Cerca de cincuenta años
caminando
contigo, Poesía.
Al principio
me enredabas los pies
y caía de bruces
sobre la tierra obscura
o enterraba los ojos
en la charca
para ver las estrellas.
Más tarde te ceñiste
a mí con los dos brazos de la amante
y subiste
en mi sangre
como una enredadera.
Luego
te convertiste en copa.
Hermoso
fue
ir derramándote sin consumirte,
ir entregando tu agua inagotable,
ir viendo que una gota
caía sobre un corazón quemado
y desde sus cenizas revivía.
Pero
no me bastó tampoco.
Tanto anduve contigo
que te perdí el respeto.
Dejé de verte como
náyade vaporosa,
te puse a trabajar de lavandera,
a vender pan en las panaderías,
a hilar con las sencillas tejedoras
a golpear hierros en la metalurgia.
Y seguiste conmigo
andando por el mundo,
pero tú ya no eras
la florida
estatua de mi infancia.
Hablabas
ahora
con voz férrea.
Tus manos
fueron duras como piedras.
Tu corazón
fue un abundante
manantial de campanas,
elaboraste pan a manos llenas,
me ayudaste
a no caer de bruces,
me buscaste
compañía,
no una mujer,
no un hombre,
sino miles, millones.
Juntos, Poesía,
fuimos
al combate, a la huelga,
al desfile, a los puertos,
a la mina,
y me reí cuando saliste
con la frente manchada de carbón
o coronada de aserrín fragante
de los aserraderos.
Ya no dormíamos en los caminos.
Nos esperaban grupos
de obreros con camisas
recién lavadas y banderas rojas.
Y tú, Poesía,
antes tan desdichadamente tímida,
a la cabeza
fuiste
y todos
se acostumbraron a tu vestidura
de estrella cuotidiana,
porque aunque algún relámpago delató tu familia,
cumpliste tu tarea,
tu paso entre los pasos de los hombres.
Yo te pedí que fueras
utilitaria y útil,
como metal o harina,
dispuesta a ser arado,
herramienta,
pan y vino,
dispuesta, Poesía,
a luchar cuerpo a cuerpo
y a caer desangrándote.
Y ahora,
Poesía,
gracias, esposa,
hermana o madre
o novia,
gracias, ola marina,
azahar y bandera,
motor de música,
largo pétalo de oro,
campana submarina,
granero
inextinguible,
gracias,
tierra de cada uno
de mis días,
vapor celeste y sangre
de mis años,
porque me acompañaste
desde la más enrarecida altura
hasta la simple mesa
de los pobres,
porque pusiste en mi alma
sabor ferruginoso
y luego frío,
porque me levantaste
hasta la altura insigne
de los hombres comunes,
Poesía,
porque contigo
mientras me fui gastando
tú continuaste
desarrollando tu frescura firme,
tu ímpetu cristalino,
como si el tiempo
que poco a poco me convierte en tierra
fuera a dejar corriendo eternamente
las aguas de mi canto.