Cristo dijo que allí donde nos reuniésemos en su nombre, estaría Él en medio de nosotros. No es, pues, extraño que aquella noche misteriosa en que hablábamos de Él con unción cordial, de su inmensa alma diáfana, de su ternura grande como el universo, de su espíritu de sacrificio incomparable, del sabor místico de su caridad, que nos penetra y nos envuelve, Él se presentara de pronto, suavemente, en el corro.
Lejos de sorprendernos, su aparición divina nos pareció natural. Quizá no se trataba propiamente de una aparición; más bien le sentíamos dentro de nosotros; pero la realidad de su presencia era absoluta, imponente, superior a toda convicción.
En vez de turbarnos, experimentamos todos un bienestar infinito.
Cristo nos bendijo y, sonriéndonos, con aquella indecible sonrisa, nos preguntó:
-¿Qué deseáis que os dé antes de volver al padre?
-Señor -dijo Rafael-, deseo que me perdones mis pecados.
-Perdonados están -respondió Jesús, siempre sonriendo.
-Yo, Señor -dijo Gabriel-, ansío estar contigo...
-Pronto estarás -replicó Cristo amorosamente-. Y tú -me preguntó-, ¿qué quieres, hijo?
Iba a decirte algo de mi muerta; pero no sé por qué, al ver la expresión divina de su rostro, comprendí que no era preciso decirle nada; que los muertos estaban en paz en su seno, junto a su corazón, y que todas las cosas que sucedían eran paternalmente dispuestas o reparadas.
-Qué anhelas, hijo? -repitió Jesús, y yo
respondí:
-Señor, ¿qué puedo anhelar, si todo está bien? Yo sólo deseo que se haga en mí tu voluntad...
Cristo me miró con ternura (¡qué mirada de éxtasis!); pasó su mano translúcida por mis cabellos...
Después se alejó sonriendo, como había venido.