Verano, ya me voy. Y me dan pena las manitas sumisas de tus tardes. Llegas devotamente; llegas viejo; y ya no encontrarás en mi alma a nadie. Verano! y pasarás por mis balcones con gran rosario de amatistas y oros, como un obispo triste que llegara de lejos a buscar y bendecir los rotos aros de unos muertos novios. Verano, ya me voy. Allá, en setiembre tengo una rosa que te encargo mucho; la regarás de agua bendita todos los días de pecado y de sepulcro. Si a fuerza de llorar el mausoleo, con luz de fe su mármol aletea, levanta en alto tu responso, y pide a Dios que siga para siempre muerta. Todo ha de ser ya tarde; y tú no encontrarás en mi alma a nadie. Ya no llores, Verano! En aquel surco muere una rosa que renace mucho...