Haber visto crecer a Buenos Aires, crecer y declinar. Recordar el patio de tierra y la parra, el zaguán y el aljibe. Haber heredado el inglés, haber interrogado el sajón. Profesar el amor del alemán y la nostalgia del latín. Haber conversado en Palermo con un viejo asesino. Agradecer el ajedrez y el jazmín, los tigres y el hexámetro. Leer a Macedonio Fernández con la voz que fue suya. Conocer las ilustres incertidumbres que son la metafísica. Haber honrado espadas y razonablemente querer la paz. No ser codicioso de islas. No haber salido de mi biblioteca. Ser Alonso Quijano y no atreverme a ser don Quijote. Haber enseñado lo que no sé a quienes sabrán más que yo. Agradecer los dones de la luna y de Paul Verlaine. Haber urdido algún endecasílabo. Haber vuelto a contar antiguas historias. Haber ordenado en el dialecto de nuestro tiempo las cinco o seis metáforas. Haber eludido sobornos. Ser ciudadano de Ginebra, de Montevideo, de Austin y (como todos los hombres) de Roma. Ser devoto de Conrad. Ser esa cosa que nadie puede definir: argentino. Ser ciego. Ninguna de esas cosas es rara y su conjunto me depara una fama que no acabo de comprender.