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Los vagones resbalan
sobre los trastes de la vía,
para cantar en sus dos cuerdas
la reciedumbre del paisaje.

Campos de piedra,
donde las vides sacan
una mano amenazante
de bajo tierra.

Jamelgos que llevan
una vida de asceta,
con objeto de entrar
en la plaza de toros.

Chanchos enloquecidos de flacura
que se creen una Salomé
porque tienen las nalgas muy rosadas.

Sobre la cresta de los peñones,
vestidas de primera comunión,
las casas de los aldeanos se arrodillan
a los pies de la iglesia,
se aprietan unas a otras,
la levantan
como si fuera una custodia,
se anestesian de siesta
y de repiqueteo de campana.

A riesgo de que el viaje termine para siempre,
la locomotora hace pasar las piedras
a diez y seis kilómetros
y cuando ya no puede más,
se detiene, jadeante.

A veces "suele" acontecer
que precisamente allí
se encuentra una estación.
¡Campanas! ¡Silbidos! ¡Gritos!;
y el maquinista, que se despide siete veces
del jefe de la estación;
y el loro, que es el único pasajero que protesta
por las catorce horas de retardo;
y las chicas que vienen a ver pasar el tren
porque es lo único que pasa.

De repente,
los vagones resbalan
sobre los trastes de la vía,
para cantar en sus dos cuerdas
la reciedumbre del paisaje.

Campos de piedra,
de donde las vides sacan
una mano amenazante
de bajo tierra.

Jamelgos que llevan
una vida de asceta,
con objeto de entrar
en la plaza de toros.

Chanchos enloquecidos de flacura
que se creen una Salomé
porque tienen las nalgas muy rosadas.

En los compartimentos de primera,
las butacas nos atornillan sus elásticos
y nos descorchan un riñón,
en tanto que las arañas
realizan sus ejercicios de bombero
alrededor de la lamparilla
que se incendia en el techo.

A riesgo de que el viaje termine para siempre,
la locomotora hace pasar las piedras
a diez y seis kilómetros,
y cuando ya no puede más,
se detiene, jadeante.

¿Llegaremos al alba,
o mañana al atardecer...?
A través de la borra de las ventanillas.
el crepúsculo espanta
a los rebaños de sombras
que salen de abajo de las rocas
mientras nos vamos sepultando
en una luz de catacumba.

Se oye:
el canto de las mujeres
que mondan las legumbres
del puchero de pasado mañana;
el ronquido de los soldados
que, sin saber por qué,
nos trae la seguridad
de que se han sacado los botines;
los números del extracto de lotería,
que todos los pasajeros aprenden de memoria.
pues en los quioscos no han hallado
ninguna otra cosa para leer.

¡Si al menos pudiéramos arrimar un ojo
a alguno de los agujeritos que hay en el cielo!

¡Campanas! ¡Silbidos! ¡Gritos!;
y el maquinista, que se despide siete veces
del jefe de la estación;
y el loro, que es el único pasajero que protesta
por las veintisiete horas de retardo;
y las chicas que vienen a ver pasar el tren
porque es lo único que pasa.

De repente,
los vagones resbalan
sobre los trastes de la vía,
para cantar en sus dos cuerdas
la reciedumbre del paisaje.
Del centro puro que los ruidos nunca
atravesaron, de la intacta cera,
salen claros relámpagos lineales,
palomas con destino de volutas,
hacia tardías calles con olor
a sombra y a pescado.

Son las venas del apio! Son la espuma, la risa,
los sombreros del apio!
Son los signos del apio, su sabor
de luciérnaga, sus mapas
de color inundado,
y cae su cabeza de ángel verde,
y sus delgados rizos se acongojan,
y entran los pies del apio en los mercados
de la mañana herida, entre sollozos,
y se cierran las puertas a su paso.
y los dulces caballos se arrodillan.

Sus pies cortados van, sus ojos verdes
van derramados, para siempre hundidos
en ellos los secretos y las gotas:
los túneles del mar de donde emergen,
las escaleras que el apio aconseja,
las desdichadas sombras sumergidas,
las determinaciones en el centro del aire,
los besos en el fondo de las piedras.

A medianoche, con manos mojadas,
alguien golpea mi puerta en la niebla,
y oigo la voz del apio, voz profunda,
áspera voz de viento encarcelado,
se queja herido de aguas y raíces,
hunde en mi cama sus amargos rayos,
y sus desordenadas tijeras me pegan en el pecho
buscándome la boca del corazón ahogado.

Qué quieres, huésped de corsé quebradizo,
en mis habitaciones funerales?
Qué ámbito destrozado te rodea?

Fibras de oscuridad y luz llorando,
ribetes ciegos, energías crespas,
río de vida y hebras esenciales,
verdes ramas de sol acariciado,
aquí estoy, en la noche, escuchando secretos,
desvelos, soledades,
y entráis, en medio de la niebla hundida,
hasta crecer en mí, hasta comunicarme
la luz oscura y la rosa de la tierra.
La pasión con que te adoro es la espléndida pureza
de las flores del altar, es el lánguido desmayo
que domina a los amantes cuando sienten la cabeza
de la virgen desposada en su pecho descansar;
la pasión con que te adoro es tan blanca como rayo
de la luna, que se mira en la vidriera atravesar.
Son tan puros mis amores cual las ansias ignoradas
con que besan a la espuma los nenúfares del río
al brillar entre el boscaje las luciérnagas doradas;
las ternuras que te guardo no se han muerto con el frío:
son las únicas ternuras que han quedado inmaculadas
en el fondo cenagoso de mi espíritu sombrío.
Al sentir que vuela a ti mi fe última de niño
te consagro la sublime floración de mi cariño
porque brillas con fulgores de divina refulgencia
en las sombras impalpables que han envuelto mi existencia
cual destello cintilante de las luces de algún astro
o cual nítida blancura de una estatua de alabastro.
He mirado indiferente el amor de otras mujeres
porque sólo tú no dejas el hastío de los placeres,
porque sólo a tu mirada temblorosa de pasión
se arrodillan las más puras ilusiones de mi infancia,
y quisiera saturar el marchito corazón
de tu alma de querube con la púdica fragancia.
De mi alma contemplé la blancura ya perdida,
y al buscar amores castos por la senda del camino
sólo tú le respondiste al doliente peregrino,
pues mi espíritu manchado de tu espíritu es hermano,
y embalsama tu pureza los dolores de mi vida
cual perfuma la azucena el ambiente del pantano.
Fe levantas, sueño de oro, en mi alma que te espera,
cual se aleja en las mañanas de los días la primavera,
cuando trinan las calandrias en las verdes enramadas
la plegaria gemebunda de los bronces del santuario,
cual la hostia se levanta en las ondas azuladas
de los círculos ligeros que despide el incensario.
Daniii Jun 27
Todo lo que soy… ya lo fui.
No hay un segundo en este cuerpo
que no esté hecho de despedidas.
No hay una palabra que diga
que no esté muriendo mientras la pronuncio.

Soy el eco de versiones pasadas,
el temblor de quien ya no tiembla,
el silencio de un niño que gritó tanto
que el alma se le volvió muda.

A veces me miro y no me encuentro.
¿Dónde quedó el yo de hace un año?
¿Dónde el que lloraba por lo que ahora ya no duele?
¿Dónde el que creía que entender era vivir?

Fui todos.
Fui el ingenuo,
fui el valiente de mentira,
fui el sabio de apariencias,
fui el roto que sonreía para que nadie notara la herida.

Hoy…
solo soy el envase de tantas ausencias.
Y me pregunto si alguna vez fui realmente yo
o solo fui lo que necesitaban que fuera.

He enterrado tantas máscaras en mi rostro
que ya no sé si tengo piel o solo cicatrices.
Y aún así, sigo avanzando,
como si cada paso no doliera.
Como si no supiera que la vida es un suicidio lento
al que llamamos experiencia.

No me arrepiento de lo que hice.
Me arrepiento de lo que no entendí.
Del amor que no di por miedo.
De las noches donde fingí dormir
para no tener que pensar en quién era.

Hoy entiendo que crecer
es ver morir a todos los que fuimos
y seguir…
aunque uno de esos muertos
haya sido el que más querías ser.

Hoy entiendo que el alma
no es una llama:
es una ruina encendida.
Una catedral en ruinas
donde aún se arrodillan los pensamientos más puros.

Y yo…
yo soy esa ruina.
Ese templo sin dios.
Ese fuego sin altar.

Todo lo que soy ya lo fui.
Y sin embargo… aquí estoy.
Siendo el resto.
Siendo el después.
Siendo lo que queda
cuando se cae todo
y uno decide no huir.

¿Acaso eso también es ser?
¿Acaso no hay más verdad
en el sobrevivir que en el soñar?

Tal vez mañana seré otro,
y este poema será solo una tumba más
en el cementerio de lo que fui.
Pero por hoy,
por este minuto,
soy esto:

Un alma cansada
que escribe para no desaparecer.
Un poeta sin respuestas
que sigue haciéndose preguntas
porque el silencio…
le queda grande.

Derechos de autor ©️
~Daniii
Mel Zalewsky Jul 1
Las nubes se arrodillan  
sobre la ciudad de granito,  
donde los árboles son estatuas  
y las rocas
—negras—  
lucen corbatas de asfalto.  

Ellos huyeron:  
esas almas con miedo a mojarse  
se esconden en cuevas de cemento,  
en casas que, aunque llenas de gente,  
tienen el mismo vacío  
que los buzones sin cartas.  

Pero los cristales...  
esas pupilas transparentes  
que se niegan a usar cortinas,  
ansían besar a la lluvia,  
beber los relámpagos,  
dejarse desvestir  
por los truenos.  

Los faroles parpadean  
como luciérnagas ancianas.  
Las banquetas se hacen cunas  
para el viento cansado  
que pide permiso  
para dormir.  

Las calles son ríos de tinta,  
las avenidas —arroyos  
que arrastran poemas  
nunca recitados—.  

Las tuberías gimen:  
son venas de hierro fundido  
que llevan el dolor  
en placebo de agua sucia.  

Solo unos pocos  
—los que no temen  
a las sombrillas rotas—  
saben que la lluvia  
es el único abrazo  
que disfraza lágrimas  
sin pedir explicaciones.  

Ellos entienden:  
es mejor el frío honesto  
que el calor mentiroso  
de una casa  
con rejas en las ventanas  
y telarañas  
en el timbre.  

La lluvia es nuestra cómplice.  
Nosotros, los despiertos,  
esperamos su llegada  
como otros esperan el sol.  

Porque nuestro día  
comienza cuando la luna  
—esa sonámbula perfecta—  
se recuesta en el cielo  
y todas las estrellas  
se hacen gotas.  

Mel Zalewsky

— The End —