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ricardo Apr 2015
Calla, euskolega
que el viento que te queda
de cuando te comiste esas judías
muertas
hace setecientos trece días,
ha llegado hoy al puerto.

Y se han muerto quince bueyes
que viajaban en velero
y se han muerto el carnicero
y sus cuarenta mujeres
del olor, a treinta y siete millas del mar
al oir la noticia por teléfono.

El alcalde de un pueblo
costero en la otra orilla
del estrecho
ha decretado cuarentena
y están enterrando el pueblo en la arena
y estrangulando a sus ancianos

y todo porque en la verbena
hace uno coma nueve años
hipotecaste con tu ano los daños
y todo el tiempo que nos queda.
El andaluz envejecido que tiene gran razón para su orgullo,
El poeta cuya palabra lúcida es como diamante,
Harto de fatigar sus esperanzas por la corte,
Harto de su pobreza noble que le obliga
A no salir de casa cuando el día, sino al atardecer, ya que las
sombras,
Más generosas que los hombres, disimulan
En la común tiniebla parda de las calles
La bayeta caduca de su coche y el tafetán delgado de su traje;
Harto de pretender favores de magnates,
Su altivez humillada por el ruego insistente,
Harto de los años tan largos malgastados
En perseguir fortuna lejos de Córdoba la llana y de su muro
excelso,
Vuelve al rincón nativo para morir tranquilo y silencioso.

Ya restituye el alma a soledad sin esperar de nadie
Si no es de su conciencia, y menos todavía
De aquel sol invernal de la grandeza
Que no atempera el frío del desdichado,
Y aprende a desearles buen viaje
A príncipes, virreyes, duques altisonantes,
Vulgo luciente no menos estúpido que el otro;
Ya se resigna a ver pasar la vida tal sueño inconsistente
Que el alba desvanece, a amar el rincón solo
Adonde conllevar paciente su pobreza,
Olvidando que tantos menos dignos que él, como la bestia
ávida
Toman hasta saciarse la parte mejor de toda cosa,
Dejándole la amarga, el desecho del paria.

Pero en la poesía encontró siempre, no tan
sólo hermosura, sino ánimo,
La fuerza del vivir más libre y más soberbio,
Como un neblí que deja el puño duro para buscar
las nubes
Traslúcidas de oro allá en el cielo alto.
Ahora al reducto último de su casa y su huerto le alcanzan
todavía
Las piedras de los otros, salpicaduras tristes
Del aguachirle caro para las gentes
Que forman el común y como público son arbitro
de gloria.
Ni aun esto Dios le perdonó en la hora de su muerte.

Decretado es al fin que Góngora jamás fuera poeta,
Que amó lo oscuro y vanidad tan sólo le dictó sus
versos.
Menéndez y Pelayo, el montañés henchido por
sus dogmas,
No gustó de él y le condena con fallo inapelable.

Viva pues Góngora, puesto que así los otros
Con desdén le ignoraron, menosprecio
Tras del cual aparece su palabra encendida
Como estrella perdida en lo hondo de la noche,
Como metal insomne en las entrañas de la tierra.
Ventaja grande es que esté ya muerto
Y que de muerto cumpla los tres siglos, que así pueden
Los descendientes mismos de quienes le insultaban
Inclinarse a su nombre, dar premio al erudito,
Sucesor del gusano, royendo su memoria.
Mas él no transigió en la vida ni en la muerte
Y a salvo puso su alma irreductible
Como demonio arisco que ríe entre negruras.

Gracias demos a Dios por la paz de Góngora vencido;
Gracias demos a Dios por la paz de Góngora exaltado;
Gracias demos a Dios, que supo devolverle (como hará con
nosotros),
Nulo al fin, ya tranquilo, entre su nada.
No habían cumplido años ni la rosa ni el arcángel.
Todo, anterior al balido y al llanto.
Cuando la luz ignoraba todavía
si el mar nacería niño o niña.
Cuando el viento soñaba melenas que peinar
y claveles el fuego que encender y mejillas
y el agua unos labios parados donde beber.
Todo, anterior al cuerpo, al nombre y al tiempo.
Entonces yo recuerdo que, una vez, en el cielo...Paseaba con un dejo de azucena que piensa,
casi de pájaro que sabe ha de nacer.
Mirándose sin verse a una luna que le hacía espejo el
sueño
y a un silencio de nieve que le elevaba los pies.
A un silencio asomada.
Era anterior al arpa, a la lluvia y a las palabras.
No sabía.
Blanca alumna del aire,
temblaba con las estrellas, con la flor y los árboles.
Su tallo, su verde talle.
Con las estrellas mías
que, ignorantes de todo,
por cavar dos lagunas en sus ojos
la ahogaron en dos mares.
Y recuerdo...
Nada más: muerta, alejarse.También antes,
mucho antes de la rebelión de las sombras,
de que al mundo cayeran plumas incendiadas
y un pájaro pudiera ser muerto por un lirio.
Antes, antes que tú me preguntaras
el número y el sitio de mi cuerpo.
Mucho antes del cuerpo.
En la época del alma.
Cuando tú abriste en la frente sin corona del cielo
la primera dinastía del sueño.
Cuando tú, al mirarme en la nada,
inventaste la primera palabra.
Entonces, nuestro encuentro.Aún los valses del cielo no habían desposado al jazmín y la
nieve,
ni los aires pensado en la posible música de tus cabellos,
ni decretado el rey que la violeta se enterrara en un libro.
No.
Era la era en que la golondrina viajaba
sin nuestras iniciales en el pico.
En que las campanillas y las enredaderas
morían sin balcones que escalar y estrellas.
La era
en que al hombro de un ave no había flor que apoyara la cabeza.
Entonces, detrás de tu abanico, nuestra luna primera.

— The End —