Antes,
sus gritos eran hachazos.
Sus pasos,
tala indiscriminada.
Ahora,
arrodillado ante los tocones,
les ofrece abono
como disculpa.
Su hacha está rota
—igual que su orgullo—.
En su lugar,
usa tijeras de tinta:
podará con versos
las ramas enfermas,
injertará sueños
donde solo quedó corteza muerta.
Se ha vuelto jardinero.
Hasta de sí mismo:
cortó sus hojas venenosas,
desenredó la hiedra
que estrangulaba sus rosas.
Y aunque sabe
que los árboles caídos
no se levantan,
riega la tierra
por si las raíces
aún recuerdan
cómo ser semilla.
Mel Zalewsky.