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Roland Dulwich Dec 2011
Como revuelven las hojas
en el suspiro de la penumbra.
Las risas cursan como los ríos
que desaparecen en el mar.  
Las calles se envejecen con
cada minuto infinito. El viento
sopla sombras oscuras y gotas de
rocío cristalinas, a las rejas puntadas
en filas como tantas lanzas. Y el entorno
reverbera con llantos callados mientras
que el mundo revuelve como las mujeres
antiguas que en lotes vacios juntan pábulo.
Ella amará a otro hombre.
Yo voy lejos, andando hacia el olvido.
Y puede suceder que alguien me nombre,
pero ella fingirá no haber oído.

Ella amará a otro hombre:
el tiempo pasa y el amor finaliza,
y es natural que lo que fue una brasa
acabe convirtiéndose en ceniza.

Aunque nadie lo quiera,
envejecen las vidas y las cosas,
y es natural también que en primavera
los rosales den rosas.

Es natural. Por eso,
ella amará a otro hombre, y está bien.
No sé si ya olvidó mi último beso,
ni me importa con quién.

Pero quizás, un día,
oyendo una canción,
sentirá que esa vieja melodía
le cambia el ritmo de su corazón.

O será algún vestido
que yo le conocí,
o el olor del jardín cuando ha llovido,
pero algún día ha de pensar en mí.

O puede ser un gesto,
un modo de mirar,
o ciertas calles, o un botón mal puesto,
o una hoja seca que voló al azar.

Y de alguna manera
tendrá que recordarme, sin querer,
escuchando unos pasos en la acera
como los míos al atardecer.

Será en algún momento,
no importa cuándo o dónde, aquí o allá,
porque el amor, por parecerse al viento,
parece que se ha ido y no se va.

Y si en ese momento ella suspira
y él pregunta por qué,
le tendrá que inventar una mentira
para que nunca sepa por qué fue.

Y él no verá esa huella,
eso tan mío en lo que ya perdí;
y, aunque la pueda amar más que yo a ella,
ella no podrá amarlo más que a mí...!
Sólo una temporada provisoria,
tatuaje de incontables tradiciones,
oscuro mausoleo donde empieza
a existir el futuro, a hacerse piedra.

Nada aquí, nada allá. Son las palabras
del mago lejanísimo y borroso.

Sin embargo, la infancia se empecina,
comienza a levantar sus inventarios,
a echar sus amplias redes para luego.
Es una isla limpia y sobre todo
fugaz, es un venero de primicias
que se van lentamente resecando.

Queda atrás como un rápido paisaje
del que persistirán sólo unas nubes,
un biombo, dos juguetes, tres racimos,
o apenas un olor, una ceniza.
Con luces queda atrás, a la intemperie,
yacente y aplazada para nunca,
sola con su aptitud irresistible
y un pudor incorpóreo, agazapado.
Para nunca aplazada, fabulosa
infancia entre sus redes extinguida.

Por algo queda atrás. Esa entrañable
cede paso al fervor, al pasmo, al fruto,
el azar hinca el diente en otra bruma,
somos los moribundos que nacemos
a la carne, a la sangre, al entusiasmo,
nos burlamos del sol, de la penumbra,
manejamos la gloria como un lápiz
y en las vírgenes tapias dibujamos
el amor y su viejo colmo, el odio,
el grito que nos pone la vergüenza
en las manos mucho antes que en la boca.

El celaje se enciende. Somos niebla
bajo el cielo compacto, insolidario,
el asombro hace cuentas y no puede
mantenernos serenos, apacibles,
somos el invasor protagonista
que hace trizas el tiempo, que hace ruido
pueril, que hace palabras, que hace pactos,
somos tan poderosos, tan eternos,
que cerramos el puño y el verano
comienza a sollozar entre los árboles.

Mejor dicho: creemos que solloza.
El verano es un.vaho, por lo tanto
no tiene ojos ni párpados ni lágrimas,
en sus tardes de atmósfera más tenue
es calor, es calor, y en las mañanas
de aire pesado, corporal, viscoso,
es calor, es calor. Con eso basta.

De todos modos cambia a las muchachas,
las ilumina, las ondula, y luego
las respira y suspira como acordes,
las envuelve en amor, las hace carne,
les pinta brazos con venitas tenues
en colores y luz complementarios,
les abre escotes para que alguien vierta
cualquier mirada, ese poderhabiente.

La vida, qué región esplendorosa.
¿Quién escruta la muerte, quién la tienta?
A la horca con él. ¿Quién piensa en esa
imposible quietud cuando es la hora
para cada uno de morder su fruta,
de usar su espejo, de gritar su grito,
de escupir a los cielos, de ir subiendo
de dos en dos todas las escaleras?

La muerte no se apura, sin embargo,
ni se aplaca. Tampoco se impacienta.
Hay tantas muertes como negaciones.
La muerte que desgarra, la que expulsa,
la que embruja, la que arde, la que agota,
la que enluta el amor, la que excrementa,
la que siega, la que usa, la que ablanda,
la muerte de arenal, la de pantano,
la de abismo, la de agua, la de almohada.

Hay tantas muertes como teologías,
pero todas se juntan en la espera.
Esa que acecha es una muerte sola.
Escarnecida, rencorosa, hueca,
su insomnio enloquecido se desploma
sobre todos los sueños, su delirio
se parece bastante a la cordura.
Muerte esbelta y rompiente, qué increíble
sirena para el Mar de los Suicidas.

No canta, pero indica, marca, alude,
exhibe sus voraces argumentos,
sus afiches turísticos, explica
por qué es tan milagrosa su inminencia,
por qué es tan atractivo su desastre,
por qué tan confortable su vacío.

No canta, pero es como si cantara.
Su demagogia negra usa palomas,
telegramas y rezos y suspiros,
sonatas para piano, arpas de herrumbre,
vitrinas del amor momificado,
relojes de lujuria que amontonan
segundos y segundos y otras prórrogas.

No canta, pero es como si cantara,
su espanto vendaval silba en la espiga,
su pregunta repica en el silencio,
su loco desparpajo exuda un réquiem
que es prado y es follaje y es almena.

Hay que volverse sordo y mudo y ciego,
sordo de amor, de amor enmudecido,
ciego de amor. Olfato, gusto y tacto
quedan para alejar la muerte y para
hundirse en la mujer, en esa ola
que es tiempo y lengua y brazos y latido,
esa mujer descanso, mujer césped,
que es llanto y rostro y siembra y apetito,
esa mujer cosecha, mujer signo,
que es paz y aliento y cábala y jadeo.

Hay que amar con horror para salvarse,
amanecer cuando los mansos dientes
muerden, para salvarse, o por lo menos
para creerse a salvo, que es bastante.
Hay que amar sentenciado y sin urgencia,
para salvarse, para guarecerse
de esa muerte que llueve hielo o fuego.

Es el cielo común, el alba escándalo,
el goce atroz, el milagroso caos,
la piel abismo, la granada abierta,
la única unidad uniyugada,
la derrota de todas las cautelas.

Hay que amar con valor, para salvarse.
Sin luna, sin nostalgia, sin pretextos,
Hay que despilfarrar en una noche
-que puede ser mil y una- el universo,
sin augurios, sin planes, sin temblores,
sin convenios, sin votos, con olvido,
desnudos cuerpo y alma, disponibles
para ser otro y otra a ras de sueño.

Bendita noche cóncava, delicia
de encontrar un abrazo a la deriva
y entrar en ese enigma, sin astucia,
y volver por el aire al aire libre,
Hay que amar con amor, para salvarse.

Entonces vienen las contradicciones
o sea la razón. El mundo existe
con manchas, sin arar, y no hay conjuro
ni fe que lo desmienta o modifique.

El manantial se seca, el árbol cae,
la sangre fluye, el odio se hace muro,
¿Es mi hermano el verdugo? Ese asesino
y dios padrastro todopoderoso,
ese señor del vómito, ese artífice
de la hecatombe, ¿puede ser mi hermano?
Surtidor de ******, profeta imbécil,
¿ése, mi prójimo?, ¿ése, el
semejante?
Sindico en todo caso de la muerte,
argumento Y proclama de la ruina,
poder y brazo ejecutor. Estiércol.

Por esta vez no he de mirar mis pasos
sino el contorno triste, calcinado.
Miro a mi sombra que está envejeciendo,
la sombra de los míos que envejecen.

El mundo existe. Con o sin sus manes,
con o sin su señal. Existe. Punto.

El mundo existe con mis ex iguales,
con mis amigos-enemigos, esos
que ya olvidé por qué se traicionaron.

Tiendo mi mano a veces y está sola
y está más sola cuando no la tiendo,
pienso en los compradores emboscados
y tengo duelo y tengo rabia y tengo
un reproche que empieza en mis lealtades,
en mis confianzas sin mayor motivo,
en mi invención del prójimo-mi-aliado.
Ni aun ahora me resigno a creerlo.

No todos son así, no todos ceden.
Tendré que repetírmelo a escondidas
y barajar de nuevo el almanaque.

Mi corazón acobardado sigue
inventando valor, abriendo créditos,
tirando cabos sólo a la siniestra,
aprendiendo a aprender, pobre aleluya,
y quién sabe, quién sabe si entre tanta
mentira incandescente, no queda algo
de verdad a la sombra. Y no es metáfora.

Nada aquí, nada allá. Son las palabras
del mago lejanísimo y borroso.

Pero ¿por qué creerle a pie juntillas?
¿En qué galaxia está el certificado?

Algo aquí, nada allá. ¿Es tan distinto?
Lo propongo debajo de mis párpados
y en mi boca cerrada.
                                      ¿Es tan distinto?
Ya sé, hay razones nítidas, famosas,
hay cien teorías sobre la derrota,
hay argumentos para suicidarse,

Pero ¿y si hay un resquicio?
                                               ¿Es
tan distinto,
tan necio, tan ridículo, tan torpe,
tener un espacioso sueño propio
donde el hombre se muera pero actúe
como inmortal?
Sólo una temporada provisoria,
tatuaje de incontables tradiciones,
oscuro mausoleo donde empieza
a existir el futuro, a hacerse piedra.

Nada aquí, nada allá. Son las palabras
del mago lejanísimo y borroso.

Sin embargo, la infancia se empecina,
comienza a levantar sus inventarios,
a echar sus amplias redes para luego.
Es una isla limpia y sobre todo
fugaz, es un venero de primicias
que se van lentamente resecando.

Queda atrás como un rápido paisaje
del que persistirán sólo unas nubes,
un biombo, dos juguetes, tres racimos,
o apenas un olor, una ceniza.
Con luces queda atrás, a la intemperie,
yacente y aplazada para nunca,
sola con su aptitud irresistible
y un pudor incorpóreo, agazapado.
Para nunca aplazada, fabulosa
infancia entre sus redes extinguida.

Por algo queda atrás. Esa entrañable
cede paso al fervor, al pasmo, al fruto,
el azar hinca el diente en otra bruma,
somos los moribundos que nacemos
a la carne, a la sangre, al entusiasmo,
nos burlamos del sol, de la penumbra,
manejamos la gloria como un lápiz
y en las vírgenes tapias dibujamos
el amor y su viejo colmo, el odio,
el grito que nos pone la vergüenza
en las manos mucho antes que en la boca.

El celaje se enciende. Somos niebla
bajo el cielo compacto, insolidario,
el asombro hace cuentas y no puede
mantenernos serenos, apacibles,
somos el invasor protagonista
que hace trizas el tiempo, que hace ruido
pueril, que hace palabras, que hace pactos,
somos tan poderosos, tan eternos,
que cerramos el puño y el verano
comienza a sollozar entre los árboles.

Mejor dicho: creemos que solloza.
El verano es un.vaho, por lo tanto
no tiene ojos ni párpados ni lágrimas,
en sus tardes de atmósfera más tenue
es calor, es calor, y en las mañanas
de aire pesado, corporal, viscoso,
es calor, es calor. Con eso basta.

De todos modos cambia a las muchachas,
las ilumina, las ondula, y luego
las respira y suspira como acordes,
las envuelve en amor, las hace carne,
les pinta brazos con venitas tenues
en colores y luz complementarios,
les abre escotes para que alguien vierta
cualquier mirada, ese poderhabiente.

La vida, qué región esplendorosa.
¿Quién escruta la muerte, quién la tienta?
A la horca con él. ¿Quién piensa en esa
imposible quietud cuando es la hora
para cada uno de morder su fruta,
de usar su espejo, de gritar su grito,
de escupir a los cielos, de ir subiendo
de dos en dos todas las escaleras?

La muerte no se apura, sin embargo,
ni se aplaca. Tampoco se impacienta.
Hay tantas muertes como negaciones.
La muerte que desgarra, la que expulsa,
la que embruja, la que arde, la que agota,
la que enluta el amor, la que excrementa,
la que siega, la que usa, la que ablanda,
la muerte de arenal, la de pantano,
la de abismo, la de agua, la de almohada.

Hay tantas muertes como teologías,
pero todas se juntan en la espera.
Esa que acecha es una muerte sola.
Escarnecida, rencorosa, hueca,
su insomnio enloquecido se desploma
sobre todos los sueños, su delirio
se parece bastante a la cordura.
Muerte esbelta y rompiente, qué increíble
sirena para el Mar de los Suicidas.

No canta, pero indica, marca, alude,
exhibe sus voraces argumentos,
sus afiches turísticos, explica
por qué es tan milagrosa su inminencia,
por qué es tan atractivo su desastre,
por qué tan confortable su vacío.

No canta, pero es como si cantara.
Su demagogia negra usa palomas,
telegramas y rezos y suspiros,
sonatas para piano, arpas de herrumbre,
vitrinas del amor momificado,
relojes de lujuria que amontonan
segundos y segundos y otras prórrogas.

No canta, pero es como si cantara,
su espanto vendaval silba en la espiga,
su pregunta repica en el silencio,
su loco desparpajo exuda un réquiem
que es prado y es follaje y es almena.

Hay que volverse sordo y mudo y ciego,
sordo de amor, de amor enmudecido,
ciego de amor. Olfato, gusto y tacto
quedan para alejar la muerte y para
hundirse en la mujer, en esa ola
que es tiempo y lengua y brazos y latido,
esa mujer descanso, mujer césped,
que es llanto y rostro y siembra y apetito,
esa mujer cosecha, mujer signo,
que es paz y aliento y cábala y jadeo.

Hay que amar con horror para salvarse,
amanecer cuando los mansos dientes
muerden, para salvarse, o por lo menos
para creerse a salvo, que es bastante.
Hay que amar sentenciado y sin urgencia,
para salvarse, para guarecerse
de esa muerte que llueve hielo o fuego.

Es el cielo común, el alba escándalo,
el goce atroz, el milagroso caos,
la piel abismo, la granada abierta,
la única unidad uniyugada,
la derrota de todas las cautelas.

Hay que amar con valor, para salvarse.
Sin luna, sin nostalgia, sin pretextos,
Hay que despilfarrar en una noche
-que puede ser mil y una- el universo,
sin augurios, sin planes, sin temblores,
sin convenios, sin votos, con olvido,
desnudos cuerpo y alma, disponibles
para ser otro y otra a ras de sueño.

Bendita noche cóncava, delicia
de encontrar un abrazo a la deriva
y entrar en ese enigma, sin astucia,
y volver por el aire al aire libre,
Hay que amar con amor, para salvarse.

Entonces vienen las contradicciones
o sea la razón. El mundo existe
con manchas, sin arar, y no hay conjuro
ni fe que lo desmienta o modifique.

El manantial se seca, el árbol cae,
la sangre fluye, el odio se hace muro,
¿Es mi hermano el verdugo? Ese asesino
y dios padrastro todopoderoso,
ese señor del vómito, ese artífice
de la hecatombe, ¿puede ser mi hermano?
Surtidor de ******, profeta imbécil,
¿ése, mi prójimo?, ¿ése, el
semejante?
Sindico en todo caso de la muerte,
argumento Y proclama de la ruina,
poder y brazo ejecutor. Estiércol.

Por esta vez no he de mirar mis pasos
sino el contorno triste, calcinado.
Miro a mi sombra que está envejeciendo,
la sombra de los míos que envejecen.

El mundo existe. Con o sin sus manes,
con o sin su señal. Existe. Punto.

El mundo existe con mis ex iguales,
con mis amigos-enemigos, esos
que ya olvidé por qué se traicionaron.

Tiendo mi mano a veces y está sola
y está más sola cuando no la tiendo,
pienso en los compradores emboscados
y tengo duelo y tengo rabia y tengo
un reproche que empieza en mis lealtades,
en mis confianzas sin mayor motivo,
en mi invención del prójimo-mi-aliado.
Ni aun ahora me resigno a creerlo.

No todos son así, no todos ceden.
Tendré que repetírmelo a escondidas
y barajar de nuevo el almanaque.

Mi corazón acobardado sigue
inventando valor, abriendo créditos,
tirando cabos sólo a la siniestra,
aprendiendo a aprender, pobre aleluya,
y quién sabe, quién sabe si entre tanta
mentira incandescente, no queda algo
de verdad a la sombra. Y no es metáfora.

Nada aquí, nada allá. Son las palabras
del mago lejanísimo y borroso.

Pero ¿por qué creerle a pie juntillas?
¿En qué galaxia está el certificado?

Algo aquí, nada allá. ¿Es tan distinto?
Lo propongo debajo de mis párpados
y en mi boca cerrada.
                                      ¿Es tan distinto?
Ya sé, hay razones nítidas, famosas,
hay cien teorías sobre la derrota,
hay argumentos para suicidarse,

Pero ¿y si hay un resquicio?
                                               ¿Es
tan distinto,
tan necio, tan ridículo, tan torpe,
tener un espacioso sueño propio
donde el hombre se muera pero actúe
como inmortal?
Cuando resido en este país que no sueña
cuando vivo en esta ciudad sin párpados
donde sin embargo mi mujer me entiende
y ha quedado mi infancia y envejecen mis padres
y llamo a mis amigos de vereda a vereda
y puedo ver los árboles desde mi ventana
olvidados y torpes a las tres de la tarde
siento que algo me cerca y me oprime
como si una sombra espesa y decisiva
descendiera sobre mí y sobre nosotros
para encubrir a ese alguien que siempre afloja
el viejo detonador de la esperanza.

Cuando vivo en esta ciudad sin lágrimas
que se ha vuelto egoísta de puro generosa
que ha perdido su ánimo sin haberlo gastado
pienso que al fin ha llegado el momento
de decir adiós a algunas presunciones
de alejarse tal vez y hablar otros idiomas
donde la indiferencia sea una palabra obsena.

Confieso que otras veces me he escapado.
Diré ante todo que me asomé al Arno
que hallé en las librerías de Charing Cross
cierto Byron firmado por el vicario Bull
en una navidad de hace setenta años.
Desfilé entre los borrachos de Bowery
y entre los Brueghel de la Pinacoteca
comprobé cómo puede trastornarse
el equipo sonoro del Chateau de Langeais
explicando medallas e incensarios
cuando en verdad había sólo armaduras.

Sudé en Dakar por solidaridad
vi turbas galopando hasta la Monna Lisa
y huyendo sin mirar a Botticelli
vi curas madrileños abordando a rameras
y en casa de Rembrandt turistas de Dallas
que preguntaban por el comedor
suecos amontonados en dos metros de sol
y en Copenhague la embajada rusa
y la embajada norteamericana
separadas por un lindo cementerio.

Vi el cadáver de Lídice cubierto por la nieve
y el carnaval de Río cubierto por la samba
y en Tuskegee el rabioso optimismo de los negros
probé en Santiago el caldillo de congrio
y recibí el Año Nuevo en Times Square
sacándome cornetas del oído.

Vi a Ingrid Bergman correr por la Rue Blanche
y salvando las obvias diferencias
vi a Adenauer entre débiles aplausos vieneses
vi a Kruschev saliendo de Pennsylvania Station
y salvando otra vez las diferencias
vi un toro de pacífico abolengo
que no quería matar a su torero.
Vi a Henry Miller lejos de sus trópicos
con una insolación mediterránea
y me saqué una foto en casa de Jan Neruda
dormí escuchando a Wagner en Florencia
y oyendo a un suizo entre Ginebra y Tarascón
vi a gordas y humildes artesanas de Pomaire
y a tres monjitas jóvenes en el Carnegie Hall
marcando el jazz con negros zapatones
vi a las mujeres más lindas del planeta
caminando sin mí por la Vía Nazionale.

Miré
admiré
traté de comprender
creo que en buena parte he comprendido
y es estupendo
todo es estupendo
sólo allá lejos puede uno saberlo
y es una linda vacación
es un rapto de imágenes
es un alegre diccionario
es una fácil recorrida
es un alivio.

Pero ahora no me quedan más excusas
porque se vuelve aquí
siempre se vuelve.
La nostalgia se escurre de los libros
se introduce debajo de la piel
y esta ciudad sin párpados
este país que nunca sueña
de pronto se convierte en el único sitio
donde el aire es mi aire
y la culpa es mi culpa
y en mi cama hay un pozo que es mi pozo
y cuando extiendo el brazo estoy seguro
de la pared que toco o del vacío
y cuando miro el cielo
veo acá mis nubes y allí mi Cruz del Sur
mi alrededor son los ojos de todos
y no me siento al margen
ahora ya sé que no me siento al margen.

Quizá mi única noción de patria
sea esta urgencia de decir Nosotros
quizá mi única noción de patria
sea este regreso al propio desconcierto.
Ama tu verso, y ama sabiamente tu vida,
la estrofa que más vive, siempre es la más vivida.
Un mal verso supera la más perfecta prosa,
aunque en prosa y en verso digas la misma cosa.

Así como el exceso de virtud hace el vicio,
el exceso de arte llega a ser artificio.
Escribe de tal modo que te entienda la gente,
igual si es ignorante que si es indiferente.

Cumple la ley suprema de desdeñarlas todas,
sobre el cuerpo desnudo no envejecen las modas.
Y sobre todo, en arte y vida, sé diverso,
pues sólo así tu mente revivirá en tu verso.
El sueño castigado se queda
en el sueño de sí mismo, no
pendula su espanto.
¿A dónde irá con su memoria?
Entre árboles busca
una sombra verdadera
en esta duración. El sueño
era otros y es otro hoy que otros
lo niegan o creen que no existió.
No quiere encuentros falsos
y contempla su cara en un espejo
que se detuvo y guardó
fulgores que no envejecen
mañana.

— The End —