No temo a la soledad del desierto, ese vasto espejo donde el eco se devuelve intacto, sin máscaras.
No temo al amor ausente, a ese fantasma que otros persiguen con redes de palabras huecas.
Mis ojos no retroceden ante sonrisas apagadas, esas que fueron faros y ahora son luciérnagas muertas en frascos de nostalgia.
Las supernovas no me asustan. Yo mismo fui polvo de estrellas, resto de un Big Bang que aún resuena en mis costillas.
Nunca regalé piropos como monedas falsas. Respeté los jardines ajenos, aún cuando mis manos se secaban por falta de rocío.
Así aprendí a caminar: mirando primero la tierra, luego las siluetas, por si acaso alguna sombra quisiera ser mi dueña.
Los ojos azules no me cazaron, ni el cabello café que huele a promesas, ni esas manos —suaves jaulas— que solo buscaban aprisionar lo que el viento se llevaría.
Sigo esperando el barco que no tema anclar cuando las nubes se vuelvan puñales. La que prefiera mis olas, aun las más bravas, a los mares tranquilos donde solo flotan corazones de plástico.
Mientras, navego en aguas prestadas, náufrago de mí mismo, mordiendo sal y escupiendo versos.
Las estrellas, esas cobardes hermosas, huyen del amanecer. Yo no. Me quedo a ver cómo la luz me desnuda sin piedad.