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Y soñó largamente su estatua
frente al bloque de mármol.
Antes de dar el primer golpe, se detuvo cien veces.
Cuando empuñó el martillo se perfumó su mano.

Durante veinte años ardió en aquella nieve.
Nadie lo vio sonreír en veinte años.

En sus ojos morían extraños crepúsculos.
Sus negros cabellos se quedaron blancos.
Lo olvidó la mujer que no lo olvidaría.
Hasta sus enemigos lo olvidaron.

Y, al fin, surgió la estatua,
mitad de ensueño y mitad de mármol
y él miró largamente su obra, largamente.
Resplancediendo el sol como un milagro.
Y murrmuró feliz, «sí, es perfecta... perfecta».

Y la aplastó de un martillazo.

Poque ya para siempre pertecenes al mar.
Yo volveré algún día vivo o muerto.
Pero ese día de cualquier manera
será mi corazón como un desierto
que repentinamente floreciera.
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