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Yo hago la noche del soldado, el tiempo del hombre sin melancolía ni exterminio, del tipo tirado lejos por el
océano y una ola, y que no sabe que el agua amarga lo ha separado y que envejece, paulatinamente y sin miedo, dedicado a lo
normal de la vida, sin cataclismos, sin ausencias, viviendo dentro de su piel y de su traje, sinceramente oscuro. Así, pues, me veo
con camaradas estúpidos y alegres, que fuman y escupen y horrendamente beben, y que de repente caen, enfermos de muerte. Porque
dónde están la tía, la novia, la suegra, la cuñada del soldado? Tal vez de ostracismo o de malaria mueren,
se ponen fríos, amarillos y emigran a un astro de hielo, a un planeta fresco, a descansar, al fin, entre muchachas y frutas
glaciales, y sus cadáveres, sus pobres cadáveres de fuego, irán custodiados por ángeles alabastrinos a dormir
lejos de la llama y la ceniza.
Por cada día que cae, con su obligación vesperal de sucumbir, paseo, haciendo una guardia innecesaria, y paso entre
mercaderes mahometanos, entre gentes que adoran la vaca y la cobra, paso yo, inadorable y común de rostro. Los meses no son
inalterables, y a veces llueve: cae del calor del cielo una impregnación callada como el sudor, y sobre los grandes
vegetales, sobre el lomo de las bestias feroces, a lo largo de cierto silencio, estas plumas húmedas se entretejen y alargan. Aguas de
la noche, lágrimas del viento monzón, saliva salada caída como la espuma del caballo, y lenta de aumento, pobre de
salpicadura, atónita de vuelo.
Ahora, dónde está esa curiosidad profesional, esa ternura abatida qué sólo con su reposo abría brecha, esa
conciencia resplandeciente cuyo destello me vestía de ultra azul? Voy respirando como hijo hasta el corazón de un
método obligatorio, de una tenaz paciencia física, resultado de alimentos y edad acumulados cada día, despojado de
mi vestuario de venganza y de mi piel de oro. Horas de una sola estación ruedan a mis pies, y un día de formas diurnas y
nocturnas está casi siempre detenido sobre mí.
Entonces, de cuando en cuando, visito muchachas de ojos y caderas jóvenes, seres en cuyo peinado brilla una flor amarilla como el
relámpago. Ellas llevan anillos en cada dedo del pie, y brazaletes, y ajorcas en los tobillos, y además collares de color, collares
que retiro y examino, porque yo quiero sorprenderme ante un cuerpo ininterrumpido y compacto, y no mitigar mi beso. Yo peso con mis brazos
cada nueva estatua, y bebo su remedio vivo con sed masculina y en silencio. Tendido, mirando desde abajo la fugitiva criatura, trepando
por su ser desnudo hasta su sonrisa: gigantesca y triangular hacia arriba, levantada en el aire por dos senos globales, fijos ante mis
ojos como dos lámparas con luz de aceite blanco y dulces energías. Yo me encomiendo a su estrella morena, a su calidez de
piel, e inmóvil bajo mi pecho como un adversario desgraciado, de miembros demasiado espesos y débiles, de ondulación
indefensa: o bien girando sobre sí misma como una rueda pálida, dividida de aspas y dedos, rápida, profunda,
circular, como una estrella en desorden.
Ay, de cada noche que sucede, hay algo de brasa abandonada que se gasta sola, y cae envuelta en ruinas, en medio de cosas funerales. Yo asisto
comúnmente a esos términos, cubierto de armas inútiles, lleno de objeciones destruidas. Guardo la ropa y los
huesos levemente impregnados de esa materia seminocturna: es un polvo temporal que se me va uniendo, y el dios de la substitución vela
a veces a mi lado, respirando tenazmente, levantando la espada.
La plaza es diminuta.
Cuatro muros leprosos,
una fuente sin agua,
dos bancas de cemento
y fresnos malheridos.
El estruendo, remoto,
de ríos ciudadanos.
Indecisa y enorme,
rueda la noche y borra
graves arquitecturas.
Ya encendieron las lámparas.
En los golfos de sombra,
en esquinas y quicios,
brotan columnas vivas
e inmóviles: parejas.
Enlazadas y quietas,
entretejen murmullos:
pilares de latidos.

En el otro hemisferio
la noche es femenina,
abundante y acuática.
Hay islas que llamean
en las aguas del cielo.
Las hojas del banano
vuelven verde la sombra.
En mitad del espacio
ya somos, enlazados,
un árbol que respira.
Nuestros cuerpos se cubren
de una yedra de sílabas.

Follajes de rumores,
insomnio de los grillos
en la yerba dormida,
las estrellas se bañan
en un charco de ranas,
el verano acumula
allá arriba sus cántaros,
con manos visibles
el aire abre una puerta.
Tu frente es la terraza
que prefiere la luna.

El instante es inmenso,
el mundo ya es pequeño.
Yo me pierdo en tus ojos
y al perderme te miro
en mis ojos perdida.
Se quemaron los nombres,
nuestros cuerpos se han ido.
Estamos en el centro
imantado de ¿donde?

Inmóviles parejas
en un parque de México
o en un jardín asiático:
bajo estrellas distintas
diarias eucaristías.
Por la escala del tacto
bajamos ascendemos
al arriba de abajo,
reino de las raíces,
república de alas.

Los cuerpos anudados
son el libro del alma:
con los ojos cerrados,
con mi tacto y mi lengua,
deletreo en tu cuerpo
la escritura del mundo.
Un saber ya sin nombres:
el sabor de esta tierra.

Breve luz suficiente
que ilumina y nos ciega
como el súbito brote
de la espiga y el *****.
Entre el fin y el comienzo
un instante sin tiempo
frágil arco de sangre,
puente sobre el vacío.

Al trabarse los cuerpos
un relámpago esculpen.
María José Feb 2018
Descendía lentamente los escalones del bus mientras me preguntaba cómo me iba a sentir. Habían pasado tantos meses, pero bien podría haber sido ayer. El tiempo no cura este tipo de dolores, solo aprendes a vivir con ellos como con el ruido constante de los carros en la ciudad.

Los recuerdos se aferran a tantas cosas que no he podido evadirlas todas, a pesar de mis esfuerzos. Sin embargo, tenía que regresar a tu casa y las calles reprochaban mi olvido gritando tu memoria. Cada tienda, cada esquina, cada piedra guardaba un pedazo tuyo que iba recogiendo para armar un rompecabezas que rompía mi corazón, de nuevo.

Le agradezco a esas cuadras no intentar borrarte, como yo, por guardar tanto de tus últimos años de vida. Aun así no puedo evitar odiarlas por seguir inmutables a pesar de tu ausencia, ¿cómo es eso posible? Que las calles no sientan la ausencia del sol. Del hombre que fue Superman y todos los demás heroes. Parece imposible, no lo entiendo.

Son tantos los recuerdos que se entretejen entre ellos y se convierten en un desordenado tapiz de anécdotas. Ahora quiero guardarlos todos, todos los que pueda. Busco entre los cajones de mi memoria y los cojo con cuidado, son como flores que planeo dejar entre las páginas de libros para preservarlas, no importa si no siguen igual. Porque incluso si están muertas, todavía huelen a ti.
This poem is about going back to my father's house for the first time after he passed away. It's in Spanish because I felt it more real if I did it in both his and my

— The End —