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Te acordarás un día de aquel amante extraño
que te besó en la frente para no hacerte daño.
Aquel que iba en la sombra con la mano vacía,
porque te quiso tanto que no te lo decía.
Aquel amante loco que era como un amigo,
y que se fue con otra para soñar contigo.

Te acordarás un día de aquel extraño amante,
profesor de horas lentas, con alma de estudiante.
Aquel hombre lejano que volvió del olvido
sólo para quererte como nadie ha querido.
Aquel que fue ceniza de todas las hogueras,
y te cubrió de rosas, sin que tú lo supieras.

Te acordarás un día del hombre indiferente
que en las tardes de lluvia te besaba en la frente;
viajero silencioso de las noches de estío,
que sembraba en la arena su corazón tardío. 1
Te acordarás un día de aquel hombre lejano,
del que más te ha querido, porque te quiso en vano.

Quizás, así, de pronto, te acordarás un día
de aquel hombre que a veces callaba y sonreía.
Tu rosal preferido se secará en el huerto,
como para decirte que aquel hombre se ha muerto.
Y él andará en la sombra, con su sonrisa triste.
Y únicamente entonces sabrás que lo quisiste.
Te contaré la historia del bergantín sombrío
que echó un día las anclas en la quietud de un puerto,
para ser en la turbia resaca del hastío,
el ataúd flotante de su pasado muerto.

Allí evocaba el luto de la insignia pirata
y las tripulaciones con su bárbaro coro,
en las fosforescencias de las noches de plata
y en el deslumbramiento de las tardes de oro.

Allí, en largos letargos bajo las nubes lentas,
entre un enloquecido revuelo de gaviotas,
adoraban el soplo brutal de las tormentas,
en sus podridos pliegues, las pobres velas rotas.

Abajo, en la sentina, mortecinos fanales,
moscas y telarañas y barriles flotando,
arriba en la cubierta, náufragos espectrales
agitando los puños hacia el puente de mando.

Ah, las islas del trópico, los dulces archipiélagos
para siempre en los mapas de la mala fortuna,
y un buque torvamente rondando los murciélagos
mientras las mariposas vuelan hacia la luna.

Viejo barco que supo que el confín no es redondo
en las noches siniestras y en las albas felices,
con las anclas hundidas más y más en el fondo
como si de las anclas le nacieran raíces.

Mástiles carcomidos donde las golondrinas
reposan el otoño, como un último ultraje;
timón con verdes costras de lepras submarinas
y brújula sin norte para morir un viaje.

Vientos del sur, o lluvias o locas primaveras,
que poco importa todo para los barcos viejos;
pero un escalofrío crujía en sus maderas
al zarpar otras naves y al perderse a lo lejos.

Allí, escuchando el himno de las resacas gordas,
vaivén de espumas negras que nunca finaliza,
se hubiera dicho un barco cargado hasta las bordas
con un gran contrabando funeral de ceniza.

Y allí estaba, en el puerto, con su largo letargo,
de proa hacia el olvido, muriendo hacia el poniente.
Y, sin embargo un día... Ah, un día, sin embargo,
sopló un viento de rosas, maravillosamente.

Era el sagrado soplo del amor que transfigura
los seres y las cosas en el tiempo sin fin
y le dio un casco nuevo con nueva arboladura
y nueve velas blancas al viejo bergantín.

Y así fue que en la gloria de una alegre mañana,
con la proa hacia el sueño y el timón al azar,
esta vez bajo el mando de gentil capitana,
el bergantín sombrío se echó de nuevo al mar.

Y así acaba este cuento que es más tuyo que mío,
tú, que escuchas mi cuento convertido en canción;
tú, gentil capitana del bergantín sombrío,
del bergantín sombrío que era mi corazón.
Te irás, tal vez; te irás, como una barca
buscando el mar huyendo de la tierra,
pero estarás en mi, como la marca
de un doblez en un libro que se cierra.

Te irás, tal vez; y como tantas cosas
que están presentes aunque se hayan ido,
serás en mí como un rosal sin rosas
pero secretamente florecido.

Te irás, tal vez; te iras calladamente,
mas si el humo se va, queda la brasa,
y te parecerás a la corriente
que, pasando y pasando, nunca pasa….

Y así te irás sin irte, como un largo
rumor de agua cayendo noche y día,
pues deja de llover, y sin embargo,
nos parece que llueve todavía...
Ya tengo, al fin, la llave de esa puerta
que, sin ser de salida ni de entrada,
no impide el paso cuando está cerrada
ni permite pasar estando abierta.

Digo que tengo al fin la llave triste,
porque es triste esa llave diferente,
que es diferente porque solamente
puede abrir una puerta que no existe.

Pero al llegar ante la puerta oscura
que ni es puerta ni tiene cerradura,
se me perdió la llave o que sé yo.

Y, aunque busco la llave todavía,
de nada sirve que aparezca un día,
porque la puerta desapareció.
Tendido sobre el lecho veo allá lejos, mis pies.
Si, yo soy este largo animal fatigado que reposa.
Yo soy yo hasta esos dedos retorcidos e inútiles de allá abajo.
Este es mi cuerpo. Este es mi animal.

Yo le busco el manjar preferido, cuando tiene hambre.
Cuando tiene sueño, le permito echarse a dormir.
Ah, sí, lo nutro, lo abrigo, lo defiendo celosamente,
porque es mi animal.

Y aunque a veces trata de imponerme extraños caprichos,
y se releva contra mí si le cierro la puerta,
yo amo pacientemente este largo animal saludable,
este gran macho que suda y ronca mientras yo sueño.
Te propongo un pacto de amor trascendente
a la sombra de un árbol y a la orilla de un río:
te propongo que nos enamoremos locamente
en estas últimas tardes sentimentales del estío...

Ah querida, que hermoso debe ser ese amor diferente
ese gran amor prematuramente tardío,
y después separarnos, saludándonos cortésmente,
sin agravios, sin resentimientos y sin hastío.
Llamarada de ayer, ceniza ahora,
ya todo será en vano,
como fijar el tiempo en una hora
o retener el agua en una mano.

Ah, pobre amor tardío,
es tu sombra no más lo que regresa,
porque si el vaso se quedó vacío
nada importa que esté sobre la mesa.

Pero quizás mañana,
como este gran olvido es tan pequeño,
pensaré en ti, cerrando una ventana,
abriendo un libro o recordando un sueño...

Tu amor ya está en mi olvido,
pues, como un árbol en la primavera,
si florece después de haber caído,
no retoña después de ser hoguera;

pero el alma vacía
se complace evocando horas felices,
porque el árbol da sombra todavía,
después que se han secado sus raíces;

y una ternura nueva
me irá naciendo, como el pan del trigo:
Pensar en ti una tarde, cuando llueva,
o hacer un gesto que aprendí contigo.

Y un día indiferente,
ya en olvido total sobre mi vida,
recordaré tus ojos de repente,
viendo pasar a una desconocida...
El agua del río pasaba indolente,
reflejando noches y arrastrando días…
Tú, desnuda en la fresca corriente,
reías…

Yo te contemplaba desde la ribera,
tendido a la sombra de un árbol sonoro;
y resplandecía tu áurea cabellera,
desatada en el agua ligera,
como un remolino de espuma de oro…

Y pasaban las nubes errantes,
mientras tú te erguías bajo el sol de estío,
con los blancos hombros llenos de diamantes,
en la rumorosa caricia del río.

Y tú te reías…
Y mirando mis manos vacías,
pensé en tantas cosas que ya fueron mías,
y que se me han ido, como tú te irás…

Y tendí mis brazos hacia la corriente,
hacia la corriente cantarina y clara,
porque tuve miedo, repentinamente,
de que el agua feliz te arrastrara…

Y ya no reías…
bajo el sol de estío,
ni resplandecías de oro y de rocío.
Y saliste corriendo del río,
y llenaste mis manos vacías…

Y al sentir tu cuerpo tan cerca y tan mío,
al vivir en tu amor un instante
más allá del placer y del hastío,
vi pasar la sombra de una nube errante,
de una nube fugaz sobre el río.
Todo lo dije, en llanto y alegría.
Lo dije todo, en llama y penitencia,
en el clima sombrío de la ausencia
y en el agua sin cause que corría.

Todo lo dije, como lo diría
un perfume, presente sin presencia;
y ahora sube a mi voz, agria de ciencia,
la ingenuidad de la melancolía.

Y he aquí el silencio, en última elocuencia,
más clara y más profunda todavía
y con más eficacia en su insistencia.

Porque lo dije todo, en noche y día,
en aptitud de ensueño y de evidencia,
y, al decir mi verdad, ya no era mía.
Sabemos lo que es triste por algo que se ha ido,
O que, aunque no se vaya, se fue de otra manera,
Por algo que es ceniza después de ser hoguera
Y es menos que ceniza después de ser olvido.

Sabemos lo que es triste por el gorrión sin nido,
Por los zapatos rotos que pasan por la acera,
Por todos los rosales que han muerto en primavera
Y por la enredadera que nunca ha florecido.

Sabemos lo que es triste -más triste todavía-
Cuando abrimos la puerta de una casa vacía,
Cuando andamos las calles en el atardecer.

Y un día, en la tristeza de todo lo que existe,
Sabemos tristemente que no hay nada más triste
Que una mujer hermosa que empieza a envejecer...
Triste es saber que nuestra vida es sólo
                        interminable adiós
que, como un cuervo trágico, aletea
                        en nuestro corazón;
que cada paso nuestro, deja algo
                        más que una huella en pos,
algo que ya no vuelve a nuestra vida,
                        que para siempre huyó;
que lo que es hoy sonora melodía
                        o encantada canción,
será mañana cual rumor de hojas
                        que el viento sacudió...
Y en esta hora de melancolía,
                        sufro el hondo dolor
de preguntarme inútilmente, cuánto
                        me durará tu amor...
Que yo bien sé que cual la brisa deja
                        sin perfume a la flor;
que como el mar al fin borra la estela
                        que un buque le dejó;
que cual se desvanecen los colores
                        de las flores, al Sol,
y que como la alquimia del otoño
                        trueca en oro el verdor,
el nuestro en nuestras vidas obra el paso
                        igual transformación,
dejando despertares donde sueños
                        y hastío donde amor...
Y tengo mucho miedo de esa hora
                        que puede sonar hoy,
cuando al besar tus labios, sólo el frío
                        responda a mi calor...
Y yo tengo mucho miedo de ese hastío
                        que puedo sentir yo,
que robará a mis ojos el miraje
                        azul de la ilusión...
Y, en esta hora de melancolía,
                        sufro el agrio dolor
de no ignorar que un día, quizás pronto,
                        nos diremos adiós...
Tú dices que has vivido, quizás. Puede ser cierto.
No importa si eres joven ni importa tu vejez.
Haber vivido, a veces significa haber muerto,
porque a veces los hombres mueren más de una vez.

La vida es poca cosa. Qué más da su medida,
si el que vive más años no siempre vive más;
porque un instante, a veces, llena toda una vida,
y a veces ese instante no se vive jamás.

Tú dices que has vivido, quizás. Yo no sé nada.
No sé lo que te queda del tiempo que se fue.
Y acaso, en el misterio de una noche estrellada,
te encogerás de hombros sin preguntar por qué.

Lo demás llega y pasa: pobres cosas de un día,
fantasma de su sueño, formas de tu ilusión;
nada más que hojas secas en tu mano vacía,
nada más que hojas secas sobre tu corazón,

sin embargo, no importa. Ya llegará el olvido.
Después de un gran silencio, como un punto final.
Y te sabrá a ceniza lo poco que has vivido,
cuando pasen mil años y todo siga igual.
Un musical manto regio
pliega en mi oído la brisa:
Es el dulce florilegio
del arpegio
de tu risa...

¡Ríe!... Cuando en mi alma oscura
la pena oficia en su misa,
me da un chorro de luz pura
la dulzura
de tu risa...

¡Ríe!... Cuando en mis cantares
la lágrima se divisa,
desensarta mis collares
de pesares
con tu risa..

¡Ríe!... Si mi herida planta
en mi senda abrojos pisa,
me consuela tu garganta,
si en ella canta
tu risa...

¡Ríe!... Que cuando deploro
que la ilusión de va aprisa,
y la juventud valoro,
cuando un tesoro sonoro
es el oro 1
de tu risa....

¡Ríe!... Que a mi Destino
deja mi andanza indecisa,
bifurcando mi camino,
me da esperanza  y fe, el trino
peregrino
de tu risa...

¡Ríe, pues! ¡Que eternamente,
dentro de mi alma sumisa
a su hechizo sugerente,
tal como un soplo de brisa,
como una lírica fuente,
cante tu risa...!
Yo andaba entre la sombra,
cuando como un fulgor llegaste tú; de pronto,
con el último amor.
Pero bastó un efluvio de antiguas primaveras
para reconocerte, para saber quién eras.
Y eras la misteriosa mujer desconocida
que entristeció de un sueño lo mejor de mi vida;
la de las tardes grises y los claros de luna,
la que busqué entre tantas y no encontré en ninguna.
Y hoy tal vez como un premio, tal vez como un castigo,
lo mejor de mi vida será morir contigo.
He pensado esta noche, sintiéndote tan mía
que así como llegaste, pudieras irte un día.
Lo he pensado eso es todo, pero si sucediera,
dejaré que te vayas sin un adiós siquiera.
Y cuando te hayas ido -yo que nunca me quejo-,
me vestiré de luto y aprenderé a ser viejo.
Pero si me muriera sin poder olvidarte
y después de la muerte se llega a alguna parte;
preguntaré si hay sitio, para mí, junto a ti.
Y Dios, seguramente, responderá que sí.
Otra vez tus caminos me llevan hacia el alba,
cuando ya en mi sonrisa murió el último niño.
Otra vez esa flecha clavándose en la noche,
y esa lluvia de otoño para soñar contigo.

Otra vez esas manos alzándose hacia el sueño,
y estas sordas raices sedientas de rocío.
Y el profundo desastre de crecer en la sombra,
con los ojos cerrados y los brazos vacíos.

Otra vez esa antorcha que extenúa mi sangre,
y ese silencio oscuro que alarga su latido.
Oh, corazón de fiebre en la floresta negra,
muriendo lentamente y eternamente vivo.

Oh, si, otra vez y siempre, morir en cada estrella,
y encender esa lámpara que se apagó de frío.
¡Oh, si, otra vez y siempre, hasta morir la vida;
otra vez hacia el alba por todos los caminos!
Ah, sí, ya abrí mi casa
para todo el que llega, para todo el que pasa.

Sobran salud y pan, y, sin embargo,
hay algo en esta miel con sabor amargo.

Y desdeño mis bienes,
estos bienes ganados con sangre y con lamentos,
y envidio el hombre sucio que despide los trenes
viendo crecer sus hijos alegremente hambrientos.
En el tronco de un árbol voy a grabar tu nombre
pero con mi capricho, vulgarmente galante,
dejaré satisfecha mi vanidad de hombre,
acaso más profunda que mi orgullo de amante.

En esas letras toscas que grabará mi mano,
tu nombre sin ternura crecerá hacia el olvido,
pues, fatalmente, un surco que ha florecido en vano
es cien veces más triste que el que no ha florecido.

Y pasarán las nubes sobre el árbol que ignora
que hay amores fugaces como sus primaveras...
Y un día, al ver el nombre que estoy grabando ahora,
me encogeré de hombros, sin recordar quién eras...
Veinte años, amiga. Y hoy al verte de lejos,
evoqué a la muchacha gentil de mi canción.
Y aprendí, en un suspiro, que vamos siendo viejos,
aunque nunca envejezca del todo el corazón.

Veinte años, amiga. Y al decir "veinte años",
mi corazón añade: "separado de ti..."
Y pensar que hoy nos vemos igual que dos extraños;
y saber que las rosas se marchitan así...

Veinte años, amiga. Cómo duele el olvido.
Pero las cosas pasan y queda la ilusión;
y, aunque con tu belleza, tu juventud se ha ido,
tú sigues siendo joven y bella en mi canción...
Viajé por las tinieblas para inventar la llama,
mediante el deshielo de las estalactitas.

Era alegre el oficio de descubrir el mundo
y las tortugas de oro nacían de la espuma. 1

Olvidé entre las rosas la sal y la ceniza,
y recorrí en el alba la ruta del rocío.

¡Ya sopló el viento oscuro que apaga las hogueras
viajero de las sombras con las manos vacías!
Viejo lobo de mar, de sed sorda y violenta:
El humo de tu pipa tiene olor a tormenta.

Si relatas tus viajes ya nadie te hace caso,
porque siempre naufragas en el fondo de un vaso,

y cada travesía concluye como empieza:
en espuma de mar o espuma de cerveza.

Viejo lobo de mar: quédate en tu navío,
y escupe hacia la noche tu rencor y tu hastío.

La tierra te rechaza, viejo lobo sediento,
pues ya, como las velas, perteneces al viento;

y la mujer desnuda que adorna tu tatuaje
hoy duerme con un hombre que no se va de viaje.

El amor es un surco que florece o se cierra,
y tú, al vencer el mar, naufragaste en la tierra.

No, viejo navegante: quédate en tu navío,
y llena de humo amargo tu corazón vacío,

y esconde, en una risa de dientes incompletos,
la pesadumbre inmensa de tu vejez sin nietos.

Vuélvete a tu guarida, lobo de pelo cano,
para morir la muerte del que ha vivido en vano;

¡y córtate esa mano que no supo sembrar,
porque ya, para siempre, perteneces al mar!
Vivir de amar, y el corazón sin dueño.
Y la edad, que remonta por la frente,
apesadumbra en cicatriz creciente
y desalienta en fugitivo ensueño.

Triste de sol en el país risueño,
seco de sed bogando en la corriente,
el pasado dolor siempre es reciente
y el presente placer siempre es pequeño.

Oh, sí… cantar… cantar inútilmente,
en única verdad y último empeño,
la noche en flor y el agua penitente.

Y, desterrado del país risueño,
taciturno habitante de lo ausente,
morir de amor, y el corazón sin dueño.
Ya era muy viejecita... Y un año y otro año
se fue quedando sola con su tiempo sin fin.
Sola con su sonrisa de que nada hace daño,
sola como una hermana mayor en su jardín.

Se fue quedando sola con los brazos abiertos,
que es como crucifican los hijos que se van,
con su suave manera de cruzar los cubiertos,
y aquel olor a limpio de sus batas de holán.

Déjenme recordarla con su vals en el piano,
como yéndose un poco con lo que se le fue;
y con qué pesadumbre se mira la mano
cuando le tintineaba su taza de café.

Se fue quedando sola, sola... sola en su mesa,
en su casita blanca y en su lento sillón;
y si alguien no conoce que soledad es esa,
no sabe cuánta muerte cabe en un corazón.

Y diré que en la tarde de aquel viernes con rosas,
en aquel «hasta pronto» que fue un adiós final,
aprendí que unas manos pueden ser mariposas,
dos mariposas tristes volando en su portal.

Sé que murió de noche. No quiero saber cuándo.
Nadie estaba con ella, nadie, cuando murió:
Ni su hijo Guillermo, ni su hijo Fernando,
ni el otro, el vagabundo sin patria, que soy yo.
Ya todos la olvidaron. Ahora sí que se ha ido,
pero, sobre las rosas de la tumba reciente,
florecía el recuerdo más allá del olvido…
Yo era el hosco, el ausente.

Qué le importa a la noche que se apague una estrella,
si el mar sigue cantando cuando pierde una ola.
Ya están secos los ojos que lloraron por ella.
Ya se ha quedado sola.

Ahora ya sigue, sola, su viaje hacia el espanto,
por las noches profundas, bajo el cielo inclemente.
Ya nadie me reprocha que no lloré aquel llanto,
que fui el hosco, el ausente…

Ya nadie le disputa su silencio y su sombra,
sobre todo su sombra, bajo la luz del día.
Ya todos la olvidaron, Señor. Nadie la nombra.
Yo la recuerdo todavía…
Yo aprendí a destapar sarcófagos y arcones
y a curiosear el polvo de los libros extraños,
y sonreí de pena cantando mis canciones
para las señoritas de 35 años.

Ah, no, no me digáis que es agria esta alegría
que se solaza un poco con el dolor ajeno,
ni me digáis que es triste la botella vacía
si tenéis en la mano el vaso lleno.
Yo soy aquel que vio pasar su entierro
y se unió al llanto de la comitiva,
con cuerpo en libertad y alma cautiva,
dueño de Dios y esclavo de mi perro.

Yo soy aquel de las canciones vanas,
con vivo afán y con palabras muertas,
que por querer abrir todas las puertas
se fue cerrando todas las ventanas.

Aquel que tuvo su éxtasis de luna
y su desfallecer de atardeceres
y quiso amar a todas las mujeres,
y amándolas a todas quizás no amó a ninguna.

Yo soy aquel, ni grande ni pequeño,
de boca en fiesta y corazón en luto,
que corta un árbol para coger un fruto
y luego olvida el fruto para soñar un sueño…

Yo soy aquel de la sonrisa extraña,
que, para sonreír sin amargura,
vio la montaña desde la llanura
y la llanura desde la montaña.

Yo soy aquel, que para ser más fuerte,
amó la indiferencia del que olvida:
viví mi libro y escribí mi vida,
y el resto -poca cosa- se lo dejo a la muerte.
Yo vi la noche ardiendo en su tamaño, 1
y yo crecía hacia la noche pura
en un afán secreto de estatura,
uniendo mi alegría con mi daño.

Y aquella realidad era un engaño,
en un sabor de ensueño y de aventura;
y abrí los ojos en la noche oscura,
y yo era yo, creciendo en un extraño. 2

Y yo era yo, pequeño en mi amargura,
muriendo en sombra bajo el cielo huraño
y cada vez más lejos de la altura.

Y odié mi realidad y amé mi engaño,
y entonces descendió la noche pura,
y sentí en mi estatura su tamaño.
Y soñó largamente su estatua
frente al bloque de mármol.
Antes de dar el primer golpe, se detuvo cien veces.
Cuando empuñó el martillo se perfumó su mano.

Durante veinte años ardió en aquella nieve.
Nadie lo vio sonreír en veinte años.

En sus ojos morían extraños crepúsculos.
Sus negros cabellos se quedaron blancos.
Lo olvidó la mujer que no lo olvidaría.
Hasta sus enemigos lo olvidaron.

Y, al fin, surgió la estatua,
mitad de ensueño y mitad de mármol
y él miró largamente su obra, largamente.
Resplancediendo el sol como un milagro.
Y murrmuró feliz, «sí, es perfecta... perfecta».

Y la aplastó de un martillazo.

Poque ya para siempre pertecenes al mar.
Yo volveré algún día vivo o muerto.
Pero ese día de cualquier manera
será mi corazón como un desierto
que repentinamente floreciera.

— The End —