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El césped. Desde la tribuna es un tapete verde. Liso, regular,
aterciopelado, estimulante. Desde la tribuna quizá crean que,
con semejante alfombra, es imposible errar un gol y mucho menos errar
un pase. Los jugadores corren como sobre patines o como figuras de
ballet. Quien es derrumbado cae seguramente sobre un colchón de
plumas, y si se toma, doliéndose, un tobillo, es porque el gesto
forma parte de una pantomima mayor. Además, cobran mucho dinero
simplemente por divertirse, por abrazarse y treparse unos sobre otros
cuando el que queda bajo ese sudoroso conglomerado hizo el gol
decisivo. O no decisivo, es lo mismo. Lo bueno es treparse unos sobre
otros mientras los rivales regresan a sus puestos, taciturnos, amargos,
cabizbajos, cada uno con su barata soledad a cuestas. Desde la tribuna
es tan disfrutable el racimo humano de los vencedores como el drama
particular de cada vencido. Por supuesto, ciertos avispados
espectadores siempre saben cómo hacer la jugada maestra y no
acaban de explicarse, y sobre todo de explicarlo a sus vecinos, por
qué este o aquel jugador no logra hacerla. Y cuando el
árbitro sanciona el penal, el espectador avispado también
intuye hacia qué lado irá el tiro, y un segundo
después, cuando el balón brinca ya en las redes, no
alcanza a comprender cómo el golero no lo supo. O acaso
sí lo supo y con toda deliberación se arrojó al
otro palo, en un alarde de masoquismo o venalidad o estupidez
congénita. Desde la tribuna es tan fácil. Se conoce la
historia y la prehistoria. O sea que se poseen elementos suficientes
como para comparar la inexpugnable eficacia de aquel zaguero
olímpico con la torpeza del patadura actual, que no acierta
nunca y es esquivado una y mil veces. Recuerdo borroso de una
época en que había un centre-half y un centre-forward,
cada uno bien plantado en su comarca propia y capaz de distribuir el
juego en serio y no jugando a jugar, como ahora, ¿no? El
espectador veterano sabe que cuando el fútbol se
convirtió en balompié y la ball en pelota y el dribbling
en finta y el centre-half en volante y el centre-forward en alma en
pena, todo se vino abajo y ésa es la explicación de que
muchos lleven al estadio sus radios a transistores, ya que al menos
quienes relatan el partido ponen un poco de emoción en las
estupendas jugadas que imaginan. Bueno, para eso les pagan,
¿verdad? Para imaginar estupendas jugadas y está bien.
Por eso, cuando alguien ha hecho un gol y después de los abrazos
y pirámides humanas el juego se reanuda, el locutor
idóneo sigue colgado de la "o" de su gooooooool, que en realidad
es una jugada suya, subjetiva, personal, y no exactamente del delantero
que se limitó a empujar con la frente un centro que, entre todas
las otras, eligió su cabeza. Y cuando el locutor idóneo
llega por fin al desenlace de la "ele" final de su gooooooool privado,
ya el árbitro ha señalado un orsai que favorece,
¿por qué no?, al locatario.

Es bueno contemplar alguna vez la cancha desde aquí, desde lo
alto. Así al menos piensa Benjamín Ferrés,
veintitrés años, digamos delantero de un Club Chico,
alguien últimamente en alza según los cronistas
deportivos más estrictos, y que hoy, después de empatarle
al Club Grande y ducharse y cambiarse, no se fue del estadio con el
resto del equipo y prefirió quedarse a mirar, desde la tribuna
ya vacía (sólo quedan los cafeteros y heladeros y
vendedores de banderitas, que recogen sus bártulos o tal vez
hacen cuentas) aquel campo en el que estuvo corriendo durante noventa
minutos e incluso convirtió uno, el segundo, de los dos goles
que le otorgan al Club Chico eso que suele llamarse un punto de oro.
Sí, desde aquí arriba el césped es una alfombra,
casi un paño verde como el del casino, con la importante
diferencia de que allá los números son fijos,
permanentes, y aquí (él, por ejemplo, es el ocho) cambian
constantemente de lugar y además se repiten. A lo mejor con el
flaco Suárez (que lleva el once prendido en la espalda)
podrían ser una de las parejas negras. O no. Porque de ambos,
sólo el Flaco es oscurito.

Ahora se levanta un viento arisco y las gradas de cemento son
recorridas por vasos de plástico, hojas de diario, talones de
entradas, almohadillas, pelotas de papel. Remolinos casi fantasmales
dan la falsa impresión de que las gradas se mueven, giran,
bailotean, se sacuden por fin el sol de la tarde. Hay papeles que suben
las escaleras y otros que se precipitan al vacío. A
Benjamín (Benja, para la hinchada) le sube una bocanada de
desconsuelo, de extraña ansiedad al enfrentarse, ¿por
primera vez?, con la quimera de cemento en estado de pureza (o de
basura, que es casi lo mismo) y se le ocurre que el estadio
vacío, desolado, es como un esqueleto de multitud, un eco
fantasmal de esa misma muchedumbre cuando ruge o aplaude o insulta o
agita banderas. Se pregunta cómo se habrá visto su gol
desde aquí, desde esta tribuna generalmente ocupada por las
huestes del adversario. Para los de abajo en la tabla, el estadio
siempre es enemigo: miles y miles de voces que los acosan, los
persiguen, los hunden, porque generalmente el que juega aquí, el
permanente locatario, es uno de los Grandes, y los de abajo sólo
van al estadio cuando les toca enfrentarlos, y en esas ocasiones apenas
si acarrean, en el mejor de los casos, algunos cientos de
fanáticos del barrio, que, aunque se desgañitan y agitan
como locos su única y gastada bandera, en realidad no cuentan,
es imposible que tapen, desde su islote de alaridos, el gran rugido de
la hinchada mayor. Desde abajo se sabe que existen, claro, y eso es
bueno, y de vez en cuando, cuando se suspende el juego por
lesión o por cambio de jugadores, los del Club Chico van con la
mirada al encuentro de aquel rinconcito de tribuna donde su bandera
hace guiños en clave, señales secretas como las del
truco. Y ésta es la mejor anfetamina, porque los llena de
saludable euforia y además no aparece en los controles
antidopping.

Hoy empataron, no está mal, se dice Benja, el número
ocho. Y está mejor porque todos sus huesos están enteros,
a pesar de la alevosa zancadilla (esquivada sólo por
intuición) que le dedicaran en el toletole previo al primer gol,
dos segundos antes de que el Colorado empujara nuevamente la globa con
el empeine y la colocara, inalcanzable, junto al poste izquierdo.
Después de todo, la playa es mía. Desde hace quince
años la vengo adquiriendo en pequeñas cuotas. Cuotas de
sol y dunas. Todos esos prójimos, prójimas y projimitos
que se ven tendidos sobre las rocas o bajo las sombrillas o corriendo
tras una pelota de engañapichanga o jugando a la paleta en una
cancha marcada en la arena con líneas que al rato se borran,
todos esos otros, están en la playa gracias a que yo les permito
estar. Porque la playa es mía. Mío el horizonte con
toninas remotas y tres barquitos a vela. Míos los peces que
extraen mis pescadores con mis redes antiguas, remendadas. El aire
salitroso y los castillos de arena y las aguas vivas y las algas que ha
traído la penúltima ola. Todo es mío.
¿Qué sería de mí, el número ocho,
sin estas mañanas en que la playa me convence de que soy libre,
de que puedo abrazar esta roca, que es mi roca mujer o tal vez mi roca
madre, y estirarme sin otros límites que mi propio límite
o hasta que siento las tenazas del cangrejo barcino sobre mi dedo
gordo? Aquí soy número ocho sin llevarlo en la espalda.
Soy número ocho sencillamente porque es mi identidad. Un cura o
un teniente o un payaso no necesitan vestir sotana o uniforme o traje
de colores para ser cura o teniente o payaso. Soy número ocho
aunque no lo lleve dibujado en el lomo y aunque ningún botija se
arrime a pedirme autógrafos, porque sólo se piden
autógrafos a los de los Clubes Grandes. Y creo que siempre
seré de Club Chico, porque me gusta amargarles la fiesta, no a
los jugadores que después de todo son como nosotros, sólo
que con más suerte y más guita, ni siquiera a la hinchada
grande por más que nos insulte cuando hacemos un fau y festeje
ruidosamente cuando el otro nos propina un hachazo en la canilla. Me
gusta arruinarles la fiesta, sobre todo a los dirigentes, esos
industriales bien instalados en su cochazo, en su piso de la Rambla y
en su mondongo, señores cuya gimnasia sabatina o dominical
consiste en sentarse muy orondos, arriba en el palco oficial, y desde
ahí ver cómo allá abajo nos reventamos, nos
odiamos, nos derretimos en sudores, y cuando sus jugadores ganan,
condescienden a llegar al vestuario y a darles una palmadita en el
hombro, disimulando apenas el asco que les provoca aquella piel
todavía sudada, y en cambio, cuando sus jugadores pierden, se
van entonces directamente a su casa, esta vez por supuesto sin ocultar
el asco. En verdad, en verdad os digo que yo ignoro si hacen eso, pero
me lo imagino. Es decir, tengo que imaginarlo así, porque una
cosa son las instrucciones del entrenador, que por supuesto trato de
cumplir si no son demasiado absurdas, y otra cosa son las instrucciones
que yo me doy, verbigracia vamo vamo número ocho hay que aguarle
la fiesta a ese presidente cogotudo, jactancioso y mezquino, que viene
al estadio con sus tres o cuatro nenes que desde ya tienen caritas de
futuros presidentes cogotudos. Bueno, no sé ni siquiera si tiene
hijos, pero tengo que imaginarlo así porque soy el número
ocho, insustituible titular de un Club Chico y, ya que cobro poco,
tengo que inventarme recompensas compensatorias y de esas recompensas
inventadas la mejor es la posibilidad de aguarle la fiesta al cogotudo
presidente del Grande, a fin de que el lunes, cuando concurra a su
Banco o a su banca, pase también su vergüenza rica, su
vergüenza suntuosa, así como nosotros, los que andamos en
la segunda mitad de la tabla, sufrimos, cuando perdemos, nuestra
vergüenza pobre. Pero, claro, no es lo mismo, porque los Grandes
siempre tienen la obligación de ganar, y los Chicos, en cambio,
sólo tenemos la obligación de perder lo menos posible. Y
cuando no ganamos y volvemos al barrio, la gente no nos mira con
menosprecio sino con tristeza solidaria, en tanto que al presidente
cogotudo, cuando vuelve el lunes a su Banco o a su banca, la gente, si
bien a veces se atreve a decirle qué barbaridad doctor porque
ustedes merecieron ganar y además por varios goles, en realidad
está pensando te jodieron doctor qué salsa les dieron
esos petizos. Por eso a mí no me importa ser número ocho
titular y que no me pidan autógrafos aquí en la playa ni
en el cine ni en Dieciocho. Los partidos no se ganan con
autógrafos. Se ganan con goles y ésos los sé
hacer. Por ahora al menos. También es un consuelo que la playa
sea mía, y como mía pueda recorrerla descalzo, casi
desnudo, sintiendo el sol en la espalda y la brisa en los ojos, o
tendiéndome en las rocas pero de cara al mar, consciente de que
atrás dejo la ciudad que me espía o me protege,
según las horas y según mi ánimo, y adelante
está esa llanura líquida, infinita, que me lame, me
salpica, a veces me da vértigo y otras veces me brinda una
insólita paz, un extraño sosiego, tan extraño que
a veces me hace olvidar que soy número ocho.
Alejandra. Lo extraño había sido que Benja conociera sus
manos antes que su rostro, o mejor aún, que se enamorara de sus
manos antes que de su rostro. Él regresaba de San Pablo en un
vuelo de Pluna. El equipo se había trasladado para jugar dos
amistosos fuera de temporada, pero Benja sólo había
participado en el primero porque en una jugada tonta había
caído mal y el desgarramiento iba a necesitar por lo menos cinco
días de cuidado, así que el preparador físico
decidió mandarlo a Montevideo para que allí lo atendieran
mejor. De modo que volvía solo. A la media hora de vuelo se
levantó para ir al baño y cuando regresaba a su sitio
tuvo la impresión de ser mirado pero él no miró.
Simplemente se sentó y reinició la lectura de Agatha
Christie, que le proponía un enigma afilado, bienhumorado y
sutil como todos los suyos.

De pronto percibió que algo singular estaba ocurriendo. En el
respaldo que estaba frente a él apareció una mano de
mujer. Era una mano delgada, de dedos largos y finos, con uñas
cuidadas pero sin color. Una mano expresiva, o quizá que
expresaba algo, pero qué. A los dos o tres minutos hizo
irrupción la otra mano, que era complementaria pero no igual.
Cada mano tenía su carácter, aunque sin duda
compartían una inquietante identidad. Benja no pudo continuar su
lectura. Adiós enigma y adiós Agatha. Las manos se
movían con sobriedad, se rozaban a veces. Él
imaginó que lo llamaban sin llamarlo, que le contaban una
historia, que le ofrecían respuestas a interrogantes que
aún no había formulado; en fin, que querían ser
asidas. Y lo más preocupante era que él también
quería asirlas, con todos los riesgos que un acto así
podía implicar, verbigracia que la dueña de aquellas
manos llamara inmediatamente a la azafata, o se levantara, enfrentada a
su descaro, y le propinara una espléndida bofetada, con toda la
vergüenza, adicional y pública, que semejante castigo
podía provocar. Hasta llegó a concebir, como un destello,
un título, a sólo dos columnas (porque era número
ocho, pero sólo de un Club Chico): conocido futbolista uruguayo
abofeteado en pleno vuelo por dama que se defiende de agresión
******.

Y sin embargo las manos hablaban. Sutiles, seductoras,
finísimas, dialogaban uña a uña, yema a yema, como
creando una espera, construyendo una expectativa. Y cuando fue ordenado
el ajuste de los cinturones de seguridad, desaparecieron para cumplir
la orden, pero de inmediato volvieron a poblar el respaldo y con ello a
convocar la ansiedad del número ocho, que por fin decidió
jugarse el todo por el todo y asumir el riesgo del ridículo, el
escándalo y el titular a dos columnas que acabaran con su
carrera deportiva. De modo que, tomada la difícil
decisión y tras ajustarse también él el
cinturón, avanzó su propia mano hacia los dedos
cautivantes, que en aquel preciso momento estaban juntos. Notó
un leve temblor, pero las manos no se replegaron. La suya
prolongó aquel extraño contacto por unos segundos, luego
se retiró. Sólo entonces las otras manos desaparecieron,
pero no pasó nada. No hubo llamada a la azafata ni bofetada.
Él respiró y quedó a la espera. Cuando el
avión comenzaba el descenso, una de las manos apareció de
nuevo y traía un papel, más bien un papelito, doblado en
dos. Benja lo recogió y lo abrió lentamente. Conteniendo
la respiración, leyó: 912437.

Se sintió eufórico, casi como cuando hacía un gol
sobre la hora y la hinchada del barrio vitoreaba su nombre y él
alzaba discretamente un brazo, nada más que para comunicar que
recibía y apreciaba aquel apoyo colectivo, aquel afecto, pero
los compañeros sabían que a él no le gustaba toda
esa parafernalia de abrazos, besos y palmaditas en el trasero, algo que
se había vuelto habitual en todas las canchas del mundo.
Así que cuando metía un gol sólo le tocaban un
brazo o le hacían desde lejos un gesto solidario. Pero ahora,
con aquel prometedor 912437 en el bolsillo, descendió del
avión como de un podio olímpico y diez minutos
después pudo mirar discretamente hacia la dueña de las
manos, que en ese instante abría su valija frente al funcionario
aduanero, y Benja comprobó que el rostro no desmerecía la
belleza y la seducción de las manos que lo habían enamorado.
Benja y Martín se encontraron como siempre en la pizzería
del sordo Bellini. Desde que ambos integraran el cuadrito juvenil de La
Estrella habían cultivado una amistad a prueba de balas y
también de codazos y zancadillas. Benja jugaba entonces de
zaguero y sin embargo había terminado en número ocho.
Martín, que en la adolescencia fuera puntero derecho, más
tarde (a raíz de una sustitución de emergencia, tras
lesiones sucesivas y en el mismo partido del golero titular y del
suplente) se había afincado y afirmado en el arco y hoy era uno
de los guardametas más cotizados y confiables de Primera A.

El sordo Bellini disfrutaba plenamente con la presencia de los dos
futbolistas. Él, que normalmente no atendía las mesas
sino que se instalaba en la caja con su gorra de capitán de
barco, cuando Martín y Benja aparecían, solos o
acompañados, de inmediato se arrimaba solícito a dejarles
el menú, a recoger los pedidos, a recomendarles tal o cual plato
y sobre todo a comentar las jugadas más notables o más
polémicas del último domingo.

Era algo así como el fan particular de Benja y Martín y
su caballito de batalla era hacerles bromas c
En el fondo del pecho estamos juntos,
en el cañaveral del pecho recorremos
un verano de tigres,
al acecho de un metro de piel fría,
al acecho de un ramo de inaccesible cutis,
con la boca olfateando sudor y venas verdes
nos encontramos en la húmeda sombra que deja caer besos.

Tú mi enemiga de tanto sueño roto de la misma manera
que erizadas plantas de vidrio, lo mismo que campanas
deshechas de manera amenazante, tanto como disparos
de hiedra negra en medio del perfume,
enemiga de grandes caderas que mi pelo han tocado
con un ronco rocío, con una lengua de agua,
no obstante el mudo frío de los dientes y el odio de los ojos,
y la batalla de agonizantes bestias que cuidan el olvido,
en algún sitio del verano estamos juntos
acechando con labios que la sed ha invadido.
Si hay alguien que traspasa
una pared con círculos de fósforo
y hiere el centro de unos dulces miembros
y muerde cada hoja de un bosque dando gritos,
tengo también tus ojos de sangrienta luciérnaga
capaces de impregnar y atravesar rodillas
y gargantas rodeadas de seda general.

Cuando en las reuniones
el azar, la ceniza, las bebidas,
el aire interrumpido,
pero ahí están tus ojos oliendo a cacería,
a rayo verde que agujerea pechos,
tus dientes que abren manzanas de las que cae sangre,
tus piernas que se adhieren al sol dando gemidos,
y tus tetas de nácar y tus pies de amapola,
como embudos llenos de dientes que buscan sombra,
como rosas hechas de látigo y perfume, y aun,
aun más, aun más,
aun detrás de los párpados, aun detrás del cielo,
aun detrás de los trajes y los viajes, en las calles donde la gente orina,
adivinas tos cuerpos,
en las agrias iglesias a medio destruir, en las cabinas que el mar lleva en las manos,
acechas con tus labios sin embargo floridos,
rompes a cuchilladas la madera y la plata,
crecen tus grandes venas que asustan:
no hay cáscara, no hay distancia ni hierro,
tocan manos tus manos,
y caes haciendo crepitar las flores negras.

Adivinas los cuerpos
Como un insecto herido de mandatos,
adivinas el centro de la sangre y vigilas
los músculos que postergan la aurora, asaltas sacudidas,
relámpagos, cabezas,
y tocas largamente las piernas que te guían.

Oh conducida herida de flechas especiales!

Hueles lo húmedo en medio de la noche?

O un brusco vaso de rosales quemados?

Oyes caer la ropa, las llaves, las monedas
en las espesas casas donde llegas desnuda?

Mi odio es una sola mano que te indica
el callado camino, las sábanas en que alguien ha dormido
con sobresalto: llegas
y ruedas por el suelo manejada y mordida,
y el viejo olor del ***** como una enredadera
de cenicienta harina se desliza a tu boca.

Ay leves locas copas y pestañas,
aire que inunda un entreabierto río
como una sola paloma de colérico cauce,
como atributo de agua sublevada,
ay substancias, sabores, párpados de ala viva
con un temblor, con una ciega flor temible,
ay graves, serios pechos como rostros,
ay grandes muslos llenos de miel verde,
y talones y sombra de pies, y transcurridas
respiraciones y superficies de pálida piedra,
y duras olas que suben la piel hacia la muerte
llenas de celestiales harinas empapadas.

Entonces, este río
va entre nosotros, y por una ribera
vas tú mordiendo bocas?
Entonces es que estoy verdaderamente, verdaderamente lejos
y un río de agua ardiendo pasa en lo oscuro?
Ay cuántas veces eres la que el odio no nombra,
y de qué modo hundido en las tinieblas,
y bajo qué lluvias de estiércol machacado
tu estatua en mi corazón devora el trébol.

El odio es un martillo que golpea tu traje
y tu frente escarlata,
y los días del corazón caen en tus orejas
como vagos búhos de sangre eliminada,
y los collares que gota a gota se formaron con lágrimas
rodean tu garganta quemándote la voz como con hielo.

Es para que nunca, nunca
hables, es para que nunca, nunca
salga una golondrina del nido de la lengua
y para que las ortigas destruyan tu garganta
y un viento de buque áspero te habite.

En dónde te desvistes?
En un ferrocarril, junto a un peruano rojo
o con un segador, entre terrones, a la violenta
luz del trigo?
O corres con ciertos abogados de mirada terrible
largamente desnuda, a la orilla del agua de la noche?

Miras: no ves la luna ni el jacinto
ni la oscuridad goteada de humedades,
ni el tren de cieno, ni el marfil partido:
ves cinturas delgadas como oxígeno,
pechos que aguardan acumulando peso
e idéntica al zafiro de lunar avaricia
palpitas desde el dulce ombligo hasta las rosas.

Por qué sí? Por qué no? Los días descubiertos
aportan roja arena sin cesar destrozada
a las hélices puras que inauguran el día,
y pasa un mes con corteza de tortuga,
pasa un estéril día,
pasa un buey, un difunto,
una mujer llamada Rosalía,
y no queda en la boca sino un sabor de pelo
y de dorada lengua que con sed se alimenta.
Nada sino esa pulpa de los seres,
nada sino esa copa de raíces.

Yo persigo como en un túnel roto, en otro extremo
carne y besos que debo olvidar injustamente,
y en las aguas de espaldas cuando ya los espejos
avivan el abismo, cuando la fatiga, los sórdidos relojes
golpean a la puerta de hoteles suburbanos, y cae
la flor de papel pintado, y el terciopelo cagado por las ratas y la cama
cien veces ocupada por miserables parejas, cuando
todo me dice que un día ha terminado, tú y yo
hemos estado juntos derribando cuerpos,
construyendo una casa que no dura ni muere,
tú y yo hemos corrido juntos un mismo río
con encadenadas bocas llenas de sal y sangre,
tú y yo hemos hecho temblar otra vez las luces verdes
y hemos solicitado de nuevo las grandes cenizas.

Recuerdo sólo un día
que tal vez nunca me fue destinado,
era un día incesante,
sin orígenes, Jueves.
Yo era un hombre transportado al acaso
con una mujer hallada vagamente,
nos desnudamos
como para morir o nadar o envejecer
y nos metimos uno dentro del otro,
ella rodeándome como un agujero,
yo quebrantándola como quien
golpea una campana,
pues ella era el sonido que me hería
y la cúpula dura decidida a temblar.

Era una sorda ciencia con cabello y cavernas
y machacando puntas de médula y dulzura
he rodado a las grandes coronas genitales
entre piedras y asuntos sometidos.

Éste es un cuento de puertos adonde
llega uno, al azar, y sube a las colinas,
suceden tantas cosas.

Enemiga, enemiga,
es posible que el amor haya caído al polvo
y no haya sino carne y huesos velozmente adorados
mientras el fuego se consume
y los caballos vestidos de rojo galopan al infierno?

Yo quiero para mí la avena y el relámpago
a fondo de epidermis,
y el devorante pétalo desarrollado en furia,
y el corazón labial del cerezo de junio,
y el reposo de lentas barrigas que arden sin dirección,
pero me falta un suelo de cal con lágrimas
y una ventana donde esperar espumas.

Así es la vida,
corre tú entre las hojas, un otoño
***** ha llegado,
corre vestida con una falda de hojas y un cinturón de metal amarillo,
mientras la neblina de la estación roe las piedras.

Corre con tus zapatos, con tus medias,
con el gris repartido, con el hueco del pie, y con esas manos que el tabaco salvaje adoraría,
golpea escaleras, derriba
el papel ***** que protege las puertas,
y entra en medio del sol y la ira de un día de puñales
a echarte como paloma de luto y nieve sobre un cuerpo.

Es una sola hora larga como una vena,
y entre el ácido y la paciencia del tiempo arrugado
transcurrimos,
apartando las sílabas del miedo y la ternura,
interminablemente exterminados.
Sputnik Andrade Oct 2012
No quiero amar a nadie porque cualquier persona podría ser mi padre, cualquier persona podría ser mi madre.

No es el miedo al error de Edipo.

Es el miedo a ser humano.

Porque todos somos sacos huesos. Y yo no sé si amo tu cara neblinosa, tus manos que tiemblan o la mecánica de tu rodilla o el lunar escondido en los pliegues de tu nuca.

Tal vez no es la piel. Tal vez es tu hígado, el color de la sangre machucada en los talones, la uña mal cortada.

Si Edipo hubiese sido mandado al extranjero, a hacer crecer los números en la Bolsa de Valores, jamás hubiese odiado a su padre, jamás hubiese amado a su madre.

Pero lo criaron para llorar, para pelear, para morir bajo el asfixiante peso del destino.

Yo no quiero amar a nadie porque es aceptar esa divinidad lejana, la negligencia de la carne, que somos débiles, tristes, pequeños, hermosos en detalle y nada más.

Vistos desde el monte Olimpo nos volvemos nada y piedras y musgo al lado de una camelia muy roja. Opacos, imperceptibles.

Yo no quiero amar, yo no quiero morir ni llorar ni sudar ni orinar bajo la sombra de un árbol resignado.

Yo no quiero *ser humano.
Cuando me confiscaron la palabra
y me quitaron hasta el horizonte
cuando salí silvando despacito
y hasta hice bromas con el funcionario
de emigración o desintegración
y hubo el adiós de siempre con la mano
a la familia firme en la baranda
a los amigos que sobrevivían
y un motor el derecho tosió fuerte
y movió la azafata sus pestañas
como diciendo a vos yo te conozco
yo tenía estudiada una teoría
del exilio mis pozos del exilio
pero el cursillo no sirvió de nada

cómo saber que las ciudades reservaban
una cuota de su amor más austero
para los que llegábamos
con el odio pisándonos la huella
cómo saber que nos harían sitio
entre sus escaseces más henchidas
y sin averiguarnos los fervores
ni mucho menos el grupo sanguíneo
abrirían de par en par sus gozos
y también sus catástrofes
para que nos sintiéramos
igualito que en casa

cómo saber que yo mismo iba a hallar
sábanas limpias desayunos abrazos
en pueyrredón y french
en canning y las heras
y en lince
y en barranco
y en arequipa al tres mil seiscientos
y en el vedado
y dondequiera

siempre hay calles que olvidan sus balazos
sus silencios de pizarra lunar
y eligen festejarnos recibirnos llorarnos
con sus tiernas ventanas que lo comprenden todo
e inesperados pájaros entre flores y hollines
también plazas con pinos discretísimos
que preguntan señor cómo quedaron
sus acacias sus álamos
y los ojos se nos llenan de láminas
en rigor nuestros árboles están sufriendo como
por otra parte sufren los caballos la gente
los gorriones los paraguas las nubes
en un país que ya no tiene simulacros

es increíble pero no estoy solo
a menudo me trenzo con manos o con voces
o encuentro una muchacha para ir lluvia adentro
y alfabetizarme en su áspera hermosura
quién no sabe a esta altura que el dolor
es también un ilustre apellido

con éste o con aquélla nos miramos de lejos
y nos reconocemos por el rictus paterno
o la herida materna en el espejo
el llanto o la risa como nombres de guerra
ya que el llanto o la risa legales y cabales
son apenas blasones coberturas

estamos desarmados como sueño en andrajos
pero los anfitriones nos rearman de apuro
nos quieren como aliados y no como reliquias
aunque a veces nos pidan la derrota en hilachas
para no repetirla

inermes como sueños así vamos
pero los anfitriones nos formulan preguntas
que incluyen su semilla de respuesta
y ponen sus palomas mensajeras y lemas
a nuestra tímida disposición
y claro sudamos los mismos pánicos
temblamos las mismas preocupaciones

a medida que entramos en el miedo
vamos perdiendo nuestra extranjería
ei enemigo es una niebla espesa
es el común denominador o
denominador plenipotenciario

es bueno reanudar el enemigo
de lo contrario puede acontecer
que uno se ablande al verlo tan odioso
el enemigo es siempre el mismo cráte
todavía no hay volcanes apagados

cuando nos escondemos a regar
la maceta con tréboles venéreos
aceitamos bisagras filosóficas
le ponemos candado a los ex domicilios
y juntamos las viudas militancias
y desobedecemos a los meteorólogos
soñamos con axilas y grupas y caricias
despertamos oliendo a naftalina
todos los campanarios nos conmueven
aunque tan solo duren en la tarde plomiza
y estemos abollados de trabajo

el recuerdo del mar cuando no hay mar
nos desventura la insolencia y la sangre
y cuando hay mar de un verde despiadado
la ola rompe en múltiples agüeros

uno de los problemas de esta vida accesoria
es que en cada noticia emigramos
siempre los pies alados livianísirnos
del que espera la señal de largada
y claro a medida que la señal no llega
nos aplacamos y nos convertimos
en herines apiñados y reumáticos

y bien esa maciza ingravidez
alza sus espirales de huelo en el lenguaje
hablamos ele botijas o gurises
y nos traducen pibe riñe guagua
suena ta o taluego
y es como si cantáramos desvergonzadamente
do jamás se pone el sol se pone el sol

y nos aceptan siempre
nos inventan a veces
nos lustran la morriña majadera
con la nostalgia que hubieran tenido
o que tuvieron o que van a tener
pero además nos muestran ayeres y anteayeres
la película entera a fin de que aprendamos
que la tragedia es ave migratoria
que los pueblos irán a contramuerte
y el destino se labra con las uñas

habrá que agradecerlo de por vida
acaso más que el pan y la cama y el techo
y los poros alertas del amo
r habrá que recordar con un exvoto
esa pedagogía solidaria y tangible

por lo pronto se sienten orgullosos
de entender que no vamos a quedarnos
porque claro hay un cielo
que nos gusta tener sobre la crisma
así uno va fundando las patrias interinas
segundas patrias siempre fueron buenas
cuando no nos padecen y no nos compadecen
simplemente nos hacen un lugar junto al fuego
y nos ayudan a mirar las llamas
porque saben que en ellas vemos nombres y bocas

es dulce y prodigiosa esta patria interina
con manos tibias que reciben dando
se aprende todo menos las ausencias
hay certidumbres y caminos rotos
besos rendidos y provisionales
brumas con barcos que parecen barcos
y lunas que reciben nuestra noche
con tangos marineras sones rumbas
y lo importante es que nos acompañan
con su futuro a cuestas y sus huesos

esta patria interina es dulce y honda
tiene la gracia de rememorarnos
de alcanzarnos noticias y dolores
como si recogiera cachorros de añoranza
y los diera a la suerte de los niños

de a poco percibimos los signos del paisaje
y nos vamos midiendo primero con sus nubes
y luego con sus rabias y sus glorias
primero con sus nubes
que unas veces son fibras filamentos
y otras veces tan redondas y plenas
como tetas de madre treinteañera
y luego con sus rabias y sus glorias
que nunca son ambiguas

acostumbrándonos a sus costumbres
llegamos a sentir sus ráfagas de historia
y aunque siempre habrá un nudo inaccesible
un útero de glorias que es propiedad privada
igual nuestra confianza izará sus pendones
y creeremos que un día que también que ojalá

aquí no me segrego
tampoco me segregan
hago de centinela de sus sueños
podemos ir a escote en el error
o nutrirnos de otras melancolías

algunos provenimos del durazno y la uva
otros vienen del mango y el mamey
y sin embargo vamos a encontrarnos
en la indócil naranja universal

el enemigo nos vigila acérrimo
él y sus corruptólogos husmean
nos aprenden milímetro a milímetro
estudian las estelas que deja el corazón
pero no pueden descifrar el rumbo
se les ve la soberbia desde lejos
sus llamas vuelven a lamer el cielo
chamuscando los talones de dios

su averno monopólico ha acabado
con el infierno artesanal de leviatán

es fuerte el enemigo y sin embargo
mientras la bomba eleva sus hipótesis
y todo se asimila al holocausto
una chiva tranquila una chiva de veras
prosigue masticando en el islote

ella solita derrotó al imperio
todos tendríamos que haber volado
a abrazar a esa hermana
ella sí demostró lo indemostrable
y fue excepción y regla todo junto
y gracias a esa chiva de los pueblos
ay nos quedamos sin apocalipsis

cuando sentimos el escalofrío
y los malos olores de la ruina
siempre es bueno saber que en algún meridiano
hay una chiva a lo mejor un puma
un ñandú una jutía una lombriz
un espermatozoide un feto una criatura
un hombre o dos un pueblo
una isla un archipiélago
un continente un mundo
tan firmes y tan dignos de seguir masticando
y destruir al destructor y acaso
desapocalipsarnos para siempre

es germinal y aguda esta patria interina
y nuestro desconsuelo integra su paisaje
pero también lo integra nuestro bálsamo

por supuesto sabemos desenrollar la risa
y madrugar y andar descalzos por la arena
narrar blancos prodigios a los niños
inventar minuciosos borradores de amor
y pasarlos en limpio en la alta noche
juntar pedazos de canciones viejas
decir cuentos de loros y gallegos
y de alemanes y de cocodrilos
y jugar al pingpong y a los actores
bailar el pericón y la milonga
traducir un bolero al alemán
y dos tangos a un vesre casi quechua
claro no somos una pompa fúnebre
usamos el derecho a la alegría

pero cómo ocultarnos los derrumbes
el canto se nos queda en estupor
hasta el amor es de pronto una culpa
nadie se ríe de los basiliscos
he visto a mis hermanos en mis patrias suplentes
postergar su alegría cuando muere la nuestra
y ese sí es un tributo inolvidable

por eso cuando vuelva
                                      y algún día será
a mis tierras mis gentes y mi cielo
ojaló que el ladrillo que a puro riesgo traje
para mostrar al mundo cómo era mi casa
dure como mis duras devociones
a mis patrias suplentes compañeras
viva como un pedazo de mi vida
quede como un ladrillo en otra casa.
Sputnik Andrade Dec 2012
A las cosas que nunca conoceré, nunca veré, nunca comprenderé ni tocaré ni abrazaré ni amaré

les pido perdón por mi pequeñez.

A las esquinas oscuras, profundas, tremendas, terribles y hermosas de tu alma, de tu mente, a lo más puro en ti

les pido perdón por mi ceguera.

A mi espalda, a mi nuca, al interior de mis uñas, a mis ojos y mis pestañas, a mis corvas y al pliege de mis talones

les pido perdón por ser yo.
Luis Haller Sep 2014
Si    existes ...
Hoy te vi
Te acercaste a mi
Y, en silencio,
Te combinaste
Con mi latir.

Hoy otra vez
Me escape de ti...
  Logre             salir,
Pero sólo pude percibir

tal discreta fragancia

"Apagando la molesta Alarma."
{(Ya deberías de incendiarla, entra en razón de una vez escritor!!!)}


De tu existir
Me he querido
   D  i lu   ir
        De tu imagen
         He querido
      M. O.  R.   I. R

He hecho lo imposible
Por humillarte
Por escupirte,  y destruirte.   .. ...
Y de nuevo me encuentro perdido

Sin ti...
  
   No hay respuesta a
         Tal misterio
    Sólo se que tu existir
Es verdadero
Eres tan real como
Aquiles y Goliath.
      
Eres tan real....
como la dulce mañana
Entrando por mi ventana

Tan fría y refrescante
             Como lluvia en el tejado
Tocando tus talones desnudos
Tan arrogante e impresionante
Como el fuego
        Tan desquiciante
    
Eres tan real que
J
U
E
G
As
A quererte ocultar
Y yo juego a querer escapar...
Naciones de la tierra, patrias del mar, hermanos
del mundo y de la nada:
habitantes perdidos y lejanos
más que del corazón, de la mirada.

Aquí tengo una voz enardecida,
aquí tengo un vida combatida y airada,
aquí tengo un rumor, aquí tengo una vida.

Abierto estoy, mirad, como una herida.
Hundido estoy, mirad, estoy hundido
en medio de mi pueblo y de sus males.
Herido voy, herido y malherido,
sangrando por trincheras y hospitales.

Hombres, mundos, naciones,
atended, escuchad mi sangrante sonido,
recoged mis latidos de quebranto
en vuestros espaciosos corazones,
porque yo empuño el alma cuando canto.

Cantando me defiendo
y defiendo mi pueblo cuando en mi pueblo imprimen
su herradura de pólvora y estruendo
los bárbaros del crimen.

Esta es su obra, esta:
pasan, arrasan como torbellinos,
y son ante su cólera funesta
armas los horizontes y muerte los caminos.

El llanto que por valles y balcones se vierte,
en las piedras diluvia y en las piedras trabaja,
y no hay espacio para tanta muerte,
y no hay madera para tanta caja.

Caravanas de cuerpos abatidos.
Todo vendajes, penas y pañuelos:
todo camillas donde a los heridos
se les quiebran las fuerzas y los vuelos.

Sangre, sangre por árboles y suelos,
sangre por aguas, sangre por paredes.
y un temor de que España se desplome
del peso de la sangre que moja entre sus redes
hasta el pan que se come.

Recoged este viento,
naciones, hombres, mundos,
que parte de las bocas de conmovido aliento
y de los hospitales moribundos.

Aplicad las orejas
a mi clamor de pueblo atropellado,
al ¡ay! de tantas madres, a las quejas
de tanto ser luciente que el luto ha devorado.

Los pechos que empujaban y herían las montañas,
vedlos desfallecidos sin leche ni hermosura,
y ved las blancas novias y las negras pestañas
caídas y sumidas en una siesta oscura.

Aplicad la pasión de las entrañas
a este pueblo que muere con un gesto invencible
sembrado por los labios y la frente,
bajo los implacables aeroplanos
que arrebatan terrible,
terrible, ignominiosa, diariamente,
a las madres los hijos de las manos.

Ciudades de trabajo y de inocencia,
juventudes que brotan de la encina,
troncos de bronce, cuerpos de potencia
yacen precipitados en la ruina.

Un porvenir de polvo se avecina,
se avecina un suceso
en que no quedará ninguna cosa:
ni piedra sobre piedra ni hueso sobre hueso.

España no es España, que es una inmensa fosa,
que es un gran cementerio rojo y bombardeado:
los bárbaros la quieren de este modo.

Será la tierra un denso corazón desolado,
si vosotros, naciones, hombres, mundos,
con mi pueblo del todo
y vuestro pueblo encima del costado,
no quebráis los colmillos iracundos.
Pero no lo será: que un mar piafante,
triunfante siempre, siempre decidido,
hecho para la luz, para la hazaña,
agita su cabeza de rebelde diamante,
bate su pie calzado en el sonido
por todos los cadáveres de España.

Es una juventud: recoged este viento.
Su sangre es el cristal que no se empaña,
su sombrero el laurel y su pedernal su aliento.

Donde clava la fuerza de sus dientes
brota un volcán de diáfanas espadas,
y sus hombros batientes,
y sus talones guían llamaradas.

Está compuesta de hombres del trabajo:
de herreros rojos, de albos albañiles,
de yunteros con rostro de cosechas.
Oceánicamente transcurren por debajo
de un fragor de sirenas y herramientas fabriles
y de gigantes arcos alumbrados con flechas.

A pesar de la muerte, estos varones
con metal y relámpagos igual que los escudos,
hacen retroceder a los cañones
acobardados, temblorosos, mudos.

El polvo no los puede y hacen del polvo fuego,
savia, explosión, verdura repentina:
con su poder de abril apasionado
precipitan el alma del espliego,
el parto de la mina,
el fértil movimiento del arado.

Ellos harán de cada ruina un prado,
de cada pena un fruto de alegría,
de España un firmamento de hermosura.
Vedlos agigantar el mediodía
y hermosearlo todo con su joven bravura.

Se merecen la espuma de los truenos,
se merecen la vida y el olor del olivo,
los españoles amplios y serenos
que mueven la mirada como un pájaro altivo.

Naciones, hombres, mundos, esto escribo:
la juventud de España saldrá de las trincheras
de pie, invencible como la semilla,
pues tiene un alma llena de banderas
que jamás se somete ni arrodilla.

Allá van por los yermos de Castilla
los cuerpos que parecen potros batalladores,
toros de victorioso desenlace,
diciéndose en su sangre de generosas flores
que morir es la cosa más grande que se hace.

Quedarán en el tiempo vencedores,
siempre de sol y majestad cubiertos,
los guerreros de huesos tan gallardos
que si son muertos son gallardos muertos:
la juventud que a España salvará, aunque tuviera
que combatir con un fusil de nardos
y una espada de cera.
En el mar halla el agua su paraíso ansiado
y el sudor su horizonte, su fragor, su plumaje.
El sudor es un árbol desbordante y salado,
un voraz oleaje.

Llega desde la edad del mundo más remota
a ofrecer a la tierra su copa sacudida,
a sustentar la sed y la sal gota a gota,
a iluminar la vida.

Hijo del movimiento, primo del sol, hermano
de la lágrima, deja rodando por las eras,
del abril al octubre, del invierno al verano,
áureas enredaderas.

Cuando los campesinos van por la madrugada
a favor de la esteva removiendo el reposo,
se visten una blusa silenciosa y dorada
de sudor silencioso.

Vestidura de oro de los trabajadores,
adorno de las manos como de las pupilas.
Por la atmósfera esparce sus fecundos olores
una lluvia de axilas.

El sabor de la tierra se enriquece y madura:
caen los copos del llanto laborioso y oliente,
maná de los varones y de la agricultura,
bebida de mi frente.

Los que no habéis sudado jamás, los que andáis yertos
en el ocio sin brazos, sin música, sin poros,
no usaréis la corona de los poros abiertos
ni el poder de los toros.

Viviréis maloliendo, moriréis apagados:
la encendida hermosura reside en los talones
de los cuerpos que mueven sus miembros trabajados
como constelaciones.

Entregad al trabajo, compañeros, las frentes:
que el sudor, con su espada de sabrosos cristales,
con sus lentos diluvios, os hará transparentes,
venturosos, iguales.
En la sombra de un sueño donde se estanca un agua turbia
-ceniza de una noche con ríos de silencio-,
el perfil de tu voz suelta sus golondrinas
sobre el error alegre de tu ****.

El agua de ese río seguirá corriendo mañana,
pero ya tu perfume no crecerá en el viento,
porque en tu corazón nacen espigas tristes
cuando tus manos buscan vanamente tus senos.

Pero tus ojos ávidos se alzan sobre el insomnio
y tu mirada enciende las lámparas del tiempo.
-Árboles taciturnos que se deshojan en tus manos
y raíces oscuras en la sed de tu sueño.

Porque te sientes libre y sin embargo
con la sien palpitante de esclavitudes y misterios;
y una resaca de hojas secas enmudece tu júbilo,
y un vértigo de alas surge del fondo de tu miedo.

Y entonces amanecen campanas y nenúfares
y un rumor de agua clara bifurca los senderos,
pues tú, que resucitas con los ojos tranquilos,
sabes que hay una muerte que deja vivo el cuerpo.

Tú sabes que hay florestas de horror en la alta noche
-minutos indecibles de laberintos negros-,
y que hay profundidades de algas y de madréporas
donde las almas se sumergen con los brazos abiertos.

Tú, náufrago en lo alto de tu mástil,
sabes que hay islas verdes en los mares siniestros,
y latitudes cárdenas donde no llegan las gaviotas
y anclas que se olvidaron en la sangre y el beso.

Tú, cazador inmóvil hasta en la ***** de tus flechas,
viste pasar las corzas entre los bosques ebrios,
y en la humedad del alba amotinada en pájaros
tu carcaj quedó intacto y tu ardor satisfecho.

Tú, que has visto morir la vida en los relojes,
cruzas serenamente los puentes del recuerdo
con las manos tendidas a un espejismo fugitivo
y los hombros doblados bajo el peso de un sueño.

Tú sabes que hay cisternas de estupor y de fiebre
y rostros que se asoman al final de tu espejo,
y que hay hoscos picachos y lejanías de mezquitas
en un sabor antiguo perpetuamente nuevo.

Tú conoces, Hyacinthus, el epitafio de la rosa
y has bogado en el agua que corroe los remos,
y exprimiste en tu copa mandrágoras nefastas
para mirar la vida con los ojos de un ciego.

Tú aprendiste a estar solo contemplando los astros,
pero tu instinto, dúplice y frenético,
pone abejas de plata en tus sandalias de oro
y sortijas fenicias en tus dedos;

y entonces, tú, Hyacinthus, que te creíste invulnerable,
te enguirnaldas la frente con los pámpanos frescos,
pues fatalmente el dardo inmemorial
encuentra dos caminos para herirte en el pecho.

Y eres feliz así, moribundo de estrellas,
agitando en tu antorcha telarañas de hielo,
con tu sonrisa ambigua de mujer inconclusa
y tu rencor de hombre incompleto.

Y buscas en tus páramos horizontes de niebla
con un grito de sal desangrándose en ecos…
-Salobre marejada de moluscos y peces
y tentáculos sordos que trepan a tu lecho.

Y eres feliz, Hyacinthus, en soledad y sombra,
con tus talones ágiles y tus cabellos crespos;
con tu mirada egipcia nublada de pirámides
donde alza sus crepúsculos la maldición de los desiertos.
Y eres feliz así, vagabundo del éxtasis,
y despliegas velámenes al soplo del deseo
viendo pasar las nubes para quedarte triste
bajo la indisociable dualidad de tu ****.

Y vas por el camino que no conduce a parte alguna
con el nardo sonámbulo que guarda tu secreto,
con las manos sin sombra, resplandecientes de rocío,
y con el torpe orgullo de haber matado un sueño.
Ya brotas de la escena cual guarismo
tornasol, y desfloras el mutismo
con los toques undívagos de tu planta certera
que fiera se amanera al marcar hechicera
las multánimes giros de una sola quimera.
Ya tus ojos entraron al combate
como dos uvas de un goloso uvate;
bajo tus castañuelas se rinden los destinos,
y se cuelgan de ti los sueños masculinos,
cual de la cuerda endeble de una lira, los trinos.
Ya te adula la orquesta con servil
dejo libidinoso de reptil,
y danzando lacónica, tu reojo me plagia,
y pisas mi entusiasmo con una cruel magia
como estrofa danzante que pisa una hemorragia.
Ya vuelas como un rito por los planos
limítrofes de todos los arcanos;
las almas que tu arrullo va limpiando de escoria
quisieran renunciar su futuro y su historia,
por dormirse en la tersa amnistía de tu gloria.
Guarismo, cuerda, y ejemplar figura:
tu rítmica y eurítmica cintura
nos roba a todos nuestra flama pura;
y tus talones tránsfugas, que se salen del mundo
por la tangente dócil de un celaje profundo,
se llevan mis holgorios el azul pudibundo.
Entre los espadones de fierro literario
paso yo como un marinero remoto
que no conoce las esquinas y que canta
porque sí, porque cómo si no fuera por eso.

De los atormentados archipiélagos traje
mi acordeón con borrascas, rachas de lluvia loca,
y una costumbre lenta de cosas naturales:
ellas determinaron mi corazón silvestre.

Así cuando los dientes de la literatura
trataron de morder mis honrados talones,
yo pasé, sin saber, cantando con el viento

hacia los almacenes lluviosos de mi infancia,
hacia los bosques fríos del Sur indefinible,
hacia donde mi vida se llenó con tu aroma.

— The End —