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En estos hiperbólicos minutos
en que la vida sube por mi pecho
como una marea de tributos
onerosos, la plétora de vida
se resuelve en renuncia capital
y en miedo se liquida.
Mi sufrimiento es como un gravamen
de rencor, y mi dicha como cera
que se derrite siempre en jubileos,
y hasta mi mismo amor es como un tósigo
que en la raíz del corazón prospera.
Cobardemente clamo, desde el centro
de mis intensidades corrosivas,
a mi parroquia, el ave moderada,
a la flor quieta y a las aguas vivas.
Yo quisiera acogerme a la mesura,
a la estricta conciencia y al recato
de aquellas cosas que me hicieron bien...
Anticuados relojes del Curato
cuyas pesas de cobre
se retardaban, con intención pura,
por aplazarme indefinidamente
la primera amargura.
Obesidad de aquellas lunas que iban
rodando, dormilonas y coquetas,
por un absorto azul
sobre los árboles de las banquetas.
Fatiga incierta de un incierto piano
en que un tema llorón se decantaba,
con insomnio y desgano,
en favor del obtuso centinela
y contra la salud del hortelano.
Santos de piedra que en el atrio exponen
su casulla de piedra a la herejía
del recio temporal.
Garganta criolla de Carmen García
que mandaba su canto hasta las calles
envueltas en perfume vegetal.
Cromos bobalicones,
colgados por estímulo a la mesa,
y que muestran sandías y viandas
con exageraciones
pictóricas; exánimes gallinas,
y conejos en quienes no hizo sangre
lo comedido de los perdigones.
Canteras cuyo vértice poroso
destila el agua, con paciente escrúpulo,
en el monjil reposo
del comedor, a cada golpe neto
con que las gotas, simples y tardías,
acrecen el caudal noches y días.
Acudo a la justicia original
de todas estas cosas;
mas en mi pecho siguen germinando
las plantas venenosas,
y mi violento espíritu se halla
nostálgico de sus jaculatorias
y del pío metal de su medalla.
Mel Zalewsky Jul 1
Las nubes se arrodillan  
sobre la ciudad de granito,  
donde los árboles son estatuas  
y las rocas
—negras—  
lucen corbatas de asfalto.  

Ellos huyeron:  
esas almas con miedo a mojarse  
se esconden en cuevas de cemento,  
en casas que, aunque llenas de gente,  
tienen el mismo vacío  
que los buzones sin cartas.  

Pero los cristales...  
esas pupilas transparentes  
que se niegan a usar cortinas,  
ansían besar a la lluvia,  
beber los relámpagos,  
dejarse desvestir  
por los truenos.  

Los faroles parpadean  
como luciérnagas ancianas.  
Las banquetas se hacen cunas  
para el viento cansado  
que pide permiso  
para dormir.  

Las calles son ríos de tinta,  
las avenidas —arroyos  
que arrastran poemas  
nunca recitados—.  

Las tuberías gimen:  
son venas de hierro fundido  
que llevan el dolor  
en placebo de agua sucia.  

Solo unos pocos  
—los que no temen  
a las sombrillas rotas—  
saben que la lluvia  
es el único abrazo  
que disfraza lágrimas  
sin pedir explicaciones.  

Ellos entienden:  
es mejor el frío honesto  
que el calor mentiroso  
de una casa  
con rejas en las ventanas  
y telarañas  
en el timbre.  

La lluvia es nuestra cómplice.  
Nosotros, los despiertos,  
esperamos su llegada  
como otros esperan el sol.  

Porque nuestro día  
comienza cuando la luna  
—esa sonámbula perfecta—  
se recuesta en el cielo  
y todas las estrellas  
se hacen gotas.  

Mel Zalewsky

— The End —