Las palabras eran balas que disparaba con los dedos. Acariciaba las teclas de la máquina de escribir con delicadeza y pasión. Vertía sus emociones, sus desgracias, sus alegrías, sus dolores, todas en una blanca hoja de papel. La tinta nunca dejaba de correr. Mayúsculas y minúsculas. Puntos, comas y acentos. Letras, números y símbolos. Un teclado completo para experimentar. Combinaciones de letras, de palabras, de sentimientos, de ideas. Un libro o un poema. Una canción o una novela. Un ensayo o un sólo verso. El escribía y tecleaba, y tecleaba y escribía. Escribía para sí. Escribía para todos. Escribía para ella, sobre todo. Y tecleaba y escribía. Y sus dedos no cansaban. Su lírica no dormía. La prosa que antes sostenía. El epíteto que añoraba. Y sus lágrimas palabras. Y su sangre tinta en verso. El latir de su corazón marca el ritmo del tecleo. Y escribía y tecleaba. Mente llena de problemas, de ideas, de emociones, de fantasía. La realidad se torna inefable. Las palabras aún fluyen. Los sentimientos se escabullen y se esconden en una rima. Ella se disfraza en papel de apología. Y tecleaba y escribía, y escribía y tecleaba.