Ya sé que no me esperas.
Lo sé, como se sabe
que el invierno no pide permiso
para helar las flores.
Y aún así,
en algún rincón absurdo del pecho,
algo insiste en crecer hacia ti,
como esas enredaderas testarudas
que escalan los muros
de las casas vacías.
Sueño.
Noche tras noche,
mi alma deletrea tu nombre
en morse,
mientras la razón me repite
—como un disco rayado—
lo que ya sé:
que te marchaste,
que los trenes no retroceden,
que nuestro futuro
es solo un mapa
devorado por la lluvia.
Mi mente lúcida
—esa traidora—
ordena soltarte.
Pero el corazón
es un perro viejo
que se enrosca en tu chaqueta olvidada,
a esperar.
Si eres feliz,
debería bastarme.
Pero las noches son largas
y en mi cama deshabitada
hasta el silencio
molda tu ausencia.
Los sueños son ahora
carnívoros:
devoran mi calma,
escupen tu rostro.
Me duermo para huir,
pero despierto
es cuando caigo
en tu trampa de barrotes:
esos recuerdos que no se oxidan.
Mi corazón,
ese necio,
quiere hacer las maletas
y perseguirte hasta el horizonte.
Pero tu vida
—ese expreso sin frenos—
ya arrancó de mi andén,
y solo me dejó
el escozor
de tu vapor.
Déjame soñarte,
al menos entre líneas.
Aquí, en este poema,
todavía puedo gritarte:
"¿Por qué te vas?"
aunque la respuesta
sea un hongo gris
en los labios del tiempo.
Mel Zalewsky.