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Un día estaré muerta, blanca como la nieve,
dulce como los sueños en la tarde que llueve.

Un día estaré muerta, fría como la piedra,
quieta como el olvido, triste como la hiedra.

Un día habré logrado el sueño vespertino,
el sueño bien amado donde acaba el camino.

Un día habré dormido con un sueño tan largo
que ni tus besos puedan avivar el letargo.

Un día estaré sola, como está la montaña
entre el largo desierto y la mar que la baña.

Será una tarde llena de dulzuras celestes,
con pájaros que callan, con tréboles agrestes.

La primavera, rosa, como un labio de infante,
entrará por las puertas con su aliento fragante.

La primavera rosa me pondrá en las mejillas
-¡la primavera rosa!- dos rosas amarillas...

La primavera dulce, la que me puso rosas
encarnadas y blancas en las manos sedosas.

La primavera dulce que me enseñara a amarte,
la primavera misma que me ayudó a lograrte.

¡Oh la tarde postrera que imagino yo muerta
como ciudad en ruinas, milenaria y desierta!

¡Oh la tarde como esos silencios de laguna
amarillos y quietos bajo el rayo de luna!

¡Oh la tarde embriagada de armonía perfecta:
cuán amarga es la vida! ¡Y la muerte qué recta!

La muerte justiciera que nos lleva al olvido
como al pájaro errante lo acogen en el nido.

Y caerá en mis pupilas una luz bienhechora,
la luz azul celeste de la última hora.

Una luz tamizada que bajando del cielo
me pondrá en las pupilas la dulzura de un velo.

Una luz tamizada que ha de cubrirme toda
con su velo impalpable como un velo de boda.

Una luz que en el alma musitará despacio:
la vida es una cueva, la muerte es el espacio.

Y que ha de deshacerme en calma lenta y suma
como en la playa de oro se deshace la espuma.Oh, silencio, silencio... esta tarde es la tarde
en que la sangre mía ya no corre ni arde.

Oh, silencio, silencio... en torno de mi cama
tu boca boca amada dulcemente me llama.

Oh silencio, silencio que tus besos sin ecos
se pierden en mi alma temblorosos y secos.

Oh silencio, silencio que la tarde se alarga
y pone sus tristezas en tu lágrima amarga.

Oh silencio, silencio que se callan las aves,
se adormecen las flores, se detienen las naves.

Oh silencio, silencio que una estrella ha caído
dulcemente a la tierra, dulcemente y sin ruido.

Oh silencio, silencio que la noche se allega
y en mi lecho se esconde, susurra, gime y ruega.

Oh silencio, silencio... que el Silencio me toca
y me apaga los ojos, y me apaga la boca.

Oh silencio, silencio... que la calma destilan
mis manos cuyos dedos lentamente se afilan...
He vencido al ángel del sueño, el funesto alegórico:
su gestión insistía, su denso paso llega
envuelto en caracoles y cigarras,
marino, perfumado de frutos agudos.

Es el viento que agita los meses, el silbido de un tren,
el paso de la temperatura sobre el lecho,
un opaco sonido de sombra
que cae como trapo en lo interminable,
una repetición de distancias, un vino de color confundido,
un paso polvoriento de vacas bramando.

A veces su canasto ***** cae en mi pecho,
sus sacos de dominio hieren mi hombro,
su multitud de sal, su ejército entreabierto
recorren y revuelven las cosas del cielo:
él galopa en la respiración y su paso es de beso:
su salitre seguro planta en los párpados
con vigor esencial y solemne propósito:
entra en lo preparado como un dueño:
su substancia sin ruido equipa de pronto,
su alimento profético propaga tenazmente.

Reconozco a menudo sus guerreros,
sus piezas corroídas por el aire, sus dimensiones,
y su necesidad de espacio es tan violenta
que baja hasta mi corazón a buscarlo:
él es el propietario de las mesetas inaccesibles,
él baila con personajes trágicos y cotidianos:
de noche rompe mi piel su ácido aéreo
y escucho en mi interior temblar su instrumento.

Yo oigo el sueño de viejos compañeros y mujeres amadas,
sueños cuyos latidos me quebrantan:
su material de alfombra piso en silencio,
su luz de amapola muerdo con delirio.

Cadáveres dormidos que a menudo
danzan asidos al peso de mi corazón,
qué ciudades opacas recorremos!
Mi pardo corcel de sombra se agiganta,
y sobre envejecidos tahúres, sobre lenocinios de escaleras
gastadas,
sobre lechos de niñas desnudas, entre jugadores de football,
del viento ceñidos pasamos:
y entonces caen a nuestra boca esos frutos blandos del cielo,
los pájaros, las campanas conventuales, los cometas:
aquel que se nutrió de geografía pura y estremecimiento,
ése tal vez nos vio pasar centelleando.

Camaradas cuyas cabezas reposan sobre barriles,
en un desmantelado buque prófugo, lejos,
amigos míos sin lágrimas, mujeres de rostro cruel:
la medianoche ha llegado, y un gong de muerte
golpea en torno mío como el mar.
Hay en la boca el sabor, la sal del dormido.
Fiel como una condena a cada cuerpo
la palidez del distrito letárgico acude:
una sonrisa fría, sumergida,
unos ojos cubiertos como fatigados boxeadores,
una respiración que sordamente devora fantasmas.

En esa humedad de nacimiento, con esa proporción tenebrosa,
cerrada como una bodega, el aire es criminal:
las paredes tienen un triste color de cocodrilo,
una contextura de araña siniestra:
se pisa en lo blando como sobre un monstruo muerto:
las uvas negras inmensas, repletas,
cuelgan de entre las ruinas como odres:
oh Capitán, en nuestra hora de reparto
abre los mudos cerrojos y espérame:
allí debemos cenar vestidos de luto:
el enfermo de malaria guardará las puertas.

Mi corazón, es tarde y sin orillas,
el día como un pobre mantel puesto a secar
oscila rodeado de seres y extensión:
de cada ser viviente hay algo en la atmósfera:
mirando mucho el aire aparecerían mendigos,
abogados, bandidos, carteros, costureras,
y un poco de cada oficio, un resto humillado
quiere trabajar su parte en nuestro interior.
Yo busco desde antaño, yo examino sin arrogancia,
conquistado, sin duda, por lo vespertino.
Cómo surges de antaño, llegando,
encandilada, pálida estudiante,
a cuya voz aún piden consuelo
los meses dilatados y fijos.

Sus ojos luchaban como remeros
en el infinito muerto
con esperanza de sueño y materia
de seres saliendo del mar.

De la lejanía en donde
el olor de la tierra es otro
y lo vespertino llega llorando
en forma de oscuras amapolas.

En la altura de los días inmóviles
el insensible joven diurno
en tu rayo de luz se dormía
afirmado como en una espada.

Mientras tanto crece a la sombra
del largo transcurso en olvido
la flor de la soledad, húmeda, extensa,
como la tierra en un largo invierno.
Lino Althaner Nov 2011
La cercanía de las cosas
las piedras las hojas
los grillos cantores
los arcos del viento que acarician
las cuerdas del bosque

mientras canta el poeta imposible
a unos cuantos que escuchan más bien tristes
distraídos y dudosos
reposa el oboe vespertino
en la cercanía de las cosas.
En alto risco de la oscura falda
Al viento un árbol su ramaje inclina,
Y el campo, entre la calma vespertina,
Tiene un verde sombrío de esmeralda.

Brilla ancha ceja de zafiro y gualda
En el poniente, sobre gris neblina,
Y el sol, para morir, más se ilumina,
Y en rojos arreboles se enguirnalda.

Desde el río, al rumor de la floresta,
Subiendo van, de campesina fiesta
Cantos alegres y animadas voces;

Y al resplandor del cielo, azul y puro,
Se ven brillar entre el trigal maduro,
Como vivos relámpagos, las hoces.
Jerezanas, paisanas,
institutrices de mi corazón,
buenas mujeres y buenas cristianas...
Os retrató la señora que dijo:
«Cuando busque mi hijo
a su media naranja,
lo mandaré vendado hasta Jerez».
Porque jugando a la gallina ciega
con vosotras, el jugador
atrapa una alma linda y una púdica tez.
Jerezanas,
os debo mis virtudes católicas y humanas,
porque en el otro siglo, en vuestro hogar,
en los ceremoniosos estrados me eduqué,
velándome de amor, como las frentes
se velaban debajo del tupé.
Acababan de irse
la polisión y la crinolina,
pero alcancé las caudalosas colas
que alargan el imán del ave femenina
de las cinturas hasta las consolas.
Así se reveló, por las colas profusas,
mi cordial abundancia,
y también por los moños enormes que en mi infancia
trocaban a las plantas bizantinas
en rodel de palomas capuchinas.
  Jerezanas,
  genio y figura
  del tiempo en que los ávidos pimpollos
  teníamos, de pie,
  la misma clementísima estatura
  que tenía, sentada, nuestra Fe.
Jerezanas,
traslúcidas y beatas dentaduras
en que se filtra el sol, creando en cada boca
las atmósferas claroscuras
en que el Cielo y la Tierra se dan cita
y en que es visitada Bernardita.
Jerezanas,
de quien aprendí a ser generoso,
mirando que la mano anacoreta
era la propia que en la feria anual
aplaudía en el coso
y apostaba columnas de metal
en el escándalo de la ruleta.
Jerezanas,
grito y mueca de azoro
a las tres de la tarde, por el humor del toro
que en la sala se cuela babeando, y está
como un inofensivo calavera
ante la señorita tumbada en el sofá.
Jerezanas,
panes benditos,
por vosotras, el Miércoles de Ceniza, simula
el pueblo una gran frente llena de Jesusitos.
Jerezanas,
abísmase mi ser
en las aguas de la misericordia
al evocar la máquina de coser
que al impulso de vuestra zapatilla,
sobre mi vocación y vuestros linos
enhebraba una bastilla.
Dios quiera que esté salvada
la máquina de acústicos galopes,
por la cual fue mi ayer melódica jornada
y un sobresalto mi vida
ante los pulcros dedos hacendosos
resbalando a la aguja empedernida.
Jerezanas,
he visto el menoscabo
de los bucles que alabo,
de los undosos bucles
que enjugaron sin mofa mis pucheros,
de los bucles rielantes,
cabrilleo lunar, blanco de la llovizna
y trono de los lápices caseros;
he visto revolar la última brizna
de vuestras gracias proverbiales;
he visto deformada vuestra hermosura
por todas las dolencias y por todos los males;
he visto el manicomio en que murmura
vuestra cabeza rota sus delirios;
he visto que os ganáis
el pan con las agujas a la luz del quinqué;
he sido el centinela de vuestros cuatro cirios;
pero ninguna chanza del presente
logra desprestigiaros, porque sois el tupé,
los moños capuchinos y la gruta de Lourdes
de la boca indulgente.Jerezanas,
colibríes de tápalo y quitasol,
que vagabundas en la gloria matutina
paraban junto a mis rejas,
por espiar la joyante canción de mi madrina
rememorando a Serafín Bemol:
«Si soy la causa de lo que escucho,
amigo mío, lo siento mucho...»
Jerezanas,
a cuyos rostros que nimbaba el denso
vapor estimulante de la sopa,
el comensal airado y desairado
disparaba el suspiro a quemarropa.
Jerezanas,
que al cumplir con la ley
de la anual comunión, miráis a la primera
golondrina de marzo en la Casa del Rey
de los Reyes; la párvula golondrina que entró
a enseñarnos su pecho de mamey.
Jerezanas,
cuyo heroico destino
desemboca en la iglesia y lucha con el vino,
vistiendo santos
o desvistiendo ebrios, con la misma
caridad de los cantos
que os hinchan las arterias en el cuello.
Jerezanas,
briosas cual el galope que me llenó de espantos
al veros devorar la llanura y el río
sobre el raudo señorío
del albardón de las abuelas;
erguidas como la araucaria,
y débiles como el futuro
de un huevecillo de canaria.
Jerezanas,
cuando el sol vespertino amorate
vuestros vidrios, y os heléis
en el diario silencio del inútil combate,
tomad las flechas de mi vida
como hilas del pañuelo de un hermano
para curar vuestra herida
según la vieja usanza,
y para abrigar el nido
del pájaro consentido.
Jerezanas,
yo aspiro a ser el casto reyezuelo
de los días en que os sentí
probadas por el Cielo
Marchitas, locas o muertas,
sois las ondas del manantial
que ondula arriba de lo temporal,
y en el eterno friso de mi alma
cada paisana mía se eslabona
como la letra de la Virgen:
encima de una nube y con una corona.
Cerrado el horizonte hasta mi puerta
y ni menta ni cardo en el camino.
Yo me decía a solas: ¡el destino!
callé mis truenos y tendime a muerta.

En el silencio al fin hubo una incierta,
mínima melodía, casi un trino
de agua o de flauta, en el vespertino
palor como de tierna aurora alerta.

Y llegó, ah, llegó lo inesperado
y lo irreal. El ensueño no soñado,
la libertad de alondras y laureles.

En el umbral de paz reconquistada,
oteo, sin terror en la mirada
hambrientos tigres, jerifaltes crueles.
Retorno de tal sueño hacia la playa,
realizado mi afán. La tierra invoca
su ley que mis empeños desvirtúa.
Oigo el grito del mar que me penetra,
y ansia de paz perenne me extenúa.

¡El mar!, ¡el mar!, ¡el mar!, ¡ambiguo y
fuerte!
Su espuma brinda a mi ruindad su imperio
en astillas de mástiles fallidos.
Ráfagas de misterio...
Monstruos inconocidos...

¿No brilla, entre la niebla, Acuarimántima?
¿No se oye limpia, trémula canción
que pueda, en el aliento desvaído,
sonar, aletargar el corazón
y pasar?

No se oye nada.
Silencio y bruma, soplos de lo arcano.
La luz mentira, la canción mentira.
Solo el rumor de un vago viento vano
volando en los velámenes expira.

La noche adviene, de mortuorio emblema.
Retumba en mi recuerdo mi alarido,
mi estéril tiempo en mi inquietud suprema.
El trágico dolor ha concluido.
Yo soy Maín, el héroe del poema.

Florece el cielo en gajos de luceros,
y querubes de vuelos melodiosos
revuelan de luceros a luceros.

Y no decir, y no tener palabras
tan llenas de tu goce vespertino
y tu sueño nupcial, ¡oh campesino
que cruzas con tus carros rechinantes!
En tu ilusión un hálito divino
te ha poblado de niños los instantes.

Y ver, desde esta cima de ternura
y valeroso amor, en toda cosa
el Enigma, el Enigma Invïolado.
¡Oh carne!, y tú destilas el pecado,
y... y...

¡El enigma por siempre invïolado!
Y por toda verdad, saber ahora
que brilla el mar, que el monte se estremece,
que fulge Sirio en el confín lejano;
y que, al frustrarse el giro de mi vida,
al giro de la suya grana el grano.
La luz mentira. La canción mentira.

Que fui por los instintos inmolado
ante el ara de un dios; que un soplo frío
de lóbrego misterio he suscitado:
que un dolor nuevo está en el plectro mío
y el plectro en el dolor purificado.
Lúgubre viento sopla entre los juncos;
los juncos gimen bajo el viento rudo.
Cantan en el crepúsculo.
Noche, madre sombría,
de nubes negras y relámpagos ágiles,
cuyos gritos de luz al mar doblegan:
Menesteroso de silencio, pido
tres palmos de la orilla
desolada,
de donde pueda regresar sencilla,
como un fuego marino, la mirada.

Nublada debo de tenerla ahora,
mientras el mar castiga sus lebreles,
si tú piensas la angustia de una estrella
-viento del norte la desprende el oro-
y yo, sin los resabios
del camino,
en un beso feliz, añejo vino,
dulce soplo de brisa entre los labios.

En el mismo sendero son viadores
un límpido crepúsculo de luna
y el pájaro fugaz de la tormenta.
Para un mismo viajero
se divide en jornadas el camino,
porque pasan la aurora y el copo del lucero
vespertino
en un solo sendero.

Noche, madre sombría:
Cuando llegue el minuto ***** de mi borrasca,
hazme sufrirlo aquí, junto a la orilla
del agua amarga.
Que, si me vienen ganas de llorar,
quiero tener azules las ideas
y en mis palabras el sonar
de las mareas.
Oh pastor, no prosigas por ese agrio camino
Los saltos de esa cabra. Déjala. En la ladera
Ande nos da el estío morada placentera,
Tu esperar es inútil al fulgor vespertino.

Quedémonos. Tendremos higos rojos y vino.
Labra de despertamos la aurora en la ribera.
Habla paso. Los Dioses nos hallaran doquiera,
Hécate esta mirándonos con su mirar divino.

En aquel antro oscuro donde el viento se agita,
El Sátiro, demonio de estos sitios, habita;
Salir podría acaso si oye nuestras palabras.

¿No escuchas en sus labios cantar el caramillo?
Es él. Sus dobles cuernos lucen dorado brillo,
Y al claro de la luna danzar hace mis cabras.
No quiero verlos, oye. Llévate esos clisés,
Que copian, según dices, nuestra vida y su historia.
Mis recuerdos, más bellos, están en mi memoria.
Como evocarlos quieres tanto tiempo después,
Habrás de evaporarlos... Llévate esos clisés,
Donde todo se achica, se esfuma, y el pasado,
Si surge, es despojado
De su color y música, de su encanto y su aroma,
Mientras que impertinente detalle vida toma
Con visible importancia de relieve cruel.
Mi memoria es más fiel
Aunque a veces olvida. Tal vez ha confundido
Las líneas, o un contorno no está bien definido;
Pero siempre el recuerdo, que a veces trae llanto,
Le ha dado a mi memoria como imborrable encanto;
Conserva mis placeres, cuanto ha sido mi anhelo,
Y al menor llamamiento, con toda su dulzura,
Ante los ojos míos los tiende, con la altura
De su radiante cielo.
Y las horas felices que vivir ansío
Me las das, si lo quiero, pues todo lo ha guardado:
El acre olor del bosque, de aquel bosque sombrío
De pinos en la playa que nos dejó embriagado
El corazón; el viento que se llevó en la duna
Nuestros besos, al claro de la naciente luna;
La aldeíta, el estrecho recodo del camino
En donde disputamos al fulgor vespertino;
Nuestro largo regreso;
Y como yo con modos fingidos o reales
Te regañaba, el tiempo que empleaste ex profeso
Comprando bagatelas y tarjetas postales;
Después, perdón y llanto, la entrada a la capilla
Con aroma de incienso, nuestra casa sencilla;
En tardes de verano, bajo cielo violeta,
Nuestros largos paseos en veloz bicicleta;
Nuestros cantos y gritos, nuestras horas sombrías;
Y por el campo, aquellas alegres correrías...
Todo eso mi memoria, con imborrable acopio
De recuerdos, me vuelve, recuerdos de otros días...
¿No piensas que ella vale más que tu
estereoscopio?...

¿No piensas qué lo tuyo semeja cosa trunca,
Esos blancos y negros, conjunto deslustrado
De ataúdes en donde vivo quedó el pasado
Y de donde a la vida no ha de salir ya nunca?
Habrás de mostrar esos sarcófagos sombríos
En donde nuestros días se encuentran prisioneros,
Y dirán tus amigos con rostros placenteros:
«¡Qué grande vuestra playa, qué campos y
qué ríos,
Y qué árboles teníais! ¿solos en esta aldea
Vivisteis?». Para luego reír a costa mía
De mi torpe apostura. ¡Que eso tu encanto sea!

Tú diviértete, y hazlos que vivan nuestro viaje;
Mas todos esos sitios y muros y paisaje
Que tan feliz me hicieron y que guardo en la mente,
Cuadros en donde surges con aire indiferente,
Y siempre aire placentero,
Guárdalos sin mostrármelos, porque verlos no quiero.
De otras bellas imágenes mi mente está repleta,
Y me interesan más...
Tus clisés no me importan. El recuerdo es poeta,
Pero ¡por Dios! No lo hagas historiador jamás.
Jesucristo es el buen Samaritano:
yo estaba malherido en el camino,
y con celo de hermano,
ungió mis llagas con aceite y vino;
después, hacia el albergue, no lejano,
me llevó de la mano,
en medio del silencio vespertino.

Llegados, apoyé con abandono
mi cabeza en su seno,
y Él me dijo muy quedo: «Te perdono
tus pecados, ve en paz; sé siempre bueno
y búscame: de todo cuanto existe
yo soy el manantial, el ígneo centro...»
Y repliqué, muy pálido y muy triste:
«¿Señor, a qué buscar si nada encuentro?
¡Mi fe se me murió cuando partiste,
y llevo su cadáver aquí dentro!

»Estando Tú conmigo viviría...
Mas tu verbo inmortal todo lo puede:
dila que surja en la conciencia mía,
resucítala, ¡oh Dios, era mi guía!»

Y Jesucristo respondió: «Ya hiede».
Como un enorme tajo corta el monte la zanja
Que de la serranía lleva el agua al molino,
Y entre las altas rocas y el cielo vespertino
Destella de arreboles una encendida franja.

Dora un fulgor intenso de color de naranja
El trigal; hay aromas de huerto campesino;
Y como roja mancha, lejos, junto al camino,
Asoma entre eucaliptos el techo de una granja.

El trabajo del día terminado en la siega,
Van, lentos, y seguidos del gañán, por la vega,
Ya sin yugo los bueyes al conocido pozo;

Y a la luz de la tarde, repleto de gavillas
De trigo, avanza un carro; y el carro es alborozo
De cantares y música bajo rojas sombrillas.
Con los brazos cruzados, con sus cofias de lino,
Y de lana vestidas, o sencilla percala,
Las mujeres, de hinojos, junto a la vieja cala,
Mirando están las olas bajo el sol vespertino.

Y sin temor los hombres a vendaval marino,
Con todos los de Audierne, de Paimpol y Caneala,
Hacia el Norte partieron, para remota escala.
¡De cuántos ese día será el final destino!

Y sobre el oleaje que en  la costa se estrella,
Un canto va subiendo para invocar la Estrella
Del mar, que cual consuelo fulgura esplendorosa;

Y el Ángelus, de pronto, que esas frentes inclina,
De torre en torre vuela, de colina  en colina,
Y se extingue en el cielo de azul pálido y rosa.

— The End —