Los sentimientos más tristes y pesados que he sentido los callé con un buen tango. Solía poner a Piazzolla y ahogar mi odio en sus melodías fuertes hasta quedarme sorda, y así mismo, ensordecer mi dolor. Si pudiera recordar estos años en un futuro probablemente me lamentaría por siempre por haberlos desperdiciado envejeciendo la juventud con tantos malos sentimientos, pero si pudiera recordar los años pasados en este presente, añoraría lo que alguna vez fui. Todo eso que fui se fue por fingir tanto. Tantas tardes que fingí plenitud me llevaron al vacío. Pesadas sombras que cargan mi pasado me comían minuto a minuto. La casa, los calendarios viejos y los cuadros de acuarela se convirtieron en espacios sucios y cansados. Las palabras, como sus recuerdos, huyeron de todo lugar en mi mente. Había gastado ya cada lugar en esta ciudad: todos ya estaban sucios por algún momento que amarraba un recuerdo para ahuyentar mi estancia ahí. Sentía que mi cerebro se lo tragaba el drama y que nublaba toda vista de cualquier realidad alterna a la mía. ¿Cómo hacen todos para parecer tan lejanos a cualquier dolor ajeno? La respuesta hace varios meses la tenía en mi cabeza dando vueltas. Me estaba pasando lo mismo. De tanto dar, perder, esforzar y desgastar por lo desconocido, lo desconocido te hace ajeno a cualquier sentimiento. La indiferencia es un premio que se gana por los años.
Bien dirán que el tiempo cura, pero para mi que no es más que costumbre de pérdida y pérdida de cualquier dolor futuro.