de artificios
como mi pena:
que no llora, ni se crispa,
ni se queja).

Otra canción desnuda de artificios
como mi pena,
(como mi pena: muda,
así la relate mórbidamente; y quieta:
no importa que sea motor de mi cansancio,
hélice de mi pereza,
remo de mi estatismo,
ala de mi indiferencia;
como mi pena: -por más que avizore y otee
los horizontes- ciega).

Otra canción he de cantar
ingenua.

Otra canción, de un ritmo opacado, de brumas
y de leyenda,
de brumas
y de quimera:
sin timbres gárrulos de Oriente
-asordinada-; sin tamboriles gayos ni danzarinas bayaderas;
sin bélicos clarines y sin fanfarrias épicas.
Una canción hiperbórea,
gris: que la cantasen noruegos marinos
en sus barcazas pesqueras;
que la cantasen campesinos de Helsingor y aldeanas
de Abylund y de la Karelia.

Otra canción
he de cantar
ingenua.

Sin este sol vibrante ni los estridores
que me circundan:
como si no habitase las tropicales
beocias antitéticas
-burgos sordos,
cálidas selvas-:
como si no retumbase en mis oídos
la fragorosa cantinela
del río que rompe su fastidio
en las filudas peñas!

Canción que nada diga
y apenas sí sugiera.
Que nada diga
mas deje en los oídos
vaga impresión insegura de leyenda
y de quimera:
(el hondo rumor que de los caracoles
en la rósea espiral se aposenta).
Canción de gente tosca,
de ruda gente marinera,
canción que se cantase en la hora de los coloquios
-del norteño puerto nativo en el muelle
o en la taberna-.

Otra canción he de cantar, ingenua.
Desnuda de artificios
como mi pena,
Sobria de afeites frívolos,
burda como la lona de las velas
de los esquifes pescadores;
burda: ¡y encinta de odiseas,
de temporales y de naufragios
como las velas!
La mirada interior se despliega y un mundo de vértigo y llama nace bajo la frente del que sueña:
soles azules, verdes remolinos, picos de luz que abren astros como granadas,
tornasol solitario, ojo de oro girando en el centro de una explanada calcinada,
bosques de cristal de sonido, bosques de ecos y respuestas y ondas, diálogo de transparencias,
¡viento, galope de agua entre los muros interminables de una garganta de azabache,
caballo, cometa, cohete que se clava justo en el corazón de la noche, plumas, surtidores,
plumas, súbito florecer de las antorchas, velas, alas, invasión de lo blanco,
pájaros de las islas cantando bajo la frente del que sueña!Abrí los ojos, los alcé hasta el cielo y vi cómo la noche se cubría de estrellas.
¡Islas vivas, brazaletes de islas llameantes, piedras ardiendo, respirando, racimos de piedras vivas,
cuánta fuente, qué claridades, qué cabelleras sobre una espalda oscura,
cuánto río allá arriba, y ese sonar remoto de agua junto al fuego, de luz contra la sombra!
Harpas, jardines de harpas.Pero a mi lado no había nadie.
Sólo el llano: cactus, huizaches, piedras enormes que estallan bajo el sol.
No cantaba el grillo,
había un vago olor a cal y semillas quemadas,
las calles del poblado eran arroyos secos
y el aire se habría roto en mil pedazos si alguien hubiese gritado: ¿quién vive?
Cerros pelados, volcán frío, piedra y jadeo bajo tanto esplendor, sequía, sabor de polvo,
rumor de pies descalzos sobre el polvo, ¡y el pirú en medio del llano como un surtidor petrificado!Dime, sequía, dime, tierra quemada, tierra de huesos remolidos, dime, luna agónica,
¿no hay agua,
hay sólo sangre, sólo hay polvo, sólo pisadas de pies desnudos sobre la espina,
sólo andrajos y comida de insectos y sopor bajo el mediodía impío como un cacique de oro?
¿No hay relinchos de caballos a la orilla del río, entre las grandes piedras redondas y relucientes,
en el remanso, bajo la luz verde de las hojas y los gritos de los hombres y las mujeres bahándose al alba?
El dios-maíz, el dios-flor, el dios-agua, el dios-sangre, la Virgen,
¿todos se han muerto, se han ido, cántaros rotos al borde de la fuente cegada?
¿Sólo está vivo el sapo,
sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco,
sólo el cacique gordo de Cempoala es inmortal?Tendido al pie del divino árbol de jade regado con sangre, mientras dos esclavos jóvenes lo abanican,
en los días de las grandes procesiones al frente del pueblo, apoyado en la cruz: arma y bastón,
en traje de batalla, el esculpido rostro de silex aspirando como un incienso precioso el humo de los fusilamientos,
los fines de semana en su casa blindada junto al mar, al lado de su querida cubierta de joyas de gas neón,
¿sólo el sapo es inmortal?He aquí a la rabia verde y fría y a su cola de navajas y vidrio cortado,
he aqui al perro y a su aullido sarnoso,
al maguey taciturno, al nopal y al candelabro erizados, he aquí a la flor que sangra y hace sangrar,
la flor de inexorable y tajante geometría como un delicado instrumento de tortura,
he aquí a la noche de dientes largos y mirada filosa, la noche que desuella con un pedernal invisible,
oye a los dientes chocar uno contra otro,
oye a los huesos machacando a los huesos,
al tambor de piel humana golpeado por el fémur,
al tambor del pecho golpeado por el talón rabioso,
al tam-tam de los tímpanos golpeados por el sol delirante,
he aqui al polvo que se levanta como un rey amarillo y todo lo descuaja y danza solitario y se derrumba
como un árbol al que de pronto se le han secado las raíces, como una torre que cae de un solo tajo,
he aquí al hombre que cae y se levanta y come polvo y se arrastra,
al insecto humano que perfora la piedra y perfora los siglos y carcome la luz,
he aquí a la piedra rota, al hombre roto, a la luz rota.¿Abrir los ojos o cerrarlos, todo es igual?
Castillos interiores que incendia el pensamiento porque otro más puro se levante, sólo fulgor y llama,
semilla de la imagen que crece hasta ser árbol y hace estallar el cráneo,
palabra que busca unos labios que la digan,
sobre la antigua fuente humana cayeron grandes piedras,
hay siglos de piedras, años de losas, minutos espesores sobre la fuente humana.Dime, sequía, piedra pulida por el tiempo sin dientes, por el hambre sin dientes,
polvo molido por dientes que son siglos, por siglos que son hambres,
dime, cántaro roto caído en el polvo, dime,
¿la luz nace frotando hueso contra hueso, hombre contra hombre, hambre contra hambre,
hasta que surja al fin la chispa, el grito, la palabra,
hasta que brote al fin el agua y crezca el árbol de anchas hojas de turquesa?Hay que dormir con los ojos abiertos, hay que soñar con las manos,
soñemos sueños activos de río buscando su cauce, sueños de sol soñando sus mundos,
hay que soñar en voz alta, hay que cantar hasta que el canto eche raíces, tronco, ramas, pájaros, astros,
cantar hasta que el sueño engendre y brote del costado del dormido la espiga roja de la resurrección,
el agua de la mujer, el manantial para beber y mirarse y reconocerse y recobrarse,
el manantial para saberse hombre, el agua que habla a solas en la noche y nos llama con nuestro nombre,
el manantial de las palabras para decir yo, tú, él, nosotros, bajo el gran árbol viviente estatua de la lluvia,
para decir los pronombres hermosos y reconocernos y ser fieles a nuestros nombres
hay que soñar hacia atrás, hacia la fuente, hay que remar siglos arriba,
más allá de la infancia, más allá del comienzo, más allá de las aguas del bautismo,
echar abajo las paredes entre el hombre y el hombre, juntar de nuevo lo que fue separado,
vida y muerte no son mundos contrarios, somos un solo tallo con dos flores gemelas,
hay que desenterrar la palabra perdida, soñar hacia dentro y también hacia afuera,
descifrar el tatuaje de la noche y mirar cara a cara al mediodía y arrancarle su máscara,
bañarse en luz solar y comer los frutos nocturnos, deletrear la escritura del astro y la del río,
recordar lo que dicen la sangre y la marea, la tierra y el cuerpo, volver al punto de partida,
ni adentro ni afuera, ni arriba ni abajo, al cruce de caminos, adonde empiezan los caminos,
porque la luz canta con un rumor de agua, con un rumor de follaje canta el agua
y el alba está cargada de frutos, el día y la noche reconciliados fluyen como un río manso,
el día y la noche se acarician largamente como un hombre y una mujer enamorados,
como un solo río interminable bajo arcos de siglos fluyen las estaciones y los hombres,
hacia allá, al centro vivo del origen, más allá de fin y comienzo.
Invitación al llanto.  Esto es un llanto,
      ojos, sin fin, llorando,
escombrera adelante, por las ruinas
        de innumerables días.
Ruinas que esparce un cero -autor de nadas,
obra del hombre-, un cero, cuando estalla.
Cayó ciega.  La soltó,
la soltaron, a seis mil
metros de altura, a las cuatro.
¿Hay ojos que le distingan
a la Tierra sus primores
desde tan alto?
¿Mundo feliz? ¿Tramas, vidas,
que se tejen, se destejen,
mariposas, hombres, tigres,
amándose y desamándose?
No. Geometría.  Abstractos
colores sin habitantes,
embuste liso de atlas.
Cientos de dedos del viento
una tras otra pasaban
las hojas
-márgenes de nubes blancas-
de las tierras de la Tierra,
vuelta cuaderno de mapas.
Y a un mapa distante, ¿quién
le tiene lástima? Lástima
de una pompa de jabón
irisada, que se quiebra;
o en la arena de la playa
un crujido, un caracol
roto
sin querer, con la pisada. 
Pero esa altura tan alta
que ya no la quieren pájaros,
le ciega al querer su causa
con mil aires transparentes.
Invisibles se le vuelven
al mundo delgadas gracias:
La azucena y sus estambres,
colibríes y sus alas,
las venas que van y vienen,
en tierno azul dibujadas,
por un pecho de doncella.
¿Quién va a quererlas
si no se las ve de cerca?
Él hizo su obligación:
lo que desde veinte esferas
instrumentos ordenaban,
exactamente: soltarla
al momento justo.                                   Nada.
Al principio
no vio casi nada.  Una
mancha, creciendo despacio,
blanca, más blanca, ya cándida.
¿Arrebañados corderos?
¿Vedijas, copos de lana?
Eso sería...
¡Qué peso se le quitaba!
Eso sería: una imagen
que regresa.
Veinte años, atrás, un niño.
Él era un niño -allá atrás-
que en estíos campesinos
con los corderos jugaba
por el pastizal.  Carreras,
topadas, risas, caídas
de bruces sobre la grama,
tan reciente de rocío
que la alegría del mundo
al verse otra vez tan claro,
le refrescaba la cara.
Sí; esas blancuras de ahora,
allá abajo
en vellones dilatadas,
no pueden ser nada malo:
rebaños y más rebaños
serenísimos que pastan
en ancho mapa de tréboles.
Nada malo.  Ecos redondos
de aquella inocencia doble
veinte años atrás: infancia
triscando con el cordero
y retazos celestiales,
del sol niño con las nubes
que empuja, pastora, el alba.
 
Mientras,
detrás de tanta blancura
en la Tierra -no era mapa-
en donde el cero cayó,
el gran desastre empezaba.Muerto inicial y víctima primera:
lo que va a ser y expira en los umbrales
del ser. ¡Ahogado coro de inminencias!
Heráldicas palabras voladoras
-«¡pronto!», «¡en seguida!», «¡ya!»- nuncios de dichas
colman el aire, lo vuelven promesa.
Pero la anunciación jamás se cumple:
la que aguardaba el éxtasis, doncella,
se quedará en su orilla, para siempre
entre su cuerpo y Dios alma suspensa.
¡Qué de esparcidas ruinas de futuro
por todo alrededor, sin que se vean!
Primer beso de amantes incipientes.
¡Asombro! ¿Es obra humana tanto gozo?
¿Podrán los labios repetirlo?  Vuelan
hacia el segundo beso; más que beso,
claridad quieren, buscan la certeza
alegre de su don de hacer milagros
donde las bocas férvidas se encuentran.
¿ Por qué si ya los hálitos se juntan
los labios a posarse nunca llegan?
Tan al borde del beso, no se besan.
Obediente al ardor de un mediodía
la moza muerde ya la fruta nueva.
La boca anhela el más celado jugo;
del anhelo no pasa.  Se le niega
cuando el labio presiente su dulzura
la condensada dentro, primavera,
pulpas de mayo, azúcares de junio,
día a día sumados a la almendra.
Consumación feliz de tanta ruta,
último paso, amante, pie en el aire,
que trae amor adonde amor espera.
Tiembla Julieta de Romeos próximos,
ya abre el alma a Calixto, Melibea.
Pero el paso final no encuentra suelo.
¿Dónde, si se hunde el mundo en la tiniebla,
si ya es nada Verona, y si no hay huerto?
De imposibles se vuelve la pareja.
¿Y esa mano -¿de quién?-, la mano trunca
blanca, en el suelo, sin su brazo, huérfana,
que buscas en el rosal la única abierta,
y cuando ya la alcanza por el tallo
se desprende, dejándose a la rosa,
sin conocer los ojos de su dueña?
¡Cimeras alegrías tremolantes,
gozo inmediato, pasmo que se acerca:
la frase más difícil, la penúltima,
la que lleva, derecho, hasta el acierto,
perfección vislumbrada, nunca nuestra!
¡Imágenes que inclinan su hermosura
sobre espejos que nunca las reflejan!
¡Qué cadáver ingrávido: una mañana
que muere al filo de su aurora cierta!
Vísperas son capullos. Sí, de dichas;
sí, de tiempo, futuros en capullos.
¡Tan hermosas, las vísperas!
                                                          ¡Y muertas!¿Se puede hacer más daño, allí en la Tierra?
Polvo que se levanta de la ruina,
humo del sacrificio, vaho de escombros
dice que sí se puede.  Que hay más pena.
Vasto ayer que se queda sin presente,
vida inmolada en aparentes piedras.
¡Tanto afinar la gracia de los fustes
contra la selva tenebrosa alzados
de donde el miedo viene al alma, pánico!
Junto a un altar de azul, de ola y espuma,
el pensar y la piedra se desposan;
el mármol, que era blanco, es ya blancura.
Alborean columnas por el mundo,
ofreciéndole un orden a la aurora.
No terror, calma pura da este bosque,
de noble savia pórtico.
Vientos y vientos de dos mil otoños
con hojas de esta selva inmarcesible
quisieran aumentar sus hojarascas.
Rectos embisten, curvas les engañan.
Sin botín huyen. ¿Dónde está su fronda?
No pájaros, sus copas, procesiones
de doncellas mantienen en lo alto,
que atraviesan el tiempo, sin moverse.
Este espacio que no era más que espacio
a nadie dedicado, aire en vacío,
la lenta cantería lo redime
piedras poniendo, de oro, sobre piedras,
de aquella indiferencia sin plegaria.
Fiera luz, la del sumo mediodía,
claridad, toda hueca, de tan clara
va aprendiendo, ceñida entre altos muros
mansedumbres, dulzuras; ya es misterio.
Cantan coral callado las ojivas.
Flechas de alba cruzan por los santos
incorpóreos, no hieren, les traen vida
de colores.  La noche se la quita.
La bóveda, al cerrarse abre más cielo.
Y en la hermosura vasta de estos límites
siente el alma que nada la termina.
Tierra sin forma, pobre arcilla; ahora
el torno la conduce hasta su auge:
suave concavidad, nido de dioses.
Poseidón, Venus, Iris, sus siluetas
en su seno se posan.  A esta crátera
ojos, siempre sedientos, a abrevarse
vienen de agua de mito, inagotable.
Guarda la copa en este fondo oscuro
callado resplandor, eco de Olimpo.
Frágil materia es, mas se acomodan
los dioses, los eternos, en su círculo.
Y así, con lentitud que no descansa,
por las obras del hombre se hace el tiempo
profusión fabulosa.  Cuando rueda
el mundo, tesorero, va sumando
-en cada vuelta gana una hermosura-
a belleza de ayer, belleza inédita.
Sobre sus hombros gráciles las horas
dádivas imprevistas acarrean.
¿Vida?  Invención, hallazgo, lo que es
hoy a las cuatro, y a las tres no era.
Gozo de ver que si se marchan unas
trasponiendo la ceja de la tarde,
por el nocturno alcor otras se acercan.
Tiempo, fila de gracias que no cesa.
¡Qué alegría, saber que en cada hora
algo que está viniendo nos espera!
Ninguna ociosa, cada cual su don;
ninguna avara, todo nos lo entregan.
Por las manos que abren somos ricos
y en el regazo, Tierra, de este mundo
dejando van sin pausa
novísimos presentes: diferencias.
¿Flor?  Flores. ¡Qué sinfín de flores, flor!
Todo, en lo igual, distinto: primavera.
Cuando se ve la Tierra amanecerse
se siente más feliz.  La luz que llega
a estrecharle las obras que este día
la acrece su plural. ¡Es más diversa!El cero cae sobre ellas.
Ya no las veo, a las muchas,
las bellísimas, deshechas,
en esa desgarradora
unidad que las confunde,
en la nada, en la escombrera.
Por el escombro busco yo a mis muertos;
más me duele su ser tan invisibles.
Nadie los ve: lo que se ve son formas
truncas; prodigios eran, singulares,
que retornan, vencidos, a su piedra.
Muertos añosos, muertos a lo lejos,
cadáveres perdidos,
en ignorado osario perfecciona
la Tierra, lentamente, su esqueleto.
Su muerte fue hace mucho.  Esperanzada
en no morir, su muerte. Ánima dieron
a masas que yacían en canteras.
Muchas piedras llenaron de temblores.
Mineral que camina hacia la imagen,
misteriosa tibieza, ya corriendo
por las vetas del mármol,
cuando, curva tras curva, se le empuja
hacia su más, a ser pecho de ninfa.
Piedra que late así con un latido
de carne que no es suya, entra en el juego
-ruleta son las horas y los días-:
el jugarse a la nada, o a lo eterno
el caudal de sus formas confiado:
el alma de los hombres, sus autores.
Si es su bulto de carne fugitivo,
ella queda detrás, la salvadora
roca, hija de sus manos, fidelísima,
que acepta con marmóreo silencio
augusto compromiso: eternizarlos.
Menos morir, morir así: transbordo
de una carne terrena a bajel pétreo
que zarpa, sin más aire que le impulse
que un soplo, al expirar, último aliento.
Travesía que empieza, rumbo a siempre;
la brújula no sirve, hay otro norte
que no confía a mapas su secreto;
misteriosos pilotos invisibles,
desde tumbas los guían, mareantes
por aguja de fe, según luceros.
Balsa de dioses, ánfora.
Naves de salvación con un polícromo
velamen de vidrieras, y sus cuentos
mármol, que flota porque vista de Venus.
Naos prodigiosas, sin cesar hendiendo
inmóviles, con proas tajadoras
auroras y crepúsculos, espumas
del tumbo de los años; años, olas
por los siglos alzándose y rompiendo.
Peripecia suprema día y noche,
navegar tesonero
empujado por racha que no atregua:
negación del morir, ansia de vida,
dando sus velas, piedras, a los vientos.
Armadas extrañísimas de afanes,
galeras, no de vivos, no de muertos,
tripulaciones de querencias puras,
incansables remeros,
cada cual con su remo, lo que hizo,
soñando en recalar en la celeste
ensenada segura, la que está
detrás, salva, del tiempo.¡Y todos, ahora, todos,
qué naufragio total, en este escombro!
No tibios, no despedazados miembros
me piden compasión, desde la ruina:
de carne antigua voz antigua, oigo.
Desgarrada blancura, torso abierto,
aquí, a mis pies, informe.
Fue ninfa geométrica, columna.
El corazón que acaban de matarle,
Leucipo, pitagórico,
calculador de sueños, arquitecto,
de su pecho lo fue pasando a mármoles.
Y así, edad tras edad, en estas cándidas
hijas de su diseño
su vivir se salvó.  Todo invisible,
su pálpito y su fuego.
Y ellas abstractos bultos se fingían,
pura piedra, columnas sin misterio.
Más duelo, más allá: serafín trunco,
ángel a trozos, roto mensajero.
Quebrada en seis pedazos
sonrisa, que anunciaba, por el suelo.
Entre el polvo guedejas
de rubia piedra, pelo tan sedeño
que el sol se lo atusaba a cada aurora
con sus dedos primeros.
Alas yacen usadas a lo altísimo,
en barro acaba su plumaje célico.
(A estas plumas del ángel desalado
encomendó su vuelo
sobre los siglos el hermano Pablo,
dulce monje cantero).
Sigo escombro adelante, solo, solo.
Hollando voy los restos
de tantas perfecciones abolidas.
Años, siglos, por siglos acudieron
aquí, a posarse en ellas; rezumaban
arcillas o granitos,
linajes de humedad, frescor edénico.
No piso la materia; en su pedriza
piso al mayor dolor, tiempo deshecho.
Tiempo divino que llegó a ser tiempo
poco a poco, mañana tras su aurora,
mediodía camino de su véspero,
estío que se junta con otoño,
primaveras sumadas al invierno.
Años que nada saben de sus números,
llegándose, marchándose sin prisa,
sol que sale, sol puesto,
artificio diario, lenta rueda
que va subiendo al hombre hasta su cielo.
Piso añicos de tiempo.
Camino sobre anhelos hechos trizas,
sobre los días lentos
que le costó al cincel llegar al ángel;
sobre ardorosas noches,
con el ardor ardidas del desvelo
que en la alta madrugada da, por fin,
con el contorno exacto de su empeño...
Hollando voy las horas jubilares:
triunfo, toque final, remate, término
cuando ya, por constancia o por milagro,
obra se acaba que empezó proyecto.
Lo que era suma en un instante es polvo.
¡Qué derroche de siglos, un momento!
No se derrumban piedras, no, ni imágenes;
lo que se viene abajo es esa hueste
de tercos defensores de sus sueños.
Tropa que dio batalla a las milicias
mudas, sin rostro, de la nada; ejército
que matando a un olvido cada día
conquistó lentamente los milenios.
Se abre por fin la tumba a que escaparon;
les llega aquí la muerte de que huyeron.
Ya encontré mi cadáver, el que lloro.
Cadáver de los muertos que vivían
salvados de sus cuerpos pasajeros.
Un gran silencio en el vacío oscuro,
un gran polvo de obras, triste incienso,
canto inaudito, funeral sin nadie.
Yo sólo le recuerdo, al impalpable,
al NO dicho a la muerte, sostenido
contra tiempo y marea: ése es el muerto.
Soy la sombra que busca en la escombrera.
Con sus siete dolores cada una
mil soledades vienen a mi encuentro.
Hay un crucificado que agoniza
en desolado Gólgota de escombros,
de su cruz separado, cara al cielo.
Como no tiene cruz parece un hombre.
Pero aúlla un perro, un infinito perro
-inmenso aullar nocturno ¿desde dónde?-,
voz clamante entre ruinas por su Dueño.
Victor Marques Nov 2011
Nossa Senhora da Aparecida


Na noite te pedi inspiração,
Divulgar teu nome e devoção.
As correntes do escravo Zacarias,
Velas apagadas Tu acendias.


A corrente to rio era muito forte,
O menino Tu livraste da morte.
Aqui em Castanheiro do Norte,
Te pedimos pão e sorte.


A fé em Deus, ele é amor,
Olhai para as vinhas do Senhor,
Ao Jorge e á D. Anita,
Agradecemos a festa  bonita.

Victor Marques
Victor Marques Jul 2010
Ansiar por ti no nosso doce leito,
Lúgubres as noites de cansaço,
Amar-te do fundo do peito,
Vivo no teu regaço.


Teu calor que tua doença cura,
Sentimento puro e forte,
Amar-te com meiguices e ternura,
Enlace da nossa sorte.


O barco sem velas nos conduz,
Carrocéis que rodeais  o ermo.
Amar-te com palavras feitas de luz,
Por ti estou enfermo.



Juntar ao teu meu coração,
Sofrer com excelsa mágoa,
Amar-te com gratidão,
Minha musa bem amada.


Victor Marques
Mar armonioso.
mar maravilloso,
tu salada fragancia,
tus colores y músicas sonoras
me dan la sensación divina de mi infancia
en que suaves las horas
venían en un paso de danza reposada
a dejarme un ensueño o regalo de hada.Mar armonioso,
mar maravilloso
de arcadas de diamante que se rompen en vuelos
rítmicos que denuncian algún ímpetu oculto,
espejo de mis vagas ciudades de los cielos,
blanco y azul tumulto
de donde brota un canto
inextinguible,
mar paternal, mar santo,
mi alma siente la influencia de tu alma invisible.Velas de los Colones
y velas de los Vascos,
hostigadas por odios de ciclones
ante la hostilidad de los peñascos;
o galeras de oro,
velas purpúreas de bajeles
que saludaron el mugir del toro
celeste, con Europa sobre el lomo
que salpicaba la revuelta espuma.
Magnífico y sonoro
se oye en las aguas como
un tropel de tropeles,
¡tropel de los tropeles de tritones!
Brazos salen de la onda, suenan vagas canciones,
brillan piedras preciosas,
mientras en las revueltas extensiones
Venus y el Sol hacen nacer mil rosas.
Victor Marques Aug 2010
A flor colorida

Não te dou sandálias para caminhar,
Suspiros de embalar,
Horizonte sempre apaixonado,
Afecto bem guardado.



Ai a neve branca da montanha,
Carinho nobre e desmedido,
Amor descomprometido,
Desejo rejuvenescido.


Caminhar sobre o mar,
Barquinho com velas sem navegar,
Amor eterno como o paraíso,
Dar um beijo, um sorriso.


O céu está estrelado,
Carícias do passado,
Primavera sempre envaidecida,
Flor florida….

Victor Marques
Este campo fue mar
de sal y espuma.
Hoy oleaje de ovejas,
voz de avena.

Más que tierra eres cielo,
campo nuestro.
Puro cielo sereno...
Puro cielo.

¿De tu origen marino no conservas
más caracol que el nido del hornero?

No olvides que el azar hinchó sus velas
y a través de otra mar dio en tus riberas.

Ante el sobrio semblante de tus llanos
se arrancó la golilla el castellano.

Tienes, campo, los huesos que mereces:
grandes vértebras simples e inocentes,
tibias rudimentarias,
informes maxilares que atestiguan
tu vida milenaria;
y sin embargo, campo, no se advierte
ni una arruga en tu frente.

Ya sólo es un silencio emocionado
tu herbosa voz de mar desagotado.

¡Qué cordial es la mano de este campo!

Sobre tu tersa palma distendida
¡quién pudiese rastrear alguna huella
que revelara el rumbo de su vida!

Tus mismos cardos, campo, se estremecen
al presentir la aurora que mereces.

Une al don de tu pan y de tu mano
el de darle candor a nuestro canto.

¿Oyes, campo, ese ritmo?
¡Si fuera el mío!...
sin vocablos ni voz te expresaría
al galope tendido.

Estas pobres palabras
¡qué mal te quedan!
Pero qué quieres, campo,
no soy caballo
y jamás las diría
si tú me oyeras.

Por algo ante el apremio de nombrarte
he preferido siempre galoparte.

Ritmo, calma, silencio, lejanía...
hasta volverte, campo, melodía.

Sólo el viento merece acompañarte.

¿No podrá ni mentarse tu presencia
sin que te duela, campo, la modestia?

Eres tan claro y limpio y sin dobleces
que el vuelo de una nube te ensombrece.

¡Hasta las sombras, campo, no dan nunca
ni el más leve traspiés en tu llanura!

¿Cómo lograste, campo tan benigno,
asistir a los cruentos cataclismos
que describen tus nubes
y ver morir flameantes continentes,
inaugurarse mares,
donde jóvenes islas recalaban
en bahías de fuego,
con el vivo y remoto dramatismo
que recuerdan tus cielos?

Al galoparte, campo, te he sentido
cada vez menos campo y más latido.

Tenso y redondo y manso,
como un grávido vientre
virgen campo yacente.

Sin rubores, ni gestos excesivos,
-acaso un poco triste y resignada-
con el mismo candor que usan tus chinas
y reprimiendo, campo, su ternura,
-más allá del bañado, entre las parvas-
se te entrega la tarde ensimismada.

Pasan las nubes, pasan
-¿Quién las arrea?-
tobianas, malacaras,
overas, bayas;
pero toditas llevan,
campo, tu marca.

Dime, campo tendido cara  al cielo,
¿esas nubes son hijas de tu sueño?...

¡Cómo no han de llorarte las tropillas
de tus nubes tordillas
al otear, desde el cielo, esas praderas
y sentir la nostalgia de sus yerbas!

Lo que prefiero, campo, es tu llaneza.

Ya sé que tierra adentro eres de piedra,
como también de piedra son tus cielos,
y hasta esas pobres sombras que se hospedan
en tus valles de piedra;
pero al pensarte, campo, sólo veo,
en vez de esas quebradas minerales
donde espectros de muías se alimentan
con las más tiernas piedras,
una inmensa llanura de silencio,
que abanican, con calma, tus haciendas.

En lo alto de esas cumbres agobiantes
hallaremos laderas y peñascos,
donde yacen metales, momias de alga,
peces cristalizados;
peto jamás la extensa certidumbre
de que antes de humillarnos para siempre,
has preferido, campo, el ascetismo
de negarte a ti mismo.

Fuiste viva presencia o fiel memoria
desde mi más remota prehistoria.

Mucho antes de intimar con los palotes
mi amistad te abrazaba en cada poste.

Chapaleando en el cielo de tus charcos
me rocé con tus ranas y tus astros.

Junto con tu recuerdo se aproxima
el relente a distancia y pasto herido
con que impregnas las botas... la fatiga.

Galopar. Galopar. ¿Ritmo perdido?
hasta encontrarlo dentro de uno mismo.

Siempre volvemos, campo,
de tus tardes con un lucero humeante...
entre los labios.

Una tarde, en el mar, tú me llamaste,
pero en vez de tu escueta reciedumbre
pasaba ante la borda un campo equívoco
de andares voluptuosos y evasivos.

Me llamaste, otra vez, con voz de madre
y en tu silencio sólo hallé una vaca
junto a un charco de luna arrodillada;
arrodillada, campo, ante tu nada.

Cuando me acerco, pampa, a tu recuerdo,
te me vas, despacito, para adentro...
al trote corto, campo, al trotecito.

Aunque me ignores, campo, soy tu amigo.

Entra y descansa, campo. Desensilla.
Deja de ser eterna lejanía.

Cuanto más te repito y te repito
quisiera repetirte al infinito.

Nunca permitas, campo, que se agote
nuestra sed de horizonte y de galope.

Templa mis nervios, campo ilimitado,
al recio diapasón del alambrado.

Aquí mi soledad. Esta mi mano.
Dondequiera que vayas te acompaño.

Si no hubieras andado siempre solo
¿todavía tendrías voz de toro?

Tu soledad, tu soledad... ¡la mía!
Un sorbo tras el otro, noche y día,
como si fuera, campo, mate amargo.

A veces soledad, otras silencio,
pero ante todo, campo: padre-nuestro.

"No eres más que una vaca -dije un día-
con un millón de ubres maternales"...
sin recordar -¡perdona!- que enarbolas
entre el lírico arranque de tus cuernos
un gran nido de hornero.

"Si no tiene relieve, ni contornos.
Nada que lo limite, que lo encuadre;
allí... a las cansadas, un arroyo,
quizás una lomada..."
seguirán -¡perdonadlos!- murmurando,
aunque tu inmensa nada lo sea todo.

Comprendo, campo adusto, que sonrías
cuando sólo te habitan las espigas.

Aunque no sueñen más que en esquilmarte
e ignoren el sabor de tus raíces,
el rumbo de tus pájaros,
nunca te niegues, pampa, a abrir los brazos.
Has de ser para todos campo santo.

Al verte cada vez más cultivado
olvidan que tenías piel de puma
y fuiste, hasta hace poco, campo bravo.

No te me quejes, campo desollado.
Cubierto de rasguños y de espinas
-después de costalar entre tus cardos-
anduve yo también desamparado,
con un dolor caballo en las costillas.

Recuerda que tus nubes se desangran
sin decir, campo macho, ni palabra.

Son tan grandes tus noches, que avergüenzan.

Si los grillos dejasen de apretarle
una sola clavija a tu silencio,
¿alcanzarías, campo, el delirante
y agudo diapasón de las estrellas?

Hasta la oscura voz de tus pantanos
da fervor a tu sacro canto llano.

¡Qué buenos confesores son tus sapos!

Nada logra expresar, campo nocturno,
tu inmensa soledad desamparada
como el presentimiento que ensombrece
el insomne mugir de tus manadas.

Vierte, campo, sin tregua, en nuestras
venas la destilada luz de tus estrellas.

Tu santa luna, campo solitario,
convierte nuestro pecho en un hostiario.

Déjanos comulgar con tu llanura...
Danos, campo eucarístico, tu luna.

¿A qué sabrán tus pastos
cuando logren, por fin, domesticarte
y en vez de campo potro desbocado
te transformes en campo endomingado?

Cómo ríen tus sapos, tus maizales,
con dientes de potrillo,
del candor con que todas tus ciudades,
no bien salen del horno,
ya ostentan capiteles, frontispicios,
y arquitrabes postizos.

Sólo soportas, campo, los aleros
que aconsejan vivir como el hornero.

Te llevé de la mano
hacia aldeas y rutas patinadas
por leyendas doradas;
pero tú sonreías, campo niño,
y yo junto contigo...
siempre, siempre contigo
campo recién nacido.

Tantos viejos modales resobados
y tanta historia
con tantas mezquindades,
desde la ausencia, campo, musitaban
tus ingenuos yuyales.

-¡Qué tierras sin aliento! -balbuceabas-.
Sólo produce muertos...
grandes muertos insomnes y locuaces
que en vez de reposar y ser olvido
desertan de sus tumbas, vociferan,
en cada encrucijada,
en cada piedra.
Los míos, por lo menos, son modestos.
No incomodan a nadie.

Y el eco de tu voz, entre las ruinas:
"Dadle muerte a esos muertos", repetía.

¿Dónde apoyarnos, campo?
¡Ni una piedra!
Nada que indique el rumbo de tus huellas.
Persiste, campo nada, en acercarnos
la ocasión de perdernos... o encontrarnos.

Gracias, campo, por ser tan despoblado
y limpito de muertos,
que admites arriesgar cualquier postura
sin pedirle permiso a los espectros.

Muchas gracias por crearnos una muerte
de tu mismo tamaño y tan perfecta
que no deja ni el rastro de una huella.

Y mil gracias por darnos la certeza
de poder galopar toda una vida
sin hallar otra muerte que la nuestra.

Con sólo descansar sobre tu suelo
ya nos sentimos, campo, en pleno cielo.

-"¿Y si en vez de ser campo fuera ausencia?"
-"En mí perduraría tu presencia."

Espera, campo, espera.
No me llames.
¿Por qué esa voz tan negra,
campo madre?

-"¿Es tu silencio mar quien me reclama?"
-"Ven a dormir a orillas de mi calma."

Tú que estás en los cielos, campo nuestro.
Ante ti se arrodilla mi silencio.
Entre un bosque de mástiles,
y con sus muelles empavesados de camisas,
Chioggia
fondea en la laguna,
ensangrentada de crepúsculo
y de velas latinas.

¡Redes tendidas sobre calles musgosas... sin afeitar!
¡Aire que nos calafatea los pulmones, dejándonos un gusto
de alquitrán!

Mientras las mujeres
se gastan las pupilas
tejiendo puntillas de neblina,
desde el lomo de los puentes,
los chicos se zambullen
en la basura del canal.

¡Marineros con cutis de pasa de higo y como garfios los dedos
de los pies!
Marineros que remiendan las velas en los umbrales y se ciñen
con ella la cintura, como con una falda suntuosa y con olor
a mar.

Al atardecer, un olor a frituras agranda los estómagos,
mientras los zuecos comienzan a cantar...

Y de noche, la luna, al disgregarse en el canal, finge un
enjambre de peces plateados alrededor de una carnaza.
Victor Marques Jan 2012
O mar dos poetas

Sereias do mar em que eu acredito,
Ilhas do oceano pacifico,
Noites que dormem em mim,
Cavalgadas no horizonte sem fim.

Escravizados pela monotonia que nos engana,
Faróis que alertam os desprevenidos,
O azul do mar que nos chama,
Poema dos poetas esquecidos.

A liberdade dos versos meus,
Ondas brancas com espuma,
Linhas azuis de coisa alguma,
O mar e Deus.

Cemitérios dos poetas sem nome,
Barcos sem velas içadas,
Imensidão que abraça e consome,
O mar, os poetas e suas cavalgadas.

Victor Marques
Estas rachas de marzo, en los desvanes
-hacia la mar- del tiempo; la paloma
de pluma tornasol, los tulipanes
gigantes del jardín, y el sol que asoma,

bola de fuego entre dorada bruma,
a iluminar la tierra valentina...
¡Hervor de leche y plata, añil y espuma,
y velas blancas en la mar latina!

Valencia de fecundas primaveras,
de floridas almunias y arrozales,
feliz quiero cantarte, como eras,

domando a un ancho río en tus canales,
al dios marino con tus albuferas,
al centauro de amor con tus rosales.
¡Qué hermosa es la ciudad, oh Contemplado,
                    que eriges a la vista!

Capital de los ocios, rodeada
                    de espumas fronterizas,

en las torres celestes atalayan
                    blancas nubes vigías.

Flotante sobre el agua, hecha y deshecha
                    por luces sucesivas,

los que la sombra alcázares derrumba
                    el alba resucita.

Su riqueza es la luz, la sin moneda,
                    la que nunca termina,

la que después de darse un día entero
                    amanece más rica.

Todo en ella son canjes -ola y nube,
                    horizonte y orilla-,

bellezas que se cambian, inocentes
                    de la mercadería.

Por tu hermosura, sin mancharla nunca
                    resbala la codicia,

la que mueve el contrato, nunca el aire
                    en las velas henchidas,

hacia la gran ciudad de los negocios,
                    la ciudad enemiga.
No hay nadie, allí, que mire; están los ojos
                    a sueldo, en oficinas.

Vacío abajo corren ascensores,
                    corren vacío arriba,

transportan a fantasmas impacientes:
                    la nada tiene prisa.

Si se aprieta un botón se aclara el mundo,
                    la duda se disipa.

Instantánea es la aurora; ya no pierde
                    en fiestas nacarinas,

en rosas, en albores, en celajes,
                    el tiempo que perdía.

Aquel aire infinito lo han contado;
                    números se respiran

El tiempo ya no es tiempo, el tiempo es oro,
                    florecen compañías

para vender a plazos los veranos,
                    las horas y los días.

Luchan las cantidades con los pájaros,
                    los nombres con las cifras:

trescientos, mil, seiscientos, veinticuatro,
                    Julieta, Laura, Elisa.

Lo exacto triunfa de lo incalculable,
                    las palabras vencidas

se van al campo santo y en las lápidas
esperan elegías.

¡Clarísimo el futuro, ya aritmético,
                    mañana sin neblinas!

Expulsan el azar y sus misterios
                    astrales estadísticas.

Lo que el sueño no dio lo dará el cálculo;
                    unos novios perfilan

presupuestos en tardes otoñales:
                    el coste de su dicha.

Sin alas, silenciosas por los aires,
                    van aves ligerísimas,

eléctricas bandadas agoreras,
                    cantoras de noticias,

que desdeñan las frondas verdecientes
y en las radios anidan.

A su paso se mueren -ya no vuelven-
                    oscuras golondrinas.

Dos amantes se matan por un hilo
                    -ruptura a dos mil millas-;

sin que pueda salvarle una morada
                    un amor agoniza,

y Iludiéndose el teléfono en el pecho
                    la enamorada expira.

Los maniquíes su lección ofrecen,
                    moral desde vitrinas:

ni sufrir ni gozar, ni bien ni mal,
                    perfección de la línea.

Para ser tan felices las doncellas
                    poco a poco se quitan

viejos estorbos, vagos corazones
                    que apenas si latían.

Hay en las calles bocas que conducen
                    a cuevas oscurísimas:

allí no sufre nadie; sombras bellas
                    gráciles se deslizan,

sin carne en que el dolor pueda dolerles,
                    de sonrisa a sonrisa.

Entre besos y escenas de colores
                    corriendo va la intriga.

Acaba en un jardín, al fondo rosas
                    de trapo sin espinas.

Se descubren las gentes asombradas
                    su sueño: es la película,

vivir en un edén de cartón piedra,
                    ser criaturas lisas.

Hermosura posible entre tinieblas
                    con las luces se esquiva.

La yerba de los cines está llena
                    de esperanzas marchitas.

Hay en los bares manos que se afanan
                    buscando la alegría,

y prenden por el talle a sus parejas,
                    o a copas cristalinas.

Mezclado azul con rojo, verde y blanco,
                    fáciles alquimistas

ofrecen breves dosis de retorno
                    a ilusiones perdidas.

Lo que la orquesta toca y ellos bailan,
                    son todo tentativas

de salir sin salir del embolismo
                    que no tiene salida.

Mueve un ventilador aspas furiosas
                    y deshoja una Biblia.

Por el aire revuelan gemebundas
                    voces apocalípticas,

y rozan a las frentes pecadoras
                    alas de profecías.

La mejor bailarina, Magdalena,
                    se pone de rodillas.

Corren las ambulancias, con heridos
                    de muerte sin heridas.

En Wall Street banqueros puritanos
                    las escrituras firman

para comprar al río los reflejos
                    del cielo que está arriba.
Un hombre hay que se escapa, por milagro,
                    de tantas agonías.

No hace nada, no es nada, es Charlie Chaplin,
                    es este que te mira;

somos muchos, yo solo, centenares
                    las almas fugitivas

de Henry Ford, de Taylor, de la técnica,
                    los que nada fabrican

y emplean en las nubes vagabundas
                    ojos que no se alquilan.

No escucharán anuncios de la radio;
                    atienden la doctrina

que tú has ido pensando en tus profundos,
                    la que sale a tu orilla,

ola tras ola, espuma tras espuma,
y se entra por los ojos toda luz,
                    y ya nunca se olvida.
La canción que ardiente me sale del alma
no es nunca sólo canción desesperada,  
es más bien una canción enamorada
que al cantar, Maluriposa, busca calma.

Las palabras que surgen  a raudales
por el cerco de mis dientes y mi boca
son unas formas que parecen muy locas
y buscan, Primavera, exorcizar males.

Las reflexivas expresiones que tengo
y  que salen, Preciosa, pensando en ti,
intentan, de algún modo, ponerle fin
a toda esta enorme invasión de lamentos.

Los términos que dicta la fantasía,
traídos de imaginación o conciencia
son vocablos que llaman a la paciencia
y no al enojo, querida Luz del Día.

Mas las voces también son ecos de ausencias
en las que sin sosiego alma y cuerpo esperan
tener un encuentro a la  luz de las velas
para que alejen fatigas e impaciencias.
Voces formadas por amor  y deseos
para que cuando la linda Mariposa
sea atrapada en la prisa de las cosas
no olvide que abrazar su cintura quiero.
(Jorge  Gómez Arias)
¡Oh corvas almas, oh facinorosos
espíritus furiosos!
¡Oh varios pensamientos insolentes,
deseos delincuentes,
cargados sí, mas nunca satisfechos;
alguna vez cansados,
ninguna arrepentidos,
en la copia crecidos,
y en la necesidad desesperados!
De vuestra vanidad, de vuestro vuelo,
¿qué abismo está ignorado?
Todos los senos que la tierra calla,
las llanuras que borra el Oceano
y los retiramientos de la noche,
de que no ha dado el sol noticia al día,
los sabe la codicia del tirano.
Ni horror, ni religión, ni piedad, juntos,
defienden de los vivos los difuntos.
A las cenizas y a los huesos llega,
palpando miedos, la avaricia ciega.
Ni la pluma a las aves,
ni la garra a las fieras,
ni en los golfos del mar, ni en las riberas
el callado nadar del pez de plata,
les puede defender del apetito;
y el orbe, que infinito
a la navegación nos parecía,
es ya corto distrito
para las diligencias de la gula,
pues de esotros sentidos acumula
el vasallaje, y ella se levanta
con cuanto patrimonio
tienen, y los confunde en la garganta.
Y antes que las desórdenes del vientre
satisfagan sus ímpetus violentos,
yermos han de quedar los elementos,
para que el orbe en sus angustias entre.
Tú, Clito, entretenida, mas no llena,
honesta vida gastarás contigo;
que no teme la invidia por testigo,
con pobreza decente, fácil cena.
Más flaco estará, ¡oh Clito!,
pero estará más sano,
el cuerpo desmayado que el ahíto;
y en la escuela divina,
el ayuno se llama medicina,
y esotro, enfermedad, culpa y delito.
El hombre, de las piedras descendiente
(¡dura generación, duro linaje!),
osó vestir las plumas;
osó tratar, ardiente,
las líquidas veredas; hizo ultraje
al gobierno de Eolo;
desvaneció su presunción Apolo,
y en teatro de espumas,
su vuelo desatado,
yace el nombre y el cuerpo justiciado,
y navegan sus plumas.
Tal has de padecer, Clito, si subes
a competir lugares con las nubes.
De metal fue el primero
que al mar hizo guadaña de la muerte:
con tres cercos de acero
el corazón humano desmentía.
Éste, con velas cóncavas, con remos,
(¡oh muerte!, ¡oh mercancía!),
unió climas extremos;
y rotos de la tierra
los sagrados confines,
nos enseñó, con máquinas tan fieras,
a juntar las riberas;
y de un leño, que el céfiro se sorbe,
fabricó pasadizo a todo el orbe,
adiestrando el error de su camino
en las señas que hace, enamorada,
la piedra imán al Norte,
de quien, amante, quiere ser consorte,
sin advertir que, cuando ve la estrella,
desvarían los éxtasis en ella.
Clito, desde la orilla
navega con la vista el Oceano:
óyele ronco, atiéndele tirano,
y no dejes la choza por la quilla;
pues son las almas que respira Tracia
y las iras del Noto,
muerte en el Ponto, música en el soto.
Profanó la razón, y disfamóla,
mecánica codicia diligente,
pues al robo de Oriente destinada,
y al despojo precioso de Occidente,
la vela desatada,
el remo sacudido,
de más riesgos que ondas impelido,
de Aquilón enojado,
siempre de invierno y noche acompañado,
del mar impetüoso
(que tal vez justifica el codicioso)
padeció la violencia,
lamentó la inclemencia,
y por fuerza piadoso,
a cuantos votos dedicaba a gritos,
previno en la bonanza
otros tantos delitos,
con la esperanza contra la esperanza.
Éste, al sol y a la luna,
que imperio dan, y templo, a la Fortuna,
examinando rumbos y concetos,
por saber los secretos
de la primera madre
que nos sustenta y cría,
de ella hizo miserable anatomía.
Despedazóla el pecho,
rompióle las entrañas,
desangróle las venas
que de estimado horror estaban llenas;
los claustros de la muerte,
duro, solicitó con hierro fuerte.
¿Y espantará que tiemble algunas veces,
siendo madre y robada
del parto, a cuanto vive, preferido?
No des la culpa al viento detenido,
ni al mar por proceloso:
de ti tiembla tu madre, codicioso.
Juntas grande tesoro,
y en Potosí y en Lima
ganas jornal al cerro y a la sima.
Sacas al sueño, a la quietud, desvelo;
a la maldad, consuelo;
disculpa, a la traición; premio, a la culpa;
facilidad, al odio y la venganza,
y, en pálido color, verde esperanza,
y, debajo de llave,
pretendes, acuñados,
cerrar los dioses y guardar los hados,
siendo el oro tirano de buen nombre,
que siempre llega con la muerte al hombre;
mas nunca, si se advierte,
se llega con el hombre hasta la muerte.
Sembraste, ¡oh tú, opulento!, por los vasos,
con desvelos de la arte,
desprecios del metal rico, no escasos;
y en discordes balanzas,
la materia vencida,
vanamente podrás después preciarte
que induciste en la sed dos destemplanzas,
donde tercera, aún hoy, delicia alcanzas.
Y a la Naturaleza, pervertida
con las del tiempo intrépidas mudanzas,
transfiriendo al licor en el estío
prisión de invierno frío,
al brindis luego el apetito necio
del murrino y cristal creció ansí el precio:
que fue pompa y grandeza
disipar los tesoros
por cosa, ¡oh vicio ciego!,
que pudiese perderse toda, y luego.
Tú, Clito, en bien compuesta
pobreza, en paz honesta,
cuanto menos tuvieres,
desarmarás la mano a los placeres,
la malicia a la invidia,
a la vida el cuidado,
a la hermosura lazos,
a la muerte embarazos,
y en los trances postreros,
solicitud de amigos y herederos.
Deja en vida los bienes,
que te tienen, y juzgas que los tienes.
Y las últimas horas
serán en ti forzosas, no molestas,
y al dar la cuenta excusarás respuestas.
Fabrica el ambicioso
ya edificio, olvidado
del poder de los días;
y el palacio, crecido,
no quiere darse, no, por entendido
del paso de la edad sorda y ligera,
que, fugitiva, calla,
y en silencio mordaz, mal advertido,
digiere la muralla,
los alcázares lima,
y la vida del mundo, poco a poco,
o la enferma o lastima.
Los montes invencibles,
que la Naturaleza
eminentes crió para sí sola
(paréntesis de reinos y de imperios),
al hombre inaccesibles,
embarazando el suelo
con el horror de puntas desiguales,
que se oponen, erizo bronco, al cielo,
después que les sacó de sus entrañas
la avaricia, mostrándola a la tierra,
mentida en el color de los metales,
cruda y preciosa guerra,
osó la vanidad cortar sus cimas
y, desde las cervices,
hender a los peñascos las raíces;
y erudito ya el hierro,
porque el hombre acompañe
con magnífico adorno sus insultos,
los duros cerros adelgaza en bultos;
y viven los collados
en atrios y en alcázares cerrados,
que apenas los cubría
el campo eterno que camina el día.
Desarmaron la orilla,
desabrigaron valles y llanuras
y borraron del mar las señas duras;
y los que en pie estuvieron,
y eminentes rompieron
la fuerza de los golfos insolentes,
y fueron objeción, yertos y fríos,
de los atrevimientos de los ríos,
agora navegados,
escollos y collados,
los vemos en los pórticos sombríos,
mintiendo fuerzas y doblando pechos,
aun promontorios sustentar los techos.
Y el rústico linaje,
que fue de piedra dura,
vuelve otra vez viviente en escultura.
Tú, Clito, pues le debes
a la tierra ese vaso de tu vida,
en tan poca ceniza detenida,
y en cárceles tan frágiles y breves
hospedas alma eterna,
no presumas, ¡oh Clito!, oh, no presumas
que la del alma casa, tan moderna
y de tierra caduca,
viva mayor posada que ella vive,
pues que en horror la hospeda y la recibe.
No sirve lo que sobra,
y es grande acusación la grande obra;
sepultura imagina el aposento,
y el alto alcázar vano monumento.
Hoy al mundo fatiga,
hambrienta y con ojos desvelados,
la enfermedad antiga
que a todos los pecados
adelantó en el cielo su malicia,
en la parte mejor de su milicia.
Invidia, sin color y sin consuelo,
mancha primera que borró la vida
a la inocencia humana,
de la quietud y la verdad tirana;
furor envejecido,
del bien ajeno, por su mal, nacido;
veneno de los siglos, si se advierte,
y miserable causa de la muerte.
Este furor eterno,
con afrenta del sol, pobló el infierno,
y debe a sus intentos ciegos, vanos,
la desesperación sus ciudadanos.
Ésta previno, avara,
al hombre las espinas en la tierra,
y el pan, que le mantiene en esta guerra,
con sudor de sus manos y su cara.
Fue motín porfiado
en la progenie de Abraham eterna,
contra el padre del pueblo endurecido,
que dio por ellos el postrer gemido.
La invidia no combate
los muros de la tierra y mortal vida,
si bien la salud propria combatida
deja también; sólo pretende palma
de batir los alcázares de l'alma;
y antes que las entrañas
sientan su artillería,
aprisiona el discurso, si porfía.
Las distantes llanuras de la tierra
a dos hermanos fueron
angosto espacio para mucha guerra.
Y al que Naturaleza
hizo primero, pretendió por dolo
que la invidia mortal le hiciese solo.
Tú, Clito, doctrinado
del escarmiento amigo,
obediente a los doctos desengaños,
contarás tantas vidas como años;
y acertará mejor tu fantasía
si conoces que naces cada día.
Invidia los trabajos, no la gloria;
que ellos corrigen, y ella desvanece,
y no serás horror para la Historia,
que con sucesos de los reyes crece.
De los ajenos bienes
ten piedad, y temor de los que tienes;
goza la buena dicha con sospecha,
trata desconfiado la ventura,
y póstrate en la altura.
Y a las calamidades
invidia la humildad y las verdades,
y advierte que tal vez se justifica
la invidia en los mortales,
y sabe hacer un bien en tantos males:
culpa y castigo que tras sí se viene,
pues que consume al proprio que la tiene.
La grandeza invidiada,
la riqueza molesta y espiada,
el polvo cortesano,
el poder soberano,
asistido de penas y de enojos,
siempre tienen quejosos a los ojos,
amedrentado el sueño,
la consciencia con ceño,
la verdad acusada,
la mentira asistente,
miedo en la soledad, miedo en la gente,
la vida peligrosa,
la muerte apresurada y belicosa.
¡Cuán raros han bajado los tiranos,
delgadas sombras, a los reinos vanos
del silencio severo,
con muerte seca y con el cuerpo entero!
Y vio el yerno de Ceres
pocas veces llegar, hartos de vida,
los reyes sin veneno o sin herida.
Sábenlo bien aquellos
que de joyas y oro
ciñen medroso cerco a los cabellos.
Su dolencia mortal es su tesoro;
su pompa y su cuidado, sus legiones.
Y el que en la variedad de las naciones
se agrada más, y crece
los ambiciosos títulos profanos,
es, cuanto más se precia de monarca,
más ilustre desprecio de la Parca.
El africano duro
que en los Alpes vencer pudo el invierno,
y a la Naturaleza
de su alcázar mayor la fortaleza;
de quien, por darle paso al señorío,
la mitad de la vista cobró el frío,
en Canas, el furor de sus soldados,
con la sangre de venas consulares,
calentó los sembrados,
fue susto del imperio,
hízole ver la cara al captiverio,
dio noticia del miedo su osadía
a tanta presunción de monarquía.
Y peregrino, desterrado y preso
poco después por desdeñoso hado,
militó contra sí desesperado.
Y vengador de muertes y vitorias,
y no invidioso menos de sus glorias,
un anillo piadoso,
sin golpe ni herida,
más temor quitó en Roma que en él vida.
Y ya, en urna ignorada,
tan grande capitán y tanto miedo
peso serán apenas para un dedo.
Mario nos enseñó que los trofeos
llevan a las prisiones,
y que el triunfo que ordena la Fortuna,
tiene en Minturnas cerca la laguna.
Y si te acercas más a nuestros días,
¡oh Clito!, en las historias
verás, donde con sangre las memorias
no estuvieren borradas,
que de horrores manchadas
vidas tantas están esclarecidas,
que leerás más escándalos que vidas.
Id, pues, grandes señores,
a ser rumor del mundo;
y comprando la guerra,
fatigad la paciencia de la tierra,
provocad la impaciencia de los mares
con desatinos nuevos,
sólo por emular locos mancebos;
y a costa de prolija desventura,
será la aclamación de su locura.
Clito, quien no pretende levantarse
puede arrastrar, mas no precipitarse.
El bajel que navega
orilla, ni peligra ni se anega.
Cuando Jove se enoja soberano,
más cerca tiene el monte que no el llano,
y la encina en la cumbre
teme lo que desprecia la legumbre.
Lección te son las hojas,
y maestros las peñas.
Avergüénzate, ¡oh Clito!,
con alma racional y entendimiento,
que te pueda en España
llamar rudo discípulo una caña;
pues si no te moderas,
será de tus costumbres, a su modo,
verde reprehensión el campo todo.
Wörziech May 2013
Este insólito e inaudito conjunto de explosões atemporais,
inobservável a longas distâncias,
é, factualmente, o tecelão da portentosa dimensão da mente.

Abundantes vozes desnorteadas,
obscuras e perturbadoras, nela se fazem existir.

São vozes que são sentidas,
vozes sombrias que escrevem.
Vozes pelas quais fui, eu próprio, desenhado.

E criado para navegar,
parti para o mar em busca das partes que me faltavam em terra firme.

Fragmentado,
nas mais diversas ilhas - paradisíacas e apocalípticas -,
nas profundezas e no horizonte azul,
busco, ainda hoje, estilhaços e peças escassas perdidas;

Cotidianamente,
ao acercar da noite,
os sons de batalha tendenciosamente indicam direções para não seguir,
e ainda que mantenha sem medo o controle das velas,
os ventos insistem em dizer aonde ir...

Pois que seja! "Navegarei com todos eles!"

'Placebo ou morte?'
O que minha tripulação anseia não importa,
ela tampouco existe.

Nesta irremediável transposição constante de caminhos,
sem o reconhecimento de qualquer lógica postulável,
oscilante, transgrido e navego ainda por mares intergaláticos.

E nesta imensidão extraordinariamente escura do cosmos,
carregando a experiência daqueles oceanos pesados e profundos,
me encontro a observar, sempre ao longe, uma fagulha,
ínfimo ponto que se faz visível.

Em sua direção,
continuo a jornada do pouco infindável
dessa dimensão que permanentemente remanesce como o desconhecido.

O mais próximo e o maior ângulo possível
para apreciar esse pontual, eterno e único nascer da super nova,
eu encontrarei.
Al pie de tu cadáver sólo llora tu hija.
Nadie te pone amor, ni flores, ni recuerdos.
Desnuda estás, y sola, entre cuatro paredes
altas, altas y solas, sin penas y sin duelos.

Ni una silla siquiera, ni un banco en que la gente
si llegara a mirarte se sentara en silencio.
Arden las cuatro velas y arden las paredes
con una llama fría, un apagado incendio.

El hospital es tierno y son tiernas las manos
que te han puesto bonita en tu vestido viejo.
Tu nariz se adelgaza y tu blancura crece,
se derrama en tu piel como un viento.

Arañas, caen arañas del techo, caen cenizas,
papeles, sombras, trapos, caen del cielo,
rosas que Dios te tira,
ángeles en pedazos, y sueños.
¡Oh tú, que inadvertido peregrinas
de osado monte cumbres desdeñosas,
que igualmente vecinas
tienen a las estrellas sospechosas,
o ya confuso vayas
buscando el Cielo, que robustas hayas
te esconden en las hojas,
o la alma aprisionada de congojas
alivies y consueles,
o con el vario pensamiento vueles
delante de esta peña tosca y dura,
que de naturaleza aborrecida
envidia de aquel prado la hermosura:
detén el paso y tu camino olvida,
y el duro intento, que te arrastra, deja,
mientras vivo escarmiento te aconseja!
En la que oscura ves, cueva espantosa,
sepulcro de los tiempos que han pasado,
mi espíritu reposa,
dentro en mi propio cuerpo sepultado,
pues mis bienes perdidos
sólo han dejado en mí fuego y gemidos,
victorias de aquel ceño
que, con la muerte, me libró del sueño
de bienes de la tierra,
y gozo blanda paz tras dura guerra,
hurtado para siempre a la grandeza,
al envidioso polvo Cortesano,
al inicuo poder de la riqueza,
al lisonjero adulador tirano.
¡Dichoso yo, que fuera de este abismo,
vivo me soy sepulcro de mí mismo!
Estas mojadas, nunca enjutas ropas,
estas no escarmentadas y deshechas
velas, proas y popas,
estos hierros molestos, estas flechas,
estos lazos y redes
que me visten de miedo las paredes,
lamentables despojos,
desprecio del naufragio de mis ojos,
recuerdos despreciados,
son, para más dolor bienes pasados.
Fue tiempo que me vio, quien hoy me llora,
burlar de la verdad y de escarmiento,
y ya, quiérelo Dios, llegó la hora,
que debo mi discurso a mi tormento:
ved cómo y cuán en breve el gusto acaba,
pues suspira por mí quien me envidiaba.
Aun a la muerte vine por rodeos,
que se hace de rogar, o da sus veces
a mis propios deseos;
mas ya que son mis desengaños jueces,
aquí solo conmigo
la angosta senda de los sabios sigo,
donde gloriosamente
desprecio la ambición de lo presente.
No lloro lo pasado,
ni lo que ha de venir me da cuidado,
y mi loca esperanza siempre verde,
que sobre el pensamiento voló ufana,
de puro vieja aquí su color pierde,
y blanca puede estar de puro cana.
Aquí, del primer hombre despojado,
descanso ya de andar de mí cargado.
Estos que han de beber, fresnos hojosos,
la roja sangre de la dura guerra;
estos olmos hermosos,
a quien esposa vid abraza y cierra
de la sed de los días,
guardan con sombras las corrientes frías;
y en esta dura sierra,
los agradecimientos de la tierra,
con mi labor cansada,
me entretienen la vida fatigada.
Orfeo del aire el Ruiseñor parece,
y ramillete músico el jilguero;
consuelo aquél en su dolor me ofrece;
éste, a mi mal, se muestra lisonjero;
duermo, por cama, en este suelo duro,
si menos blando sueño, más seguro.
No solicito el mar con remo y vela,
ni temo al Turco la ambición armada;
no en larga centinela,
al sueño inobediente, con pagada
sangre y salud vendida,
soy, por un pobre sueldo, mi homicida;
ni a fortuna me entrego,
con la codicia y la esperanza ciego,
por acabar diligente,
los peligros precisos del Oriente;
no de mi gula amenazada vive
la Fénix en Arabia temerosa,
ni a ultraje de mis leños apercibe
el mar su inobediencia peligrosa:
vivo como hombre, que viviendo muero
por desembarazar el día postrero.
Llenos de paz serena mis sentidos,
y la Corte del alma sosegada,
sujetos y vencidos
apetitos de la ley desordenada,
por límite a mis penas
aguardo que desate de mis venas
la muerte, prevenida
la alma que anudada está en la vida,
disimulando horrores
a esta prisión de miedos y dolores,
a este polvo soberbio y presumido,
ambiciosa ceniza, sepultura
portátil que conmigo la he traído,
sin dejarme contra hora segura.
Nací muriendo, y he vivido ciego,
y nunca al cabo de mi muerte llego.
Tú, pues, oh caminante que me escuchas,
si pretendes salir con la victoria
del monstruo con quien luchas,
harás que se adelante tu memoria
a recibir la muerte,
que oscura y muda viene a deshacerte.
No hagas de otro caso,
pues se huye la vida paso a paso;
y en mentidos placeres
muriendo naces, y viviendo mueres.
Cánsate ya, oh mortal, de fatigarte
en adquirir riquezas y tesoro,
que últimamente el tiempo ha de heredarte,
y al fin te dejarán la plata y oro:
vive para ti solo, si pudieres,
pues sólo para ti, si mueres, mueres.
Te contaré la historia del bergantín sombrío
que echó un día las anclas en la quietud de un puerto,
para ser en la turbia resaca del hastío,
el ataúd flotante de su pasado muerto.

Allí evocaba el luto de la insignia pirata
y las tripulaciones con su bárbaro coro,
en las fosforescencias de las noches de plata
y en el deslumbramiento de las tardes de oro.

Allí, en largos letargos bajo las nubes lentas,
entre un enloquecido revuelo de gaviotas,
adoraban el soplo brutal de las tormentas,
en sus podridos pliegues, las pobres velas rotas.

Abajo, en la sentina, mortecinos fanales,
moscas y telarañas y barriles flotando,
arriba en la cubierta, náufragos espectrales
agitando los puños hacia el puente de mando.

Ah, las islas del trópico, los dulces archipiélagos
para siempre en los mapas de la mala fortuna,
y un buque torvamente rondando los murciélagos
mientras las mariposas vuelan hacia la luna.

Viejo barco que supo que el confín no es redondo
en las noches siniestras y en las albas felices,
con las anclas hundidas más y más en el fondo
como si de las anclas le nacieran raíces.

Mástiles carcomidos donde las golondrinas
reposan el otoño, como un último ultraje;
timón con verdes costras de lepras submarinas
y brújula sin norte para morir un viaje.

Vientos del sur, o lluvias o locas primaveras,
que poco importa todo para los barcos viejos;
pero un escalofrío crujía en sus maderas
al zarpar otras naves y al perderse a lo lejos.

Allí, escuchando el himno de las resacas gordas,
vaivén de espumas negras que nunca finaliza,
se hubiera dicho un barco cargado hasta las bordas
con un gran contrabando funeral de ceniza.

Y allí estaba, en el puerto, con su largo letargo,
de proa hacia el olvido, muriendo hacia el poniente.
Y, sin embargo un día... Ah, un día, sin embargo,
sopló un viento de rosas, maravillosamente.

Era el sagrado soplo del amor que transfigura
los seres y las cosas en el tiempo sin fin
y le dio un casco nuevo con nueva arboladura
y nueve velas blancas al viejo bergantín.

Y así fue que en la gloria de una alegre mañana,
con la proa hacia el sueño y el timón al azar,
esta vez bajo el mando de gentil capitana,
el bergantín sombrío se echó de nuevo al mar.

Y así acaba este cuento que es más tuyo que mío,
tú, que escuchas mi cuento convertido en canción;
tú, gentil capitana del bergantín sombrío,
del bergantín sombrío que era mi corazón.
Todavia en el tiempo sin saberlo,
aferrado en la oscuridad del sentimiento
mis ojos caen,
en la lentitud de la ceguera
y mis manos quieren tocar lo imposible,
ir contigo,
a lo más lejos del horizonte,
por vez primera correr
sin miedo, viéndote sin barro,
blanca de espuma,
desnuda y roja
por vez primera, viéndote,
pero sé que, el tiempo me engaña
disfrazando a tu cuerpo,
si esta imagen eres tu
o el recuerdo de una máscara
que la mente haya dibujado.
Cae la tarde y con ella viene
el torpe movimiento,
ante la duda del equilibrio
por mantenerlo.
Todo se vuelve frágil, oscuro
y entiendo que llega el naufragio
al calor de las velas, despacito.
Sin tormentas.
¡Desgraciado Almirante! Tu pobre América,
tu india virgen y hermosa de sangre cálida,
la perla de tus sueños, es una histérica
de convulsivos nervios y frente pálida.

Un desastroso espirítu posee tu tierra:
donde la tribu unida blandió sus mazas,
hoy se enciende entre hermanos perpetua guerra,
se hieren y destrozan las mismas razas.

Al ídolo de piedra reemplaza ahora
el ídolo de carne que se entroniza,
y cada día alumbra la blanca aurora
en los campos fraternos sangre y ceniza.

Desdeñando a los reyes nos dimos leyes
al son de los cañones y los clarines,
y hoy al favor siniestro de negros reyes
fraternizan los Judas con los Caínes.

Bebiendo la esparcida savia francesa
con nuestra boca indígena semiespañola,
día a día cantamos la Marsellesa
para acabar danzando la Carmañola.

Las ambiciones pérfidas no tienen diques,
soñadas libertades yacen deshechas.
¡Eso no hicieron nunca nuestros caciques,
a quienes las montañas daban las flechas!

Ellos eran soberbios, leales y francos,
ceñidas las cabezas de raras plumas;
¡ojalá hubieran sido los hombres blancos
como los Atahualpas y Moctezumas!

Cuando en vientres de América cayó semilla
de la raza de hierro que fue de España,
mezcló su fuerza heroica la gran Castilla
con la fuerza del indio de la montaña.

¡Pluguiera a Dios las aguas antes intactas
no reflejaran nunca las blancas velas;
ni vieran las estrellas estupefactas
arribar a la orilla tus carabelas!

Libre como las águilas, vieran los montes
pasar los aborígenes por los boscajes,
persiguiendo los pumas y los bisontes
con el dardo certero de sus carcajes.

Que más valiera el jefe rudo y bizarro
que el soldado que en fango sus glorias finca,
que ha hecho gemir al zipa bajo su carro
o temblar las heladas momias del Inca.

La cruz que nos llevaste padece mengua;
y tras encanalladas revoluciones,
la canalla escritora mancha la lengua
que escribieron Cervantes y Calderones.

Cristo va por las calles flaco y enclenque,
Barrabás tiene esclavos y charreteras,
y en las tierras de Chibcha, Cuzco y Palenque
han visto engalonadas a las panteras.

Duelos, espantos, guerras, fiebre constante
en nuestra senda ha puesto la suerte triste:
¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante,
ruega a Dios por el mundo que descubriste!
Hay cementerios solos,
tumbas llenas de huesos sin sonido,
el corazón pasando un túnel
oscuro, oscuro, oscuro,
como un naufragio hacia adentro nos morimos,
como ahogarnos en el corazón,
como irnos cayendo desde la piel al alma.

Hay cadáveres,
hay pies de pegajosa losa fría,
hay la muerte en los huesos,
como un sonido puro,
como un ladrido sin perro,
saliendo de ciertas campanas, de ciertas tumbas,
creciendo en la humedad como el llanto o la lluvia.

Yo veo, solo, a veces,
ataúdes a vela
zarpar con difuntos pálidos, con mujeres de trenzas muertas.
con panaderos blancos como ángeles,
con niñas pensativas casadas con notarios,
ataúdes subiendo el río vertical de los muertos,
el río morado,
hacia arriba, con las velas hinchadas por el sonido de la muerte,
hinchadas por el sonido silencioso de la muerte.

A lo sonoro llega la muerte
como un zapato sin pie, como un traje sin hombre,
llega a golpear con un anillo sin piedra y sin dedo,
llega a gritar sin boca, sin lengua, sin garganta.

Sin embargo sus pasos suenan
y su vestido suena, callado, como un árbol.

Yo no sé, yo conozco poco, yo apenas veo,
pero creo que su canto tiene color de violetas húmedas,
de violetas acostumbradas a la tierra,
porque la cara de la muerte es verde,
y la mirada de la muerte es verde,
con la aguda humedad de ma hoja de violeta
y su grave color de invierno exasperado.

Pero la muerte va también por el mundo vestida de escoba,
lame el suelo buscando difuntos,
la muerte está en la escoba,
es la lengua de la muerte buscando muertos,
es la aguja de la muerte buscando hilo.

La muerte está en los catres:
en los colchones lentos, en las frazadas negras
vive tendida, y de repente sopla:
sopla un sonido oscuro que hincha sábanas,
y hay camas navegando a un puerto
en donde está esperando, vestida de almirante.
Marco Raimondi Jul 2017
Fim, desdita é tua demora;
Que é amarga, no entanto,
Tua certeza de avigora
Ao século qual pare teu pranto

Fim, conta-me teu segredo;
Que fazes neste mundo alucinado?
Que eras? Trazes-me medo!
Tens fé em um crepúsculo gelado?

Fim, por tua espera, quantas almas emudeceram?
És arcanjo dos gritos irreais!
Quantas mágoas míseras no vazio colheram,
As velas apagadas, as páginas finais?
Los Oidores han citado,
En muy respetuosa carta,
Al Virrey Solís. La hora
De la cita es ya pasada
Y no llega. Desacato
Consideran la tardanza,
Y por el nuevo desaire
Han convenido en voz baja
En remitir otra enérgica
Queja a la Corte de España,
En que además de esta burla
Se haga mención detallada
De su vida censurable
Según es pública fama.

Y uno dice: «Es bien sabido
Que usando postiza barba,
De noche, por puerta oculta
Se sale, donde lo aguardan
Compañeros de jolgorio,
Y con ellos se va a casas
Que durante todo el día
Tienen la puerta cerrada,
A visitar a mujeres
De quienes todos mal hablan;
Y en Santa Fe muchos dicen
Que un día al rayar el alba
Por haber dejado en una
Casa mal vista, olvidada
La llave, se vio en el trance
De que lo vieran los guardias
Disfrazado entrar. ¡Vergüenza
Para esta ciudad cristiana,
Para quien debe enseñanza
Ser de honor y de virtudes
Pues representa al Monarca.
Y oyéronse en las iglesias
De esta cuaresma en las pláticas
Contra su libertinaje
Admoniciones muy claras,
Sin que él se cuidara de ellas…
Esa María Lugarda!...
Esa Lugarda de Ospina
De quien cuentan y no acaban,
Que se fugó de un convento
De noche, saltando tapias;
Esa Marichuela, escándalo
De toda la gente honrada,
Que al Virrey sorbiole el seso,
Que es perdición de su alma
Y con ella ¡Dios me ampare!
(Y el Oidor se santiguaba)
Olvidado de su rango,
Y pecando, a Dios le falta!...»

Los Oidores asentían
A lo que el decano hablaba,
Mientras que hacíanse cruces,
En la puerta la mirada.
El Virrey en ese instante
Entró muy grave a la sala.
Saludó con aire serio
A los señores garnachas,
Los que en pie, gran reverencia
Le hicieron, la frente baja;
Y quedó la puerta al punto
Con fuerte llave cerrada.

El Oidor decano entonces
Dijo con voz lenta y clara
(El Virrey se sonreía;
Grave el Oidor lo miraba):

-«Señor Virrey: por mandato
De nuestro augusto Monarca,
A quien vos, como nosotros,
Por la fe de nuestras almas
Acatamiento debemos
Por obediencia jurada,
Os hemos pedidos humildes,
En nombre de quien nos manda
Nuestro Rey Fernando Sexto,
Honor y gloria de España
(Y al decir esto, los ojos
Los tres Oidores bajaban
Como si allí, de rodillas,
Y rezando comulgaran),
Que vengáis, dejando a un lado
Por un momento la carga
Del gobierno, a que lectura
Oigáis, de una reservada

Cédula (el Virrey entonces
Se sonreía, y miraba
El cielo raso, adornado
Con farol de hoja de lata).

-«Señor Escribano», dijo
El Oidor, con voz pausada:
«Lectura dadle a la Cédula
En que del Virrey nos habla
Nuestro Rey Fernando Sexto»…

(El Virrey los ojos clava
Burlones de los Oidores
En las rollizas papadas).

«Al recibir esta Cédula»
-Tal decía el Rey de España-,
«Llamaréis ante vosotros
A mi Virrey, en privada
Sesión, y habréis de advertirle
Que todas sus graves faltas,
De que me habéis dado cuenta;
Sus nocturnas escapadas,
Sus disfraces y sus fiestas
Con hembras de vida mala,
Hanme causado amargura,
Y a esa oveja que mal anda,
De perdición por caminos
Que de Dios los pies le apartan,
Pedidle arrepentimiento
Para salvación de su alma.
Yo el Rey».
El Virrey entonces
Desabrochó su casaca,
Sacó un pliego, dio unos pasos,
Y alargándole la carta
Al Escribano, le dijo:

«De nuestro amado Monarca
Ya oí la Cédula. Ahora
Servíos, como posdata,
Leer lo que el Rey, mi amigo,
Me dice en carta privada:

»Querido primo: Que el cielo
Te colme de venturanza.
Yo, sin ti, muy aburrido.
¡Cómo mi vida alegrabas!
Mas siempre pienso que en ese
Nuevo Reino de Granada
Por los indios y las indias
Velas, como por España,
Para acrecentar la gloria
De mi cetro y nuestra raza.
Y de otra cosa he de hablarte,
Primo, y ríete a tus anchas.
De mi Audiencia he recibido
Una relación de faltas
De que te hace responsable,
Como si la edad y canas
De mis Oidores, acaso
Deslices no exageraran
De quien por su ardiente sangre
Necesita amor y holganza;
No hagas caso de chocheces;
Muéstrales risueña cara.
Ellos la vida gozaron;
Que para el cielo sus almas
Preparen, a Dios pidiéndole
Perdón por culpas pasadas,
Y en tanto, tú y yo gocemos
De lo que pronto se acaba».
El Escribano muy serio
Bajó al papel la mirada,
Mas se mordía los labios
Porque en ellos retozaba
La risa. Los tres Oidores
Con las manos en las calvas,
Tal vez entre sí decían:
«¡Cosas que en la vida pasan!
Trasquilados hemos vuelto
Y todos fuimos por lana;
Quien anda siempre con chismes
Lo que hemos sacado, saca;
Y todo esto por meternos
En camisa de once varas».

La carta del Rey Fernando
Otra vez puso doblada
En el bolsillo. Inclinose,
Y grave dejó la sala.
Era su vestido blanco,
Llevaba abierta la capa,
Y hacía la luz cambiantes
En su cruz de Calatrava.
Variaciones que enseñaban
en la escuela: Egeo, Atlántico,
Indico, Caribe, Mármara,
mar de la Sonda, mar Blanco.
Todos sois uno a mis ojos:
el azul del Contemplado.
En los atlas,
un azul te finge, falso.
Pero a mí no me engañó
ese engaño.
Te busqué el azul verdad;
un ángel, azul celeste,
me llevaba de la mano.
Y allí en tu azul te encontré
jugando con tus azules,
a encenderlos, a apagarlos.
¿Eras como te pensaba?
Más azul. Se queda pálido
el color del pensamiento
frente al que miran los ojos,
en más azul extasiados.
Eres lo que queda, azul;
lo que sirve
de fondo a todos los pasos,
que da lo que pasa, olas,
espumas, vidas y pájaros,
velas que vienen y van.
Pasa lo blanco, mortal.
Y tú estás siempre llenando,
como llena un alma un cuerpo,
las formas de tus espacios.
Cada vez que fui en tu busca,
allí te encontré, en tu gloria,
la que nunca me ha fallado.
Tu azul por azul se explica:
color azul, paraíso;
y mirarte a ti, mirarlo.
Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.
La luz que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho;
y entre aquella sombra
veíase a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.
Despertaba el día,
y, a su albor primero,
con sus mil rüidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:
-¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
De la casa, en hombros,
lleváronla al templo
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.
Al dar de las Ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos,
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron,
y el santo recinto
quedóse desierto.
De un reloj se oía
compasado el péndulo,
y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba
que pensé un momento:
-¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo.
Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo.
Allí la acostaron,
tapiáronle luego,
y con un saludo
despidióse el duelo.
La piqueta al hombro
el sepulturero,
cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
el sol se había puesto:
perdido en las sombras
yo pensé un momento:
-¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.
Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo.
Del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan sus huesos...!
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu,
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza hacerlo,
el dejar tan tristes,
tan solos los muertos.
Ella no fue, entre todas, la más bella,
pero me dio el amor más hondo y largo.
Otras me amaron más; y, sin embargo,
a ninguna la quise como a ella.
Acaso fue porque la amé de lejos,
como una estrella desde mi ventana... 1
Y la estrella que brilla más lejana
nos parece que tiene más reflejos.
Tuve su amor como una cosa ajena
como una playa cada vez más sola,
que únicamente guarda de la ola
una humedad de sal sobre la arena.
Ella estuvo en mis brazos sin ser mía,
como el agua en cántaro sediento,
como un perfume que se fue en el viento
y que vuelve en el viento todavía.
Me penetró su sed insatisfecha
como un arado sobre llanura,
abriendo en su fugaz desgarradura
la esperanza feliz de la cosecha.
Ella fue lo cercano en lo remoto,
pero llenaba todo lo vacío,
como el viento en las velas del navío,
como la luz en el espejo roto.
Por eso aún pienso en la mujer aquella,
la que me dio el amor más hondo y largo...
Nunca fue mía. No era la más bella.
Otras me amaron más... Y, sin embargo,
a ninguna la quise como a ella.
Rui Serra Jan 2014
Sobre a grande mesa
A luz de duas velas
O telefone tocou
Interrupção
Lá fora, situação delicada
Choro - Desespero
Mais tarde o jogo
Truques da vida
Conversa, mais conversa
No limiar da noite - O filme
Acordo
Um choro
Duas mortes
Um repousar incompleto
Manhã
Um outro dia
Moriré como el pájaro: cantando,
penetrado de pluma y entereza,
sobre la duradera claridad de las cosas.
Cantando ha de cogerme el hoyo blando,
tendida el alma, vuelta la cabeza
hacia las hermosuras más hermosas.

Una mujer que es una estepa sola
habitada de aceros y criaturas,
sube de espuma y atraviesa de ola
por este municipio de hermosuras.

Dan ganas de besar los pies y la sonrisa
a esta herida española,
y aquel gesto que lleva de nación enlutada,
y aquella tierra que de pronto pisa
como si contuviera la tierra en la pisada.

Fuego la enciende, fuego la alimenta:
fuego que crece, quema y apasiona
desde el almendro en flor de su osamenta.
A sus pies, la ceniza más helada se encona.

Vasca de generosos yacimientos:
encina, piedra, vida, hierba noble,
naciste para dar dirección a los vientos,
naciste para ser esposa de algún roble.

Sólo los montes pueden sostenerte
grabada estás en tronco sensitivo,
esculpida en el sol de los viñedos.
El minero descubre por oírte y por verte
las sordas galerías del mineral cautivo,
y a través de la tierra les lleva hasta tus dedos.

Tus dedos y tus uñas fulgen como carbones,
amenazando fuego hasta a los astros
porque en mitad de la palabra pones
una sangre que deja fósforo entre sus rastros.

Claman tus brazos que hacen hasta espuma
al chocar contra el viento:
se desbordan tu pecho y tus arterias
porque tanta maleza se consuma,
porque tanto tormento,
porque tantas miserias.

Los herreros te cantan al son de la herrería,
Pasionaria el pastor escribe en la cayada
y el pescador a besos te dibuja en las velas.

Oscuro el mediodía,
la mujer redimida y agrandada,
naufragadas y heridas las gacelas
se reconocen al fulgor que envía
tu voz incandescente, manantial de candelas.

Quemando con el fuego de la cal abrasada,
hablando con la boca de los pozos mineros,
mujer, España, madre en infinito,
eres capaz de producir luceros,
eres capaz de arder de un solo grito.
Pierden maldad y sombra tigres y carceleros.

Por tu voz habla España la de las cordilleras,
la de los brazos pobres y explotados,
crecen los héroes llenos de palmeras
y mueren saludándote pilotos y soldados.

Oyéndore batir como cubierta
de meridianos, yunques y cigarras,
el varón español sale a su puerta
a sufrir recorriendo llanuras de guitarras.

Ardiendo quedarás enardecida
sobre el arco nublado del olvido,
sobre el tiempo que teme sobrepasar tu vida
y toca como un ciego, bajo un puente
de ceño envejecido,
un violín lastimado e impotente.

Tu cincelada fuerza lucirá eternamente,
fogosamente plena de destellos.
Y aquel que de la cárcel fue mordido
terminará su llanto en tus cabellos.
En el espejo he visto el Mar, el Mar sordo.
La cimera cubríanle nubes grávidas de borrasca,
la faz en movimiento delirante bullía
con un hervor preñado de mútilos cadáveres
cárdenos, a la deriva. 1

Cegaba con telones cinéreos la angustia,
propugnando saltar de las órbitas -adamantina-. 2

Tenía de las bridas la voz ululadora
lista a irrumpir como jamás apolíptica.

Los ojos eran cóncavos vórtices abisales
donde ya nunca la estrella encendería
ni rielar idílico, ni tórridas fogatas.

En el espejo he visto el Mar sordo 3
-vago y difuso como en cristales de recuerdo;
-rígido y penetrante, -lacerante- como un sueño fallido: 4

y le he visto en el Día como en la Noche (y en el Crepúsculo
de estrellas desdibujadas y de músicas en esbozo
y de perfumes preludiando las sensuales sonatinas);

y le he visto en el Día (vigía desde la cofa)
que escudriña, oteante, el ir y venir en volúmenes
aborregados de las ondas indiferentes)

y le he visto en la Noche (sutil escucha en el acecho
de voces ultraterrenas, y de próximas, cuya caricia
fuera regalo de sus oídos, si no tortura lancinante).

Pero el Mar es un símbolo? Y es un mito el Océano,
emblemática selva pululadora de fugitivas
sombras, caos mirífico, floresta legendaria donde discurren 5
las vagueantes Náyades y las Titanias inasibles.

Un mito el Mar? Mirado en el espejo,
refractado en el ávida retina y bebido en su son 6
y aspirado en sus hálitos salinos y yodados,
-huésped de las Sirenas sortílegas
y de las Circes y las Calypsos prestigiösas
de hechizo inabolible? Es un Mito?   Es un Símbolo?

En el espejo he visto el Mar sordo. 7
Y le he visto en la Noche y en el Crepúsculo (y en el Día):

quieto Mar de viñeta, con la fuga en los mástiles
y la fuga en las velas recogidas
de los barcos inútiles, anclados como esqueletos de pirámides
en las glaucas arenas fijas.
Qué lástima, muchacha,
que no te pueda amar...
Yo soy un árbol seco que sólo espera el hacha, 1
y tú un arroyo alegre que sueña con la mar.
Yo eché mi red al río...
Se me rompió la red...
No unas tu vaso lleno con mi vaso vacío,
pues si bebo en tu vaso voy a sentir más sed.
Se besa por el beso,
por amar el amor...
Ese es tu amor de ahora, pero el amor no es eso;
pues sólo nace el fruto cuando muere la flor.
Amar es tan sencillo,
tan sin saber por qué...
Pero así como pierde la moneda su brillo,
el alma, poco a poco, va perdiendo su fe.
¡Qué lástima muchacha,
que no te pueda amar!
Hay velas que se rompen a la primera racha,
¡y hay tantas velas rotas en el fondo del mar!
Pero aunque toda herida
deja una cicatriz,
no importa la hoja seca de una rama florida,
si el dolor de esa hoja no llega a la raíz.
La vida, llama o nieve, 2
es un molino que
va moliendo en sus aspas el viento que lo mueve,
triturando el recuerdo de lo que ya se fue...
Ya lo mío fue mío,
y ahora voy al azar...
Si una rosa es más bella mojada de rocío, 3
el golpe de la lluvia la puede deshojar...
Tuve un amor cobarde.
Lo tuve y lo perdí...
Para tu amor temprano ya es demasiado tarde,
porque en mi alma anochece lo que amanece en ti.
El viento hincha la vela, pero la deshilacha,
y el agua de los ríos se hace amarga en el mar...
Qué lástima muchacha,
que no te pueda amar...
En la playa he encontrado un caracol de oro
macizo y recamado de las perlas más finas;
Europa le ha tocado con sus manos divinas
cuando cruzó las ondas sobre el celeste toro.He llevado a mis labios el caracol sonoro
y he suscitado el eco de las dianas marinas,
le acerqué a mis oídos y las azules minas
me han contado en voz baja su secreto tesoro.Así la sal me llega de los vientos amargos
que en sus hinchadas velas sintió la nave Argos
cuando amaron los astros el sueño de Jasón;y oigo un rumor de olas y un incógnito acento
y un profundo oleaje y un misterioso viento...
(El caracol la forma tiene de un corazón.)
Italia y Alemania dilataron sus velas
de lodo carcomido,
agruparon, sembraron sus luctuosas telas,
lanzaron las arañas más negras de su nido.

Contra España cayeron y España no ha caído.

España no es un grano,
ni una ciudad, ni dos, ni tres ciudades.
España no se abarca con la mano
que arroja en su terreno puñados de crueldades.

Al mar no se lo tragan los barcos invasores,
mientras existe un árbol el bosque no se pierde,
una pared perdura sobre un solo ladrillo.
España se defiende de reveses traidores,
y avanza, y lucha, y muerde
mientras le quede un hombre de pie como un cuchillo.

Si no se pierde todo no se ha perdido nada.

En tanto aliente un español con ira
fulgurante de espada,
¿se perderá? ¡Mentira!

Mirad, no lo contrario que sucede,
sino lo favorable que promete el futuro,
los anchos porvenires que allá se bambolean.
El acero no cede,
el bronce sigue en su color y duro,
la piedra no se ablanda por más que la golpean.

No nos queda un varón, sino millones,
ni un corazón que canta: ¡soy un muro!,
que es una inmensidad de corazones.

En Euzkadi han caído no sé cuántos leones
y una ciudad por la invasión deshechos.
Su soplo de silencio nos anima,
y su valor redobla en nuestros pechos
atravesando España por debajo y encima.


No se debe llorar, que no es la hora,
hombres en cuya piel se transparenta
la libertad del mar trabajadora.

Quien se para a llorar, quien se lamenta
contra la piedra hostil del desaliento,
quien se pone a otra cosa que no sea el combate,
no será un vencedor, será un vencido lento.

Español, al rescate
de todo lo perdido.
¡Venceré! has de gritar sobre cada momento
para no ser vencido.

Si fuera un grano lo que nos quedara,
España salvaremos con un grano.
La victoria es un fuego que alumbra nuestra cara
desde un remoto monte cada vez más cercano.
Anoche, unos abriles granas capitularon
ante mis mayos desarmados de juventud;
los marfiles histéricos de su beso me hallaron
muerto; y en un suspiro de amor los enjaulé.
Espiga extraña, dócil. Sus ojos me asediaron
una tarde amaranto que dije un canto a sus
cantos; y anoche, en medio de los brindis, me hablaron
las dos lenguas de sus senos abrasadas de sed.
Pobre trigueña aquella; pobres sus armas; pobres
sus velas cremas que iban al tope en las salobres
espumas de un marmuerto. Vencedora y vencida,
se quedó pensativa y ojerosa y granate.
Yo me partí de aurora. Y desde aquel combate,
de noche entran dos sierpes esclavas a mi vida.
Miré ligera Nave,
Que con alas de lino en presto vuelo
Por el aire süave
Iba segura del rigor del Cielo,
Y de tormenta grave.
En los Golfos del Mar el Sol nadaba
Y en sus ondas temblaba;
Y ella, preñada de riquezas sumas,
Rompiendo sus cristales,
Le argentaba de espumas,
Cuando en furor iguales,
En sus velas los vientos se entregaron.
Y dando en un bajío,
Sus leños desató su mismo brío,
Que de escarmientos todo el Mar poblaron,
Dejando de su pérdida en memoria
Rotas jarcias, parleras de su historia.
En un hermoso prado
Verde Laurel reinaba presumido,
De pájaros poblado
Que, cantando, robaban el sentido
Al Argos del cuidado.
De verse con su adorno tan galana
La Tierra estaba ufana,
Y en aura blanda la adulaba el viento,
Cuando una nube fría
Hurtó en breve momento
A mis ojos el día;
Y arrojando del seno un duro rayo,
Tocó la Planta bella
Y juntamente derribó con ella
Toda la gala, Primavera y Mayo.
Quedó el suelo de verde honor robado,
Y vio en cenizas su soberbia el prado.
Vi, con pródiga vena
De parlero cristal, un Arroyuelo
Jugando con la arena,
Y enamorando de su risa al Cielo.
A la margen amena,
Una vez murmurando, otra corriendo,
Estaba entreteniendo;
Espejo guarnecido de esmeralda
Me pareció, al miralle,
Del prado, la guirnalda,
Mas abrióse en el valle
Una envidiosa cueva de repente;
Enmudeció el Arroyo,
Creció la oscuridad del ***** hoyo,
Y sepultó recién nacida fuente,
Cuya corriente breve restauraron
Ojos, que de piadosos la lloraron.
Un pintado Jilguero,
Más ramillete que ave parecía;
Con pico lisonjero
Cantor del Alba, que despierta al día;
Dulce cuanto parlero
Su libertad alegre celebraba,
Y la paz que gozaba,
Cuando en un verde y apacible ramo,
Codicioso de sombra,
Que sobre varia alfombra
Le prometió un reclamo,
Manchadas con la liga vi sus galas;
Y de enemigos brazos
En largas redes, en nudosos lazos,
Presa la ligereza de sus alas,
Mudando el dulce, no aprendido canto,
En lastimero son, en triste llanto.
Nave tomó ya puerto;
Laurel se ve en el Cielo trasplantado,
Y de él teje corona;
Fuente, hoy más pura, a la de Gracia corre
Desde aqueste desierto;
Y pájaro, con tono regalado,
Serafín pisa ya la mejor zona,
Sin que tan alto nido nadie borre.
Así que el que a don Luis llora no sabe
Que, Pájaro, Laurel y Fuente y Nave
Tiene en el Cielo, donde fue escogido,
Flores y Curso largo y Puerto y Nido.
Viejo lobo de mar, de sed sorda y violenta:
El humo de tu pipa tiene olor a tormenta.

Si relatas tus viajes ya nadie te hace caso,
porque siempre naufragas en el fondo de un vaso,

y cada travesía concluye como empieza:
en espuma de mar o espuma de cerveza.

Viejo lobo de mar: quédate en tu navío,
y escupe hacia la noche tu rencor y tu hastío.

La tierra te rechaza, viejo lobo sediento,
pues ya, como las velas, perteneces al viento;

y la mujer desnuda que adorna tu tatuaje
hoy duerme con un hombre que no se va de viaje.

El amor es un surco que florece o se cierra,
y tú, al vencer el mar, naufragaste en la tierra.

No, viejo navegante: quédate en tu navío,
y llena de humo amargo tu corazón vacío,

y esconde, en una risa de dientes incompletos,
la pesadumbre inmensa de tu vejez sin nietos.

Vuélvete a tu guarida, lobo de pelo cano,
para morir la muerte del que ha vivido en vano;

¡y córtate esa mano que no supo sembrar,
porque ya, para siempre, perteneces al mar!

— The End —