Las nubes se arrodillan
sobre la ciudad de granito,
donde los árboles son estatuas
y las rocas
—negras—
lucen corbatas de asfalto.
Ellos huyeron:
esas almas con miedo a mojarse
se esconden en cuevas de cemento,
en casas que, aunque llenas de gente,
tienen el mismo vacío
que los buzones sin cartas.
Pero los cristales...
esas pupilas transparentes
que se niegan a usar cortinas,
ansían besar a la lluvia,
beber los relámpagos,
dejarse desvestir
por los truenos.
Los faroles parpadean
como luciérnagas ancianas.
Las banquetas se hacen cunas
para el viento cansado
que pide permiso
para dormir.
Las calles son ríos de tinta,
las avenidas —arroyos
que arrastran poemas
nunca recitados—.
Las tuberías gimen:
son venas de hierro fundido
que llevan el dolor
en placebo de agua sucia.
Solo unos pocos
—los que no temen
a las sombrillas rotas—
saben que la lluvia
es el único abrazo
que disfraza lágrimas
sin pedir explicaciones.
Ellos entienden:
es mejor el frío honesto
que el calor mentiroso
de una casa
con rejas en las ventanas
y telarañas
en el timbre.
La lluvia es nuestra cómplice.
Nosotros, los despiertos,
esperamos su llegada
como otros esperan el sol.
Porque nuestro día
comienza cuando la luna
—esa sonámbula perfecta—
se recuesta en el cielo
y todas las estrellas
se hacen gotas.
Mel Zalewsky