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En lágrimas el rostro, la mirada sombría,
Angustiadas, y suelta la cabellera al viento,
Las mujeres de Biblos, con canto que es lamento,
Van desfilando en fúnebre y lenta Theoría.

Porque en lecho de anémonas, donde la mano fría
De la muerte los ojos le cerró, macilento
Reposa, y perfumado con mirra y suave ungüento,
El que fue de las Vírgenes de Siria la alegría.

Hasta la aurora el coro siguió en triste gemido;
Pero Astarté lo llama, y se alza sonriente
El esposo que duerme de cinamomo ungido.

¡Resucitó el hermoso y amado adolescente!
Y es como rosa inmensa el cielo refulgente
Que un celestial Adonis con su sangre ha teñido.
Áureos buriles en pulido mármol
Graben su nombre; que su busto esplenda
Alto y severo; que su sien decore
Lauro apolíneo.

Musa del bardo que cantó las hondas
Selvas y ríos de la patria... Musa
Libre del Ande, que a su tumba vienes,
¡Pliega las alas!

Ara intocada de su ardiente culto
Fue siempre el Arte; y con unción votiva
Dio, como ofrenda a los eternos Númenes,
Ánforas bellas.

Arcade nuevo, de la selva andina
Hizo, en sus cantos, a los dioses templo;
Y ellos oyeron, de su lira acorde,
Clásicos ritmos

Himnos los suyos armoniosos fueron,
Cantos de hosanna, que cual triunfo vibran
Hoy, cuando extraños ¡Poesía sacra!
Ajan tu veste;

Veste que siempre fulguró distante,
Peplo de diosa en consagrado plinto,
Y hora, arambeles que en el hombro lleva
Vulgo profano.

Frentes se inclinan a su paso. El cielo
Radia en fulgores, y el silencio crece;
Y óyese, lejos, en azul de altura
Vuelo de águilas.

Raudo desfile sobre erial galopa...
¡Potros salvajes que cantó! Las crines
Sueltas al aire... y al tropel de cascos
Tiembla la pampa.

Potros pamperos... ¿Los oís? De polvo
Nubes levantan, y al tocar la cumbre
Rápido el viento, retrasado vuela,
Vuela tras ellos.

Rojas corolas cual la sangre suya,
Ecos de bosques y armonías altas,
Fueron de su alma, segador de ensueños,
Lírica siega.

Frente a sus ojos se extendió anchurosa
Selva de siglos, con inmensas aguas;
Tierra fecunda, y el azul cortando
Fúlgido el Huila.

Toda la tierra tropical; e inmenso
Campo a su vista, con hervir de savia;
Y ávido entonces de laureles, hizo
Suya la selva.

Sueña una garza en su visión de bosque,
Tiende a las ondas el nevado cuello,
Y alza en el pico, destellando en iris,
Vivida escama.

Fue claro río que en radiantes días
Ceibas y palmas contempló en sus ondas,
Y albo de espumas, reflejó de noche
Rubias estrellas.

Diáfano el cielo palpitó en su canto,
Alas de cimas por sus versos se oyen,
Y álzase de ellos, cual de vasos níveos,
Hálito eterno.

Áureos buriles en pulido mármol
Graben su nombre; que su busto esplenda
Alto y severo, y que su sien decore
Lauro apolíneo.
Aunque me ves desnudo, con hambre, y señalada
mi espalda con las huellas el esclavo he nacido
abre, a orillas del golfo en donde el Hibla, erguido,
miel destila y su cumbre mira en el mar copiada.

Cuando dejé la isla fue en hora infortunada,
Si a Siracusa vuelves, a su campo florido,
a sus viñas y abejas, el rumbo conocido
siguiendo de los cisnes, pregunta por mi amada,

¿Veré otra vez sus bellas y diáfanas pupilas,
cual sombrías violetas, que reflejan tranquilas
el cielo de la patria, lejano y esplendente?

Compadécete y parte. Búscala. Sé que existe.
dile que estoy viviendo por ella solamente,
y habrás de conocerla  en que siempre está triste.
Dice «Calixto Papa» la bella empuñadura,
El pectoral, las llaves, la harca y la tiara
blasonan, en relieve, como una joya rara,
el Buey hereditario, del oro en la tersura.

De un Dios pagano, Príapo o Fauno, la figura
con granos coralinos ramo de yedra ampara:
y allí, bajo el esmalte, brilla con luz tan clara
el metal, que el estoque más que corta, fulgura.

El Maestro Las Cellas, con paciencia, en su forja
pulió este hermoso báculo, don hecho al primer Borja,
presintiendo su raza, adivino y artífice;

pues más que Sannazaro y que Ariosto , esta espada,
por su acero y su oro, y por lo bien templada,
dice: El Príncipe César y Alejandro el Pontífice.
Su nombre: Pantaleón
Gutiérrez de ilustre estirpe,
Enaltecida en España
Con heroicidad en lides,
Y de nobleza de alma
Con altos y claros timbres.
Era «Patriarca» llamado
En toda la altiplanicie.
Con la mano siempre abierta
Lo vieron los infelices,
Porque él sabía que al cielo
Se presta cuanto reciben,
Como dádiva en la tierra,
Los que en la miseria gimen
Con hambre, y en el invierno
Sin techo que los abrigue.

Era noche tormentosa,
Sin una estrella visible
En Santa Fe. Luces trémulas
En lejanos camarines
Algún retablo alumbraban
O la imagen de la Virgen.
En las calles solitarias
El agua corría libre,
Y en los cercados conventos
Se oían salmodias tristes
De todos cuantos en éxtasis
Lejos ya del mundo viven.

El «Patriarca» terminaba
Su rosario, y golpes firmes
Oyó en el portón. Abierto,
Entra, de mirada humilde,
Un visitante. Abatido,
Y con débil voz le dice:
-«Todo ha sido en vano, todo;
No hallé a nadie que me fíe.
A su bondad apelando,
A su casa anoche vine;
Usted me ofreció el dinero,
Pero fiador me exige.

»Acudí a muchos, y todos
Me han dicho que es imposible...
De malos negocios me hablan
Y de situación difícil...
Que aunque me juzgan honrado
El plazo puede cumplirse
Sin que la deuda se pague...
Y, en tanto, miseria horrible
En mi hogar. Esposa e hijos
Con harapos, pan me piden.
Comprometida mi honra,
Y la suerte me sonríe
Ahora por vez primera,
El corazón me lo dice,
Pero necesito el préstamo;
De otro modo habré de hundirme
Sin que una luz, aunque débil,
De esperanza ante mí brille».

El «Patriarca» le responde
Con voz en que se percibe
 La caridad de las almas
Que del bien nunca se eximen:
-«Tendrá el dinero al instante
Como anoche se lo dije,
Y sin interés, mas debe
Traerme aquí quién lo fíe.
El dinero es de mi hijos...
Mi conciencia así lo exige».

-«Lo comprendo. Sin descanso
Me moví, y esfuerzo hice.
A un amigo y a otro amigo
La fianza fui a pedirles,
Más la pobreza es pobreza,
Y el egoísmo invencible,
Y la honradez de otros años
Se olvida, y de nada sirve.
Pero un fiador yo tengo:
Mi corazón, siempre libre
De doblez, en Él reposa;
Sobre el dolor que me aflige...
Más ignoro si le basta».

El «Patriarca» entonces dice:
-«No exijo mucho. Tan solo
Un testigo».
Abrió su humilde
Capa. Bajo ella traía
Un crucifijo
Él, que vive
Consolándome en mis penas;
Él, que en horas de indecible
Amargura, ve en mi alma,
Me  conoce, y será firme
Garantía de mi deuda,
Así sollozando dice.
-«Es más e lo que pedía».
Responde.
Al punto recibe
El dinero. Y el «Patriarca».
De Cristo la santa efigie
Que le daba por testigo
En devolvérsela insiste.

-«No, Guarde ese Crucifijo,
Fiador que me permite
Rescatar mi honra. Algún día
Vendré por él».
Otra triste
Noche vuelve el visitante,
Más, ¡cuán distinto! Despiden
Luz animada sus ojos,
Y al «Patriarca» se dirige
Con el dinero prestado.
En tanto, feliz sonríe,
-«Reciba las bendiciones
A la que ha salvado», exclama.
Y el «Patriarca», de apacible
Mirada, descuelga el Cristo.
-«No. Reténgalo», le dice,
«Guarde e fiador que un día,
En mi desventura horrible
No me abandonó. Que Él sea
De mi gratitud sin límites
Memoria imperecedera;
Y esas manos que redimen
Sobre la cruz enclavadas,
Manos del Mártir sublime,
Sean manos adorables
Que siempre su hogar bendicen».
«El Chorro del Fiscal» en la sombría
Noche turba el silencio; en la calleja
Aúlla un perro, y una candileja
Vacila lejos, en la niebla fría.

La bruma envuelve la alta serranía,
Y la luz de una alcoba se refleja,
Con vagos resplandores, en la reja
De hierro de doña Ana de Mejía.

El hijo del Virrey pasa embozado;
En el ***** sombrero, rica alhaja,
Y el manto, por la espada levantado;

Y mientras su cendal rompe una nube,
La luz dormida de la luna baja
Y la canción de una guitarra sube.
El joven trovador partió a la guerra
A lidiar como bravo en las batallas.
Lleva al cinto la espada de su padre,
y el arpa de los himnos a la espalda.

«¡Oh patria!», dice el trovador guerrero,
«Aunque seas por todos traicionada,
Siempre un acero habrá que te defienda,
y siempre habrá para cantarte un arpa».

El trovador cayó. Mas su alma altiva
Vencer no pudo la invasora raza,
y no volvieron a escuchar sus himnos
Porque rompió las cuerdas de su arpa.

y dijo: «Las cadenas opresoras
A ti jamás alcanzarán, ¡oh alma!
Tus cantos son para los hombres libres...
¡Que no los oigan en la tierra esclava!»
El arado, el rastrillo y la luciente
Reja, y el aguijón que al buey hostiga,
Y la hoz que segó copiosa espiga
Y cortó yerba en campo floreciente,

Ya le pesan, y el sol, en el poniente,
Los consagra a Cibeles, Diosa amiga,
Porque vencido en terrenal fatiga,
El brazo, al fin, desfallecido siente.

Casi un siglo su arado, en paz el alma,
Cruzó la era con tajante filo.
Vivió sin goces y envejece en calma;

Y piensa que cansado de su siega,
Entre los muertos segará, tranquilo,
Campos de sombra que el Erebo riega.
Bien sus cortinas sean de sarga o de brocado,
Triste como una tumba, o alegre como un nido,
Es en él donde el hombre duerme en paz o se ha unido;
Esposo, madre o virgen, en él hemos soñado.

De muerte o de amor, agua bendita lo ha regado,
Y bajo cruz o ramo que consuelo ha traído,
En él todo comienza y todo ha concluido,
Desde la infancia al cirio que arde ante un ser amado.

Pobre, o de rico encaje su cimera adornada,
De oro vivo o de rojo su madera pintada,
De encina, roble o pino, cerrado o descubierto,

Feliz quien con el alma tranquila dormir pueda
En el paterno lecho, de tela humilde o seda,
Donde todos los suyos han nacido y han muerto.
Como ella era cristiana; como la nívea frente
Negose ante los Ídolos a inclinar reverente;
Como olvidar no quiso sus creencias primeras,
El Pretor dio la orden de entregarla a las fieras.
y como ante los ojos impuros del Pretor
Sus mejillas de virgen tiñéronse en rubor,
Para hacer la sentencia más inhumana y ruda,
Ordenó que al suplicio la llevaran desnuda.
Desnuda, y con la blonda cabellera cubriendo
El seno, baja al circo.
De su cubil, rugiendo,
Un león salta rápido, y avanza por la arena
Hacia la casta virgen, blanca como azucena...
y ve el pueblo con júbilo temblar como una hoja.

Toda aquella blancura junto a la jeta roja.
Aprieta sobre el seno la blonda cabellera,
y tranquila, el zarpazo que ha de matarla espera.
El circo estremecerse de gozo parecía,
y en tanto que la fiera la enorme boca abría.
«León», dijo la virgen.
Entonces, suavemente,
Se le vio que en el polvo doblegaba la frente,
Mientras ella, temblando, se postraba de hinojos...
y al mirarla desnuda cerró el león los ojos.
Sobre el odio y ruindad que al hombre bueno
Escollos son, o sombras en su altura,
¡Alza tu corazón, siempre sereno,
Donde una luz purísima fulgura!

Del hondo Nilo azul, junto a un barranco,
Y hundidas sus raíces en el cieno,
El loto surge, más su cáliz blanco
Al sol se mece, de perfumes lleno.
Jesús, en aquel tiempo, en tarde hermosa,
fragante y rumorosa,
llegó del lago a la desierta orilla,
y junto a sus discípulos sentado,
bajo el fresco arbolado,
fue ante sus pies amontonando arcilla.

Y empezó a modelar mirlas, zorzales,
palomas y turpiales
y jilgueros con arte peregrino;
y los niños al verlo, abandonaron
sus juegos y llegaron
en torno del artífice divino.

Fariseos ceñudos que del templo
regresaban: «qué ejemplo
das tú», gritaron con acento airado;
¿En sábado trabajas? ¿No comprendes
que al Dios del Cielo ofendes?
El día del Señor has profanado.
Alzó como en un ruego la mirada
hacia la turba airada,
y en voz humilde y de cadencia suave,
voz armoniosa de celeste encanto:
¿Habré pecado tanto?
y el pico terminó de un ave.
Y luego ante la turba que con ira
su indiferencia mira,
y que sigue en redor vociferando,
tres golpes dio en el suelo. Y al instante.
hacia el azul radiante,
se lanzaron los pájaros cantando.
En el principio el Caos envolvía los mundos
Do el espacio y el tiempo rodaban sin medida,
Y a los hijos del Cielo y de la Tierra, vida
Les dio el seno de Gaia, de pezones fecundos.

Luego la Estigia hundiolos en abismos profundos,
Y nunca, como entonces, Primavera florida,
Del sol más esplendores dio a la esfera encendida,
Ni maduró más mieses en los campos jocundos.

Adustos, ignorando placeres terrenales,
El Olimpo habitaban los dioses inmortales
Pero llovió rocío la bóveda infinita;

El mar empezó a abrirse, se iluminó la bruma;
Y desnuda, en las ondas, y entre radiante espuma,
De la sangre de Urano, blanca surgió Afrodita.
Con el viento en la popa, bajo azul cristalino,
y huyendo entre los mástiles el faro hora tras hora,
de la costa de Egipto partió  al rayar la aurora,
de su barco orgulloso y favorable sino.

Ya no verá en sus días el muelle Alejandrino.
En la desierta arena, la arena  bullidora,
abrió su sepultura tormenta  asoladora.
El viento allí retuerce un arbusto marino.

En el pliegue más hondo de movediza duna,
En noche sin aurora, sin astros y sin luna,
¡que al fin en paz eterna repose el navegante!

Piedad ¡oh Mar! ¡oh Tierra! para su Sombra os pido,
y en la playa que cubre sus despojos amante,
¡oh Tierra, sele blanda!  y  ¡oh Mar, no le hagas ruido!
De un gran «Te Deum» era el fausto día:
Bolívar, Santander, Sucre adelante,
Y con rico uniforme el «***** Infante»,
El primer uniforme que lucía.

En su sillón, nervioso se veía,
Y el sudor inundábale el semblante;
Y era tal su inquietud en ese instante
Que casi desmayarse parecía.

«¿Qué tendrá?» preguntaban, él, valiente,
Él, que en todo combate al ver al frente
A un español, le grita: «¡Cepos quedos!»

Y cuando estaba el Arzobispo alzando,
Ambas botas quitose murmurando:
«La libertad es buena hasta en los dedos».
Casi cubierta por espigas rubias
Movidas por el céfiro voltario,
Sin flores, y manchada por las lluvias,
Vi una tumba en el valle solitario.

... ¡Ocaso de una vida de borrasca!...
En una de sus grietas escondido
A los ojos del hombre, y de hojarasca
Y plumas hecho, palpitaba un nido.

¡Alma llena de dudas y dolores,
Cuando la sombra tu horizonte cierra,
Piensa que hay inmortales resplandores,
Auroras que no irradian en la tierra!

Después de las borrascas de la suerte
Se levanta la fe fortalecida.
En la muda Elegía de la Muerte
Canta el Epitalamio de la Vida.
La celeste cuadriga baja hacia el occidente
y viendo que ante él huye del ocaso la arena,
en vano con su cuádruple rendaje el Dios sofrena
los corceles piafantes en el oro fulgente.

El carro baja rápido. Con suspiro potente
la mar, el amplio cielo, teñido en rojo, llena,
y en el azul sombrío de la noche serena,
Más clara la luz brilla de la luna creciente.

Es hora en que la Ninfa, en la margen del río,
el arco lanza, tenso, junto al carcaj vacío.
Todo enmudece. Un ciervo brama por las montañas.

Ilumina la luna la danza. Y Pan, en tanto,
la cadencia bajando o subiendo del canto,
ríe al ver que se animan con su soplo las cañas.
Un astro brilla en el azul del cielo
Y en el agua dormida se refleja.

Un hombre que pasaba
Dijo al niño poeta:
«Tú, que sueñas con rosas en las manos,
Y con el alma al ideal abierta
Cantando vas tus ilusiones, dime:
Entre tú y yo, ¿cuál es la diferencia?»

«Esta», responde el niño;

«Levanta la cabeza:
¿Ves la estrella que brilla solitaria
En el azul?»
-«La veo.»
-«Ahora cierra

Los ojos y responde:
¿Con los ojos cerrados sigues viéndola?»
-«No, dijo el hombre. No la veo».

Entonces,
Como el que absorto sueña,
«Aunque cierre los ojos, dijo el niño,
Yo sigo viendo en el azul la estrella».
Amo las palabras sonoras
Para hacer fúlgidos collares
O sortijas deslumbradoras.

No me he cuidado de pesares
O dolores para con ellos
Adornar rimas o cantares.

Quisiera en fino metal, sellos
Acuñar, o esculpir perfiles
O de mujeres rostros bellos.

¡Si los ritmos fueran buriles
En la brillantez de oro o plata
O en la palidez de marfiles!

Sílabas con música grata,
Palabras suaves, armoniosas,
Con cadencia de serenata,

Os busco, cual gemas preciosas
En el socavón el minero
Busca por vetas tortuosas.

Y las escojo con esmero,
Luego las manos hundo en ellas
Como en las gemas el joyero;

Y absorto miro las más bellas,
Unas fingen perlas, corales,
Otras, diamantes cual estrellas...

Amo las voces musicales,
La melodía leve y clara,
Y así como la rima rara,
La cadencia de los finales.
Un organillo suena por la calle;
De sombras va llenándose mi estancia,
y hasta mí sube, del cercano valle,
La primavera en soplos de fragancia.

No sé por qué me tiemblan las rodillas,
Ni por qué el llanto baña mis mejillas.

Doblo la frente en dulce desvarío,
¡y pienso en ti... tan lejos, amor mío!
Siempre borracho entraba y siempre altivo,
Y el ebrio, sin motivo,
Puñetazos le daba a su querida.
Dura cadena ató sus corazones;
Unió los eslabones:
La Miseria en el fango de la vida.

Por no dormir, en noches tenebrosas,
Sobre las frías losas,
De ese hombre vil buscó la compañía.
Ella malhumorada, él displicente,
La riña era frecuente,
Y al fin a puñetazos la rendía.

El vecindario despertaba todo
Al llegar el beodo
A su tabuco, de bebidas harto.
La vieja puerta abríala a empellones...
Se oían maldiciones...
Después quedaba silencioso el cuarto.

El invierno arreciaba. Un triste día,
En que lenta caía
A los techos la nieve como un manto,
Un hijo les nació... Y esa inocente
Inmaculada frente
No tuvo más bautismo que el del llanto.

A la siguiente noche, el rostro duro,
Y a tientas por el muro,
Llegó a la puerta de su hogar el padre.
De pronto se detuvo el inhumano...
No levantó la mano;
La respetó el borracho... Ya era madre.

Al mirarle extraviada la pupila,
Y al verlo que vacila
Y a darle puntapiés no se decide,
Meciendo al niño que dormía: «¡Infame!»

Le dijo: «Muerte dame.

¿No me pegas? ¿Por qué? ¿Quién te lo impide?

Te aguardé todo el día. Estoy dispuesta;
¿Más barato te cuesta
Hoy el pan? ¿El invierno es menos triste?
¿Licor en la taberna no encontraste?
¿Acaso te enmendaste?
¿Borracho, como siempre, no viniste?»

Fingió el turbado padre no oír nada;
Dio al hijo una mirada,
Mezcla de estupidez y de cariño,
Y dijo a la mujer: «¿Por qué me ofendes?

¿No sabes, no comprendes,
Que si te pego se despierta el niño?»
Cuando se hunde en las manos la cabeza
Y se siente el espíritu abatido,
¡Cómo consuela el diálogo no oído
De nuestro corazón y la tristeza!

Con los ojos cerrados, en belleza
Vemos surgir lo ya desvanecido;
Y lo que un tiempo se creyó perdido,
En nuestro ensueño a sonreír empieza.

Quiero soñar y recordar. La vida
Suele ser el pasado, y de su fondo
A veces brota luz desconocida,

Porque momentos hay en que no existe
Para el alma, un placer tan grande y hondo
Como el de recordar y el estar triste.
Pasamos por el puente de guaduas y bejucos;
Surgía de las frondas un grato olor silvestre,
Y risas animaban, cantares y bambucos,
                          El paseo campestre.

Sombreritos de caña, trajes de abiertas golas,
Las muchachas del pueblo lucían con donaire,
Y al son bailaban todos de tiples y bandolas,
                          Y embalsamaba el aire.

El mozo más garrido, quien siempre mejor danza,
Con la bella entre todas, y a quien feliz corteja,
Sale a bailar, y al corro, grito de pronto lanza:
                          «¡Que viva mi pareja!»

La suelta, y en las frondas ocúltase y se pierde,
Trae, de clavelinas, para ella una guirnalda,
Y al brillo de la tarde luce el campo más verde
                          Su verde de esmeralda.

Al pueblo por el puente de guaduas y bejucos
Volvimos, las parejas por entre calles solas,
Y uníase a las risas el son de los bambucos
                          De tiples y bandolas.
En el poniente
el esplendor del sol se diluía,
y mi caballero, en un vetusto puente,
meditaba y decía:

-«Judith, Ana y Arminda,
y Lidia, de labios sensuales,
Inés, la rubia linda,
todas fueron iguales!

»Soñadas alegrías
ya sois cual secas rosas!
Ay! Y en vano mis días, tristes días,
quisieran ser doradas mariposas...

»Cansáronme los besos, y el hastío
a mi lado ya veo.
Del desencanto invade mi corazón el frío,
y no he saciado nunca la sed de mi deseo.

»El alma traigo envuelta en una túnica
que ha tejido el Cansancio en horas tristes
¿En dónde estás, si existes?
¿En dónde estás, oh única?

»¡Responde al que te ama!
¡Debo olvidarte como bien perdido!
Responde al que en las sombras a ti clama;
¿Vives, moriste acaso... o no has nacido?

»Y no cruza ninguna mi camino,
Princesa rubia o bella
Zagala, sin que diga a mi destino:
¿será ella?

»Una niña vi un día
junto a una anciana de cabello cano,
y me dije: ¿Cuál de ellas es la mía?
¿Llegué tarde tal ves?... ¿Llegué temprano?

»Busco el jardín soñado
de sus encantos a la luz se abrieron,
y la llamo... ¡y tal vez pasó a mi lado,
y llorosos mis ojos no la vieron!

»Cuando creo que nunca he de encontrarte,
cómo sufro al pensar, oh dulce amada,
¡que quizá vives, sola y desgraciada,
y que no puedo ir a consolarte!

»Murió la Primavera; también pasó el Estío
y viene ya el Otoño las hojas arrancando,
y mientras en tu busca voy llorando,
me esperarás llorando, dueño mío.

»Y prosigo buscándote rendido,
aunque una voz en medio de las sombras
irónica me diga: la que nombras
ni vendrá... ni está muerta... ni ha nacido!»

Al extremo del puente, airosa dama
surge, suelta la rubia cabellera,
y su voz en el viento, pálida rosa, clama:
«Yo soy la que aguardabas. Ven, que mi amor
te espera».

El caballero parte...
                              Traicionero
Abismo era ese puente;
y al instante rodaron al torrente
caballo y caballero

Hervía un mar de sangre en el poniente
mientras de sangre el agua se teñía,
y allá, al extremo del hundido puente,
la dama reía... reía... reía.
Bajo la luz estival
Que dora el campo dormido,
¡Qué grato llega al oído
El rumor del platanal!

Al soplo de auras reideras
Hojas y hojas se estremecen,
Y verdes y anchas parecen
Como un campo de banderas.

Y entre los vástagos ríes,
Te asomas y huyes aprisa.
¡Qué grata suena la risa
En tus labios carmesíes!

Niña, campestre panal,
Soy peregrino de amor.
¡Ven, y arrulla mi dolor
Al rumor del platanal!
Desencajado, la pupila quieta
Y trémulo el andar... roto el vestido...
Como en vagos ensueños abstraído,
Del viejo bodegón salió el poeta.

¿Qué pena oculta, qué pasión secreta
Clama en su pecho soledad y olvido?
¿Qué voz de indignación como un rugido
Vibra en su labio y a los cielos reta?

Y maldijo los cantos de su lira,
Y llamó la Virtud un nombre vano,
Humo, la gloria; y el Amor, mentira...

Y al caer desplomado en las baldosas,
Traía el aura del jardín cercano
Fragancia de jazmines y de rosas.
La frente apoyo en la vidriera...
el cielo azul se engalana
y en la fúlgida primavera
canta su canción la mañana.

La mente inclino a lo más hondo
del alma en campos del Ayer;
y marchito miro en el fondo
todo lo que vi florecer.

Soplan auras primaverales
dando más vigor a los músculos.
¡Aquí las brumas otoñales
y el silencio de los crepúsculos!

En el parque crece la yerba
bajo el radiante resplandor.
En el alma todo se enerva
al paso lento del dolor.

Y evoco alegres ilusiones,
campos azules, abrileños;
la juventud con sus canciones
iba entre rosas y entre ensueños.

Fulgurante el cielo reía:
¡Cuán hermoso era el porvenir!
Vino la tarde en pleno día
y todo comenzó a morir.
La frente apoyo en la vidriera...
Verdes árboles, sol radiante
¡Juventud!… ¡también primavera
Fuiste del corazón amante!

¡Días que el alma triste evoca,
alba rosada del amor!
¡Boca que buscaba otra boca,
polen que va de flor en flor!...

En jardines primaverales
las libélulas entre aromas;
rosas rojas en los rosales
y destilando miel las pomas.

Y van surgiendo en un ensueño
amores de la juventud.
Pasan con el labio risueño
en concento de arpa y laúd.

Entonces... retoño y retoño
en los rosales a la aurora...
¡Como lenta bruma de otoño
la tristeza bajando ahora!

En el alma, al ensueño abierta,
algo de antiguo trovador,
y de la vida en la áurea puerta
con sus promesas el Amor.

De la luna la luz de plata
brillaba en el barrio desierto,
y una canción de serenata
subía al balcón entreabierto.

Pendiente la escala de seda
de los barrotes del balcón...
Del pasado ya sólo queda
un rescoldo en el corazón.

Paseos bajo luz de luna
por alamedas de rosales;
dos bocas que el amor aúna
en claras noches estivales...

Entonces... cantos, alegría,
juramentos de eterna fe;
y ahora, gris melancolía
del dichoso tiempo que fue...
La frente apoyo en la vidriera:
en el parque, vestidos blancos,
y amantes en su primavera
bajo los pinos en bancos.

Primeros versos a la amada,
cantos primeros de ilusión...
Son hoy cual queja desolada
en el fondo del corazón.

Tú, flor de la tierra nativa,
de los ojos fuiste embeleso.
Sólo a tu boca, rosa viva,
le dio la muerte el primer beso.

Cuando se recuerda el pasado
hay un deseo de llorar.
¡El árido camino andado
si se pudiera desandar!...

Sombras doloridas que vagan
y esperanzas muertas deploran:
Astros que en tinieblas se apagan
y voces que en silencio lloran!...

A la claridad matutina
fragante erguíase el rosal...
¡ya sobre el agua gris se inclina
la amarilla rama otoñal!...

Una palabra... un juramento...
¿era verdad o era mentira?
Mentira o verdad es tormento
cuando sola el alma suspira.

Se abría a la luz la ventana
en un radioso amanecer,
la ilusión decía: «¡Mañana!»
y el corazón dice: «¡Ayer!».

¡Mañana! ¡Ayer! Polos remotos...
lo que es dolor y lo que salva.
Claros sueños y sueños rotos,
gris de la tarde y luz del alba.

Y el Amor, que en sombras se aleja,
el alma dice: «¿Volverás?»
Y como una lejana queja
se oye en el pasado: «¡Jamás!»

La hiedra fija sus raíces
aún bajo nieve en la piedra.
Recuerdos de días felices:
sois del corazón... ¡siempre hiedra!
Aromadas rosas de Francia
en los casinos y en el Ritz;
Rosas que dais vuestra fragancia
en Montecarlo y en Biarritz.

Reservados de restaurantes;
de vida de goce ansias locas;
El áureo champaña espumante;
temblando de ósculo las bocas.

Nerviosa espera la cita,
Penumbra de la «garconniére»,
Fausto a los pies de Margarita
En el rosado atardecer…

Otra... Extraño acento de arrullo,
honda nostalgia en su mirada,
y severo siempre su orgullo
en su dolor de desterrada.

Su imagen el pasado alegra,
y fijos en la mente están
su traje blanco y su capa negra
en las carreras de Longchamps.

Días lejanos de estudiante,
embriaguez de ideal divino,
El corazón, rosa fragante,
en noches del Barrio Latino...

Midineta bulevardina,
boca roja, frente de lis,
Incitadora, parlanchina,
jilguero alegre de Paris.

Y del «cabaret» la alegría...
¿Era del Rhin o era del Volga?
¿en su vida un misterio había...
¿era su nombre Elisa u Olga?

En otra, del vuelo al arranque,
mirar nostálgico... y ¡pasó!
Muchas veces junto a un estanque
soñando la luna nos vio.

Tú, mejicana-parisina,
de cabellos como aureola
de luz de sol, y habla divina
entre francesa y española.

En la tristeza de un suspiro,
lejos, a la orilla del mar,
una margarita aún te miro
melancólica deshojar.

Húngara triste, flor bohemia,
De ojos miosotis de Danubio:
¡cuán adorable era anemia
En marco de cabello rubio!

Tus pupilas vagas de Isis
fingía decir un adiós;
Y casi exangüe por la tisis
caíste en golpe de tos...
La frente apoyo en la vidriera...
Un claro sol el cielo dora,
riega rosas la primavera...
El otoño en el alma llora.

Se oye como una voz que ruega,
como un gemido de laúd...
¡Es en la tarde que llega
el adiós de la juventud!
En la playa sonora
De auras primaverales,
De las ondas azules del Sorrento
Mueren bajo frondosos naranjales,
Junto al seto, a la vera del camino,
Hay una tosca piedra,
Que mira indiferente el peregrino.
En ella oculta el alelí frondoso
Un nombre que jamás repite el eco.
Sólo a veces, si en busca de reposo
Errante pasajero se detiene,
Al ver el epitafio entre las hojas,
Ante la luz del moribundo día,
Mientras copiosas lágrimas derrama,
-«¡Diez y seis años!», suspirando clama;
«De morir no era tiempo todavía».
Mas, ¿a qué recordar esas escenas?
Dejad que gima el viento
y que murmuren las azules olas.
Yo no quiero llorar en mi aislamiento;
Quiero soñar con mi dolor a solas.

«¡Diez y seis años! ¡Sí, diez y seis
años!»
Torna a decir el pasajero. Y nunca
En una frente más encantadora
Esa edad fulguró; ni otras pupilas
Más hermosas el brillo reflejaron
De esas playas ardientes e intranquilas.
Hoy en vano la llamo:
¡Sólo el alma responde a mi reclamo!
Pero la siento en mí, y a verla vuelvo;
La vuelvo a ver como en felices días,
De puras e inocentes alegrías,
Cuando fijos en mí los negros ojos,
Cual astros en ignota lontananza,
Me hablaba de su amor entre sonrojos,
Y yo, de mi pasión y mi esperanza.
Bien me acuerdo: ondulaban sus cabellos
Del aura al soplo acompasado y blando;
En torno el viento aromas derramaba;
Del trasparente velo se pintaba
La sombra en su mejilla,
y distintos se oían los cantares

Del pescador en la desierta orilla.
y de pronto mostrándome la luna,
Flor de la noche bruna,
y las espumas de la mar, me dijo:
-«¿Por qué llena de luz el alma siento?
Jamás el firmamento
Donde la estrella del amor nos mira;
Jamás esas arenas donde vienen
Las olas a morir; esas enhiestas
Montañas cuyas crestas
Tiemblan entre los cielos, y los bosques
En torno a la ensenada;
Las luces de la costa abandonada
y del nocturno pescador el canto
Halagaron cual hoy mi fantasía...
¡Nunca infundieron en el alma mía
Este que siento, celestial encanto!
»¿No volveré a soñar cual sueño ahora
En embriagante calma?
¿Es que en los cielos asomó la aurora
O es que una estrella se encendió en mi alma?
Hijo de la mañana, ¿son las noches
De tu país tan bellas
Como esta que a mi lado estás mirando
Tachonada de fúlgidas estrellas?»
Luego la virgen se acercó a la madre
Que la escuchaba cerca del ribazo,
Le dio un beso en la frente,
y quedose dormida en su regazo.

Mas, ¿a qué recordar esas escenas?
Dejad que gima el viento
y que murmuren las azules olas.
Yo no quiero llorar en mi aislamiento;
¡Quiero soñar con mi dolor a solas!
¡Cuánto candor en su mirada! ¡Cuánta
Inocencia en sus labios seductores!
¡Quién no hubiera creído en ese instante
Ver concentrados en su alma virgen
Del cielo de su patria los fulgores!
El bello lago de Nemí, que nunca
Un soplo arruga, es menos trasparente;
Jamás pudo ocultar sus pensamientos;
Sus ojos, de su espíritu trasunto,
Los revelaban sin quererlo al punto.
Todo jugaba en ella; y la sonrisa,
Que es con los años contracción de duelo,
Siempre brillaba en sus carmíneos labios
Como arco-iris en radiante cielo.
Ninguna sombra oscureció su rostro;
y si libre los campos recorría,
Cual suelta mariposa,
Una límpida ola parecía
Coronada de luz esplendorosa.
Corría por correr, y su armoniosa
y halagadora voz, arpegio tierno
De su alma pura, que era un canto eterno,
Alegraba hasta al aura rumorosa.

Fue la primer imagen
Que se imprimió en su corazón la mía,
Como la luz en los dormidos ojos
Que se abren con el día.
Desde que amó, fue amor el Universo;
Confundió mi existencia,
Mi existencia entre lágrimas y abrojos,
Con su vida de paz y de inocencia;
Palpitó con mi alma, y formé parte
Del mundo que flotaba ante sus ojos,
De todos sus anhelos,
De la efímera dicha de la tierra
y la eterna esperanza de los cielos.
No pensaba ni en tiempo ni en distancia,
Ni existía el pasado en su memoria,
Pues para ella la vida era el presente.
Todo su porvenir fueron las tardes
De aquellos días de celeste gloria.
Entregó a la Natura
Su corazón, sin sombra de pecado,
y a la plegaria pura
Que de su huerto con las blancas flores
Iba a esparcir en el altar amado.
y de la mano, como niño humilde,
Me conducía al templo de la aldea,
y de rodillas me decía quedo:
«¡Reza conmigo! ¡Sin tu amor, bien mío,
El cielo mismo comprender no puedo!»

¿No veis el agua azul y trasparente
Al abrigo del aura vagabunda
y del sol encendido,
En el estanque de la clara fuente?
En él un blanco cisne
Nada, de su hermosura haciendo alarde,
y oculta el cuello en el cristal bruñido
Donde tiembla la estrella de la tarde.
Pero si a nuevas fuentes alza el vuelo,
La clara linfa con el ala azota
y extinta queda la visión del cielo.
y con las plumas que dejó deshechas,
Como arrancadas por astuto buitre,
y con la arena que del fondo brota,
El estanque, antes puro,
Que las estrellas reflejaba en calma,
Queda revuelto al fin, triste y oscuro.
Así, cuando partí, todo en su alma
Lo revolvió el dolor; su luz muriente
Huyose al cielo a no volver; y cuando
Vio, sola y afligida,
Su más bella ilusión desvanecida,
Se despidió del porvenir, que goces
No le ofrecía en su abandono aciago;
No disputó su vida al sufrimiento,
Alzó la copa del dolor tranquila
y la apuró de un trago,
En tanto que en su lágrima primera
Ahogaba el corazón; y como el ave

Cuando el sol en los mares se sepulta,
Para dormir oculta
La cabeza en el ala entumecida,
Se envolvió en su tristeza abrumadora,
y se durmió también... pero en la aurora,
En la risueña aurora de su vida.
Mas,  ¿a qué recordar esas escenas?
Dejad que gima el viento
y que murmuren las azules olas,
Yo no quiero llorar en mi aislamiento,
¡Quiero soñar con mi dolor a solas!
En su lecho de tierra ya ha dormido
Muchos años, y nadie
Quizá a llorar a su sepulcro ha ido,
y tal vez en la senda
Que a su postrer asilo conducía.
Se encontrará extendido
El segundo sudario de los muertos,
El implacable olvido.
Nadie esa piedra ya medio borrada
Con una flor visita;
Nadie solloza allá, nadie medita.
Sólo mi pensamiento en esa tumba
Ruega contrito, si remonto el vuelo
De este bullicio, donde sufre el alma,
A otra región de amor, de luz y calma,
y al corazón demando esas queridas

Prendas que ya no existen, y columbro
En las sombras calladas
Sus luminosas huellas,
y lloro tantas fúlgidas estrellas
En mi nublado cielo ya apagadas.
La primera ella fue, mas el divino
y dulce resplandor que en torno vierte
Aun alumbra mi lóbrego camino,
De errante peregrino,
De errante peregrino hacia la muerte.
Un espinoso arbusto
De pálida verdura
Crece junto a su humilde sepultura;
Por el sol calcinado
y por los vientos de la mar batido,
Vive en la roca, sin prestarle sombra,
Como un pesar en corazón herido.
El polvo de la ruta
Blanqueó su follaje, y a la tierra
Baja a servir de pasto
A la cabra montés. Como de nieve
Limpio copo, al nacer la primavera,
Brota en él una flor; mas, ¡ay!, en breve,
Antes de dar al aura lisonjera
Su aroma regalado,
La arranca de su tallo el viento airado,
Cual la vida apagada por la muerte
Antes que al corazón haya halagado

Un ave solitaria el vuelo posa
Sobre una rama que se dobla, y canta
Con voz entristecida,
Cuando cae la tarde silenciosa.
¡Oh, dime, flor marchita sobre el lodo,
Flor que tan pronto marchitó la vida!,
¿No hay otra vida en que renace todo?
Volved a mi memoria,
Tristes recuerdos de esa triste historia;
Volved, recuerdos de mi amor primero,
A traer a mi espíritu la calma.
Ve, pensamiento, a donde va mi alma...
¡Mi corazón rebosa, y llorar quiero!
Allá, lejos, cesaron del muezín los clamores.
De oro y púrpura el cielo se cubre en el poniente;
El cocodrilo, lecho de fango en la corriente
Busca, y el río calla sus últimos rumores.

Con las piernas cruzadas como los fumadores,
El Jefe, de hachís ebrio, doblegaba la frente,
E impulsando la barca, con esfuerzo potente,
Desnudos se curvaban dos negros remadores.

En la popa, dichoso, y en la boca el ultraje,
Y tañendo una guzla, ruda canción salvaje,
Un albanés cantaba, de ojo vil y agresivo;

Y sangrando, y sujeto por pesados grilletes,
Miraba un jeque anciano, ya estúpido, ya altivo,
En el Nilo, temblando, los altos minaretes.
En vuelo silencioso, el gran Corcel alado,
infladas las narices al peso que lo abruma,
en vértigo los lleva, con un temblor de pluma,
al través de la noche y el éter estrellado.

y ven borrarse el África en abismo nublado,
después Asia... Un desierto… Y ceñido de bruma
el Líbano. Y de pronto surge, blanco de espuma,
el mar do hudiose Helea, bajo el rigor del Hado

y cual si fueran velas, infla el viento, potente,
las alas que en su vuelo, de astro en astro fulgente,
a los amantes hacen tibia cuna en su ascenso;

y mudos recorriendo su rumbo solitario,
Ven, irradiando fúlgidos, desde Aries al Acuario,
las dos Constelaciones en el azul inmenso.
Encanto de animadas travesías...
Lectura, sueño, bailes y conciertos:
Amores de una tarde o de dos días,
E ilusión de llegar a ignotos puertos...

De noche, cuchicheos en el puente,
Del comedor con la gentil vecina.
-Es usted atrevido, impertinente...
-Pero es usted angelical, divina.

Después... la misma historia, y aumentada,
Quizá un beso, un retrato y un pañuelo,
El mismo que en el muelle de la rada
Se agitaba en adiós, de llanto y duelo.

¿Dónde estarás? ¿En Montecarlo o Niza?...
Y mientras tu beldad rumor levanta
Siento en el corazón, como en ceniza
Brilla una luz, que tu recuerdo canta.
Volví después de muchos años. Todo
lo mismo. El puente de madera. El río
lento, entre guaduas y negruzco lodo;
y de teja y de paja el caserío.

La calle principal, con su empedrado
roto a trechos. Asómanse curiosos...
niños que van corriendo por el prado,
y en la plaza, naranjos rumorosos.

Y su casita, como entonces. Flores
en la ventana, adonde fui temblando
en años idos con canción de amores...
de esa ventana me alejé llorando.

¿Casada? ¿Muerta? No lo sé. La vida
desgarró mi ilusión, ensueño de oro.
¡Amor y versos de mi edad florida!...
...Y nuevamente en las tinieblas lloro.
En la buhardilla, a donde luz incierta
Entra por los resquicios de la puerta,
Riñen con ademán amenazante.
Ebrio llegó a acostarse, y ya mediado
El día despertó... brutal, airado,
Turbia la vista y lívido el semblante.

Hambre sentía y bostezó. La frente
Se apretó con las manos impaciente;
Tendió en torno la estúpida mirada,
y al observar que en la buhardilla todo
Se encontraba en desorden, el beodo
Le dijo a la mujer con voz airada:

¿Qué has hecho toda la mañana? ¿En dónde
Te estuviste?... ¡Respóndeme! ¡Responde!
«Siempre en la calle»

«Y tú, siempre en el juego
y en la taberna. Voy de arriba abajo,
Mientras tú bebes, a buscar trabajo,
Que es preciso comer y encender fuego».

«¡Hago lo que me place!»
¿Y qué me importa?
Yo haré lo mismo, que la vida es corta...
«Busco lo que me gusta».
«¡Y yo al que quiero!»
«¡Miserable!» «¡Canalla!»
Y cual dos furias,
ambos se lanzan a la faz injurias,
como vaho de inmundo estercolero.
Y el hombre dijo de repente: «Nada
Sacamos con gritar. Si estás cansada
También reniego de vivir contigo.
Cada día que asoma, una rencilla...
Aborrezco esta mísera buhardilla.
Donde es la vida para mí castigo».
Y la mujer repuso: ¡Ya comprendo!...
Que acabe pronto este suplicio horrendo.
¡Porque vivir contigo es imposible!
¡Debemos separamos!... A ti unida

Nunca más viviré... ¡Qué amarga vida!
¡Es un martirio!... «¡Es un infierno horrible!»
«¡Vete, pues! ¡Pero ahora! ¡Te lo exijo!...
¡En el instante!»... la mujer le dijo
Colérica, mirándolo de frente.
«Tu libertad recobra y yo la mía:
Hace tiempo ser libre yo quería...
De hambre no moriré... tenlo presente».
«Vete; de trabajar estoy rendida
Para ti. Trabajar, eso es mi vida,
y llorar en silencio y resignada.
¡Vete a beber, y en la taberna duerme,
y si vuelves de noche no has de verme,
Porque la puerta encontrarás cerrada!»
«¡Sea! Comprendo lo que estás pensando.
¿Juzgas que al irme para siempre, cuando
Deje tu compañía y lejos huya,
Quedarás con los muebles, la vajilla,
La ropa y cuanto ves en la buhardilla?
¡Te engañas! Sólo la mitad es tuya».
Y el mobiliario, mío lo creía...
Mas como sólo la mitad es mía,
Según dices, hagamos el reparto.
Y entre gritos y horrendas maldiciones,
y vaciando gavetas y cajones
Queda en desorden, al momento, el cuarto.
Aquí una mesa, más allá una silla,
Retablos, ropa, vasos y vajilla,
El piso obstruyen, y el reparto empieza...
y sigue la faena comenzada,
Hasta que ven, con infernal mirada,
Dos montones iguales en la pieza.
Y de pronto el obrero, jadeante,
En la tabla más alta de un estante
Un bulto vio, con un cordón atado.
Empezó a abrirlo y ¿qué será? decía;
¿Una blusa tal vez?... ¿Mía, muy mía?
¿Será un vestido que dejé olvidado?

¡Un ajuarcito blanco!... y al momento
Un recuerdo vivaz el pensamiento
A herirles viene y su dolor despierta.
Sorprendidas se encuentran sus miradas,
y reconocen ambos las amadas
Tristes reliquias de su niña muerta.
Sienten el corazón atravesado
Por una luz que viene del pasado...
Callan ambos y trémulos suspiran,
y ven que surge en la buhardilla oscura
La hija amada, angelical y pura.
Con el vestido que sus ojos miran.

«¡Es mío!», dijo pálido el obrero;
«¡Jamás!», repuso la mujer; «¡Lo quiero,
Lo cosí, lo bordé!... ¡Pobre hija mía!...
No podrás a mis manos arrancarlo...
¡Déjalo en mi poder para besarlo
Como solo consuelo en mi agonía!
¡Tres años hace que partiste al cielo,
Encanto, amor!... ¡Tres años ya de duelo!...
Tres años de amarguras en la vida!
¡Hija mía! ¡Sin ti, todo ha acabado!»...
y al vestido, en un mueble desdoblado,
Acercose en silencio y conmovida.
Tomó las prendas de su amor, e impreso
Dejó en sus pliegues el calor de un beso;
Luego volvió a doblarlas con cuidado,
E inclinando en silencio la cabeza,
Dijo con hondo acento de tristeza:
«¡Ya todo, para siempre, ha terminado!»
¿Para siempre? ¿Eso dices?.. ¡Si ella vive!
¿Acaso no la has visto?... ¡Ella prohíbe
Que dividamos su vestido blanco;
Para traer a nuestro hogar la calma,
Para hablamos de amor, volvió su alma!..
¡Aquí me quedo! y se sentó en un banco.

«¡Perdonémonos!» díjole el obrero
Con hondo acento de un dolor sincero;
y ella repuso: «¡Ya no más rencillas!
¿Lloras? ¡Tiembla tu mano, y está yerta!»
Y besando el vestido de la muerta,
Abrazados cayeron de rodillas.
Con distraída mano pulsa la dulce «biva»,
Y al través de cruzados bambúes, ve la hermosa
En la ancha playa al Héroe, cuya visión radiosa
Ilumina sus sueños de virgen pensativa.

Es él. Al cinto, sables; y la mirada altiva,
En alto el abanico; y sobre la lustrosa
Coraza, cordón rojo con adornos. Y es rosa
Su blasón en el hombro, que fulge con luz viva.

El Samurai, vestido de láminas y placas,
Y bajo bronce y sedas y relucientes lacas,
Gran crustáceo parece, ***** y rojo, en peñasco;

La vio. Le ha sonreído con amoroso anhelo;
Y sus ligeros pasos hacen brillar al cielo
Las dos antenas de oro que tiemblan en su casco.
Entre diez mil soldados era un soldado oscuro.
y cuando bajo el cielo radiante, azul y puro.
Oyéronse del triunfo los gritos y el tropel.
De la dichosa nueva ser quiso el mensajero.
y a la ciudad lejana, raudo partió el primero
      Agitando un laurel.

Sin detener un punto la carrera emprendida.
Avanza en su camino, y exánime, sin vida,
De las puertas de Atenas cayó bajo el dintel...
¡Feliz quien muere dueño de su ideal lejano.
Con una luz en lo íntimo del alma y en la mano
    Un ramo de laurel!
Del bosque en las frondas la brisa callaba,
Las flores dormían, la noche era azul,
y en torres y cumbres, en selvas y campos,
La luna regaba su diáfana luz.

Pensando en su amado que lucha en los mares,
La pálida virgen intenta dormir,
y escucha un acento que pasa y le dice:
«María, no llores, no llores por mí».

Los ojos entreabre, se yergue en el lecho;
«¿Quién es?», dice trémula y empieza a
llorar
Al ver del marino los ojos sin vida,
Sin vida los labios y mustia la faz.

«Mi cuerpo, María, ya está bajo el agua...
¡Qué triste es la ausencia, qué triste es morir!
De un mar borrascoso las olas me cubren,
Mas oye, María, no llores por mí.

»Del mar encrespado las olas fingían
Montañas enormes que alzó el aquilón.
Tres días el barco luchó con las olas,
y al fin en las olas el barco se hundió.

»Entonces, oyendo del mar el rugido,
Volaba mi alma, volaba hasta ti...
Pasó la tormenta, mi cuerpo reposa:
María, no llores, no llores por mí.

»¡Oh virgen!, prepara tu velo de novia.
La playa está cerca que el alma soñó,
La playa en que se unen por siempre las almas,
Do habremos de unirnos por siempre los dos».

…Los gallos cantaron; borrose la sombra;
El aura en el bosque se oía gemir,
y dulce un acento vibraba en los aires:
«María, no llores, no llores por mí».
Mil quinientos treinta y siete.
Julio. Sol vivo y radiante
En claro azul ilumina
El Valle de los Alcázares.
En la llanura no hay oro
Ni esmeraldas. Sólo hambre.

Del botín que recogieron
Cada cual tomó su parte.
Para Fernández de Lugo
Raudos mensajeros salen
Con oro y gemas, lo suyo,
Y con los quintos reales.
Y aquellos soldados rasos
Que mal cubrían sus carnes
Con harapos, y en Castilla
En algún feliz instante
Sólo unos ochavos vieron
Como premio a sus afanes,
Tejos de oro bien esconden
De compañeros rapaces,
Y si hambre sienten ahora,
Pensando en sus pegujales
Olvidan viejas angustias,
Pues ya se ven por las calles
De Madrid o de Sevilla
Luciendo vistosos trajes,
O requiriendo de amores
A las manolas ya amables,
Y que antes a sus requiebros
Respondían con desaires;
O bien de dones oyéndose
Llamar, con aire arrogante,
Porque es baldón la pobreza
Y el oro las puertas abre.

Viendo gordos los caballos
Quesada, y a sus infantes
Aburridos, y perdiendo
Sus tejos junto a los naipes,
Su ocupación sólo entonces,
Y estando quietos los sables,
Una expedición ordena
A la tierra de los panches.

El Capitán Juan de Céspedes
Con unos valientes sale
Por tierra de «sutagaos».
Marcha y se traba el combate.
Con flechas envenenadas
Caballos e infantes caen.
No es ésta la raza muisca:
En sus venas otra sangre
Corre. Batalla dudosa
En los ásperos breñales,
Hasta que rueda el Cacique
De lanzada formidable.

¡Sangre de panches ardiente
Como fuego de volcanes!
Triunfó al fin España... pero
Sobre el último cadáver!

Y Quesada cavilaba:
¿Qué montañas o qué valles
Ocultarán en sus vetas
Las esmeraldas radiantes
Que he visto ante mí, suspenso,
En diademas y collares?
¿Cerca?... ¿Lejos? Pues si es lejos
No importa arriesgado viaje.
Esmeraldas son ducados
Y ducados son alcázares;
Vestes de grana en la Corte
Y de nobles homenaje.

Y de pronto, por un indio,
Dónde está la mina sabe.
¡Somondoco! A Somondoco
Van y socavones abren;
Y a las piedras adheridas
Aparecen destacándose
En claroscuro las gemas,
Que entre perlas y diamantes
Habrán de ser en el mundo
Gala en coronas reales.

Otro secreto los indios
Guardaban, secreto grave,
Pero logró descubrirlo
Deuda de vertida sangre.
Rey en dominios potente
Gobernaba extenso valle,
Dueño de ricos tesoros
Y súbditos a millares;


Su nombre, Quimuinchateca,
De Tunja temido Zaque.
Y a vencer ya acostumbrados,
Todos para Tunja parten.
Con regalos detenerlos
Quiso y corteses mensajes,
Pues tiempo ganar quería
Para llevar a distante
Lugar sus riquezas todas;
Pero avanzaron.
La tarde
Iluminaba el palacio;
El cercado roto cae,
Y en los muros planchas de oro
Vivo incendio fingen, ante
Los rojizos resplandores
Del sol, ya pronto a apagarse.

Acero en mano, Quesada
Entra con diez oficiales;
De sus enormes espuelas
Las rodajas y los sables,
Y sus cascos y sus cotas
Y sus barbados semblantes,
Y el relinchar en el patio,
No amedrentaron al Zaque.
Quesada intenta abrazarlo;
Nunca lo ha tocado nadie.
Los nobles y guardias gritan
Ante ese inaudito ultraje.
Crece el tumulto. Y entonces
Antón de Olalla, el semblante
Adusto, y de brazo fuerte
Al Zaque agarra. Salvaje
Gritería oyose... Todo
Por libertarlo fue en balde,
Y a un aposento contiguo
Fue entre arcabuces y sables.

Esforzados en la guerra,
Y ante el peligro tenaces,
Y con la muerte ceñuda
En desafío constante,
Pero siempre sed de oro
En sus almas, insaciable,
Al Templo del Sol, a Iraca,
Parten jinetes e infantes.

Más oro... más esmeraldas..
Ayer contra los alfanges
Agarenos y un ochavo
Como premio en los combates.
Ahora... esmeraldas y oro...
¿Quién podría creer antes
Que pedigüeños de antaño
Llegaran a ser magnates?

El templo de Sugamuxi! . . .
Allá en el fondo del valle,
Va apareciendo imponente:
El más rico y el más grande
De toda la raza muisca,
Templo de gruesos pilares,
Y de muros recamados
De petos de oro, en que el arte
De orfebres chibchas, serpientes,
Ranas, ciervos, tigres y aves
Grabó; donde el Gran Pontífice
Al sol le rinde homenaje,
Todo cubierto de blanco
Mientras aroma de gaque
Sube de los pebeteros
Al son de mayas cantares
Que por tradición se guardan
En un extraño lenguaje
-Tal vez el que habló Bochica
En muy remotas edades-
-Cantares que entonan vírgenes
Trenzando rítmico baile,
Ante enorme sol de oro
Que ciega por fulgurante.

Llegaron todos al frente
Del templo, al caer la tarde.
Mañana, dijo Quesada
Será nuestro día grande...
¡A dormir y a soñar todos!
Y que Fray Domingo alabe
Al cielo, que aquí nos manda,
Entre peligros y afanes,
Para enseñar a estos indios
Que el amontonar caudales,
Habiendo en el mundo pobre,
Es pecado imperdonable.

Y en tanto que todos duermen,
Dos soldados deslizándose
Entre las sombras penetran
Al templo. De seca y frágil
Paja, llevan dos hachones
Encendidos; fulgurantes
Radian las paredes. Oro,
Más oro y gemas vivaces;
Todo parece en las sombras
Como una aurora que arde.

De las manos de uno de ellos
Un hachón al suelo cae,
Porque ante tanta riqueza
Helada siente la sangre.
Se incendia el tapiz de esparto,
El fuego al santuario invade,
Rápido salta a los muros
Y a cortinas y a pilares;
Aprisa los dos soldados
Entre el fuego ruta se abren
Y entre el fuego, Sugamuxi
Es llamarada radiante.

Quesada y su tropa sueñan;
El paraíso se abre
En su soñar. Esmeraldas
Y oro ven, en manantiales
Que corren y corren. Oro,
Y esmeraldas en sus márgenes;
Selvas con gemas por hojas,
Y frutas de oro en los árboles...

La voz de incendio de pronto
Oyen. Aterrados salen.
Gran resplandor cubre el cielo;
De humo tromba formidable
Asciende. Los indios lanzan
Alaridos por las calles.

Y Quesada, en tanto, mira
Las llamas, mudo y exánime,
Cual si el infierno en la tierra
Hubiera abierto sus fauces.
La mirra ha perfumado sus miembros indolentes,
Y sueñan en la plácida tibieza decembrina;
y el brasero de bronce que la estancia ilumina
arroja luz y sombras a sus pálidas frentes.

En púrpuras y cojines sobre lechos lucientes,
un cuerpo a veces, róseo, o de piel ambarina.
Se  mueve, se Incorpora en un codo, o se inclina.
Voluptuosa la túnica marca formas turgentes.

Sintiendo por su carne correr efluvio cálido,
una mujer de Asia, de bello rostro pálido,
despereza los brazos en fastidio sereno.

Y las hijas de Ausonia, rebaño de alegría,
se embriagan con la rica y salvaje armonía
de cabellos que ruedan sobre  un torso moreno.
Contra el Cielo pecó la raza impía,
Y el Cielo en sombras se cubrió irritado;
Del Bien, el pueblo continuó olvidado;
Pero llegó de la venganza el día.

Como castigo el agua descendía,
Y en un lago profundo y dilatado
Trocada fue, por obra del pecado,
La llanura que en flores sonreía.

Mas Bochica aparece. Al Cielo invoca,
Y rompe la montaña, envuelta en bruma,
Con su áureo cetro de poder emblema.

Y saltó el lago por la abierta roca;
¡Y el arco-iris, en cendal de espuma,
Sobre el torrente fulguró en diadema!
A Temiscira en llamas que tembló con gemidos
Todo el día, y con gritos, voces de lamento,
Arrastra entre las sombras el Termodonte lento
Armas, cascos, cadáveres y carros confundidos.

¿Dónde las Amazonas de músculos fornidos
Y de certero dardo, que en ímpetu violento
El escuadrón guiaron en él chocar sangriento?
En polvo están sus pálidos cadáveres tendidos.

Cual floración de lirios que implacable cuchilla
Segó ya, las guerreras reposan en la orilla,
Donde se oyen relinchos entre carnal despojo;

Y el Euxino, a la aurora, del río por los flancos,
Ve que huyendo a los valles, y teñidos de rojo
Con sangre de las vírgenes, van los corceles blancos.
Abstraído, en silencio, la frente pensativa,
Jesús con sus discípulos para Betania iba.

Seguían al Maestro, con absortas miradas,
Observando las leves huellas de sus pisadas;
Y como de sus plantas sangre al suelo caía,
Y sobre cada huella la sangre florecía,
Vieron de pronto el suelo todo lleno de rosas.
Y Juan entonces dijo:

                                -«¡Señor! En donde posas
Hoy los pies, por los clavos sobre la cruz abiertos,
Las yerbas y la arena florecen como huertos
Cerca de clara fuente».

                                -«Pues es verdad os digo,
Que de cosas no vistas será el mundo testigo.
Todo ha de renovarse. Lo que sin vida, inerte,
No germinaba nunca, vida será sin muerte».

Los bendijo, y al Cielo levantando la diestra,
-«La tierra en que he regado la sangre mía es vuestra;
Os la confío», díjoles «regad eterna vida,
Por virtud de la sangre sobre la cruz vertida».

Vuelto después a Pedro, que recordaba el canto
Del gallo, y sollozaba, le dijo: «¡enjuga el llanto:
Serénate! La carne siempre débil ha sido;
Y como el alma siempre vacila, te he escogido,
Cual pastor de rebaños en senda de dolores,
Cual pastor de flaquezas y de humanos errores.
Cuida la grey que llevas; muéstrale el buen camino,
Pues te confía el cielo depósito divino
Oye: los elegidos, de los que ayuda imploran
Hermanos son, hermanos de todos los que lloran
Será dulce la vida cuando haya floraciones
De bien y amor en todos los tristes corazones»

Y prosiguió: «vosotros, que iréis por eriales,
Eternos desterrados de dichas terrenales,
Sabed que hay patria eterna que toda angustia calma;
Patria de amor, y a ella siempre tended el alma.
¡Amad, y sed consuelo! ¡Dad fuerza al que flaquea;
Y rico sea pobre, débil o fuerte sea,
Para que habrán sus almas los que en tinieblas moran,
El que tenga sonrisas, sonría a los que lloran!

»¡Amad! Y que la mano que pidiendo se os tienda.
Con la piedad del alma reciba vuestra ofrenda;
Socorres la miseria que en el tugurio vive,
Porque quien da una dicha, dicha también recibe;
¡Y dad!... para que el cielo vuestra labor bendiga;
Que el segador, a veces, caer de je una espiga:
¡Cuántos pálidos niños, en la árida
llanura,
Con hambre y sollozando verán la ajena hartura!...
Y habrá en vuestros hogares, más dicha, amor y calma,
Si en el pan de los pobres ponéis también el alma»

Las manos desgarradas, entonces alzo al cielo.

«¡Piedad! ¡santa dulzura de amar al hombre en duelo!
¡Divina flor del alma que al borde del abismo
Te abres, donde se agitan en hondo paroxismo
-Al ver que es la esperanza, lumbre desvanecida
Todos los que cayeron vencidos por la vida!

»¡Oh, comunión del alma con el alma que llora!
¡Caridad que nos abres el cielo, y en la hora
Del dolor, si la sombra nuestro horizonte cierra,
Juntas con los dichosos, los tristes de la tierra!
¡Piedad! ¡alumbra siempre la senda bendecida
De los que al mundo llevan la mies de eterna vida!»

Callados, las rodillas doblaron temblorosas,
Y los pies del maestro sangraban siempre rosas…

«!Predicad lo que oísteis!... id, de almas pescadores,
Y que el mundo embalsamen del Gólgota las flores!»

Y tendiendo las manos al cielo les decía:
«¡Id, y que libres sean los que lloran esclavos!»
Y se alzaba en los aires… y el cielo se veía,
Al través de las palmas heridas por los clavos.
Bajando de la montaña
se oye de tarde un cantar:
boquita , dulce de caña,
¡quién te pudiera besar!

El trapiche está moliendo...
el humo se ve subir.
Las penas que estoy sintiendo
¡quién las pudiera decir!

El trapiche es alegría,
hierve en las pailas la miel
¡quién besar pudiera un día
tu boquita de clavel!

El trapiche muele y muele
la caña, y vuelve a empezar.
Cuando el alma duele y duele,
¡quién la podrá consolar!
De un día infausto, el alba regó blancos fulgores;
La campiña despierta, y abajo ruge el río,
Do abreva de los númidas el escuadrón sombrío,
Y se oyen de clarines doquiera los clangores.

Contra Escipión y augures, y contra los furores
Del Trebia desbordado, contra el viento y el frío,
Sempronio Cónsul, fiero de un nuevo poderío,
Hizo, alzadas las hachas, partir a los lictores.

Iluminado el ciclo, de aldeas incendiadas
Subían al espacio las rojas llamaradas,
Y de humo el horizonte cubrían nubarrones;

Y Aníbal, mientras lejos bramaba un elefante,
Bajo un arco del puente, pensativo y triunfante,
Oía el lento y sordo marchar de las legiones.
Yace, lívido el semblante,
Y una ancha herida en el pecho,
Del Katzbach junto a la orilla,
Moribundo el trompetero.

Y para cerrar los ojos
Y dormir su último sueño
Espera a que suene un hurra
Triunfal en su campamento.

Y en tanto que de la muerte
Las ansias está sintiendo,
Un rumor que bien conoce
Alza, en la llanura, el viento.

Se incorpora, y a caballo
Monta con supremo esfuerzo.
Parece un hombre de piedra,
En su pedestal, erecto.

La trompeta empuña. El brazo
La sostiene apenas trémulo,
y gritos de triunfo suenan
Cual tempestad a lo lejos.

¡Victoria!, doquier se escucha;
¡Victoria!, devuelve el eco,
y ¡Victoria!, el hondo espacio
Responde con voz de trueno.

La gritería se acalla,
La trompeta da en el suelo,
y a los pies de su caballo
Se desploma, al punto, muerto.

El regimiento desfila
Por frente del trompetero;
y dice: «¡Qué muerte hermosa!»
El jefe del regimiento.
Al través de las brumas y la nieve,
En el rostro el dolor, la vista inquieta,
El pie cansado vacilante mueve...
Allá va, ¿no lo veis? ¡Pobre poeta!
Sobre el herido corazón coloca
La lira meliodosa, y macilento,
Sentado al pie de la desnuda roca,
Así prorrumpe en desmayado acento:
«Ved las hojas marchitas, ved el ave,
Envueltas van en raudo torbellino...
¿A dónde van? ¿A dónde voy? ¡Quién sabe!
¡Yo también soy como ellas peregrino!
»Huyendo voy del tráfago mundano
Con el rostro en las manos escondido.
Mudable y débil corazón humano,
¡Hasta dónde, hasta dónde has descendido!
»Ya a Dios los necios hombres escarnecen
Y alzan al dios del interés loores.
¡Sus almas sin amor ni fe parecen
Nidos sin aves, fuentes sin rumores!
»Jamás la ola aunque con furia luche
Conmoverá las rocas; ¡e imposible
Que el triste grito del alción se escuche
De la tormenta entre el fragor terrible!
»La Poesía morirá en la lucha,
El destino cruel sus horas cuenta;
¡Poetas! vuestros cantos nadie escucha,
¡Sois el alción de la social tormenta!
»Yo vi en mis sueños de poeta un día
De laurel en mi lira una corona;
Hoy triste siento que en la frente mía
Un gajo de ciprés se desmorona.
»Yo quise alzar el vuelo a las ignotas
Fuentes de eterna luz, ¡al infinito!
Y hoy en el mundo, con las alas rotas,
Cual ave sola en su prisión me agito.
»Como una clara estrella vi en mi anhelo
Sonreír en mi cielo la esperanza.
Hoy cubren negras sombras ese cielo,
¡Hoy la luz a mi alma ya no alcanza!
»Huyendo el mundo y su incesante ruido,
Vengo a esta soledad sombría y honda.
Ella por siempre mi último gemido,
¡Mi último canto y mi vergüenza esconda!
»Tu muerte ¡oh Poesía! el siglo canta,
Y del campo inmortal de las ideas
El himno del trabajo se levanta
Y dice al porvenir: ¡Bendito seas!
»¡La indiferencia con su ceño grave
Me relega al silencio y al olvido!
Pobre y triste poeta ¡Soy un ave
Que al fin se muere sin hallar un nido!»
Dijo, y rompió la lira melodiosa
Do entonaba sus cantos y querellas...
Y al cielo levantó la faz llorosa,
¡Y en el cielo brotaban las estrellas!
Mejor que experto orfebre, Ruiz o Juan Arfe sea,
Becerril o Ximenes, con arte delicado
Rubíes, esmeraldas y perlas he engastado,
Y mi ingenio las asas de las copas arquea.

Haciendo ante los cielos de culpa el alma rea,
Sobre plata y esmalte cincelé en el pecado
En vez de un santo mártir, o a Cristo en cruz clavado,
Ebrio a Baco y sin velos a Venus Citerea.

Damasquiné el acero de estoques y puñales,
Y ocupando mi orgullo en obras infernales
Aventuré mi parte del celestial tesoro;

Y al ver que ya se acerca mi día postrimero,
Cual Fray Juan de Segovia, famoso orfebre, quiero
Expirar, cincelando una custodia en oro.
Salió el Virrey de Palacio,
Tarde triste en Santa Fe.
Por Santa Inés va despacio...
Pensativo se le ve.

Capa de velludo. Y hecho
Para ser dueño de grey;
Rica venera en el pecho...
¡Qué gentil es el Virrey!

El Oidor que lo acompaña
Le dice, por algo hablar:
-«Doña Inés de Silva Omaña
Mañana va a profesar».

-«Ah!... Sí!», responde. Y al punto
Se alza el embozo. Después,
Desandando, cejijunto,
Murmuraba: «¡Doña Inés!...»

Y más y más embozado
Sentía extraño temblor...
El Virrey volvió callado,
También callaba el Oidor.

Y vino el siguiente día;
Día de silencio fue.
Todo era melancolía
Y era asombro en Santa Fe.

En Santa Inés, casto ruego,
Luz que busca eterna luz.
En la ermita de San Diego
Abre sus brazos la Cruz.

¡Adiós, humana lisonja!
¡Adiós, amor terrenal!
Doña Inés vistió de monja,
Y el Virrey vistió sayal.
Los Oidores han citado,
En muy respetuosa carta,
Al Virrey Solís. La hora
De la cita es ya pasada
Y no llega. Desacato
Consideran la tardanza,
Y por el nuevo desaire
Han convenido en voz baja
En remitir otra enérgica
Queja a la Corte de España,
En que además de esta burla
Se haga mención detallada
De su vida censurable
Según es pública fama.

Y uno dice: «Es bien sabido
Que usando postiza barba,
De noche, por puerta oculta
Se sale, donde lo aguardan
Compañeros de jolgorio,
Y con ellos se va a casas
Que durante todo el día
Tienen la puerta cerrada,
A visitar a mujeres
De quienes todos mal hablan;
Y en Santa Fe muchos dicen
Que un día al rayar el alba
Por haber dejado en una
Casa mal vista, olvidada
La llave, se vio en el trance
De que lo vieran los guardias
Disfrazado entrar. ¡Vergüenza
Para esta ciudad cristiana,
Para quien debe enseñanza
Ser de honor y de virtudes
Pues representa al Monarca.
Y oyéronse en las iglesias
De esta cuaresma en las pláticas
Contra su libertinaje
Admoniciones muy claras,
Sin que él se cuidara de ellas…
Esa María Lugarda!...
Esa Lugarda de Ospina
De quien cuentan y no acaban,
Que se fugó de un convento
De noche, saltando tapias;
Esa Marichuela, escándalo
De toda la gente honrada,
Que al Virrey sorbiole el seso,
Que es perdición de su alma
Y con ella ¡Dios me ampare!
(Y el Oidor se santiguaba)
Olvidado de su rango,
Y pecando, a Dios le falta!...»

Los Oidores asentían
A lo que el decano hablaba,
Mientras que hacíanse cruces,
En la puerta la mirada.
El Virrey en ese instante
Entró muy grave a la sala.
Saludó con aire serio
A los señores garnachas,
Los que en pie, gran reverencia
Le hicieron, la frente baja;
Y quedó la puerta al punto
Con fuerte llave cerrada.

El Oidor decano entonces
Dijo con voz lenta y clara
(El Virrey se sonreía;
Grave el Oidor lo miraba):

-«Señor Virrey: por mandato
De nuestro augusto Monarca,
A quien vos, como nosotros,
Por la fe de nuestras almas
Acatamiento debemos
Por obediencia jurada,
Os hemos pedidos humildes,
En nombre de quien nos manda
Nuestro Rey Fernando Sexto,
Honor y gloria de España
(Y al decir esto, los ojos
Los tres Oidores bajaban
Como si allí, de rodillas,
Y rezando comulgaran),
Que vengáis, dejando a un lado
Por un momento la carga
Del gobierno, a que lectura
Oigáis, de una reservada

Cédula (el Virrey entonces
Se sonreía, y miraba
El cielo raso, adornado
Con farol de hoja de lata).

-«Señor Escribano», dijo
El Oidor, con voz pausada:
«Lectura dadle a la Cédula
En que del Virrey nos habla
Nuestro Rey Fernando Sexto»…

(El Virrey los ojos clava
Burlones de los Oidores
En las rollizas papadas).

«Al recibir esta Cédula»
-Tal decía el Rey de España-,
«Llamaréis ante vosotros
A mi Virrey, en privada
Sesión, y habréis de advertirle
Que todas sus graves faltas,
De que me habéis dado cuenta;
Sus nocturnas escapadas,
Sus disfraces y sus fiestas
Con hembras de vida mala,
Hanme causado amargura,
Y a esa oveja que mal anda,
De perdición por caminos
Que de Dios los pies le apartan,
Pedidle arrepentimiento
Para salvación de su alma.
Yo el Rey».
El Virrey entonces
Desabrochó su casaca,
Sacó un pliego, dio unos pasos,
Y alargándole la carta
Al Escribano, le dijo:

«De nuestro amado Monarca
Ya oí la Cédula. Ahora
Servíos, como posdata,
Leer lo que el Rey, mi amigo,
Me dice en carta privada:

»Querido primo: Que el cielo
Te colme de venturanza.
Yo, sin ti, muy aburrido.
¡Cómo mi vida alegrabas!
Mas siempre pienso que en ese
Nuevo Reino de Granada
Por los indios y las indias
Velas, como por España,
Para acrecentar la gloria
De mi cetro y nuestra raza.
Y de otra cosa he de hablarte,
Primo, y ríete a tus anchas.
De mi Audiencia he recibido
Una relación de faltas
De que te hace responsable,
Como si la edad y canas
De mis Oidores, acaso
Deslices no exageraran
De quien por su ardiente sangre
Necesita amor y holganza;
No hagas caso de chocheces;
Muéstrales risueña cara.
Ellos la vida gozaron;
Que para el cielo sus almas
Preparen, a Dios pidiéndole
Perdón por culpas pasadas,
Y en tanto, tú y yo gocemos
De lo que pronto se acaba».
El Escribano muy serio
Bajó al papel la mirada,
Mas se mordía los labios
Porque en ellos retozaba
La risa. Los tres Oidores
Con las manos en las calvas,
Tal vez entre sí decían:
«¡Cosas que en la vida pasan!
Trasquilados hemos vuelto
Y todos fuimos por lana;
Quien anda siempre con chismes
Lo que hemos sacado, saca;
Y todo esto por meternos
En camisa de once varas».

La carta del Rey Fernando
Otra vez puso doblada
En el bolsillo. Inclinose,
Y grave dejó la sala.
Era su vestido blanco,
Llevaba abierta la capa,
Y hacía la luz cambiantes
En su cruz de Calatrava.
Era escasa la pitanza
En el Asilo de locos.

Don José Solís, Virrey
Entre Virreyes rumboso,
Que cuanto daba a los pobres
Lo juzgaba siempre poco,
De esa escasez supo un día
Contrariado y con asombro,
Porque al Asilo enviaba
Siempre ayuda generoso,
Y al instante a su presencia
Llamando a su mayordomo,
Y entregándole una bolsa
Le dijo: «Con este oro
Quiero que se dé un almuerzo
Mañana mismo a los locos,
Pero un almuerzo abundante,
Un almuerzo apetitoso,
Como esos, según decires,
Que acostumbran los canónigos,
Y que por eso, rollizos
Se les ve subir al coro,
Aunque afirman que es la vida
Sin pecados, lo que sólo
Hace que Dios los conserve
Con buena salud y gordos.
Siempre de pecados me hablan,
Las manos en el redondo
Vientre cruzadas, sabiendo
Que al cielo ofendemos todos,
Unos pecando a escondidas
Y no ocultándonos otros».

De verse eran las espuertas:
Pavos asados al horno,
Papas con queso, esponjadas,
Y carnes con blancos trozos
De cebolla, y con lechugas,
Postres variados, bizcochos
Hechos por monjas, y dulces...
Todo allí servido a rodo.

El Virrey pensó: «La dicha
Se puede alcanzar con poco».

Temprano, al día siguiente,
Fue al Asilo. Vienen todos
Carilargos... Y él creía
Encontrarlos muy dichosos.

-«¿Cómo almorzasteis?», pregunta.
Y uno, inclinando los ojos
Le responde bostezando:
-«¿Cómo almorzamos? Nosotros,
Señor Virrey, como frailes,
Y los frailes como locos».
El palacio virreinal
Se encuentra sumido en sombra.
Sobre el techo y en el patio
La lluvia cae monótona;
Se ve una luz solamente
En una cerrada alcoba,
Y en ella están departiendo
En voz lenta, dos personas:
Con el Virrey don José
Solís y Folch y Cardona,
Habla el Alcalde ordinario
Moreno Escandón, que gloria
Como Fiscal de la Audiencia
Fue después; que la Colonia
Enalteció con ingenio
Y virtudes, y que en toda
Inquietud para el Virrey
Le dió ayuda cariñosa
Y fue noble confidente
De sus últimas congojas.
De pronto dice Moreno
En tono de quien reprocha:
-«Nada en Santa Fe dijisteis;
Tan sólo cuando a la Costa
Llegó el Bailío, supimos
Que de la Corte española
Un nuevo Virrey vendría».

-«Esta carga abrumadora,
Respondió Solís, depuse
Hace más de un año. En notas
Ante el Monarca he insistido.
Me oyó. Soy feliz ahora».

-«¿Y a uniros vais a Sevilla
A vuestro hermano, que es honra
De España como Arzobispo,
O a servirle a la Corona
Como Mariscal de Campo
Con vuestra espada gloriosa?»

Del Virrey la voz oyose
Que se extendía en la sombra...
No era la voz de otros días
Clara, vibrante, imperiosa,
Sino voz entrecortada,
Como de alguien que se agota,
Voz de quien hablar pretende
Pero en vez de hablar, solloza.

-«Aquí quedarme he pensado,
Y no es intención de ahora».

-«Qué es lo que decís?», Moreno
Con sorpresa lo interroga.
«¿Habéis resuelto quedaros,
Como holgazana persona
En Santa Fe, que os ha visto
Siempre el primero entre pompa,
Entre honores, y acatado,
Y en tanto, luciendo en otra
Mano la real insignia?
¿No dirán que una deshonra
Del aprecio del Monarca
Vuestro ilustre nombre borra?
¡En Santa Fe!... No comprendo...
¿Qué dirán todos?»
-«No importa.
Si al Cielo irroguele ofensas
Con mi vida licenciosa,
Aquí donde yo he debido
Ser de fiel creyente norma,
Es fuerza que se me vea
Como sombra de una sombra...»

Seguía tenaz la lluvia
Cayendo en la noche lóbrega.

Moreno Escanden decía:
-«Seréis de la gente ociosa
Comidilla. Bravas lenguas
En Santa Fe siempre sobran
Para hacer de todo burla
Y para regar ponzoña.
¿Vos Duque de Montellano,
Como cesante y de ronda
De noche por las callejas
Siendo aquí de todos mofa,
Cuando antes en torno vuestro
Se oían sólo lisonjas?»
-«¿A España? ¿A la Corte? ¿A
fiestas?
Hondo cansancio me postra...

»Busco el sueño, pero el sueño
Sólo es para mí zozobra:
Oigo ruido de cadenas,
Negras visiones se agolpan
A mi rededor; me hundo
Como entre revueltas olas;
Lucho con ellas, y sirtes
Veo ante mí tenebrosas,
Y en sobresalto despierto;
Sudor helado me moja
Las sienes; estrecho nudo
Al querer hablar, me ahoga...
Me incorporo; todo inútil,
Y en tanto... lejos la aurora
Que mis visiones disipe,
Visiones trágicas y horridas.
Busco amores olvidados,
Pido músicas ruidosas,
Bullicio de gente alegre,
Pero el tedio me devora.
Sangre soy empobrecida
De una raza que se agota,
Néctar quizá de otros tiempos
En una embriagante copa,
Y que hoy, al pasar los años,
Es de la vida una sobra».
-«¿Y no rezáis?»
-«Rezo... En vano».

-«Pero la misericordia
Del cielo, que es infinita,
Al pecador no abandona,
Al que los brazos le tiende
Y consuelo y paz implora».

-«Es verdad. Mas cuando triste,
En la quietud de mi alcoba,
Me postro a rezar, visiones
Me perturban tentadoras.
Aquí conmigo el pecado
Ha vivido; y se alzan formas
Que se acercan, que se alejan,
Que vuelven, después se borran,
Y vuelven después... y juntan
A mí la encendida boca».

Moreno Escandón callaba;
Era alta noche. En las hojas
Del patio se percibía
El lento caer de gotas.


Y Solís seguía:
-«A veces
Tristes claustros mi memoria
Cruzan en hondo silencio;
Arcos y arcos, grises losas,
Retablos en blancos muros
Donde se extiende la sombra
Que débil lámpara alumbra;
En la capilla el aroma
Del incienso; a media noche
Del órgano lentas notas
Que van borrando... borrando
Del mundo alegrías locas,
Y nos llevan lentamente
A una luz de eterna gloria,
En redor humildad viendo
Y el alma ante Dios absorta;
Y Cristo manando sangre,
Y entre sangre su corona
De espinas; albas risueñas
Sobre el huerto... olor de rosas
Que cuidan para la Virgen
Manos antes pecadoras...
La comunidad que pasa;
En el coro la salmodia...
¡Luz celestial que se enciende,
Y la tierra que se borra!»

Moreno Escandón callaba.
En Santa Fe silenciosa
Sonó una campana. Trinos,
Más trinos entre las frondas
Que se agitan en el patio.

Salió Moreno.
La alcoba
Quedó en silencio profundo...
Luego una voz que solloza...
Y otra vez silencio...
Un Cristo,
Divina misericordia,
Abre los brazos. El Duque
Las rodillas ante él dobla;
A sus pies se abraza. Llanto
Su rostro pálido moja,
Y abrazado al Mártir sigue
Hasta que llega la aurora.

Di a los pobres su fortuna;
En humilde ceremonia
Entregó el mando a Messía,
Y esa tarde en su carroza,
Con su uniforme de gala,
Por las calles silenciosas
Fue al convento franciscano
Donde sonaban las notas
Del órgano y ascendía
De incienso fragante aroma.
Llamó al Prior. Y esa noche
Vestido de tela hosca,
De rodillas, en su celda,
Vio nuevamente la aurora.
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