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El césped. Desde la tribuna es un tapete verde. Liso, regular,
aterciopelado, estimulante. Desde la tribuna quizá crean que,
con semejante alfombra, es imposible errar un gol y mucho menos errar
un pase. Los jugadores corren como sobre patines o como figuras de
ballet. Quien es derrumbado cae seguramente sobre un colchón de
plumas, y si se toma, doliéndose, un tobillo, es porque el gesto
forma parte de una pantomima mayor. Además, cobran mucho dinero
simplemente por divertirse, por abrazarse y treparse unos sobre otros
cuando el que queda bajo ese sudoroso conglomerado hizo el gol
decisivo. O no decisivo, es lo mismo. Lo bueno es treparse unos sobre
otros mientras los rivales regresan a sus puestos, taciturnos, amargos,
cabizbajos, cada uno con su barata soledad a cuestas. Desde la tribuna
es tan disfrutable el racimo humano de los vencedores como el drama
particular de cada vencido. Por supuesto, ciertos avispados
espectadores siempre saben cómo hacer la jugada maestra y no
acaban de explicarse, y sobre todo de explicarlo a sus vecinos, por
qué este o aquel jugador no logra hacerla. Y cuando el
árbitro sanciona el penal, el espectador avispado también
intuye hacia qué lado irá el tiro, y un segundo
después, cuando el balón brinca ya en las redes, no
alcanza a comprender cómo el golero no lo supo. O acaso
sí lo supo y con toda deliberación se arrojó al
otro palo, en un alarde de masoquismo o venalidad o estupidez
congénita. Desde la tribuna es tan fácil. Se conoce la
historia y la prehistoria. O sea que se poseen elementos suficientes
como para comparar la inexpugnable eficacia de aquel zaguero
olímpico con la torpeza del patadura actual, que no acierta
nunca y es esquivado una y mil veces. Recuerdo borroso de una
época en que había un centre-half y un centre-forward,
cada uno bien plantado en su comarca propia y capaz de distribuir el
juego en serio y no jugando a jugar, como ahora, ¿no? El
espectador veterano sabe que cuando el fútbol se
convirtió en balompié y la ball en pelota y el dribbling
en finta y el centre-half en volante y el centre-forward en alma en
pena, todo se vino abajo y ésa es la explicación de que
muchos lleven al estadio sus radios a transistores, ya que al menos
quienes relatan el partido ponen un poco de emoción en las
estupendas jugadas que imaginan. Bueno, para eso les pagan,
¿verdad? Para imaginar estupendas jugadas y está bien.
Por eso, cuando alguien ha hecho un gol y después de los abrazos
y pirámides humanas el juego se reanuda, el locutor
idóneo sigue colgado de la "o" de su gooooooool, que en realidad
es una jugada suya, subjetiva, personal, y no exactamente del delantero
que se limitó a empujar con la frente un centro que, entre todas
las otras, eligió su cabeza. Y cuando el locutor idóneo
llega por fin al desenlace de la "ele" final de su gooooooool privado,
ya el árbitro ha señalado un orsai que favorece,
¿por qué no?, al locatario.

Es bueno contemplar alguna vez la cancha desde aquí, desde lo
alto. Así al menos piensa Benjamín Ferrés,
veintitrés años, digamos delantero de un Club Chico,
alguien últimamente en alza según los cronistas
deportivos más estrictos, y que hoy, después de empatarle
al Club Grande y ducharse y cambiarse, no se fue del estadio con el
resto del equipo y prefirió quedarse a mirar, desde la tribuna
ya vacía (sólo quedan los cafeteros y heladeros y
vendedores de banderitas, que recogen sus bártulos o tal vez
hacen cuentas) aquel campo en el que estuvo corriendo durante noventa
minutos e incluso convirtió uno, el segundo, de los dos goles
que le otorgan al Club Chico eso que suele llamarse un punto de oro.
Sí, desde aquí arriba el césped es una alfombra,
casi un paño verde como el del casino, con la importante
diferencia de que allá los números son fijos,
permanentes, y aquí (él, por ejemplo, es el ocho) cambian
constantemente de lugar y además se repiten. A lo mejor con el
flaco Suárez (que lleva el once prendido en la espalda)
podrían ser una de las parejas negras. O no. Porque de ambos,
sólo el Flaco es oscurito.

Ahora se levanta un viento arisco y las gradas de cemento son
recorridas por vasos de plástico, hojas de diario, talones de
entradas, almohadillas, pelotas de papel. Remolinos casi fantasmales
dan la falsa impresión de que las gradas se mueven, giran,
bailotean, se sacuden por fin el sol de la tarde. Hay papeles que suben
las escaleras y otros que se precipitan al vacío. A
Benjamín (Benja, para la hinchada) le sube una bocanada de
desconsuelo, de extraña ansiedad al enfrentarse, ¿por
primera vez?, con la quimera de cemento en estado de pureza (o de
basura, que es casi lo mismo) y se le ocurre que el estadio
vacío, desolado, es como un esqueleto de multitud, un eco
fantasmal de esa misma muchedumbre cuando ruge o aplaude o insulta o
agita banderas. Se pregunta cómo se habrá visto su gol
desde aquí, desde esta tribuna generalmente ocupada por las
huestes del adversario. Para los de abajo en la tabla, el estadio
siempre es enemigo: miles y miles de voces que los acosan, los
persiguen, los hunden, porque generalmente el que juega aquí, el
permanente locatario, es uno de los Grandes, y los de abajo sólo
van al estadio cuando les toca enfrentarlos, y en esas ocasiones apenas
si acarrean, en el mejor de los casos, algunos cientos de
fanáticos del barrio, que, aunque se desgañitan y agitan
como locos su única y gastada bandera, en realidad no cuentan,
es imposible que tapen, desde su islote de alaridos, el gran rugido de
la hinchada mayor. Desde abajo se sabe que existen, claro, y eso es
bueno, y de vez en cuando, cuando se suspende el juego por
lesión o por cambio de jugadores, los del Club Chico van con la
mirada al encuentro de aquel rinconcito de tribuna donde su bandera
hace guiños en clave, señales secretas como las del
truco. Y ésta es la mejor anfetamina, porque los llena de
saludable euforia y además no aparece en los controles
antidopping.

Hoy empataron, no está mal, se dice Benja, el número
ocho. Y está mejor porque todos sus huesos están enteros,
a pesar de la alevosa zancadilla (esquivada sólo por
intuición) que le dedicaran en el toletole previo al primer gol,
dos segundos antes de que el Colorado empujara nuevamente la globa con
el empeine y la colocara, inalcanzable, junto al poste izquierdo.
Después de todo, la playa es mía. Desde hace quince
años la vengo adquiriendo en pequeñas cuotas. Cuotas de
sol y dunas. Todos esos prójimos, prójimas y projimitos
que se ven tendidos sobre las rocas o bajo las sombrillas o corriendo
tras una pelota de engañapichanga o jugando a la paleta en una
cancha marcada en la arena con líneas que al rato se borran,
todos esos otros, están en la playa gracias a que yo les permito
estar. Porque la playa es mía. Mío el horizonte con
toninas remotas y tres barquitos a vela. Míos los peces que
extraen mis pescadores con mis redes antiguas, remendadas. El aire
salitroso y los castillos de arena y las aguas vivas y las algas que ha
traído la penúltima ola. Todo es mío.
¿Qué sería de mí, el número ocho,
sin estas mañanas en que la playa me convence de que soy libre,
de que puedo abrazar esta roca, que es mi roca mujer o tal vez mi roca
madre, y estirarme sin otros límites que mi propio límite
o hasta que siento las tenazas del cangrejo barcino sobre mi dedo
gordo? Aquí soy número ocho sin llevarlo en la espalda.
Soy número ocho sencillamente porque es mi identidad. Un cura o
un teniente o un payaso no necesitan vestir sotana o uniforme o traje
de colores para ser cura o teniente o payaso. Soy número ocho
aunque no lo lleve dibujado en el lomo y aunque ningún botija se
arrime a pedirme autógrafos, porque sólo se piden
autógrafos a los de los Clubes Grandes. Y creo que siempre
seré de Club Chico, porque me gusta amargarles la fiesta, no a
los jugadores que después de todo son como nosotros, sólo
que con más suerte y más guita, ni siquiera a la hinchada
grande por más que nos insulte cuando hacemos un fau y festeje
ruidosamente cuando el otro nos propina un hachazo en la canilla. Me
gusta arruinarles la fiesta, sobre todo a los dirigentes, esos
industriales bien instalados en su cochazo, en su piso de la Rambla y
en su mondongo, señores cuya gimnasia sabatina o dominical
consiste en sentarse muy orondos, arriba en el palco oficial, y desde
ahí ver cómo allá abajo nos reventamos, nos
odiamos, nos derretimos en sudores, y cuando sus jugadores ganan,
condescienden a llegar al vestuario y a darles una palmadita en el
hombro, disimulando apenas el asco que les provoca aquella piel
todavía sudada, y en cambio, cuando sus jugadores pierden, se
van entonces directamente a su casa, esta vez por supuesto sin ocultar
el asco. En verdad, en verdad os digo que yo ignoro si hacen eso, pero
me lo imagino. Es decir, tengo que imaginarlo así, porque una
cosa son las instrucciones del entrenador, que por supuesto trato de
cumplir si no son demasiado absurdas, y otra cosa son las instrucciones
que yo me doy, verbigracia vamo vamo número ocho hay que aguarle
la fiesta a ese presidente cogotudo, jactancioso y mezquino, que viene
al estadio con sus tres o cuatro nenes que desde ya tienen caritas de
futuros presidentes cogotudos. Bueno, no sé ni siquiera si tiene
hijos, pero tengo que imaginarlo así porque soy el número
ocho, insustituible titular de un Club Chico y, ya que cobro poco,
tengo que inventarme recompensas compensatorias y de esas recompensas
inventadas la mejor es la posibilidad de aguarle la fiesta al cogotudo
presidente del Grande, a fin de que el lunes, cuando concurra a su
Banco o a su banca, pase también su vergüenza rica, su
vergüenza suntuosa, así como nosotros, los que andamos en
la segunda mitad de la tabla, sufrimos, cuando perdemos, nuestra
vergüenza pobre. Pero, claro, no es lo mismo, porque los Grandes
siempre tienen la obligación de ganar, y los Chicos, en cambio,
sólo tenemos la obligación de perder lo menos posible. Y
cuando no ganamos y volvemos al barrio, la gente no nos mira con
menosprecio sino con tristeza solidaria, en tanto que al presidente
cogotudo, cuando vuelve el lunes a su Banco o a su banca, la gente, si
bien a veces se atreve a decirle qué barbaridad doctor porque
ustedes merecieron ganar y además por varios goles, en realidad
está pensando te jodieron doctor qué salsa les dieron
esos petizos. Por eso a mí no me importa ser número ocho
titular y que no me pidan autógrafos aquí en la playa ni
en el cine ni en Dieciocho. Los partidos no se ganan con
autógrafos. Se ganan con goles y ésos los sé
hacer. Por ahora al menos. También es un consuelo que la playa
sea mía, y como mía pueda recorrerla descalzo, casi
desnudo, sintiendo el sol en la espalda y la brisa en los ojos, o
tendiéndome en las rocas pero de cara al mar, consciente de que
atrás dejo la ciudad que me espía o me protege,
según las horas y según mi ánimo, y adelante
está esa llanura líquida, infinita, que me lame, me
salpica, a veces me da vértigo y otras veces me brinda una
insólita paz, un extraño sosiego, tan extraño que
a veces me hace olvidar que soy número ocho.
Alejandra. Lo extraño había sido que Benja conociera sus
manos antes que su rostro, o mejor aún, que se enamorara de sus
manos antes que de su rostro. Él regresaba de San Pablo en un
vuelo de Pluna. El equipo se había trasladado para jugar dos
amistosos fuera de temporada, pero Benja sólo había
participado en el primero porque en una jugada tonta había
caído mal y el desgarramiento iba a necesitar por lo menos cinco
días de cuidado, así que el preparador físico
decidió mandarlo a Montevideo para que allí lo atendieran
mejor. De modo que volvía solo. A la media hora de vuelo se
levantó para ir al baño y cuando regresaba a su sitio
tuvo la impresión de ser mirado pero él no miró.
Simplemente se sentó y reinició la lectura de Agatha
Christie, que le proponía un enigma afilado, bienhumorado y
sutil como todos los suyos.

De pronto percibió que algo singular estaba ocurriendo. En el
respaldo que estaba frente a él apareció una mano de
mujer. Era una mano delgada, de dedos largos y finos, con uñas
cuidadas pero sin color. Una mano expresiva, o quizá que
expresaba algo, pero qué. A los dos o tres minutos hizo
irrupción la otra mano, que era complementaria pero no igual.
Cada mano tenía su carácter, aunque sin duda
compartían una inquietante identidad. Benja no pudo continuar su
lectura. Adiós enigma y adiós Agatha. Las manos se
movían con sobriedad, se rozaban a veces. Él
imaginó que lo llamaban sin llamarlo, que le contaban una
historia, que le ofrecían respuestas a interrogantes que
aún no había formulado; en fin, que querían ser
asidas. Y lo más preocupante era que él también
quería asirlas, con todos los riesgos que un acto así
podía implicar, verbigracia que la dueña de aquellas
manos llamara inmediatamente a la azafata, o se levantara, enfrentada a
su descaro, y le propinara una espléndida bofetada, con toda la
vergüenza, adicional y pública, que semejante castigo
podía provocar. Hasta llegó a concebir, como un destello,
un título, a sólo dos columnas (porque era número
ocho, pero sólo de un Club Chico): conocido futbolista uruguayo
abofeteado en pleno vuelo por dama que se defiende de agresión
******.

Y sin embargo las manos hablaban. Sutiles, seductoras,
finísimas, dialogaban uña a uña, yema a yema, como
creando una espera, construyendo una expectativa. Y cuando fue ordenado
el ajuste de los cinturones de seguridad, desaparecieron para cumplir
la orden, pero de inmediato volvieron a poblar el respaldo y con ello a
convocar la ansiedad del número ocho, que por fin decidió
jugarse el todo por el todo y asumir el riesgo del ridículo, el
escándalo y el titular a dos columnas que acabaran con su
carrera deportiva. De modo que, tomada la difícil
decisión y tras ajustarse también él el
cinturón, avanzó su propia mano hacia los dedos
cautivantes, que en aquel preciso momento estaban juntos. Notó
un leve temblor, pero las manos no se replegaron. La suya
prolongó aquel extraño contacto por unos segundos, luego
se retiró. Sólo entonces las otras manos desaparecieron,
pero no pasó nada. No hubo llamada a la azafata ni bofetada.
Él respiró y quedó a la espera. Cuando el
avión comenzaba el descenso, una de las manos apareció de
nuevo y traía un papel, más bien un papelito, doblado en
dos. Benja lo recogió y lo abrió lentamente. Conteniendo
la respiración, leyó: 912437.

Se sintió eufórico, casi como cuando hacía un gol
sobre la hora y la hinchada del barrio vitoreaba su nombre y él
alzaba discretamente un brazo, nada más que para comunicar que
recibía y apreciaba aquel apoyo colectivo, aquel afecto, pero
los compañeros sabían que a él no le gustaba toda
esa parafernalia de abrazos, besos y palmaditas en el trasero, algo que
se había vuelto habitual en todas las canchas del mundo.
Así que cuando metía un gol sólo le tocaban un
brazo o le hacían desde lejos un gesto solidario. Pero ahora,
con aquel prometedor 912437 en el bolsillo, descendió del
avión como de un podio olímpico y diez minutos
después pudo mirar discretamente hacia la dueña de las
manos, que en ese instante abría su valija frente al funcionario
aduanero, y Benja comprobó que el rostro no desmerecía la
belleza y la seducción de las manos que lo habían enamorado.
Benja y Martín se encontraron como siempre en la pizzería
del sordo Bellini. Desde que ambos integraran el cuadrito juvenil de La
Estrella habían cultivado una amistad a prueba de balas y
también de codazos y zancadillas. Benja jugaba entonces de
zaguero y sin embargo había terminado en número ocho.
Martín, que en la adolescencia fuera puntero derecho, más
tarde (a raíz de una sustitución de emergencia, tras
lesiones sucesivas y en el mismo partido del golero titular y del
suplente) se había afincado y afirmado en el arco y hoy era uno
de los guardametas más cotizados y confiables de Primera A.

El sordo Bellini disfrutaba plenamente con la presencia de los dos
futbolistas. Él, que normalmente no atendía las mesas
sino que se instalaba en la caja con su gorra de capitán de
barco, cuando Martín y Benja aparecían, solos o
acompañados, de inmediato se arrimaba solícito a dejarles
el menú, a recoger los pedidos, a recomendarles tal o cual plato
y sobre todo a comentar las jugadas más notables o más
polémicas del último domingo.

Era algo así como el fan particular de Benja y Martín y
su caballito de batalla era hacerles bromas c
Jean Cocteau es un ruiseñor mecánico a quien le ha dado cuerda Ronsard.

Los únicos brazos entre los cuales nos resignaríamos a pasar la vida, son los brazos de las Venus que han perdido los brazos.

Si los pintores necesitaran, como Delacroix, asistir al degüello de 400 odaliscas para decidirse a tomar los pinceles... Si, por lo menos, sólo fuesen capaces de empuñarlos antes de asesinar a su idolatrada Mamá...

Musicalmente, el clarinete es un instrumento muchísimo más rico que el diccionario.

Aunque se alteren todas nuestras concepciones sobre la Vida y la Muerte, ha llegado el momento de denunciar la enorme superchería de las "Meninas" que -siendo las propias "Meninas" de carne y hueso- colgaron un letrerito donde se lee Velázquez, para que nadie descubra el auténtico y secular milagro de su inmortalidad.

Nadie escuchó con mayor provecho que Debussy, los arpegios que las manos traslúcidas de la lluvia improvisan contra el teclado de las persianas.

Las frases, las ideas de Proust, se desarrollan y se enroscan, como las anguilas que nadan en los acuarios; a veces deformadas por un efecto de refracción, otras anudadas en acoplamientos viscosos, siempre envueltas en esa atmósfera que tan solo se encuentra en los acuarios y en el estilo de Proust.

¡La "Olimpia" de Manet está enferma de "mal de Pott"! ¡Necesita aire de mar!... ¡Urge que Goya la examine!...

En ninguna historia se revive, como en las irisaciones de los vidrios antiguos, la fugaz y emocionante historia de setecientos mil crepúsculos y auroras.

¡Las lágrimas lo corrompen todo! Partidarios insospechables de un "régimen mejorado", ¿tenemos derecho a reclamar una "ley seca" para la poesía... para una poesía "extra dry", gusto americano?

Todo el talento del "douannier" Rousseau estribó en la convicción con que, a los sesenta años, fue capaz de prenderse a un biberón.

La disección de los ojos de Monet hubiera demostrado que Monet poseía ojos de mosca; ojos forzados por innumerables ojitos que distinguen con nitidez los más sutiles matices de un color pero que, siendo ojos autónomos, perciben esos matices independientemente, sin alcanzar una visión sintética de conjunto.

Las frases de Oscar Wilde no necesitan red. ¡Lástima que al realizar sus más arriesgadas acrobacias, nos dejen la incertidumbre de su ****!

El cúmulo de atorrantismo y de burdel, de uso y abuso de limpiabotas, de sensiblería engominada, de ojo en compota, de retobe y de tristeza sin razón -allí está la pampa... más allá el indio... la quena... el tamboril -que se espereza y canta en los acordes del tango que improvisa cualquier lunfardo.

Es necesario procurarse una vestimenta de radiógrafo (que nos proteja del contacto demasiado brusco con lo sobrenatural), antes de aproximarnos a los rayos ultravioletas que iluminan los paisajes de Patinir.

No hay crítico comparable al cajón de nuestro escritorio.

Entre otras... ¡la más irreductible disidencia ortográfica! Ellos: Padecen todavía la superstición de las Mayúsculas.

Nosotros: Hace tiempo que escribimos: cultura, arte, ciencia, moral y, sobre todo y ante todo, poesía.

Los cubistas cometieron el error de creer que una manzana era un tema menos literario y frugal que las nalgas de madame Recamier.

¡Sin pie, no hay poesía! -exclaman algunos. Como si necesitásemos de esa confidencia para reconocerlos.

Esos tinteros con un busto de Voltaire, ¿no tendrán un significado profundo? ¿No habrá sido Voltaire una especie de Papa (*****) de la tinta?

En música, al pleonasmo se le denomina: variación.

Seurat compuso los más admirables escaparates de juguetería.

La prosa de Flaubert destila un sudor tan frío que nos obliga a cambiarnos de camiseta, si no podemos recurrir a su correspondencia.

El silencio de los cuadros del Greco es un silencio ascético, maeterlinckiano, que alucina a los personajes del Greco, les desequilibra la boca, les extravía las pupilas, les diafaniza la nariz.

Los bustos romanos serían incapaces de pensar si el tiempo no les hubiera destrozado la nariz.

No hay que admirar a Wagner porque nos aburra alguna vez, sino a pesar de que nos aburra alguna vez.

Europa comienza a interesarse por nosotros. ¡Disfrazados con las plumas o el chiripá que nos atribuye, alcanzaríamos un éxito clamoroso! ¡Lástima que nuestra sinceridad nos obligue a desilusionarla... a presentarnos como somos; aunque sea incapaz de diferenciarnos... aunque estemos seguros de la rechifla!

Aunque la estilográfica tenga reminiscencias de lagrimatorio, ni los cocodrilos tienen derecho a confundir las lágrimas con la tinta.

Renán es un hombre tan bien educado que hasta cuando cree tener razón, pretende demostrarnos que no la tiene.

Las Venus griegas tienen cuarenta y siete pulsaciones. Las Vírgenes españolas, ciento tres.

¡Sepamos consolarnos! Si las mujeres de Rubens pesaran 27 kilos menos, ya no podríamos extasiarnos ante los reflejos nacarados de sus carnes desnudas.

Llega un momento en que aspiramos a escribir algo peor.

El ombligo no es un órgano tan importante como imaginan ustedes... ¡Señores poetas!

¿Estupidez? ¿Ingenuidad? ¿Política?... "Seamos argentinos", gritan algunos... sin advertir que la nacionalidad es algo tan fatal como la conformación de nuestro esqueleto.

Delatemos un onanismo más: el de izar la bandera cada cinco minutos.

Lo primero que nos enseñan las telas de Chardin es que, para llegar a la pulcritud, al reposo, a la sensatez que alcanzó Chardin, no hay más remedio que resignarnos a pasar la vida en zapatillas.

Facilísimo haber previsto la muerte de Apollinaire, dado que el cerebro de Apollinaire era una fábrica de pirotecnia que constantemente inventaba los más bellos juegos de artificio, los cohetes de más lindo color, y era fatal que al primero que se le escapara entre el fango de la trinchera, una granada le rebanara el cráneo.

Los esclavos miguelangelescos poseen un olor tan iodado, tan acre que, por menos paladar que tengamos basta gustarlo alguna vez para convencerse de que fueron esculpidos por la rompiente. (No me refiero a los del Louvre; modelados por el mar, un día de esos en que fabrica merengues sobre la arena).

¡La opinión que se tendrá de nosotros cuando sólo quede de nosotros lo que perdura de la vieja China o del viejo Egipto!

¡Impongámosnos ciertas normas para volver a experimentar la complacencia ingenua de violarlas! La rehabilitación de la infidelidad reclama de nosotros un candor semejante. ¡Ruboricémonos de no poder ruborizarnos y reinventemos las prohibiciones que nos convengan, antes de que la libertad alcance a esclavizarnos completamente!

El cemento armado nos proporciona una satisfacción semejante a la de pasarnos la mano por la cara, después de habernos afeitado.

¡Los vidrios catalanes y las estalactitas de Mallorca con que Anglada prepara su paleta!

Los cubistas salvaron a la pintura de las corrientes de aire, de los rayos de sol que amenazaban derretirla pero -al cerrar herméticamente las ventanas, que los impresionistas habían abierto en un exceso de entusiasmo- le suministraron tal cúmulo de recetas, una cantidad tan grande de ventosas que poco faltó para que la asfixiaran y la dejasen descarnada, como un esqueleto.

Hay poetas demasiado inflamables. ¿Pasan unos senos recién inaugurados? El cerebro se les incendia. ¡Comienza a salirles humo de la cabeza!

"La Maja Vestida" está más desnuda que la "maja desnuda".

Las telas de Velázquez respiran a pleno pulmón; tienen una buena tensión arterial, una temperatura normal y una reacción Wasserman negativa.

¡Quién hubiera previsto que las Venus griegas fuesen capaces de perder la cabeza!

Hay acordes, hay frases, hay entonaciones en D'Annunzio que nos obligan a perdonarle su "fiatto", su "bella voce", sus actitudes de tenor.

Azorín ve la vida en diminutivo y la expresa repitiendo lo diminutivo, hasta darnos la sensación de la eternidad.

¡El Arte es el peor enemigo del arte!... un fetiche ante el que ofician, arrodillados, quienes no son artistas.

Lo que molesta más en Cézanne es la testarudez con que, delante de un queso, se empeña en repetir: "esto es un queso".

El espesor de las nalgas de Rabelais explica su optimismo. Una visión como la suya, requiere estar muellemente sentada para impedir que el esqueleto nos proporcione un pregusto de muerte.

La arquitectura árabe consiguió proporcionarle a la luz, la dulzura y la voluptuosidad que adquiere la luz, en una boca entreabierta de mujer.

Hasta el advenimiento de Hugo, nadie sospechó el esplendor, la amplitud, el desarrollo, la suntuosidad a que alcanzaría el genio del "camelo".

Es tanta la mala educación de Pió Baroja, y es tan ingenua la voluptuosidad que siente Pío Baroja en ser mal educado, que somos capaces de perdonarle la falta de educación que significa llamarse: Pío Baroja.

No hay que confundir poesía con vaselina; vigor, con camiseta sucia.

El estilo de Barres es un estilo de onda, un estilo que acaba de salir de la peluquería.

Lo único que nos impide creer que Saint Saens haya sido un gran músico, es haber escuchado la música de Saint Sáéns.

¿Las Vírgenes de Murillo?

Como vírgenes, demasiado mujeres.

Como mujeres, demasiado vírgenes.

Todas las razones que tendríamos para querer a Velázquez, si la única razón del amor no consistiera en no tener ninguna.

Los surtidores del Alhambra conservan la versión más auténtica de "Las mil y una noches", y la murmuran con la fresca monotonía que merecen.

Si Rubén no hubiera poseído unas manos tan finas!... ¡Si no se las hubiese mirado tanto al escribir!...

La variedad de cicuta con que Sócrates se envenenó se llamaba "Conócete a ti mismo".

¡Cuidado con las nuevas recetas y con los nuevos boticarios! ¡Cuidado con las decoraciones y "la couleur lócale"! ¡Cuidado con los anacronismos que se disfrazan de aviador! ¡Cuidado con el excesivo dandysmo de la indumentaria londinense! ¡Cuidado -sobre todo- con los que gritan: "¡Cuidado!" cada cinco minutos!

Ningún aterrizaje más emocionante que el "aterrizaje" forzoso de la Victoria de Samotracia.

Goya grababa, como si "entrara a matar".

El estilo de Renán se resiente de la flaccidez y olor a sacristía de sus manos... demasiado aficionadas "a lavarse las manos".

La Gioconda es la única mujer viviente que sonríe como algunas mujeres después de muertas.

Nada puede darnos una certidumbre más sensual y un convencimiento tan palpable del origen divino de la vida, como el vientre recién fecundado de la Venus de Milo.

El problema más grave que Goya resolvió al pintar sus tapices, fue el dosaje de azúcar; un terrón más y sólo hubieran podido usarse como tapas de bomboneras.

Los rizos, las ondulaciones, los temas "imperdibles" y, sobre todo, el olor a "vera violetta" de las melodías italianas.

Así como un estiló maduro nos instruye -a través de una descripción de Jerusalén- del gesto con que el autor se anuda la corbata, no existirá un arte nacional mientras no sepamos pintar un paisaje noruego con un inconfundible sabor a carbonada.

¿Por qué no admitir que una gallina ponga un trasatlántico, si creemos en la existencia de Rimbaud, sabio, vidente y poeta a los 12 años?

¡El encarnizamiento con que hundió sus pitones, el toro aquél, que mató a todos los Cristos españoles!

Rodin confundió caricia con modelado; espasmo con inspiración; "atelier" con alcoba.

Jamás existirán caballos capaces de tirar un par de patadas que violenten, más rotundamente, las leyes de la perspectiva y posean, al mismo tiempo, un concepto más equilibrado de la composición, que el par de patadas que tiran los heroicos percherones de Paolo Uccello.

Nos aproximamos a los retratos del Greco, con el propósito de sorprender las sanguijuelas que se ocultan en los repliegues de sus golillas.

Un libro debe construirse como un reloj, y venderse como un salchichón.

Con la poesía sucede lo mismo que con las mujeres: llega un momento en que la única actitud respetuosa consiste en levantarles la pollera.

Los críticos olvidan, con demasiada frecuencia, que una cosa es cacarear, otra, poner el huevo.

Trasladar al plano de la creación la fervorosa voluptuosidad con que, durante nuestra infancia, rompimos a pedradas todos los faroles del vecindario.

¡Si buena parte de nuestros poetas se convenciera de que la tartamudez es preferible al plagio!

Tanto en arte, como en ciencia, hay que buscarle las siete patas al gato.

El barroco necesitó cruzar el Atlántico en busca del trópico y de la selva para adquirir la ingenuidad candorosa y llena de fasto que ostenta en América.

¿Cómo dejar de admirarla prodigalidad y la perfección con que la mayoría de nuestros poetas logra el prestigio de realizar el vacío absoluto?

A fuerza de gritar socorro se corre el riesgo de perder la voz.

En los mapas incunables, África es una serie de islas aisladas, pero los vientos hinchan sus cachetes en todas direcciones.

Los paréntesis de Faulkner son cárceles de negros.

Estamos tan pervertidos que la inhabilidad de lo ingenuo nos parece el "sumun" del arte.

La experiencia es la enfermedad que ofrece el menor peligro de contagio.

En vez de recurrir al whisky, Turner se emborracha de crepúsculo.

Las mujeres modernas olvidan que para desvestirse y desvestirlas se requiere un mínimo de indumentaria.

La vida es un largo embrutecimiento. La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas; poco a poco nos aprisiona la sintaxis, el diccionario; los mosquitos pueden volar tocando la corneta, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles, y cuando deseamos viajar nos dirigimos a una agencia de vapores en vez de metamorfosear una silla en un trasatlántico.

Ningún Stradivarius comparable en forma, ni en resonancia, a las caderas de ciertas colegialas.

¿Existe un llamado tan musicalmente emocionante como el de la llamarada de la enorme gasa que agita Isolda, reclamando desesperadamente la presencia de Tristán?

Aunque ellos mismos lo ignoren, ningún creador escribe para los otros, ni para sí mismo, ni mucho menos, para satisfacer un anhelo de creación, sino porque no puede dejar de escribir.

Ante la exquisitez del idioma francés, es comprensible la atracción que ejerce la palabra "merde".

El adulterio se ha generalizado tanto que urge rehabilitarlo o, por lo menos, cambiarle de nombre.

Las distancias se han acortado tanto que la ausencia y la nostalgia han perdido su sentido.

Tras todo cuadro español se presiente una danza macabra.

Lo prodigioso no es que Van Gogh se haya cortado una oreja, sino que conservara la otra.

La poesía siempre es lo otro, aquello que todos ignoran hasta que lo descubre un verdadero poeta.

Hasta Darío no existía un idioma tan rudo y maloliente como el español.

Segura de saber donde se hospeda la poesía, existe siempre una multitud impaciente y apresurada que corre en su busca pero, al llegar donde le han dicho que se aloja y preguntar por ella, invariablemente se le contesta: Se ha mudado.

Sólo después de arrojarlo todo por la borda somos capaces de ascender hacia nuestra propia nada.

La serie de sarcófagos que encerraban a las momias egipcias, son el desafío más perecedero y vano de la vida ante el poder de la muerte.

Los pintores chinos no pintan la naturaleza, la sueñan.

Hasta la aparición de Rembrandt nadie sospechó que la luz alcanzaría la dramaticidad e inagotable variedad de conflictos de las tragedias shakespearianas.

Aspiramos a ser lo que auténticamente somos, pero a medida que creemos lograrlo, nos invade el hartazgo de lo que realmente somos.

Ambicionamos no plagiarnos ni a nosotros mismos, a ser siempre distintos, a renovarnos en cada poema, pero a medida que se acumulan y forman nuestra escueta o frondosa producción, debemos reconocer que a lo largo de nuestra existencia hemos escrito un solo y único poema.
Leydis Oct 2018
La sonrisa que llueve en mi alma,
así eres tú, alegrando mis días
y llenándolos de esperanza,
(Así eres tu).

Como el primor del cielo
forrándome en nubes
que transitan mi cuerpo,
algo así eres tú.

Como ladrillos que componen
mi apasionada fábrica, así eres tú,
brasero en mis días más fríos,
manantial refrescante de ilusión
en mis temporadas de calor,
así eres tú.

Semilla que germina de mi tierra,
Como agua, bautizando mi cosecha,
aceite que embalsama mi piel reseca
(así eres tú).

Como arena que se acuesta
con la última ola, así eres tú,
la paciente y dulce cuesta
del sol en mi panorama, así eres tú.  

Salmo que edifica mi espíritu,
ensalmando mis días de tristeza
y conjurándolos con tus bellas
e inolvidables caricias
Así eres tú.

¡Mi hombre perfectamente imperfecto!
Loma de mis anhelos,
vigor de mi boca refresca.
La calma cuando pienso en ti
en mi vieja mecedora.

Estar entre tus brazos es mi mejor sombra,
besarnos y abrazarnos sin descanso
debajo de aquel árbol de magnolia,
vestigios de amor en el suelo dejamos
cual árbol su bella flor nos va adornando.



Así eres tú, como un poema de Neruda,
que me conmueve y me transporta a la luna.
Como un verso que encontró su mejor metáfora,
Como la energía que logra traspasar las barreras físicas.

Así eres tú, mi rayo de sol en un día nublado.
Suspiro que alienta mi cuerpo y mi morada,
Aquella canción que de niña escuchaba,
ya soñando contigo y algún día cantártela.

Y si, ¡bendito Dios, que eres tú!

LeydisProse
10/18/2018
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Este campo fue mar
de sal y espuma.
Hoy oleaje de ovejas,
voz de avena.

Más que tierra eres cielo,
campo nuestro.
Puro cielo sereno...
Puro cielo.

¿De tu origen marino no conservas
más caracol que el nido del hornero?

No olvides que el azar hinchó sus velas
y a través de otra mar dio en tus riberas.

Ante el sobrio semblante de tus llanos
se arrancó la golilla el castellano.

Tienes, campo, los huesos que mereces:
grandes vértebras simples e inocentes,
tibias rudimentarias,
informes maxilares que atestiguan
tu vida milenaria;
y sin embargo, campo, no se advierte
ni una arruga en tu frente.

Ya sólo es un silencio emocionado
tu herbosa voz de mar desagotado.

¡Qué cordial es la mano de este campo!

Sobre tu tersa palma distendida
¡quién pudiese rastrear alguna huella
que revelara el rumbo de su vida!

Tus mismos cardos, campo, se estremecen
al presentir la aurora que mereces.

Une al don de tu pan y de tu mano
el de darle candor a nuestro canto.

¿Oyes, campo, ese ritmo?
¡Si fuera el mío!...
sin vocablos ni voz te expresaría
al galope tendido.

Estas pobres palabras
¡qué mal te quedan!
Pero qué quieres, campo,
no soy caballo
y jamás las diría
si tú me oyeras.

Por algo ante el apremio de nombrarte
he preferido siempre galoparte.

Ritmo, calma, silencio, lejanía...
hasta volverte, campo, melodía.

Sólo el viento merece acompañarte.

¿No podrá ni mentarse tu presencia
sin que te duela, campo, la modestia?

Eres tan claro y limpio y sin dobleces
que el vuelo de una nube te ensombrece.

¡Hasta las sombras, campo, no dan nunca
ni el más leve traspiés en tu llanura!

¿Cómo lograste, campo tan benigno,
asistir a los cruentos cataclismos
que describen tus nubes
y ver morir flameantes continentes,
inaugurarse mares,
donde jóvenes islas recalaban
en bahías de fuego,
con el vivo y remoto dramatismo
que recuerdan tus cielos?

Al galoparte, campo, te he sentido
cada vez menos campo y más latido.

Tenso y redondo y manso,
como un grávido vientre
virgen campo yacente.

Sin rubores, ni gestos excesivos,
-acaso un poco triste y resignada-
con el mismo candor que usan tus chinas
y reprimiendo, campo, su ternura,
-más allá del bañado, entre las parvas-
se te entrega la tarde ensimismada.

Pasan las nubes, pasan
-¿Quién las arrea?-
tobianas, malacaras,
overas, bayas;
pero toditas llevan,
campo, tu marca.

Dime, campo tendido cara  al cielo,
¿esas nubes son hijas de tu sueño?...

¡Cómo no han de llorarte las tropillas
de tus nubes tordillas
al otear, desde el cielo, esas praderas
y sentir la nostalgia de sus yerbas!

Lo que prefiero, campo, es tu llaneza.

Ya sé que tierra adentro eres de piedra,
como también de piedra son tus cielos,
y hasta esas pobres sombras que se hospedan
en tus valles de piedra;
pero al pensarte, campo, sólo veo,
en vez de esas quebradas minerales
donde espectros de muías se alimentan
con las más tiernas piedras,
una inmensa llanura de silencio,
que abanican, con calma, tus haciendas.

En lo alto de esas cumbres agobiantes
hallaremos laderas y peñascos,
donde yacen metales, momias de alga,
peces cristalizados;
peto jamás la extensa certidumbre
de que antes de humillarnos para siempre,
has preferido, campo, el ascetismo
de negarte a ti mismo.

Fuiste viva presencia o fiel memoria
desde mi más remota prehistoria.

Mucho antes de intimar con los palotes
mi amistad te abrazaba en cada poste.

Chapaleando en el cielo de tus charcos
me rocé con tus ranas y tus astros.

Junto con tu recuerdo se aproxima
el relente a distancia y pasto herido
con que impregnas las botas... la fatiga.

Galopar. Galopar. ¿Ritmo perdido?
hasta encontrarlo dentro de uno mismo.

Siempre volvemos, campo,
de tus tardes con un lucero humeante...
entre los labios.

Una tarde, en el mar, tú me llamaste,
pero en vez de tu escueta reciedumbre
pasaba ante la borda un campo equívoco
de andares voluptuosos y evasivos.

Me llamaste, otra vez, con voz de madre
y en tu silencio sólo hallé una vaca
junto a un charco de luna arrodillada;
arrodillada, campo, ante tu nada.

Cuando me acerco, pampa, a tu recuerdo,
te me vas, despacito, para adentro...
al trote corto, campo, al trotecito.

Aunque me ignores, campo, soy tu amigo.

Entra y descansa, campo. Desensilla.
Deja de ser eterna lejanía.

Cuanto más te repito y te repito
quisiera repetirte al infinito.

Nunca permitas, campo, que se agote
nuestra sed de horizonte y de galope.

Templa mis nervios, campo ilimitado,
al recio diapasón del alambrado.

Aquí mi soledad. Esta mi mano.
Dondequiera que vayas te acompaño.

Si no hubieras andado siempre solo
¿todavía tendrías voz de toro?

Tu soledad, tu soledad... ¡la mía!
Un sorbo tras el otro, noche y día,
como si fuera, campo, mate amargo.

A veces soledad, otras silencio,
pero ante todo, campo: padre-nuestro.

"No eres más que una vaca -dije un día-
con un millón de ubres maternales"...
sin recordar -¡perdona!- que enarbolas
entre el lírico arranque de tus cuernos
un gran nido de hornero.

"Si no tiene relieve, ni contornos.
Nada que lo limite, que lo encuadre;
allí... a las cansadas, un arroyo,
quizás una lomada..."
seguirán -¡perdonadlos!- murmurando,
aunque tu inmensa nada lo sea todo.

Comprendo, campo adusto, que sonrías
cuando sólo te habitan las espigas.

Aunque no sueñen más que en esquilmarte
e ignoren el sabor de tus raíces,
el rumbo de tus pájaros,
nunca te niegues, pampa, a abrir los brazos.
Has de ser para todos campo santo.

Al verte cada vez más cultivado
olvidan que tenías piel de puma
y fuiste, hasta hace poco, campo bravo.

No te me quejes, campo desollado.
Cubierto de rasguños y de espinas
-después de costalar entre tus cardos-
anduve yo también desamparado,
con un dolor caballo en las costillas.

Recuerda que tus nubes se desangran
sin decir, campo macho, ni palabra.

Son tan grandes tus noches, que avergüenzan.

Si los grillos dejasen de apretarle
una sola clavija a tu silencio,
¿alcanzarías, campo, el delirante
y agudo diapasón de las estrellas?

Hasta la oscura voz de tus pantanos
da fervor a tu sacro canto llano.

¡Qué buenos confesores son tus sapos!

Nada logra expresar, campo nocturno,
tu inmensa soledad desamparada
como el presentimiento que ensombrece
el insomne mugir de tus manadas.

Vierte, campo, sin tregua, en nuestras
venas la destilada luz de tus estrellas.

Tu santa luna, campo solitario,
convierte nuestro pecho en un hostiario.

Déjanos comulgar con tu llanura...
Danos, campo eucarístico, tu luna.

¿A qué sabrán tus pastos
cuando logren, por fin, domesticarte
y en vez de campo potro desbocado
te transformes en campo endomingado?

Cómo ríen tus sapos, tus maizales,
con dientes de potrillo,
del candor con que todas tus ciudades,
no bien salen del horno,
ya ostentan capiteles, frontispicios,
y arquitrabes postizos.

Sólo soportas, campo, los aleros
que aconsejan vivir como el hornero.

Te llevé de la mano
hacia aldeas y rutas patinadas
por leyendas doradas;
pero tú sonreías, campo niño,
y yo junto contigo...
siempre, siempre contigo
campo recién nacido.

Tantos viejos modales resobados
y tanta historia
con tantas mezquindades,
desde la ausencia, campo, musitaban
tus ingenuos yuyales.

-¡Qué tierras sin aliento! -balbuceabas-.
Sólo produce muertos...
grandes muertos insomnes y locuaces
que en vez de reposar y ser olvido
desertan de sus tumbas, vociferan,
en cada encrucijada,
en cada piedra.
Los míos, por lo menos, son modestos.
No incomodan a nadie.

Y el eco de tu voz, entre las ruinas:
"Dadle muerte a esos muertos", repetía.

¿Dónde apoyarnos, campo?
¡Ni una piedra!
Nada que indique el rumbo de tus huellas.
Persiste, campo nada, en acercarnos
la ocasión de perdernos... o encontrarnos.

Gracias, campo, por ser tan despoblado
y limpito de muertos,
que admites arriesgar cualquier postura
sin pedirle permiso a los espectros.

Muchas gracias por crearnos una muerte
de tu mismo tamaño y tan perfecta
que no deja ni el rastro de una huella.

Y mil gracias por darnos la certeza
de poder galopar toda una vida
sin hallar otra muerte que la nuestra.

Con sólo descansar sobre tu suelo
ya nos sentimos, campo, en pleno cielo.

-"¿Y si en vez de ser campo fuera ausencia?"
-"En mí perduraría tu presencia."

Espera, campo, espera.
No me llames.
¿Por qué esa voz tan negra,
campo madre?

-"¿Es tu silencio mar quien me reclama?"
-"Ven a dormir a orillas de mi calma."

Tú que estás en los cielos, campo nuestro.
Ante ti se arrodilla mi silencio.
Juan y Margot, dos ángeles hermanos
Que embellecen mi hogar con sus cariños
Se entretienen con juegos tan humanos
Que parecen personas desde niños.

Mientras Juan, de tres años, es soldado
Y monta en una caña endeble y hueca,
Besa Margot con labios de granado
Los labios de cartón de su muñeca.

Lucen los dos sus inocentes galas,
Y alegres sueñan en tan dulces lazos;
Él, que cruza sereno entre las balas;
Ella, que arrulla un niño entre sus brazos.

Puesto al hombro el fusil de hoja de lata,
El kepis de papel sobre la frente,
Alienta el niño en su inocencia grata
El orgullo viril de ser valiente.

Quizá piensa, en sus juegos infantiles,
Que en este mundo que su afán recrea,
Son como el suyo todos los fusiles
Con que la torpe humanidad pelea.

Que pesan poco, que sin odios lucen,
Que es igual el más débil el más fuerte,
Y que, si se disparan, no producen
Humo, fragor, consternación y muerte.

¡Oh, misteriosa condición humana!
Siempre lo opuesto buscas en la tierra;
Ya delira Margot por ser anciana,
Y Juan, que vive en paz, ama la guerra.

Mirándoles jugar me aflijo y callo:
¿Cuál será sobre el mundo su fortuna?
Sueña el niño con armas y caballo,
La niña con velar junto a la cuna.

El uno corre de entusiasmo ciego,
La niña arrulla a su muñeca inerme,
Y mientas grita el uno: Fuego! fuego,
La otra murmura triste: Duerme, duerme.

A mi lado ante juegos tan extraños
Concha, la primogénita, me mira:
¡Es toda una persona de ses años
Que charla, que comenta y que suspira!

¿Por qué inclina su lánguida cabeza
Mientras deshoja inquieta algunas flores?
¿Será la que ha heredado mi tristeza?
¿Será la que comprende mis dolores?

Cuando me rindo del dolor al peso,
Cuando la negra duda me avasalla,
Se me cuelga del cuello, me da un beso,
Se le saltan las lágrimas y calla.

Sueltas sus trenzas claras y sedosas,
Y oprimiendo mi mano entre sus manos,
Parece que medita en muchas cosas
Al mirar cómo juegan sus hermanos.

Margot, que canta en madre transformada,
Y arrulla a un hijo que jamás se queja,
Ni tiene que llorar desengañada,
Ni el hijo crece, ni se vuelve vieja.

Y este guerrero audaz de tres abriles
Que ya se finge apuesto caballero,
No logra en sus campañas infantiles
Manchar con sangre y lágrimas su acero.

¡Inocencia! ¡Niñez! ¡Dichosos nombres!
Amo tus goces, busco tus cariños;
Cómo han de ser los sueños de los hombres,
Más dulces que los sueños de los niños!

¡Oh, mis hijos! No quiera la fortuna
Turbar jamás vuestra inocente calma,
No dejéis esa espada ni esa cuna:
¡Cuando son de verdad, matan el alma!
Sacude el mar su melena
Y son las olas montañas
Que coronan refulgentes
Ricas diademas de plata.

Niega el sol su viva lumbre
Al titán que tiembla y brama,
Y el huracán, monstruo *****,
Abre sus fúnebres alas.

Todo es en el cielo sombras;
Todo es en el aire ráfagas,
La lluvia cae a torrentes,
El rayo doquier estalla;

Cada relámpago alumbra
Un cuadro que impone y pasma
De terror al que lo mira,
A Dios elevando el alma.

Sobre el abismo sin fondo
De las turbulentas aguas,
Entre las olas gigantes
Que los espacios escalan;

Bajo el manto de tinieblas
Que en las regiones más altas
Corren en alas del viento
Como legión de fantasmas;

Al rumor de las centellas
Que difunde la borrasca
Y que al reventar convierten
Las nubes en rojas ascuas;

Cual hoja que se sacude
Para abandonar la rama,
A impulsos de estos ciclones
Que a los sabinos descuajan,

En la líquida llanura
Zozobra sin esperanzas
Ligera nave que en vano
Quiso arribar a la playa.

Sus velas poco le sirven
Y el maderamen no basta
A resistir los embates
De las ondas encrespadas;

Sus mástiles se doblegan,
Como en el campo las cañas,
Y al hundirse en el abismo
Ninguna mano la salva.

Es la soledad desierta
Su aterradora amenaza;
La mar su inmenso sepulcro,
Y el mudo espacio su lápida.

Los que en la nave caminan
Sus oraciones levantan
Al Ser que todo lo puede
Y le encomiendan sus almas.

Entre tantos tripulantes,
Que sobre el abismo viajan,
Van dos jóvenes que ruegan
Al cielo con unción santa.

Pareja noble y dichosa,
Que con ternura se aman
Y que tienen por tesoro
La juventud y la gracia.

Él cumplió los veinte abriles
Ella por dos no le iguala;
Él es arrogante de porte,
Ella una beldad sin tacha.

Van a buscar a sus padres
Que residen en España,
Y antes de que la tormenta
Su embarcación agitara,

Llevaron más ilusiones
Risueñas, dulces y castas,
Que tiene estrellas el cielo
Y tiene arenas la playa.

Él, mirando los horrores
Siniestros de la borrasca,
Entre la lluvia de rayos
Que roncos tronando espantan,

Besa a su esposa la frente
Al verla derramar lágrimas,
Y señalándole el cielo
Le dice: -¡Ten esperanza!

Dios que, al extender su mano
Refrena al punto las aguas,
Y a quien sumiso obedece
Cuanto formó su palabra,

Dios que es todo y puede todo
Es el único que salva
Al que en los grandes peligros
Su misericordia aclama.

-Pídele tú que nos salve
De una muerte tan amarga,
Tan lejos de tantos seres
Que nos buscan y nos aman;

Yo me dirijo a quien logra
De Dios lo que nadie alcanza,
A la «Estrella de los Mares&lrquo;,
A la Virgen sacrosanta.

Yo, cuando fui a despedirme
De mi Virgen mejicana,
«No me abandones, mi madre&lrquo;,
Dije llorando a sus plantas.

Y ella no ha de abandonarnos,
Nos sigue con su mirada,
Arrodíllate conmigo
Y háblale con toda el alma.

Mira en el triste horizonte
Aquella nube de alza,
Figurándome en su forma
Un paisaje que me encanta,

El cerro agreste y pequeño
Entre cuyas rocas áridas
La Virgen de Guadalupe
Se apareció en forma humana.

Y la nube se ilumina,
La circunda roja franja
Y algo se mueve en el fondo
Que parece que me llama.

-Deliras, mujer, deliras.
-Pero mira, se destaca
Entre rayos refulgentes
Una visión que me encanta.

¡Es la Virgen de mi tierra!
¡Mira el ángel a sus plantas
El manto azul y estrellado
Como las noches de Anáhuac!

-Santo delirio, hija mía;
Si la Virgen nos salvara
Las velas que tiene el barco,
Y vamos que son bien anchas,

Como ofrenda de su templo
Por nosotros regalada
Para ejemplo de otros fieles
Yo las hiciera de plata.

Y cuando acabó aquel joven
De decir estas palabras,
Aplacáronse las olas
Quedando la mar en calma.

Las que fueron negras nubes
Pronto se tornaron blancas
Y asomó la luna en llena
Por las estrellas cercada.

Los marineros absortos
De maravilla tan alta
Volvieron cantos y risas,
Bendiciones y plegarias,

Lo que en los tristes momentos
De la deshecha borrasca
Fueron horribles blasfemias
Y escandalosas palabras.

La nave al fin llegó al puerto,
La gente feliz y sana
Refirió el raro portento
Confirmándolo con lágrimas.

Y los jóvenes viajeros
Avivaron más el ansia
De cumplir una promesa
Más que solemne, sagrada.

El mástil de aquella nave
Que se doblegó cual caña
Al soplo de la tormenta
Fiera y desencadenada,

Lleváronselo consigo,
Y en otras horas más gratas
Trajéronlo hasta la iglesia
De la Virgen mejicana.

Dieron al templo en limosna
Lo mismo que les costara
Fabricar cual lo ofrecieron
Rico velamen de plata.

Y aprovechando aquel mástil
Fueron con piedra labradas
Las velas que hoy nos recuerdan
El fervor de aquellas almas.

¡Cuántos ascendiendo al templo
Que el cerro en su altura guarda,
Frente al monumento humilde
De que mi romance trata,

No saben que es el emblema
De una devoción sin mancha,
De una fe que fue el tesoro
De las edades pasadas,

Y que hoy es raro encontrarse
Prestando alivio a las almas
A quienes la duda enferma
Y el escepticismo amarga!

¡Oh, tradición, tú recoges
Sobre tus ligeras alas
Lo que la historia no dice
Ni el sabio adusto relata!

¡Toca al narrador agreste
Despojarte de tus galas
Para entretejer con ellas
Sus más vistosas guirnaldas!

Al pueblo lo que es del pueblo,
Sus venturas, sus desgracias
Y todo cuanto le atañe
En su historia y en su patria.
Se me va de los dedos la caricia sin causa,
se me va de los dedos... En el viento, al pasar,
la caricia que vaga sin destino ni objeto,
la caricia perdida ¿quién la recogerá?
Pude amar esta noche con piedad infinita,
pude amar al primero que acertara a llegar.
Nadie llega. Están solos los floridos senderos.
La caricia perdida, rodará... rodará...
Si en los ojos te besan esta noche, viajero,
si estremece las ramas un dulce suspirar,
si te oprime los dedos una mano pequeña
que te toma y te deja, que te logra y se va.
Si no ves esa mano, ni esa boca que besa,
si es el aire quien teje la ilusión de besar,
oh, viajero, que tienes como el cielo los ojos,
en el viento fundida, ¿me reconocerás?
El cuento es muy sencillo
usted nace en su tiempo
contempla atribulado
el rojo azul del cielo
el pájaro que emigra
y el temerario insecto
que será pisoteado
por su zapato nuevo

usted sufre de veras
reclama por comida
y por deber ajeno
o acaso por rutina
llora limpio de culpas
benditas o malditas
hasta que llega el sueño
y lo descalifica

usted se transfigura
ama casi hasta el colmo
logra sentirse eterno
de tanto y tanto asombro
pero las esperanzas
no llegan al otoño
y el corazón profeta
se convierte en escombros

usted por fin aprende
y usa lo aprendido
para saber que el mundo
es como un laberinto
en sus momentos claves
infierno o paraíso
amor o desamparo
y siempre siempre un lío

usted madura y busca
las señas del presente
los ritos del pasado
y hasta el futuro en cierne
quizá se ha vuelto sabio
irremediablemente
y cuando nada falta
entonces usted muere
Jerezanas, paisanas,
institutrices de mi corazón,
buenas mujeres y buenas cristianas...
Os retrató la señora que dijo:
«Cuando busque mi hijo
a su media naranja,
lo mandaré vendado hasta Jerez».
Porque jugando a la gallina ciega
con vosotras, el jugador
atrapa una alma linda y una púdica tez.
Jerezanas,
os debo mis virtudes católicas y humanas,
porque en el otro siglo, en vuestro hogar,
en los ceremoniosos estrados me eduqué,
velándome de amor, como las frentes
se velaban debajo del tupé.
Acababan de irse
la polisión y la crinolina,
pero alcancé las caudalosas colas
que alargan el imán del ave femenina
de las cinturas hasta las consolas.
Así se reveló, por las colas profusas,
mi cordial abundancia,
y también por los moños enormes que en mi infancia
trocaban a las plantas bizantinas
en rodel de palomas capuchinas.
  Jerezanas,
  genio y figura
  del tiempo en que los ávidos pimpollos
  teníamos, de pie,
  la misma clementísima estatura
  que tenía, sentada, nuestra Fe.
Jerezanas,
traslúcidas y beatas dentaduras
en que se filtra el sol, creando en cada boca
las atmósferas claroscuras
en que el Cielo y la Tierra se dan cita
y en que es visitada Bernardita.
Jerezanas,
de quien aprendí a ser generoso,
mirando que la mano anacoreta
era la propia que en la feria anual
aplaudía en el coso
y apostaba columnas de metal
en el escándalo de la ruleta.
Jerezanas,
grito y mueca de azoro
a las tres de la tarde, por el humor del toro
que en la sala se cuela babeando, y está
como un inofensivo calavera
ante la señorita tumbada en el sofá.
Jerezanas,
panes benditos,
por vosotras, el Miércoles de Ceniza, simula
el pueblo una gran frente llena de Jesusitos.
Jerezanas,
abísmase mi ser
en las aguas de la misericordia
al evocar la máquina de coser
que al impulso de vuestra zapatilla,
sobre mi vocación y vuestros linos
enhebraba una bastilla.
Dios quiera que esté salvada
la máquina de acústicos galopes,
por la cual fue mi ayer melódica jornada
y un sobresalto mi vida
ante los pulcros dedos hacendosos
resbalando a la aguja empedernida.
Jerezanas,
he visto el menoscabo
de los bucles que alabo,
de los undosos bucles
que enjugaron sin mofa mis pucheros,
de los bucles rielantes,
cabrilleo lunar, blanco de la llovizna
y trono de los lápices caseros;
he visto revolar la última brizna
de vuestras gracias proverbiales;
he visto deformada vuestra hermosura
por todas las dolencias y por todos los males;
he visto el manicomio en que murmura
vuestra cabeza rota sus delirios;
he visto que os ganáis
el pan con las agujas a la luz del quinqué;
he sido el centinela de vuestros cuatro cirios;
pero ninguna chanza del presente
logra desprestigiaros, porque sois el tupé,
los moños capuchinos y la gruta de Lourdes
de la boca indulgente.Jerezanas,
colibríes de tápalo y quitasol,
que vagabundas en la gloria matutina
paraban junto a mis rejas,
por espiar la joyante canción de mi madrina
rememorando a Serafín Bemol:
«Si soy la causa de lo que escucho,
amigo mío, lo siento mucho...»
Jerezanas,
a cuyos rostros que nimbaba el denso
vapor estimulante de la sopa,
el comensal airado y desairado
disparaba el suspiro a quemarropa.
Jerezanas,
que al cumplir con la ley
de la anual comunión, miráis a la primera
golondrina de marzo en la Casa del Rey
de los Reyes; la párvula golondrina que entró
a enseñarnos su pecho de mamey.
Jerezanas,
cuyo heroico destino
desemboca en la iglesia y lucha con el vino,
vistiendo santos
o desvistiendo ebrios, con la misma
caridad de los cantos
que os hinchan las arterias en el cuello.
Jerezanas,
briosas cual el galope que me llenó de espantos
al veros devorar la llanura y el río
sobre el raudo señorío
del albardón de las abuelas;
erguidas como la araucaria,
y débiles como el futuro
de un huevecillo de canaria.
Jerezanas,
cuando el sol vespertino amorate
vuestros vidrios, y os heléis
en el diario silencio del inútil combate,
tomad las flechas de mi vida
como hilas del pañuelo de un hermano
para curar vuestra herida
según la vieja usanza,
y para abrigar el nido
del pájaro consentido.
Jerezanas,
yo aspiro a ser el casto reyezuelo
de los días en que os sentí
probadas por el Cielo
Marchitas, locas o muertas,
sois las ondas del manantial
que ondula arriba de lo temporal,
y en el eterno friso de mi alma
cada paisana mía se eslabona
como la letra de la Virgen:
encima de una nube y con una corona.
Cantaba.

Cantaba. Y nadie oía
los sónes que cantaba.

Metido por la noche
los hilos teje de su cántiga:
hilos de bronce que son los hilos ásperos de su tedio;
hilos de sangre de su corazón,
hilos de laboriosa araña
-hilos de seda- que es el ensueño que se arrebuja
bajo su melena flava.
Metido por la noche que le rodea
con mallas de silencio, -muelles
sillones de velludo-, mallas
caniciosas como manos queridas
sobre la sien afiebrada:

Cantaba.

Cantaba. Y nadie oía
los sónes que cantaba.

Su voz es como el eco de inauditas
músicas, ni en los sueños sospechadas.

¿Tañer de amorosas guzlas
moriscas? ¿De sacabuches y de flautas
pastorales, y de violas de amor?
O el jadear ciclópeo del órgano
que tientan los dedos o las zarpas
de Bach y Haendel y de Franck? ¿O el prodigio
insólito que logra de la nada
el milagro de la sinfonía
donde no se funden y todas las voces cantan?
Su voz es como el eco de inauditas
músicas ni en los sueños sospechadas:
o de músicas mútilas
urdidas en la propia fábrica
loca, de su cabeza:
porque se mata lo que se ama,
decía -mordicante- el Réprobo:
música supliciada!

Cantaba.

Cantaba. Y nadie oía
los sónes que cantaba.

Ni la selva, ni la noche le oía,
ni tú, ni nadie, ni nada!

¿Le oía el hosco cerco
de la selva cerrada,
cerrada como los oídos
y los caletres de la gente tonta y chata?
Le oyera la selva, le oyera
si a gritos cantara
-tal el viento y al modo de la tormenta:
pero canta muy paso: si -a veces-
su canción es callada,
muda, como los ojos abiertos,
húmedos... que no dicen palabra.
¿Le oyera la noche, de tibias
estrellas colmadas las sienes,
de tibias estrellas estigmatizada?
¿Vestida de ***** suntuoso
le oyera la noche trágica
cuando el vocerío del trueno
y el zig-zaguear de los relámpagos?
¿Le oyera la noche tácita
cuando con paso desfalleciente
cruza sus sendas la luna alunada?
¿Le oyeras tú, la mujer ilusoria
de ojos sombríos y boca macerada?

Ni la noche, ni la selva le oía,
ni tú, ni nadie, ni nada!

Cantaba.

El mismo no se oía
la canción que cantaba.
Ya la provincia toda
reconcentra a sus sanas hijas en las caducas
avenidas, y Rut y Rebeca proclaman
la novedad campestre de sus nucas.
Las pobres desterradas
de Morelia y Toluca, de Durango y San Luis,
aroman la Metrópoli como granos de anís.
La parvada maltrecha
de alondras, cae aquí con el esfuerzo
fragante de las gotas de un arbusto
batido por el cierzo.
Improvisan su tienda
para medir, cuadrantes pesarosos,
la ruina de su paz y de su hacienda.
Ellas, las que soñaban
perdidas en los vastos aposentos,
duermen en hospedajes avarientos.
Propietarios de huertos y de huertas copiosas,
regatean las frutas y las rosas.
Con sus modas pasadas
y sus luengos zarcillos
y su mirar somero,
inmútanse a los brillos
de los escaparates de un joyero.
Y después, a evocar la sandía tropa
de pavos, y su susto manifiesto
cuando bajaban por aquel recuesto...
¡Oh siestas regalonas,
melindre ante la jícara que humea,
soponcio ante la recua intempestiva
que tumba las macetas de las pardas casonas;
lotería de nueces,
y Tenorio que flecha el historiado
postigo de las rejas antañonas!
Paso junto a las lentas fugitivas: no saben
en su desgarbo airoso y en su activo quietismo,
la derretida y pura
compensación que logra su ostracismo
sobre mi pecho, para ellas holgadamente
hospitalario, aprensivo y munificente.
Yo os acojo, anónimas y lentas desterradas,
como si a mí viniese
la lúcida familia de las hadas,
porque oléis al opíparo destino
y al exaltado fuero
de los calabazates que sazona
el resol del Adviento, en la cornisa
recoleta y poltrona.
¡Torreperogil!
¡Quién fuera una torre, torre del campo
del Guadalquivir!
  Sol en los montes de Baza.
Mágina y su nube negra.
En el Aznaitín afila
su cuchillo la tormenta.
  En Garciez
hay más sed que agua;
en Jimena, más agua que sed
¡Qué bien los nombres ponía
quien Puso Sierra Morena
a esta serranía!
  En Alicún se cantaba:
«Si la luna sale,
mejor entre los olivos
que en los espartales».
  Y en la Sierra de Quesada;
«Vivo en pecado mortal:
no te debiera querer;
por eso te quiero más».
  Tiene una boca de fuego
y una cintura de azogue.
          Nadie la bese.
          Nadie la toque.

  Cuando el látigo del viento
suena en el campo: ¡amapola!
(como llama que se apaga
o beso que no se logra)
su nombre pasa y se olvida.
Por eso nadie la nombra.

  Lejos, por los espartales,
más allá de los olivos,
hacia las adelfas
Y los tarayes del río,

  con esta luna de la madrugada,
¡amazona gentil del campo frío!...
Alan Eshban Jun 2017
Un momento te pido, en el que estemos tú y yo a solas
En el que podamos platicar libremente
En el que nadie más nos pueda molestar
Porque tengo mil cosas que decirte y explicarte otras Mil cosas que ni en varias horas podría terminar. Entiende que me tienes loco, entiende que eres mi gran tesoro en donde yo soy el pirata y tú El Oro.
Ser un pirata que no tiene dinero ni fama, por la forma en que no logra encontrar ese cofre que está lleno de diamantes en lo profundo de los mares, no es nada lindo pero jurare por dios y por mi santa madre que algún día hallaré la forma de encontrarte.
En su llama mortal la luz te envuelve.
Absorta, pálida doliente, así situada
contra las viejas hélices del crepúsculo
que en torno a ti da vueltas.

Muda, mi amiga,
sola en lo solitario de esta hora de muertes
y llena de las vidas del fuego,
pura heredera del día destruido.

Del sol cae un racimo en tu vestido oscuro.
De la noche las grandes raíces
crecen de súbito desde tu alma,
y a lo exterior regresan las cosas en ti ocultas,
de modo que un pueblo pálido y azul
de ti recién nacido se alimenta.

Oh grandiosa y fecunda y magnética esclava
del círculo que en ***** y dorado sucede:
erguida, trata y logra una creación tan viva
que sucumben sus flores, y llena es de tristeza.
Bastian M Pop Jun 2019
A cinco pies sobre Marte
tropezamos con un recuerdo
materia sensible
lacrimógena

el absurdo nunca supo tan bien
sumergido en petróleo
&
cigarrillos
firmados por SAMO

Distraído
olvidé en como reencontrarme
con el frágil desequilibrio
que en mí
tu presencia
logra marchitar

Marte convirtió en encendedor
prendió su propio cigarrillo

renegado en neutralidad
quiso abrazarnos
He buscado en mi corazón el instinto de la simiente,
en la última profundidad del deseo y de la vida
y ahora extiendo los brazos en la sombra desorientadamente
igual que un forastero en una ciudad desconocida.

Nada sé de mi espanto, ni de mi dolor, ni de mi esperanza.
Nadie logra saber nunca su propio secreto.
Y siempre esta ansiedad de lo que no existe o no se alcanza,
y esta miserable verdad que hace crujir el esqueleto.

No. Os digo que nadie sabe nada de su propia alegría
Pero el ensueño es el acercamiento de lo lejano;
y si es triste el ademán de una mano vacía
aún es más triste no atreverse a extender la mano.
Valeria Chauvel May 2020
Así se pasa la vida,
escribiendo en un papel
queriendo escupir al cielo.

Estoy harta de rogar a pies    
por querer tener palabras
ante venenosas carcajadas
que citan a la inmaculada ley.

Me abraza el delgado manto del Frío  
y dejo que me toquen.
Me entrego a las quimeras
bebiendo el vino de las calles
guardando el pan en mi sostén.

Tengo que fingir orgasmos
con la daga enterrada en mi piel
y mi nombre dejarlo a un lado    
cuidadosamente doblado.

Aprendí a no reconocerme en el espejo
cuando del cuello me agarraban.
Yo era esa dulce agonía
que enriquecía etiquetas de gala.

Desde niña me dijeron que tenía que ser fuerte
y coser mis palabras si quería comer.        
Nunca dejó de caer sangre de mi nariz      
ni de masturbarme con la ternura de insultos.  

No era yo merecedora del jardín de Dios,
era la niña del Diablo, la que comió la manzana.
Tan impura que no fui digna de cuna de oro      
y en el suelo tuve que sepultar la sal.

A mi madre también la violaron.
Relucían claramente sus lágrimas,
esas que la noche no logra desaparecer.  

Yo sabía que era un hombre de inmunidad
heredada, tomada, comprada,    
los pocos recipientes de Dios y su justicia
que figuran el tesoro divino y la tierra santa,
legado restringido para todos los oscurecidos.

Y aunque ella nunca dijo nada,
fueron los muros, los que no guardaron,
el nudo que llevaba en su garganta.

Bajo la sombra de la otredad
el refugio es la luz de la luna;
aunque es fácil sentirse dócil y venal
cuando el sol es tirano y opaca a nuestra urna.
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El que sabe que es uno con Dios, logra el Nirvana:
un Nirvana en que toda tiniebla se ilumina;
vertiginoso ensanche de la conciencia humana,
que es sólo proyección de la Idea Divina
en el Tiempo...El fenómeno, lo exterior, vano fruto
de la ilusión, se extingue: ya no hay pluralidad,
y el yo, extasiado, abísmase por fin en lo absoluto,
¡y tiene como herencia toda la eternidad!
Fue en los días sombríos en que la patria, muerta
Parecía en su senda de sangre y amargura...
El prisionero duerme junto. La noche fría, oscura.
Los centinelas todos pasan la voz de alerta.

Ella, amor de su vida, logra entrar; lo despierta;
«¡Aquí la muerte. Parte!» le dicen con dulzura;
Y ante ruegos y llanto cambió de vestidura.
Ella quedó de hinojos, y él libre halló la puerta.

Pero al verse en la calle, con femenil vestido,
Él, fiero en los combates, que siempre con la espada
En alto, se abrió paso, sintiose envilecido;

Y en el instante mismo volvió al cuartel. Al día
Siguiente, su cabeza, lívida, ensangrentada,
En escarpia de hierro la multitud veía.

— The End —