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No rosto leproso da noite, ventos giram cartas como quem não quer nada/ Ou talvez vultos guardam melancolia no quarto branco/ Oh! tão bom beber hálito gelado da lua junto aos antepassados, lá se vão fugidios das estrelas; sete são. Os mais jovens, no rio, colhem cristais & dançam ( ritual veludo puro, sombra azul circula)/ Rápido, múltiplas festas ecoam do infinito, este cínico pastor poda asas feridas; mãos sagradas dos mortos & dos mitos/ Bebemos & cantamos, no colo floresta desnuda/ Neste banquete vermelho, virgens dão o toque úmido & todos os santos saboreiam o útero/ Sob o aconchego do delírio a loucura desfila, santa de todos os dias!
I
Voluntario de España, miliciano
de huesos fidedignos, cuando marcha a morir tu corazón,
cuando marcha a matar con su agonía
mundial, no sé verdaderamente
qué hacer, dónde ponerme; corro, escribo, aplaudo,
lloro, atisbo, destrozo, apagan, digo
a mi pecho que acabe, al que bien, que venga,
y quiero desgraciarme;
descúbrome la frente impersonal hasta tocar
el vaso de la sangre, me detengo,
detienen mi tamaño esas famosas caídas de arquitecto
con las que se honra el animal que me honra;
refluyen mis instintos a sus sogas,
humea ante mi tumba la alegría
y, otra vez, sin saber qué hacer, sin nada, déjame,
desde mi piedra en blanco, déjame,
solo,
cuadrumano, más acá, mucho más lejos,
al no caber entre mis manos tu largo rato extático,
quiebro con tu rapidez de doble filo
mi pequeñez en traje de grandeza!

Un día diurno, claro, atento, fértil
¡oh bienio, el de los lóbregos semestres suplicantes,
por el que iba la pólvora mordiéndose los codos!
¡oh dura pena y más duros pedernales!
!oh frenos los tascados por el pueblo!
Un día prendió el pueblo su fósforo cautivo,
oró de cólera
y soberanamente pleno, circular,
cerró su natalicio con manos electivas;
arrastraban candado ya los déspotas
y en el candado, sus bacterias muertas...

¿Batallas? ¡No! Pasiones. Y pasiones precedidas
de dolores con rejas de esperanzas,
de dolores de pueblos con esperanzas de hombres!
¡Muerte y pasión de paz, las populares!
¡Muerte y pasión guerreras entre olivos,
entendámonos!
Tal en tu aliento cambian de agujas atmosféricas los vientos
y de llave las tumbas en tu pecho,
tu frontal elevándose a primera potencia de martirio.

El mundo exclama: «¡Cosas de españoles!» Y es verdad.
Consideremos,
durante una balanza, a quemarropa,
a Calderón, dormido sobre la cola de un anfibio muerto
o a Cervantes, diciendo: «Mi reino es de este mundo, pero
también del otro»: ¡***** y filo en dos papeles!
Contemplemos a Goya, de hinojos y rezando ante un espejo,
a Coll, el paladín en cuyo asalto cartesiano
tuvo un sudor de nube el paso llano
o a Quevedo, ese abuelo instantáneo de los dinamiteros
o a Cajal, devorado por su pequeño infinito, o todavía
a Teresa, mujer que muere porque no muere
o a Lina Odena, en pugna en más de un punto con Teresa...
(Todo acto o voz genial viene del pueblo
y va hacia él, de frente o transmitidos
por incesantes briznas, por el humo rosado
de amargas contraseñas sin fortuna)
Así tu criatura, miliciano, así tu exangüe criatura,
agitada por una piedra inmóvil,
se sacrifica, apártase,
decae para arriba y por su llama incombustible sube,
sube hasta los débiles,
distribuyendo españas a los toros,
toros a las palomas...

Proletario que mueres de universo, ¡en qué frenética armonía
acabará tu grandeza, tu miseria, tu vorágine impelente,
tu violencia metódica, tu caos teórico y práctico,
tu gana
dantesca, españolísima, de amar, aunque sea a traición,
a tu enemigo!
¡Liberador ceñido de grilletes,
sin cuyo esfuerzo hasta hoy continuaría sin asas la extensión,
vagarían acéfalos los clavos,
antiguo, lento, colorado, el día,
nuestros amados cascos, insepultos!
¡Campesino caído con tu verde follaje por el hombre,
con la inflexión social de tu meñique,
con tu buey que se queda, con tu física,
también con tu palabra atada a un palo
y tu cielo arrendado
y con la arcilla inserta en tu cansancio
y la que estaba en tu uña, caminando!
¡Constructores
agrícolas, civiles y guerreros,
de la activa, hormigueante eternidad: estaba escrito
que vosotros haríais la luz, entornando
con la muerte vuestros ojos;
que, a la caída cruel de vuestras bocas,
vendrá en siete bandejas la abundancia, todo
en el mundo será de oro súbito
y el oro,
fabulosos mendigos de vuestra propia secreción de sangre,
y el oro mismo será entonces de oro!

¡Se amarán todos los hombres
y comerán tomados de las puntas de vuestros pañuelos tristes
y beberán en nombre
de vuestras gargantas infaustas!
Descansarán andando al pie de esta carrera,
sollozarán pensando en vuestras órbitas, venturosos
serán y al son
de vuestro atroz retorno, florecido, innato,
ajustarán mañana sus quehaceres, sus figuras soñadas y cantadas!
¡Unos mismos zapatos irán bien al que asciende

sin vías a su cuerpo
y al que baja hasta la forma de su alma!
¡Entrelazándose hablarán los mudos, los tullidos andarán!
¡Verán, ya de regreso, los ciegos
y palpitando escucharán los sordos!
¡Sabrán los ignorantes, ignorarán los sabios!
¡Serán dados los besos que no pudisteis dar!
¡Sólo la muerte morirá! ¡La hormiga
traerá pedacitos de pan al elefante encadenado
a su brutal delicadeza; volverán
los niños abortados a nacer perfectos, espaciales
y trabajarán todos los hombres,
engendrarán todos los hombres,
comprenderán todos los hombres!

¡Obrero, salvador, redentor nuestro,
perdónanos, hermano, nuestras deudas!
Como dice un tambor al redoblar, en sus adagios:
qué jamás tan efímero, tu espalda!
qué siempre tan cambiante, tu perfil!

¡Voluntario italiano, entre cuyos animales de batalla
un león abisinio va cojeando!
¡Voluntario soviético, marchando a la cabeza de tu pecho universal!
¡Voluntarios del sur, del norte, del oriente
y tú, el occidental, cerrando el canto fúnebre del alba!
¡Soldado conocido, cuyo nombre
desfila en el sonido de un abrazo!
¡Combatiente que la tierra criara, armándote
de polvo,
calzándote de imanes positivos,
vigentes tus creencias personales,
distinto de carácter, íntima tu férula,
el cutis inmediato,
andándote tu idioma por los hombros
y el alma coronada de guijarros!

¡Voluntario fajado de tu zona fría,
templada o tórrida,
héroes a la redonda,
víctima en columna de vencedores:
en España, en Madrid, están llamando
a matar, voluntarios de la vida!

¡Porque en España matan, otros matan
al niño, a su juguete que se para,
a la madre Rosenda esplendorosa,
al viejo Adán que hablaba en alta voz con su caballo
y al perro que dormía en la escalera.
Matan al libro, tiran a sus verbos auxiliares,
a su indefensa página primera!
Matan el caso exacto de la estatua,
al sabio, a su bastón, a su colega,
al barbero de al lado -me cortó posiblemente,
pero buen hombre y, luego, infortunado;
al mendigo que ayer cantaba enfrente,
a la enfermera que hoy pasó llorando,
al sacerdote a cuestas con la altura tenaz de sus rodillas...

¡Voluntarios,
por la vida, por los buenos, matad
a la muerte, matad a los malos!
¡Hacedlo por la libertad de todos,
del explotado, del explotador,
por la paz indolora -la sospecho
cuando duermo al pie de mi frente
y más cuando circulo dando voces-
y hacedlo, voy diciendo,
por el analfabeto a quien escribo,
por el genio descalzo y su cordero,
por los camaradas caídos,
sus cenizas abrazadas al cadáver de un camino!

Para que vosotros,
voluntarios de España y del mundo, vinierais,
soñé que era yo bueno, y era para ver
vuestra sangre, voluntarios...
De esto hace mucho pecho, muchas ansias,
muchos camellos en edad de orar.
Marcha hoy de vuestra parte el bien ardiendo,
os siguen con cariño los reptiles de pestaña inmanente
y, a dos pasos, a uno,
la dirección del agua que corre a ver su límite antes que arda.
Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio
muy grande y lejano y otra vez grande.
Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar,
sino para que empiece a nevar.
La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y
avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy
dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al
retornar. Por eso me dieran tánto sus ojos, justa de mí,
in fraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas,
por pactos consumados.
Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí.
¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos? A
Víctor, por ejemplo, el mayor, que es tan viejo ya, que las
gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre! ¡Fuere
porque yo he viajado mucho! ¡Fuere porque yo he vivido más!
Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis relatos de regreso.
Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante dos
corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente
lívida, cuando digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui
dichoso. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste.
-Hijo, ¡cómo estás viejo!
Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me halla envejecido,
en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora de
mí, se entristece de mí. ¿Qué falta
hará mi mocedad, si siempre seré su hijo? ¿Por
qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si
jamás la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿Y
por qué, si los hijos, cuanto más se acaban, más
se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de
mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo!
Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo
que el punto de su ser al que retorno. Soy, a causa del excesivo plazo
de mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi
madre. Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres
llamas. Le digo entonces hasta que me callo:
-Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama París. Un sitio
muy grande y muy lejano y otra vez grande.
La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos mortales
descienden suavemente por mis brazos.
Caronte, piloto del fúnebre río,
que marcas el rumbo del viaje supremo,
hundiendo en las aguas el remo
tardío…

La cauta corriente desliza su onda
y el remo se cubre de negras espumas...
Y en tanto la proa redonda
taladra las brumas…

El pávido grupo de reos se hacina
y ceden las tablas del lento pontón
y arando su estela sinuosa rechina
el timón…

Caronte se yergue impasible,
flotante y revuelta su barba senil.
La sombra destaca su rostro terrible,
su enérgico y tosco perfil.

La densa tiniebla condensa
sus torres de ébano mate.
La lívida horda indefensa
mantiene su fe en el rescate...

Cual hosca pared de ceniza
se erige la niebla compacta en redor,
y el brillo fosfórico del agua plomiza
bifurca en la estela su efímero ardor.

Un pálido efebo se inclina en la borda,
y mira fatídicamente
la túrbida y sorda
corriente…

Un vasto silencio prestigia
los labios convulsos. La barca repleta
proyecta en la Estigia
su lúgubre y móvil silueta...

De pronto, flamígeras vetas
incendian la opaca quietud del confín,
y entonces se alargan las caras inquietas:
la gris travesía ya toca a su fin...

Hinchando sus músculos rema
con súbitos bríos el torvo piloto.
Y se oye un crujido. Caronte blasfema:
el remo se ha roto.

Caronte contempla el remo inservible
y una áspera mueca le arruga el perfil.
La cólera inflama su rostro terrible
y agita su barba senil.

Unánimemente,
los reos se ponen de pie:
tocando la meta del viaje doliente
parece salvarlos la fe.

La turba, frenética, danza
en torpe tumulto triunfal:
parece cumplirse la loca esperanza:
la barca se aleja del puerto fatal.

Y entonces Caronte
dilata su tórax velludo y potente,
contrae su recia testuz de bisonte
y se hunde en la espesa corriente.

La fétida onda le sube hasta el cuello,
pero él con brutal energía
ritmando su ronco resuello
remolca la barca sombría...

En grietas de viva escarlata
le sangran los bíceps por anchos rasguños:
el bárbaro esfuerzo amorata
sus sólidos puños.

La férrea mandíbula cruje
y emerge del cieno la tensa rodilla:
y sigue el titánico empuje
que acerca la barca a la orilla…

Apáticos, mudos, ceñudos,
reintegran los réprobos su grupo sombrío.
El viento flagela los torsos desnudos
rizando su látigo elástico y frío.

La espalda robusta se enarca
y entonces concluye la ruda faena:
con tardos vaivenes la barca
encalla en la arena…

Y el fiero barquero,
irguiendo sus hombros de atlante,
afinca sus piernas de bronce y de acero
y extiende la diestra sangrante...

Y entonces -nublada la frente,
vidriada la inmóvil pupila-,
resignadamente, trabajosamente,
la trágica horda desfila...
La compañía y el capitán
para el asalto, callados van.

Son unos ciento. Por la hondonada
sopla aura fresca de madrugada.

De un lado y otro fue lucha a muerte…
y a sangre y fuego rindiose el fuerte.

La compañía y el capitán
ya celebrando el triunfo están.

A los soldados el jefe abraza,
y es alegría toda la plaza.
Son de cornetas y de tambores…
Al pueblo vuelven los vencedores.
 A su hijo entonces dice la madre:
«Esta corona para tu padre.

Cuando lo veas, a él correrás
y la corona le entregarás».

Fueron entrando los vencedores,
se agolpa el pueblo. ¡Vivas y flores!

La compañía y el capitán
-Son como ochenta- pasando van…
El niño mira, de angustia opreso,
Con la corona lista y un beso.

Desfila lenta la compañía
A los postreros rayos del día.

Pasan soldados... mas él no pasa...
el niño entonces piensa en su casa.

Con la corona comienza a andar...
y al verse solo, rompió a llorar.
De pintor ignorado, tal vez santafereño
Discípulo de Vásquez, borrosa, amarillenta,
Se ve la tela antigua, de artístico diseño.
En el marco, una cifra: 1680.

Es retrato de dama. Negros ojos, risueño
El labio, nariz fina. Veinte años aparenta.
Abstraída parece como en lejano ensueño,
En un lejano ensueño que luz de luna argenta.

¿De un Oidor fue la hija? ¿Fue de un Oidor amada?
Las noches coloniales, todo el pasado, un mundo
De leyendas desfila, como en visión soñada;

Y una canción se escucha, cadente y dolorida,
Mientras se riega, pálida, desde el azul profundo,
La luz de las estrellas en Santa Fe dormida.
Yace, lívido el semblante,
Y una ancha herida en el pecho,
Del Katzbach junto a la orilla,
Moribundo el trompetero.

Y para cerrar los ojos
Y dormir su último sueño
Espera a que suene un hurra
Triunfal en su campamento.

Y en tanto que de la muerte
Las ansias está sintiendo,
Un rumor que bien conoce
Alza, en la llanura, el viento.

Se incorpora, y a caballo
Monta con supremo esfuerzo.
Parece un hombre de piedra,
En su pedestal, erecto.

La trompeta empuña. El brazo
La sostiene apenas trémulo,
y gritos de triunfo suenan
Cual tempestad a lo lejos.

¡Victoria!, doquier se escucha;
¡Victoria!, devuelve el eco,
y ¡Victoria!, el hondo espacio
Responde con voz de trueno.

La gritería se acalla,
La trompeta da en el suelo,
y a los pies de su caballo
Se desploma, al punto, muerto.

El regimiento desfila
Por frente del trompetero;
y dice: «¡Qué muerte hermosa!»
El jefe del regimiento.
Joa Perg Jun 19
Te rompo la cara contra el suelo
te aborrezco, te hago sangrar cloro
te desafío a abrirte el brazo con los dientes
no puedes, tengo bárbara experiencia

Te taladro cada poro de la piel
hundo en tus sensibles superficies catorce bisturís
te hago adentrar cada lágrima en todo orificio
para que sientas como es no poder sacar el dolor dentro

tus motivaciones son basura
te sientas en la vereda frente al sol a manguear cantos de amor
te aplauden hasta los muertos, te desfila hasta el olimpo
bien que nunca tu objetivo es dejar la atención para no ir al limbo

nunca sentiste vergüenza
nunca te sentiste innecesario
nunca sentiste incomodidad
nunca sentiste el silencio luego de una oración

te tengo envidia
sos ideal modelo a seguir
pero si al seguirte mi figura queda en ingenuidad,
¿porqué mierda debería de creer en tu deidad?
Keev Jun 16
Son siete y me vacían el alma…
Cada vez que creo que avanzo,
me empujan de nuevo hacia atrás, y caigo descalzo.

Por la gula ya empecé,
déjenme decir que sí la dominé,
es un enemigo simple de controlar,
pero otros no paran de azotar.

La avaricia, la más silenciosa,
piensa que pasa desapercibida, sigilosa.
Encerrada en un frasco pequeño,
que poco a poco explota su empeño.

Es como un reloj de arena,
atenta, acechando mi condena.
Espera paciente que acabe mi resistencia,
jugando con mi frágil conciencia.

La ira y la soberbia la respaldan,
como carroñeras, siempre aguardan,
esperando el vaivén de mis emociones,
alimentadas de viejas frustraciones.

Un shot de ron o de tequila,
enciende el fuego y la ira desfila.
Explota el frasco de la avaricia,
y la soberbia desde el fondo inicia.

Las tres se atrincheran en mi corazón,
y allí empieza la guerra, sin redención.
Guerra custodiada por el demonio,
que dirige el caos desde su podio.

A su izquierda la pereza se sienta,
a su derecha la lujuria revienta,
y en su espada afilada, la envidia tienta:
tres soldados que mi mente atormentan.

Mientras en mi pecho la batalla estalla,
la guerra de mente, cuerpo y alma no se calla.
Cada día es una lucha sin cesar,
con demonios que me vuelven a arrastrar.

Primero caigo bajo la pereza,
luego la lujuria me atraviesa,
y la envidia se apodera de mi razón:
¿Por qué ella no fue mía y sí de él?
repite mi obsesión.

Todo ocurre mientras la pereza me postra en la cama,
la lujuria devora mi cuerpo amargo,
y la envidia contamina mi mente,
entre placer y culpa, lentamente,
Que aunque solo en pensamiento pude hacerla mía,
Termino y un vacío se apodera de mi ser….

Llega la tarde, me invitan un par de tragos,
y siento cómo el infierno abre sus estragos.

La trinchera de mi corazón vuelve a arder,
desprecio a los demás sin detener,
me creo el rey,
tan grande que ni Dios me puede detener.

Me burlé de Él como un ingenuo,
hasta que la soberbia me hizo un rehén nuevo.
Llamé a la avaricia sin piedad,
y humillé a un hombre por su necesidad.

Mientras mi ego gozaba el combate,
la ira alimentaba mi disparate.
Pero en medio de esa tempestad brutal,
Dios… te entrego mi alma en plena batalla.

Solo en ti puedo confiar mi oscuridad,
sé que la destruirás junto con los demonio con tu verdad.
Los demonios no siempre tienen cuernos, a veces habitan en el pecho, y cada día es otra ronda en esta guerra silenciosa. No busco que lo entiendan, solo que lo sientan.

— The End —