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La Carmen está bailando
por las calles de Sevilla.
Tiene blancos los cabellos
y brillantes las pupilas.
¡Niñas,
corred las cortinas!
En su cabeza se enrosca
una serpiente amarilla,
y va soñando en el baile
con galanes de otros días.
¡Niñas,
corred las cortinas!
Las calles están desiertas
y en los fondos se adivinan,
corazones andaluces
buscando viejas espinas.
¡Niñas,
corred las cortinas!
Sevilla es una torre
llena de arqueros finos.

Sevilla para herir.
Córdoba para morir.

Una ciudad que acecha
largos ritmos,
y los enrosca
como laberintos.
Como tallos de parra
encendidos.

¡Sevilla para herir!

Bajo el arco del cielo,
sobre su llano limpio,
dispara la constante
saeta de su río.

¡Córdoba para morir!

Y loca de horizonte,
mezcla en su vino
lo amargo de Don Juan
y lo perfecto de Dioniso.

Sevilla para herir.
¡Siempre Sevilla para herir!
El hada más hermosa ha sonreído
al ver la lumbre de una estrella pálida,
que en hilo suave, blanco y silencioso
se enrosca al huso de su rubia hermana.   Y vuelve a sonreír porque en su rueca
el hilo de los campos se enmaraña.
Tras la tenue cortina de la alcoba
está el jardín envuelto en luz dorada.   La cuna, casi en sombra. El niño duerme.
Dos hadas laboriosas lo acompañan,
hilando de los sueños los sutiles
copos en ruecas de marfil y plata.
Me he ceñido toda con un manto *****.
Estoy toda pálida, la mirada extática.
Y en los ojos tengo partida una estrella.
¡Dos triángulos rojos en mi faz hierática!

Ya ves que no luzco siquiera una joya,
Ni un lazo rosado, ni un ramo de dalias.
Y hasta me he quitado las hebillas ricas
De las correhuelas de mis dos sandalias.

Mas soy esta noche, sin oros ni sedas,
Esbelta y morena como un lirio vivo.
Y estoy toda ungida de esencias de nardos.
Y soy toda suave bajo el manto esquivo.

Y en mi boca pálida florece ya el trémulo
Clavel de mi beso que aguarda tu boca.
Y a mis manos largas se enrosca el deseo
como una invisible serpentina loca.

¡Descíñeme, amante! ¡Descíñeme,
amante!
Bajo tu mirada surgiré como una
Estatua vibrante sobre un plinto *****
Hasta el que se arrastra, como un can, la luna.
Mi carne pesa, y se intimida
porque su peso fabuloso
es la cadena estremecida
de los cuerpos universales
que se han unido con mi vida.
Ámbar, canela, harina y nube
que en mi carne al tejer sus mimos,
se eslabonan con el efluvio
que ata los náufragos racimos
sobre las crestas del Diluvio.
Mi alma pesa, y se acongoja
porque su peso es el arcano
sinsabor de haber conocido
la Cruz y la floresta roja
y el cuchillo del cirujano.
Y aunque todo mi ser gravita
cual un orbe vaciado en plomo,
que en la sombra paró su rueda,
estoy colgado en la infinita
agilidad del éter, como
de un hilo escuálido de seda.
Gozo... Padezco... Y mi balanza
vuela rauda con el beleño
de las esencias del rosal:
soy un harén y un hospital
colgados juntos de un ensueño.
Voluptuosa Melancolía:
en tu talle mórbido enrosca
el Placer su caligrafía
y la Muerte su garabato,
y en un clima de ala de mosca
la Lujuria toca a rebato.
Mas luego las samaritanas,
que para mí estuvieron prestas
y por mí dejaron sus fiestas,
se irán de largo al ver mis canas,
y en su alborozo, rumbo a Sión,
buscarán el torrente endrino
de los cabellos de Absalón.
¡Lumbre divina, en cuyas lenguas
cada mañana me despierto:
un día, al entreabrir los ojos,
antes que muera estaré muerto!
Cuando la última odalisca,
ya descastado mi vergel,
se fugue en pos de una nueva miel
¿qué salmodia del pecho mío
será digna de suspirar
a través del harén vacío?
Si las victorias opulentas
se han de volver impedimentas,
si la eficaz y viva rosa
queda superflua y estorbosa,
¡oh, Tierra ingrata, poseída
a toda hora de la vida:
en esa fecha de ese mal,
hazme humilde como un pelele
a cuya mecánica duele
ser solamente un hospital!
Mel Zalewsky Jun 22
Ya sé que no me esperas.  
Lo sé, como se sabe  
que el invierno no pide permiso  
para helar las flores.  

Y aún así,  
en algún rincón absurdo del pecho,  
algo insiste en crecer hacia ti,  
como esas enredaderas testarudas  
que escalan los muros  
de las casas vacías.  

Sueño.  
Noche tras noche,  
mi alma deletrea tu nombre  
en morse,  
mientras la razón me repite  
—como un disco rayado—  
lo que ya sé:  
que te marchaste,  
que los trenes no retroceden,  
que nuestro futuro  
es solo un mapa  
devorado por la lluvia.  

Mi mente lúcida  
—esa traidora—  
ordena soltarte.  
Pero el corazón  
es un perro viejo  
que se enrosca en tu chaqueta olvidada,  
a esperar.  

Si eres feliz,  
debería bastarme.  
Pero las noches son largas  
y en mi cama deshabitada  
hasta el silencio  
molda tu ausencia.  

Los sueños son ahora  
carnívoros:  
devoran mi calma,  
escupen tu rostro.  
Me duermo para huir,  
pero despierto  
es cuando caigo  
en tu trampa de barrotes:  
esos recuerdos que no se oxidan.  

Mi corazón,  
ese necio,  
quiere hacer las maletas  
y perseguirte hasta el horizonte.  
Pero tu vida  
—ese expreso sin frenos—  
ya arrancó de mi andén,  
y solo me dejó  
el escozor  
de tu vapor.  

Déjame soñarte,  
al menos entre líneas.  
Aquí, en este poema,  
todavía puedo gritarte:  
"¿Por qué te vas?"
aunque la respuesta  
sea un hongo gris  
en los labios del tiempo.  

Mel Zalewsky.

— The End —