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Mel Zalewsky Jul 1
Las nubes se arrodillan  
sobre la ciudad de granito,  
donde los árboles son estatuas  
y las rocas
—negras—  
lucen corbatas de asfalto.  

Ellos huyeron:  
esas almas con miedo a mojarse  
se esconden en cuevas de cemento,  
en casas que, aunque llenas de gente,  
tienen el mismo vacío  
que los buzones sin cartas.  

Pero los cristales...  
esas pupilas transparentes  
que se niegan a usar cortinas,  
ansían besar a la lluvia,  
beber los relámpagos,  
dejarse desvestir  
por los truenos.  

Los faroles parpadean  
como luciérnagas ancianas.  
Las banquetas se hacen cunas  
para el viento cansado  
que pide permiso  
para dormir.  

Las calles son ríos de tinta,  
las avenidas —arroyos  
que arrastran poemas  
nunca recitados—.  

Las tuberías gimen:  
son venas de hierro fundido  
que llevan el dolor  
en placebo de agua sucia.  

Solo unos pocos  
—los que no temen  
a las sombrillas rotas—  
saben que la lluvia  
es el único abrazo  
que disfraza lágrimas  
sin pedir explicaciones.  

Ellos entienden:  
es mejor el frío honesto  
que el calor mentiroso  
de una casa  
con rejas en las ventanas  
y telarañas  
en el timbre.  

La lluvia es nuestra cómplice.  
Nosotros, los despiertos,  
esperamos su llegada  
como otros esperan el sol.  

Porque nuestro día  
comienza cuando la luna  
—esa sonámbula perfecta—  
se recuesta en el cielo  
y todas las estrellas  
se hacen gotas.  

Mel Zalewsky

— The End —